domingo, 3 de mayo de 2015

AVATARES 3







VARGAS VILA Y OTROS DEMONIOS DE LA GAZMOÑERÍA



Vargas Vila, anduvo por los
caminos surrealistas


A escondidas de mi madre y de muchos ojos censores, logré leer en algunos meses los cien cuentos del “Decamerón”, esas pecaminosas narraciones donde abundaban los curas glotones y lujuriosos, las mujeres venales y los maridos cornudos y sandios, me deleitaron a lo grande y despertaron, de algún modo, lo que aún me quedaba de inocencia. Años más tarde, entrando en la adolescencia leí “Paulina, memorias de una cantante”, un libro algo obsceno, donde a la manera del Marqués de Sade, se describe con lujo de detalles físicos y psicológicos, el acto sexual. Aquí el lector parece participar del coito en una especie de regarder d´un bon ceil. Otro libro que cayó en mis manos, o mejor dicho, yo fui el que cayó sobre él, es el clásico “Memorias de una pulga”, libro que cualquier parroquiano podía comprar en los vendedores ambulantes que pululaban en los alrededores del Parque Universitario. Eran los primeros años de los setenta y todavía se vendía el libro con ciertas cortapisas a menores de edad, como era mi caso (antes la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años). Esa inquieta pulguita, testigo oculto de un gran número de coitos adultos y degenerados, despertó mi libido a ritmos de taquicardia.

Los libros con sexo subido de tono se han escrito en Francia, fundamentalmente el Marqués de Sade, Reftid de la Bretonne, Giacomo Casanova, Apollinaire, Francois Rebelais hasta Ferdinan de Celline, sólo por citar algunosEs curioso que en la literatura española, salvo “El libro del buen amor” del Arcipreste de Hita, que tiene algunos condimentos picantes, no haya aparecido ningún texto erótico hasta la segunda mitad del siglo XX; quizá esto se deba a que la Inquisición filtró el lenguaje sicalíptico y con ello silenció la intención erótica en la literatura.

Hasta el “Arte de amar” de Ovidio fue censurado. El caso de este libro encierra cierto misterio si observamos lo acontecido con el autor. Hagamos una pincelada sobre el caso en cuestión. En los años maduros, cuando parecía que el poeta no tenía ya nada que esperar de la fortuna (lo había obtenido casi todo), se abatió sobre él una inesperada desgracia. En el año 8 d. C., una orden del emperador lo intimaba a abandonar sin tardanza Italia y dirigirse a Tomi, lejano y desolado país del mar Negro; al mismo tiempo se excluía de las bibliotecas públicas el “Arte de amar”, publicada seis años antes. Lo que motivó tan duro castigo, que arruinó totalmente la vida de un hombre ya maduro, continúa en la oscuridad. La conducta del emperador que, para evitar la publicidad de un proceso, condenó al poeta sin ningún procedimiento judicial y veló hipócritamente con la suave orden de relegación la efectiva crueldad de la pena, hace pensar en un escándalo de corte, en el que Ovidio puede haber participado. Y se ha hecho notar que, en el mismo año en que era desterrado Ovidio, se condenaba al exilio también, por orden del emperador, a Julia, sobrina de Augusto, que siguiendo la misma suerte y el mismo triste ejemplo de su madre se había inmiscuido en relaciones ilícitas con el joven patricio Silano. El pretexto declarado fue una medida de moralidad pública contra el poeta, que había enseñado el adulterio y se había hecho responsable moral de un estado de disolución en las familias. ¿Pero de qué trata este libro cuestionado por Augusto que, según su opinión, debía titularse “Arte de cometer adulterio”? El texto consta de tres libros. En el primero se relacionan una serie de lugares donde hay mujeres, y cómo tienen que hacer los hombres para agradarles. En el segundo ofrece una serie de consejos para no perder a la dama conquistada. En el tercero, da instrucciones a las mujeres para que puedan seducir a sus galanes por largo tiempo. 


"El arte de amar", de Ovidio.
El libro expresa conceptos sinceros, sin digresiones ni retóricas, tan usados por Ovidio en épocas pasadas. Como un verdadero manual de aprendizaje, su tono es didáctico y está plagado de una fina ironía y alegre parodia, espejo de un refinado y talentoso grupo social. Volviendo a la literatura es España resulta extraño que no haya habido textos de corte erótico durante tantos siglos, si se tiene en cuenta que algunos autores latinos que se dedicaron a escribir este tipo de literatura eran de origen español, como es el caso de Marco Valerio Marcial que era natural de Calatayud. Sus epigramas nos hacen ver la vida de su época – como en un desfile – en sus aspectos más divertidos. No es raro encontrarnos con expresiones crudas, situaciones escabrosas y conductas más que incorrectas en lo que “a la entrepierna se refiere”. Veamos algunas pinturas de Marcial:

                         
A COTA, AFEMINADO
“Invitas solamente, cota, a los que se bañan contigo
y sólo los baños te proporcionan convidados.
Me extrañaba, cota, que nunca me hubieras invitado:
ahora sé que no te gusto desnudo”.

Epigramas, I. 23

(Los baños eran lugar habitual de encuentro entre homosexuales).



CONTRA AMIANO, A QUIEN ACUSA DE INCESTO
¡Qué tierno eres, Amiano, con tu madre!
¡Que tierna es contigo tu madre, Amiano!
Te llama hermano y la llamas hermana
¿Por qué  os atraen esos nombres tan vergonzosos?
¿Por qué no os agrada ser lo que sois?
¿Creéis que esto es un juego divertido? No lo es:
a la madre que quiere ser hermana,
ni le gusta ser madre ni hermana”.

Epigramas II. 4

[La estructura del epigrama es como sigue: a) 1 – 3, situación: sospecha de incesto; b) 4 – 7, interrogativas acusadoras; c) 8 – 9, conclusión: realidad del incesto.]




      CONTRA TAIS, UNA PROSTITUTA PÚBLICA
“A nadie, Tais, le dices que no; pero si eso no te avergüenza,
que al menos te avergüence, Tais, decir sí a todo”.

Epigramas IV. 12




CONTRA PROCULINA, ADÚLTERA
“Al casarte, Proculina, con tu querido
y al hacer ahora marido al  amante de hace poco,
para que la ley Julia no te pueda señalar,
no te casas, Proculina, sino que lo reconoces.

Epigrama VI. 22

[La Ley Julia prohibía el concubinato]




Marco Valerio Marcial, poeta latino
(40 a 104 a. C.)
Por los Epigramas de Marcial pasa la vida en todos sus aspectos y con todos sus protagonistas: los teatros, las delicias de Bayas, los pórticos, los mercados, los clientes, sus muchos amigos y su perra vida, los literatos, el mundo literario, recitadores y rétores, los amantes avariciosos, los jóvenes criados atractivos hasta la perdición, sus preferencias en mujeres y hombres, las putas de altos vuelos y los homosexuales.


CONTRA GALA, HERMOSA PERO TONTA
“Si tienes una cara, de la que ni una mujer podría
hablar, si ninguna mancha hay en tu cuerpo,
¿por qué te extrañas de que tan pocos folladores te deseen
y vuelvan otra vez?  Tu defecto, Gala, no es pequeño.
Cuántas veces me inicié en la faena y nos meneamos con las
Ingles pegadas, el coño no calla, tú eres la que callas.
Los dioses hicieran que hablaras tú y callara aquel:
me fastidia la garrulidad de tu coño.
Preferiría que te peyeras: que esto, dice Símaco, no perjudica
y es cosa esa que mueve a risa a la vez.
¿Quién puede reírse de los ruidos de un coño loco?
Cuando suena éste, ¿qué polla y cabeza no se vienen abajo?
Di al menos algo y mete ruido al són de tu coño gritón,
y si eres tan muda, aprende a hablar aunque sea por allí”.

Epigrama VII. 18

[podría hablar: esto es, decir nada en contra]




LAS PUTAS QUE LE GUSTAN
“La quiero de las fáciles, de las que hacen la calle encapuchadas,
la quiero de las que ya se han entregado previamente a mis esclavos,
la quiero de las que se compran para todo por dos perras gordas,
la quiero de las que solas pueden al mismo tiempo con tres.
A la que pide dinero y se expresa de forma rebuscada,
que la posea una polla de la basta Burdeos”.

Epigramas IX. 32

[le gustan: el motivo es universal: el término medio es lo mejor (“Lo poco agrada y lo mucho enfada”, que diría el castigo). Este pensamiento universal, explotado en las discusiones diatríbico – satíricas, se aplica al amor y se convierte en un topos de gran tradición en el epigrama, que se manipula en diferentes variantes; tiempo con tres: existen muchos testimonios sobre las relaciones sexuales múltiples y simultáneas]




                             CONTRA UN BUJARRÓN MASTURBADOR     
“Que con tu áspera boca restriegues los suaves besos del níveo
Galeso, que te acuestes con un Ganímedes desnudo
– ¿quién lo niega? –, es demasiado. Pero que eso sea todo.
Al menos deja de menearle sus partes con tu mano folladora.
Entre los jóvenes imberbes hace más daño ésta que la polla,
y los dedos forman y anticipan la virilidad”.

Epigrama XI. 22

[masturbador: crítica – quizás la única – de una forma de pederastía que anticipa la virilidad y hace perder a los muchachos su atractivo.]




En Marcial la crítica y sátira no se dirigen tanto a los defectos como a la hipocresía de sus protagonistas, que dicen una cosa y hacen otra, o quieren parecer lo que no son. Incluso en el aspecto más famoso de su obra, el de los comportamientos sexuales, Marcial mantiene esa tónica. Las prácticas que aparecen son casi todas: con una o con otro o con varios a la vez, con jóvenes y menos jóvenes, por delante y por detrás, activo o pasivo, con la mano, con la boca o con lo otro, por arriba y por abajo, en su casa o en el burdel, a oscuras o a plena luz, pagando o cobrando, por la mañana o por la noche; pero en todas esas prácticas, lo que se critica son las actuaciones contrarias a lo socialmente admitido (que para un hombre adulto consistía sólo en lo que tuviera un papel activo) y no cualquier conducta. Desechemos, pues, la idea de un Marcial con pluma vitriólica que no deja títere con cabeza. Veamos algunos epigramas que ilustran estas apreciaciones:



CONTRA ZOILO, MAMÓN
“Afirmas que les huele mal la boca a los picapleitos y
a los poetas. Pero, Zoilo, peor le huele al chupapollas”.

Epigrama XI. 30

[Mamón: crítica a la felación y nueva invectiva contra Zoilo, tal como lo había hecho en II. 16. A Póstumo, ya Marcial le había “dedicado” un pequeño ciclo de epigramas  de este tipo, II 10, 12 Y 21 – 23.]




CONTRA UNA ESPOSA CELOSA
“Al sorprenderme con un muchacho, esposa, me increpas con desabridas voces y me espetas que tú también tienes un culo.
¡Qué de veces le dijo lo mismo Juno al incontinente Tonante!
sin embargo, se sigue acostando éste con el ya crecidito Ganímides.
El Tirinto, tras dejar su arco, combaba a Hilas
¿crees tú que Mégara no tenía nalgas?
Dafne, con sus huidas, atormentaba a Febo: pero el muchacho
de Ébalo dispuso que aquellos fuegos desaparecieran.
Aunque Briseida se acostaba muchas veces dándole la espalda
más cerca del Eácida se ponía su amante barbilampiño.
Deja, pues, de darles nombres masculinos a tus cosas
y hazte a la idea, esposa, de que tú tienes dos coños”.

Epigrama XI. 43


[esposa celosa: en cuanto a su situación familiar, Marcial no tuvo hijos y nada parece indicar que estuviera casado; las ocasiones en que se dirige en sus epigramas a una esposa son mera ficción literaria. La estructura de este epigrama es clara: VV. 1 – 2: apóstrofe a la esposa con introducción del tema: VV. 3 – 10: ejemplos mitológicos para demostrar lo contrario; VV. 11 – 12: nueva apóstrofe a la esposa con la conclusión; combaba a Hilas: en el epigrama VII. 15 hay una mención a este verso. El epigrama VII. 15 está dedicado a una estatua de un esclavo (de nombre Argino, como el favorito de Agamenón), probablemente de Estela, situada en los jardines de Estela. La estatua dice Marcial en el epigrama VII.15, estará segura de las manos de las ninfas, pero no de las de Hércules, quien ya tuvo una aventura con el joven Hilas; tú que Mégara: Mégara era la esposa de Hércules, el tirintio, por haber sido criado en Tirinto; Dafne: de quien se enamoró Febo (Apolo) y que se transformó en laurel cuando éste la perseguía; de Ébalo: Jacinto, amado por Apolo y natural de Laconia, uno de cuyos reyes había sido Ébalo; su amante barbilampiño: Briseida (Hipodamía, llamada así por ser hija de Brises) era la esclava favorita de Aquiles (el Éacida por ser nieto de Éaco); el barbilampiño es Patroclo; tú tienes dos coños: es decir, el sexo anal no es igual con un hombre que con una mujer.]




Este mismo asunto, que Marcial trata con tanta libertad, aparece en un epigrama del libro XII. 

Veamos:


CONTRA UNA ESPOSA CELOSA
“Si conoces el comportamiento y la fidelidad de tu marido
y no hay otra que caliente o soliviante tu cama,
¿por qué, estúpida, te torturas, como si fueran queridas, con tus criados,
en los que la pasión es tan breve como pasajera?
Voy a probarte que los esclavos te sirven a ti más que a su amo:
ellos hacen que tú seas la única mujer para tu hombre;
ellos dan lo que tú, su esposa, no quieres darle: “Pero yo lo doy”, dices,
“para que el amor de mi esposo no eche canas al aire fuera de mi lecho”.
No es lo mismo: quiero un higo de Quíos, no quiero uno insípido.
Para que no dudes de qué es uno de Quíos, el tuyo es insípido.
Una casada y una mujer deben saber sus limitaciones:
déjale sus partes a los esclavos, utiliza tú las tuyas”.

Epigrama XII. 96

[el sentido priapeico de “higo”, lo utiliza Marcial para designar las excrecencias (tal vez, tumores [hemorroides] en forma de higo].




Jacques Casanova, Venecia
1725 - República Checa1798.


Otro autor llamativo por la mala fama que acarreaba era Jacques Casanova. Eran los inicios de los setenta y yo era estudiante de Estudios Generales en la Universidad Católica. Por ese entonces, eran frecuentes mis incursiones por el centro de Lima en busca de libros. Casi siempre terminaba por el Jirón Azángaro, a media cuadra del Parque Universitario, y, obligatoriamente, ingresaba en el a librería de don Juan Mejí Baca. El ilustre librero me recibía con una amplia sonrisa aun a sabiendas que mis ingresos, como estudiante que era, eran tan magros que no estaban a la altura de un comprador en potencia. Don Juan me hablaba de los nuevos libros que le habían llegado o me mostraba algunas pesquisas que había hecho en la biblioteca de alguna familia ricachona que había puesto en venta la biblioteca de algún difunto ilustrado. Don Juan fue una de las personas a quien debo tanto porque contribuyó a orientar mis lecturas en esa época en que leía con voracidad lo que cayera en mis manos. Ahí fue donde compré, a crédito como hacía siempre, las “Memorias” de Casanova. No es raro ver en las memorias de este malabarista, justificar las barrabasadas que infligía a las mujeres, quienes después de ver en él a un atractivo amante, terminaban viendo en Casanova al mismo diablo. “Muy a menudo, he hecho cosas en mi vida que me repugnaba hacerlas y que no llegaba a comprender. Es que lo hacía forzado por un poder misterioso al cual no me era dado oponer la menor resistencia”. Un día después, Casanova no tiene para sus víctimas más que motivos de mofa, esa conducta para con las mujeres que inmortalizó Mozart. Su locuacidad es su arma principal.

Parece que habla por hablar, pero no es así, habla con alarde, con ostentación, mirando a diestra y siniestra, como un animal carroñero, observando el efecto que van causando sus palabras. Casanova comienza estas memorias hablando del origen español de su familia, de su nacimiento en Venecia, que le da el motivo para describir la sociedad en la que hizo tantos experimentos: desde los ocho años empieza a observar el mundo, guiado por una gran curiosidad hacia todas las cosas de la vida; la sociedad fastuosa y brillante que le ofrece fácilmente un espectáculo en que no tardaría mucho en presentarse como protagonista. Nos cuenta sus amores y sus aventuras con muchachas cuyos nombres pasan como imágenes por una pantalla de cine: Giulietta, Lucía y una tal Nennetta. El brillante mujeriego aspira al disfrute en todas las formas imaginarias, sin hacer apología de las desviaciones, pero dejando en claro que no tiene ningún reparo en materia moral: No son pocos los batiburrillos en lo que se ve envuelto.


“Volvíme a Venecia huyendo de los reproches que se me hacían. Quince días después recibí orden de comparecer ante el magistrado encargado de juzgar a los blasfemos. Supliqué al señor Bárbaro que se informase del motivo de dicha orden, pues se trataba de una magistratura temible. Me asombraba que procediesen contra mí como si hubiesen estado seguros de que había profanado una tumba, cuando sólo podían tener sospechas. Pero no se trataba de esto. Por la noche el señor Bárbaro me dijo que una mujer se había quejado contra mí demandando justicia por haber violado yo a una hija suya. Decía en su queja que habiéndome llevado a su hija a la Zuecca había abusado de ella y que la pobre estaba en cama a consecuencia de los malos tratamientos que yo había empleado para conseguir mi objeto.

Esta cuestión era una de tantas como se entablaban con el objeto de causar gastos y enredos. No había tal violación; pero era cierto que yo había dado una paliza a la muchacha. Escribí mi defensa y supliqué al señor Bárbaro que la entregase al secretario del magistrado:

“DECLARACIÓN”

Declaro que tal día, habiendo encontrado a tal mujer con su hija, me acerqué a ellas convidándolas a refrescar. Entramos en la botillería y allí, como la muchacha rehusase mis caricias, me dijo la madre:

– Está intacta y hace bien en no darse sin provecho.
– Si esto es así – repuse yo –, os doy diez cequíes por sus primicias.
– Podéis verlo – dijo la madre.

Habiendo procedido a un examen por medio del tacto y creyendo que ello podía ser verdad, le dije que por la tarde la llevase a la Zuecca, donde le daría los diez cequíes. Mi ofrecimiento fue aceptado con alegría, y la madre me trajo a su hija y me la dejó al extremo del jardín de la Cruz, donde recibió los diez cequíes y se marchó.

Cuando quise hacer valer mis derechos adquiridos, la hija, instruida sin duda por su madre, me lo impidió con astucia. Al principio no me disgusto su proceder; pero cansado al fin, le dije seriamente que concluyera. Ella me contestó que si yo no podía, la culpa no era suya. Aburrido y despechado, la puse entonces en una posición que la obligaba a ceder y a desmentirse; pero cambió de postura, y me encontré en la imposibilidad de conseguir mi objeto.

– ¿Por qué cambias de posición? – le dije.
– Porque así no quiero.
– ¿Conque no quieres?
– No.

“Entonces tomé un mango de escoba que allí se encontraba y le di una buena lección, por sacar algún provecho de los diez cequíes que había cometido la locura de pagar adelantados. Pero no le rompí brazo ni pierna alguna, cuidando de castigarla solamente el trasero, donde deben hallarse todas las trazas de mi vapuleo. Por la noche la metí en una barca que la llevó a sitio seguro. La madre de esa muchacha tuvo diez cequíes y la hija ha conservado su detestable virginidad. Si soy culpable, lo soy únicamente de haber apaleado a una muchacha, infame discípula de una madre más infame que ella”.

Mi declaración fue nula, pues el magistrado conocía a la muchacha, y la madre se reía de haberme engañado. Me citaron y no comparecí, y ya iban a dar orden de prenderme cuando la queja por profanación de los muertos fue presentada al mismo magistrado. Hubiese sido menos mal para mí que esta segunda causa se hubiese llevado al Consejo de los Diez, pues un tribunal quizá me hubiera salvado del otro.
Este segundo crimen, ridículo en el fondo, era, por la importancia eclesiástica, una felonía de primer orden. Fui citado personalmente en el término de veinticuatro horas, con la seguridad de que mi encarcelamiento sería decretado. El señor Bragadino, prudente como siempre, me aconsejó que pusiese pies en polvorosa.

Nunca abandoné Venecia con tanto sentimiento como esta vez; tenía algunas conquistas amorosas entre mano, y la fortuna me favorecía en el juego. Partí al anochecer y el día siguiente dormí en Verona. Dos días después llegué a Milán, a la caída de la tarde.

Me encontraba solo, bien equipado, provisto de alhajas, sin cartas de recomendación pero con la bolsa llena, con mucha salud y el humor de los veintitrés años.

Después de haber comido y visitado los paseos y cafés, fui al teatro, donde me esperaba la agradable sorpresa de ver bailar a Marina con gran éxito. Resolví en seguida reanudar con ella mis antiguas relaciones y me hice acompañar a su casa al salir del teatro. Acababa se sentarse a la mesa con un caballero, pero tan pronto como me vio; arrojó la servilleta y vino corriendo a abrazarme. El criado, sin esperar que se lo dijese, puso un cubierto para mí, y Marina me suplicó que cenase con ella. Sintiéndome  ofendido por el individuo que no se había levantado para saludarme, pregunté a Marina quién era él, y le rogué que me presentase.

– Este caballero – me dijo ella – es el conde Celi, romano, mi amante.
– Sea enhorabuena – le dije.
Y volviéndome hacia el conde, añadí:
– Caballero, no toméis a la mala parte nuestra ternura, porque Marina es mi hija.
– Es una p…
– Es verdad – dijo Marina –, y puedes creerlo, porque él es mi alcahuete.

A estas palabras, el brutal amante le tiró un cuchillo a la cara; ella evitó el golpe apartándose. La persiguió él, pero yo le puse la punta de mi espada al pecho diciéndole.
– Detente o mueres.
Inmediatamente me dispuse a marcharme, pero Marina se puso a toda prisa una manteleta, se asió de mi brazo y me suplicó que la dejase ir conmigo.
– Con mucho gusto – dije yo.
El supuesto conde me citó entonces para el día siguiente es la Cascina dei Pomi.
– A las cuatro – dije yo.
Acompañé a Marina a mi albergue, donde le hice dar un cuarto contiguo al mío; luego nos sentamos a la mesa.
Viéndome un poco pensativo, me dijo ella:
– ¿Sientes que yo haya huido de este animal?
– No; al contrario; te lo agradezco. Pero dime quién es ese individuo.
– Es un jugador de profesión que se hace llamar conde Celi.
Un día me invitó a cenar; jugaron y ganó un gran cantidad a un inglés atraído por él so pretexto de que yo estaría allí, Celi me dio cincuenta guineas diciendo que me había hecho llevar parte en la banca. Una vez que fue mi amante, exigió que yo fuese complaciente con todos aquellos a quienes él quería engañar. Por fin se vino a vivir conmigo. No volveré a ver a ese tunante. Quiero ser exclusivamente tuya, si aún me quieres y si no estás enredado con otra mujer como en Corfú.
– Sí, mi querida Marina, te quiero, pero si has de ser mía, no quiero infidelidades.
– Por supuesto. Tengo trescientos cequíes y te los daré mañana sin más condición que la de ser tuya.
– No necesito dinero y no quiero de ti más que tu persona.
Ea, lo dicho. Mañana estaremos más tranquilos.
– ¿Piensas batirte? No lo creas, amigo mío; ese hombre es un cobarde.
– He dado mi palabra.
– Lo sé, pero él no cumplirá la suya, y me alegro.
Cambiando de conversación, hablamos de nuestros conocidos.
Me dijo que había reñido con su hermano, que su hermana era cantante en Génova y que, por último, Bellino – Teresa permanecía en Nápoles, donde seguía arruinando a varios duques.
– Yo soy la única desgraciada.
– ¿Cómo desgraciada? Te has vuelto hermosa y eres excelente bailarina. Sé menos pródiga de tus favores y encontrarás quien se encargue de hacer tu fortuna.
– ¿Avara de mis favores? Esto es difícil. Cuando amo no me pertenezco; pero cuando no amo soy inflexible. En fin, amigo mío, seré feliz a tu lado.
– Soy pobre y mi honor no me permitiría…
– Te entiendo, cállate.
– ¿Por qué en vez de un criado no tienes una criada?
– Tienes razón; así me haría respetar un poco más; pero mi criado es tan inteligente, tan fiel…
– Todo lo adivino, pero no te conviene.
Al día siguiente, después de haber comido con ella, la dejé vistiéndose para ir al teatro, tomé un coche de alquiler y me fui la Cascina dei Pomi.
Estaba seguro de dejar a mi tunante fuera de combate y despedí el coche.
El supuesto conde no había acudido todavía a la cita y fue a aguardarlo en un café inmediato al punto de reunión. Allí encontré a un joven francés muy simpático y le dirigí la palabra contándole lo que me ocurría. Un cuarto de hora después vi llegar a mi antagonista, pero no solo, como habíamos convenido, sino con otro individuo. Entonces supliqué al francés que se quedara, y accedió gustoso. Entró mi hombre con su acólito, que llevaba una espada de cuarenta pulgadas por lo menos y tenía trazas de un verdadero matachín.
Me levanté y dije con aspereza al supuesto conde:
– Dijisteis que vendrías solo.
– Mi amigo  no está de más, pues solo vengo para hablaros.
– Si esto hubiera sabido no me hubiese incomodado. Pero vamos a decirnos cuatro palabras sin testigos. Seguidme.
Salí con el francés, que conocía el sitio, y en llegando a un punto que juzgamos a propósitos, aguardamos a los dos campeones, que venían a paso lento y hablando juntos. Cuando se hallaron a diez pasos de nosotros, saqué mi espada diciendo a mi adversario que se pusiese en guardia. El francés desenvainó también la suya.

– ¡Dos contra uno! – exclamó Celi.
– Despedid a vuestro amigo y el señor se irá; pero vuestro amigo también lleva espada; por tanto somos dos contra dos.
– Un duelo por partida doble – dijo el francés.
– Yo no me bato con un bailarín – dijo el del espadón
A estas palabras, mi francés se acercó a decirle que un bailarín valía tanto o más que un rufián, y le dio un tremendo sablazo de plano en la espada. Seguí su ejemplo con Celi, quien retrocedió con su colega diciendo que sólo quería decirme dos palabras y que se batiría luego.
– Hablad.
– Vos me conocéis a mí y yo no os conozco a vos; decidme quién sois.
Por toda respuesta redoblé mis golpes, al paso que el francés desplegaba la mayor habilidad en el mismo género sobre las espaldas del otro. Los cobardes huyeron a escape y nosotros envainamos nuestras espadas. El gran duelo concluyó, pues, de una manera ridícula, como Marina había supuesto.
Mi francés tuvo que marcharse porque le aguardaban; pero aceptó mi invitación de venir a cenar conmigo después del teatro.
Le dije el nombre que yo había dado en la consigna y le indiqué la fonda en que vivía.
De vuelta a mi habitación conté a Marina lo que había sucedido.
– Voy a contar esta historia a todo el teatro – dijo ella –. Lo que más me alegra es que si es cierto que tu testigo es bailarín, no puede ser más que Balleti, que ha de bailar conmigo en Mantua”.

(“Memorias”, Jacques Casanova; Compañía General de Ediciones, S.A. – México, febrero de 1957 – Volumen I; págs.: 296 – 300)



Novela "Ibis" de Vargas Vila,
escrita en Roma en 1900
Al descubrir sus vicios y sus argucias, Casanova se desnuda tal como era y, en su amor por la sinceridad más libre de prejuicios, afirma ser un verdadero hombre de la naturaleza. Casanova no niega haber sido aventurero, al contrario, en el colmo de su desvergüenza y sin remilgo alguno, se jacta de no haber sido incauto y de haberse aprovechado de los que lo eran. Casanova, en la descripción de su juventud, se complace en tenues recuerdos y afectos ya lejanos en el tiempo, en el resto de su existencia de hombre de mundo y de docto en la vida bohemia va mostrándonos todos los defectos de su carácter petulante, timador, hipócrita, cínico, mentiroso y  calculador. Casanova imagina situaciones como sólo lo hacían Balzac y Pérez Galdós. Joachin Murat, general de Napoleón, en una carta a Albrecht Von Haller fechada el 21 de junio de 1760, le dice, refiriéndose a Casanova: “Il me dit qu´il est un homme libre, citoyen du monde”. A la hora de escribir versos Casanova es un delettante; no nos deleita con el violín, nos maltrata los oídos, cuando filosofa nos adormece en una sinfonía de interminables bostezos; cuando conversa es un hipnotizador de mascotas; pero es un diablo en los juegos de azar: dados dominó, biribís, faraón, alquimia y diplomacia. Su pasión por el jugo raya en el vicio, en la obsesión incontrolable; engrosa la lista de Góngora con los dados y Dostoievski con la ruleta. Se siente como Quasimodo en el campanario de Notre Dame cuando se enfrenta a la mesa de juego y ve rodar los dados o girar el disco aurinegro. Los diamantes y las copas saliendo de las ágiles manos del tahúr fullero le encienden los ojos.

El hombre que a los veinte años perdiera la protección del senador Malipiero, sumaría un nuevo fracaso en su vida cuando fuera expulsado del seminario a donde había ingresado. Sus años de viajes se cuentan en décadas: Londres, Madrid, San Petersburgo, Viena, Constantinopla, París, siempre queriendo conocer los móviles y los bastidores de la sociedad, desnudando sus ambiciones y sus vicios; por esto, aun fuera del cuadro de sus conquistas amorosas (descritas con poca finura psicológica y con mediocre eficacia artística), nos presenta con cierta veracidad la Europa del siglo XVIII.


“Es imposible pintar lo que es el carnaval en Roma. Allí reina la mayor libertad. Es una verdadera granizada de confites; en ella toma parte la mejor y la peor sociedad de la ciudad santa. Cuando el cañón del fuerte de Sant’ Angelo ha anunciado la retreta, es inútil buscar un carruaje. La muchedumbre se desparrama por las calles adyacentes al Corso, y llena los teatros, la ópera seria y bufa, la comedia, los funámbulos, los teatros al aire libre, los cafés y las tabernas. Todo está lleno, porque los romanos, durante estos ocho días, no hacen más que beber, comer y gozar.

Fui primeramente a llevar mi dinero a casa  del señor Belloni, y allí tomé una letra de crédito a cargo de su corresponsal en Turín, donde debía encontrar al abate Gama, y encargarse de la comisión de la corte de Portugal, en el congreso de Augsburgo, en el que tenía fija su vista toda Europa.

Cuando me retiraba a casa, encontré un carruaje de cuatro caballos y en él un joven que me llamó e hizo detener su coche.

Quedé muy sorprendido al reconocer a lord Talon, a quien había conocido en Paría, en casa de la condesa de Limore, su madre, que, separada de su marido, vivía sostenida por el señor de Saint – Albin, arzobispo de Cambrai, sucesor bien poco digno del virtuoso Fenelón; pero tenía la suerte de ser bastardo del duque de Orleáns, regente de Francia.

Lord Talon era un buen muchacho, ingenioso y de talento, pero de pasiones desenfrenadas; tenía todos los vicios. Yo sabía que era lord de nombre pero no de fortuna, y me sorprendió verle en tanta opulencia y más aún adornado con el cordón azul. En dos palabras me dijo que iba a comer con el pretendiente, pero que cenaría en su casa. Me invitó y acepté.

Después de comer, fui a dar una vuelta y entré en el teatro de Tordinona, donde las hijas de Mámolo se daban lustre con Costa, mi criado. Después me dirigí a casa de lord Talon, donde quedé agradablemente sorprendido de encontrar al poeta Poinsinet.
Era éste un joven feo, fogoso, bromista y que tenía talento para el teatro. Cinco o seis años después de la época de que hablo, este desgraciado se ahogó en el Guadalquivir. Iba a Madrid con la esperanza de hacer fortuna. Como yo le había conocido en París, le dirigí la palabra como a un antiguo conocido.

– ¿Qué habéis venido a hacer en Roma? ¿Dónde está lord Talon?
– Está en el cuarto inmediato, pero ya no se llama lord Talon, porque, como ha muerto su padre, es ahora conde de Limore. Ya sabéis que estaba agregado al pretendiente. Yo salí de París con él, satisfecho de poder hacer el viaje a Roma sin que me costase nada.

– ¿Luego el conde es ahora rico?
– Aún no, pero lo será, porque debe heredar a su padre, que ha dejado inmensas riquezas.

Entramos en la sala, donde se encontraba el lord con sus invitados, a quienes daba de cenar. En cuanto me vio vino a abrazarme, llamándome su querido amigo, y me hizo conocer a todos sus amigos. Había allí siete u ocho muchachas, todas hermosas, tres o cuatro hombres – tiples, que desempeñaban papeles de mujer en los teatros de Roma, cinco o seis abates, maridos de todas las mujeres y mujeres de todos los maridos, que se vanagloriaban de serlo y que desafiaban los deseos de las muchachas me querían brillar más que ellos. Aquellas muchachas, en verdad, no eran libertinas públicas, pero eran completas maestras en música, pintura y filosofía lúbrica. Puede juzgarse de la naturaleza de aquella sociedad, diciendo que en ella yo era novicio.

– ¿Dónde vais príncipe? – dijo al lord a un joven que se dirigía hacia la puerta.
– No me encuentro bien, milord, y tengo necesidad de salir.
– ¿Qué príncipe es éste? – le pregunté.
– Es el príncipe de Chimai, que para conservar su familia que se extingue, solicita permiso para casarse.

Admiré su prudencia o su delicadeza, pero no tuve valor para imitarle.

Éramos veinticuatro a la mesa y no exagero si digo que se vaciaron cien botellas de los mejores vinos. Todos los invitados estaban borrachos, excepto yo y el poeta Poinsinet que no bebió más que agua. Nos levantamos de la mesa y entonces comenzó una orgía inmunda, de que yo no tenía idea y cuyos excesos no podría trazar ninguna pluma fiel. Únicamente podría pintarla un gran libertino y para ello tendría que cargar su paleta con los más impúdicos colores.

Uno de los castratos y una muchacha, poco más o menos de su cuerpo, propusieron ponerse desnudos en el cuarto inmediato, acostados sobre el mismo lecho, cubierta la cabeza, y desafiaron a todos los presentes a ir a verlos y adivinar el sexo de cada uno.
Entramos todos y nadie se atrevía a decidir, porque no se podía hacer uso más que de la vista; yo propuse al lord una apuesta de cincuenta escudos comprometiéndome a indicar cuál era la mujer. Aceptó y yo adiviné, pero no le exigí el pago de la apuesta.
Al día siguiente, después de haber paseado a la familia Mengs en mi carruaje descubierto, fuimos al teatro Aliberti al cual el castrato que hacía el papel de la prima dona, atraía a todo el mundo.

Era el complaciente favorito del cardenal Borghese, y cenaba todas las noches con Su Eminencia.

Aquel castrato tenía una hermosa voz, pero su principal mérito consistía en su belleza. Yo le había visto vestido de hombre en el paseo; pero aunque era muy guapo, su figura no me había hecho ninguna impresión, porque se veía desde luego que era un hombre mutilado; pero en la escena la ilusión era completa: entusiasmaba.

Ceñido por un corsé bien hecho, tenía una cintura de ninfa, y, cosa casi increíble, su pecho no cedía en forma ni en belleza a ningún pecho de mujer; era especialmente por esto por lo que aquel monstruo llamaba la atención.  Aunque se conocía la naturaleza de aquel desgraciado, si la curiosidad hacía fijar los ojos sobre su pecho, un encanto imposible de expresar embargaba los sentidos y no podía menos, quienquiera que fuera el espectador, de quedar perdidamente enamorado de aquella criatura. Para resistirle hubiera sido preciso der frío como un alemán. Cuando se paseaba en la escena esperando el ritornello del aire que cantaba, su marcha tenía algo de majestuoso y voluptuoso a la vez, y cuando dirigía a los palcos sus codiciadas miradas, sus ojos negros enloquecían a los espectadores. Era evidente que quería alimentar el amor de los que le amaban como hombre y probablemente no  le hubieran amado si hubiese sido mujer.

Roma la santa, que de esta manera obliga a los hombres a cultivar la pederastia, no quiere convenir en los efectos de una ilusión que, por su parte, procura ella alimentar.
Me hacía estas reflexiones en alto voz, y un señor que se hallaba a mi lado me dijo:

– Tenéis mucha razón. ¿Por qué ha de permitirse a esa castrato exponer un pecho del que podría darse por muy satisfecha la más hermosa de las romanas, cuando se sabe que es hombre y no mujer? Si es que quiere prohibirse la escena al bello sexo, por miedo de que sus bellezas no exciten los deseos carnales, ¿por qué se buscan hombres que, por su monstruosa conformación, producen una ilusión completa y excitan deseos aún más criminales?

– El Papa – le dije yo – se ganaría seguramente el cielo si lograra destruir este abuso.
– No lo creo. No se podría, sin escándalo, dar de cenar a solas a una hermosa cantante, pero esto puede hacerse con un castrato. Se sabe que, después de cenar, las dos cabezas reposan en la misma almohada, pero lo que todo el mundo sabe, cada uno lo ignora. Puede dormirse amigablemente con un hombre, pero no es lo mismo con una mujer.

– Es verdad, monseñor. Se guardan las apariencias, y pecado oculto es medio perdonado, como se dice en París.
– En Roma se dice Peccato nascosto non no offende.
Esta conversación jesuítica me había interesado, porque conocía a mi interlocutor como un partidario declarado del fruto prohibido”.

(Ibídem, volumen II; págs.: 344 – 347)

Memorias, Vargas Vila.


En un informe secreto de la Inquisición de Venecia, fechado en 1755, se lee: “Se dice que es literato, pero de espíritu dado a las cábalas; que ha estado en Inglaterra y en Francia; que ha sabido sacar ventajas no permitidas de muchas damas y caballeros, pues su arte es vivir a costa de los otros y manejar a los crédulos a su antojo y provecho. Cuando se conoce a Casanova se ve él unido, en una misma persona, el más terrible impío, embustero, impúdico y sensual”. Las “Memorias” de Casanova no tienen la espiritualidad de un Stendhal, ni sus arrebatos los éxtasis de un Gothe. El valor de sus escritos está en la cantidad pero no en su espiritualidad. Ser un Casanova significa ser un mujeriego, un conquistador que vence toda resistencia de las mujeres, un maestro de la seducción y, como símbolo dentro de lo masculino, equivale a lo que Ninón de Lenclós, la escritora, mecenas y cortesana francesa, representa en la feminidad. Eso significaba Casanova hace cuarenta años atrás, creo que ese apelativo ha ido perdiendo su connotación por la frivolidad y falta de lectores que hay en la actualidad. Capítulo aparte en este catálogo indecoroso merece el colombiano José María Vargas Vila, cuyas ardorosas novelas publicaba en la década del setenta, con gran entusiasmo, la Editorial Mercurio en su sección, Ediciones El Libro Universal. Las carátulas de estos libros con mujeres semivestidas y títulos sugestivos y misteriosos eran un gran atractivo para jóvenes que dejaban la pubertad y entraban a la adolescencia.

Más de un profesor o cura del colegio nos hablaban de lo pecaminoso e inmoral que era recorrer esas páginas concupiscentes escritas por un retorcido que había salido de un cenagal de perversión. Parecían ignorar estos cruzados de la moralidad y las buenas costumbres que la mejor llave para acceder a lo prohibido era la curiosidad. Muchos de estos curas eran diestros en sugerir, pero no en brindar conclusiones, así que la única literatura que nos ofrecían como alternativa era la Biblia. Yo ya tenía una idea más o menos clara de esos cuervos ensotanados. Esos predicadores de pacotilla no hacían otra cosa que balbucear salmos y versículos mientras comerciaban con Dios como los galopines que trafican con meretrices; eran simplemente seguidores de esos papistas romanos que habían hecho del autodesprecio una virtud a seguir, forjando a través de los siglos medios hombres, eunucos de pensamiento y acción.

A algunos, los más instruidos, las lecturas de las novelas de Vargas Vila nos servían no sólo para estimular un poco la imaginación y la libido y despotricar de monjas y curas, sino para practicar las difíciles imágenes, los frecuentes símiles, las metáforas barrocas y excesivas mezcladas con ocurrentes originalidad, que daba muchas veces la impresión de confusión. He aquí más muestras de lo dicho hasta ahora:


“Floreaban los tilos, las lilas se abrían, los rojos
claveles, blancos malabares, geranios y adelfas se
agrupaban en torno de ella para brindarle su perfume.
La enredadera que pendía de la tapia del
jardín que coronaba de florecillas azules, y las aves
en el ramaje y el arroyuelo á sus pies le formaban
uno como rumoreo de amores.

Sentada estaba al lado de su esposo.
Blanco el cabello, rostro bondadoso y aspecto de
enfermo tenía él.

Belleza deslumbrante y voluptuosa, hermosura
de sol en el zenit, de rosa de la montaña, de fruta
madura y tentadora, esa que las mujeres hermosas
desarrollan después de los treinta años, era la de
ella.

Morena la color, negro el cabello, cuyas ondas
lustrosas semejaban las olas de un río acrecido, en
una noche de tempestad. Como un plumón de
cisne era su pecho levantado de protuberancias
marmóreas, ajustado al talle y ceñido el traje dejaban
ver formas estatuarias de las cuales, como modelo
escapado á un estudio de artista, se veía su
brazo de curvas perfectas, apretada carne y vello
sedoso, que semejaba la peluzna de un melocotón.
Silencio sepulcral había en el pueblo y el jardín.
Ni un ruido en la casa, ni un transeúnte por frente
de la reja.

Los insectos entre el boscaje y las moscas zumbadoras
eran los únicos parleros.
Nube de hastío velaba su faz hermosa.
Con la mirada vagando en el espacio cual si buscase
algo tras el horizonte respiraba con pasión, se
impregnaba del calor de la tarde y de los aromas
de las flores y aspiraba en su temperamento ardiente
aquellos efluvios de voluptuosidad de la naturaleza
que venían á besarla en invisible oleada.
Parecía soñar; ¿en qué pensabas?
¡Imaginación de mujer! ¡Inmenso abismo!...
Acaso contemplaba los amores de los insectos
que se estremecían tocándose con las alas, las parejas
de aves que se refugiaban en el bosque, como
buscando el misterio para amarse, las plantas que
se enlazaban con lasciva fiereza, la tierra fecunda
por el sol y produciendo cada instante de su seno
generoso.

¿Soñaba? Sueño de la planta agostada con la
gota de agua del cielo; de la playa abrasada con el
beso del mar! Sueños de una naturaleza voluptuosa,
languideciente en la soledad y en el hastío.
Ruido de herraduras contra las piedras se escuchó
afuera. Púsose en pie el perro perezoso que
á los pies de su señora dormía y ella clavó sus ojos
en la reja.

Lentamente, como quien trae fatigada la bestia
pasó por frente á ella un jinete que saludó con
cariño”.

(de: “Copos de espuma”)



“Laura Pradilla, en su habitual ternura
por su sobrino, hubiese querido que Paúl,
lejos de concurrir a un Colegio hubiese
tenido profesores en la casa, o tuviese un
Preceptor, que lo instruyese, y lo acompañase
a las clases de la Universidad, para
lo cual había pensado en un abate francés,
que la Mére Cándidam le había presentado,
y, el cual según ella, tenía la ventaja
de no permitirle olvidad el francés a
Paúl, y, no dejarlo andar solo por las calles,
lo cual era un peligro para un joven
de su edad.
-       Yo, no quiero curas en mi casa – había
dicho con rudeza Froilán Pradilla.
-       Si me lo presentó la Mére Cándida,
que no traiga ningún cura aquí, y, si trae
otro, hay que ponerla a la puerta a ella
con el cura que traiga, y que no entren
más monjas aquí;
a estas palabras, Laura y Paúl, se miraron,
con una angustia tan grande, como
si fuesen a arrancarles el corazón:
una enorme contrariedad, vino entonces
a apesarar a Frolián Pradilla haciendo
naufragar uno de sus más bellos
sueños;
 el gran cargamento de libros, que venía
para las bibliotecas que pensaba fundar, y
para las cuales tenía ya listos los locales,
había sido detenido y secuestrado en la
Aduana;
según una ley vigente en el país, esos
libros debían ser sometidos a la autoridad
eclesiástica, la cual no permitiría, sino
la circulación de aquellos no contrarios
a la Religión y a las buenas costumbres;
era pues, la pérdida de la casi totalidad
de las obras, de Literatura, de Ciencia, de
Filosofía, todas libres y libertadoras, hechas
para descretinizar el pueblo, y contrariar
la lenta idiotización de la mente
nacional, que hacía tan largo tiempo había
secuestrado ese país del resto de la
humanidad pensante;
pensó en reclamar ante el Gobierno, por
este atentado contra su propiedad, secuestrando
y expropiando libros que eran
suyos, muchos de ellos, indispensables a
un hombre de Ciencia, como él;
no queriendo hacer al gobierno expropiador,
el honor de su presencia en una
oficina pública, comisionó para esa
reclamación, a un joven abogado muy
influyente, que ya le había prestado otros
servicios profesionales;
éste, obtuvo una respuesta cortés, pero
definitiva, haciéndole saber, que el
secuestro había tenido lugar por denuncia
de la autoridad eclesiástica, que había
tenido noticia del despacho y la llegada de
esos libros, todos contrarios a la Fe, y que
si no se había procedido contra Froilán
Pradilla, como introductor de esos libros,
que atacaban la Religión nacional, era
por una consideración especial, a la alta
personalidad del Sabio, a su reputación
mundial, y, a su avanzada edad; que no
soportaría tal vez esos rigores.
Froilán Pradilla, supo con estupor esta
explicación oficial, de tan absurda brutalidad
y, tan ultrajante cortesía;
era el fracaso definitivo de su plan de
fundar Bibliotecas libres, públicas y
gratuitas…
con un gran dolor en el alma, se resignó
a ese fracaso, y devolvió los edificios que
tenía ya tomados para eso; …”

(de: … “La ubre de la loba”)




Una mañana entró al salón del gordo Valera blandiendo como una espada la última pesquisa Vargas Viliana: “Ibis”. La había comprado a través de un amigo que trabajaba en la imprenta donde imprimían los libros de Editorial Mercurio. La imprenta se llamaba “La confianza”, y quedaba cerca al colegio, en una callejuela de Surquillo. “Lean, carajo”, gritó el gordo emocionado y comenzó a leer en voz alta un pasaje del libro. No sé si era este que reproduzco, pero sí sé que tenía grueso calibre como éste:


“La mujer no se vence sino violándola. No conoce
más autoridad que la Conquista. Es la sacerdotisa de un
culto: el de la Fuerza.
No la adores. Hazte adorar por ella. Sé su Señor.
Y para ser su Señor sé su conquistador.
¡Sedúcela!
¿Qué es bella, qué es joven, deseable como una fruta
primaveral, turbadora como un sueño de placer? Ahí te
habla tu carne. Satisfácela. ¿Qué es huérfana, sola, desamparada,
inquietante como el misterio, pura como un
rayo de sol?
Ahí empieza a hablar el sentimiento. ¡Ten miedo a tu
corazón!
Su belleza, su juventud, te llevarán al placer y del
placer, al hastío. ¡Avanza!
Su aislamiento, su misterio, su desgracia, te llevarán
al Amor y del Amor al Dolor. ¡Detente!
Busca su cuerpo. No busques su alma.
El alma de una mujer es un abismo. Y el abismo
atrae. No te inclines sobre él.
El labio de una mujer miente siempre. No le
interrogues con sed de Verdad.
Hártate de sus besos y su carne. Serás saciado.
No te hagas sediento de Misterio; morirás de sed
desconocida.
La sed del alma es insaciable.
La sensación palpita, se satisface y muere.
El sentimiento no se satisface jamás. Es
incolmable.
El misterio velaba sus ojos glaucos, mientras los
besos dormían en su boca provocadora, como un haz de
rayos fulminadores.
Volarían de allí para matar. Es el beso poder de
destrucción.
Hay secretas armonías entre el fin y el principio de
un amor: una tristeza común los acompaña. Los
crepúsculos se asemejan en la palidez melancólica de su
luz.
El pensamiento tiene como la tristeza, grandes alas
negras que proyectan su sombra sobre la frente y se veía
a veces esa sombra cobijar aquellas cabezas jóvenes y
amantes.
El oía sólo el rumor de su pasión, y codiciaba aquel
seno para reclinar en él su cabeza cargada de sueños.
Ella escuchaba su pasado, que como un espectro
blanco le murmuraba al oído palabras de dolor.
¡Y se absorbía en esa beatitud suprema de la Vida!
Los ojos en los ojos, las manos en las manos, subían,
en el viaje aéreo del Ensueño, mientras la ilusión, esa
gran mecedora de almas, arrullaba con sus canciones
divinas.
La posesión no vale lo que esta misteriosa comunión
de la quimera, esta fecundación del alma por el alma,
estremecimiento voluptuosos de adoración inagotable… Es
la ventura, que pasa la línea rosada de una aurora cuyo
día es siniestro. Es el viaje hacia el Amor, la peregrinación
a ese país ardiente:
No pidas al Amor sino la sensación. Serás satisfecho
y feliz.
No despiertes el buitre silencioso que duerme en tu
corazón. No lo despiertes.
Ama con los sentidos. No ames con el sentimiento.
En la pasión de la carne el hombre es el conquistador.
En la pasión del Alma el hombre es el conquistado.
Una mujer seducida es una esclava vencida: no la
temas.
Una mujer amada es una reina proclamada. ¡Tiembla!
Corrompe y serás amo. Ama y serás esclavo.
¿Qué te importa el pasado, la vida y el dolor de una
Mujer si sólo la deseas y no la amas? ¿Qué puede añadir
el misterio de su vida el encanto de sus formas?
Si te interesa su desgracia. ¡Ten cuidado! Es el
principio del Amor
La mujer es fuerte porque es débil.
El Dolor es una fuerza. Por el camino del Dolor se
va al Amor.
Detente y estudia el sentimiento que te asalta.
¿Es la Piedad? ¡Retrocede! Vuélvete del Propileo.
No llegues nunca al Ara. ¡Allí está la Diosa, la Temida!
Si lo que te asalta es el deseo, avanza y vence.
Escanciado el licor rompe la copa. Y con el último beso
apura  el último sorbo. ¡El vino del Placer en rojo cáliz!
¡Cuán distinto al veneno del amor! El vino del placer es la
ambrosía de la vida. El jugo del amor es la leche de la
higuera infernal, el néctar deletéreo de la Muerte. Apura
el vino, arroja el vaso apártate del festín, ebrio aún, antes
de que el hastío del hartazgo te sorprenda.
Si la amas, ¡apártate! Huye de ella como de un
incendio.
Si sólo la deseas. ¡Sedúcela! ¡Sedúcela!
Marcha hacia ella como a un combate.
No interrogues nada de su vida. ¡Gózala!
Ni pidas al placer el pasado ni el porvenir. El
placer es el presente. Gózalo.
En una mujer el pasado es triste o necio; el porvenir
Olvido y Muerte. ¿Para qué evocarlos? ¿Qué hacen esos
fantasmas al pie del lecho en que se viola el presente?
No los evoques. Goza tu placer.
La vida es corta y el placer es raro. ¡Apresúrate a
los goces de la vida!
Seduce a esa mujer: viola su cuerpo, no su historia.
Aspira el perfume del lirio. ¿Qué te importa el fango
en que naciera? ¿Preguntas al néctar la abeja que lo
acendró? ¿Preguntas al violín que te deleita, qué corteza
de árbol le dio vida? ¿Preguntas al vino que te embriaga,
qué manos podaron la viña en que nació?
Y la Mujer es perfume y armonía y licor. Deleita,
encanta y embriaga. Gózala hasta dejarla exhausta de
perfume, hasta arrancarle la última gota del vino capcioso del
Amor.
Y, después, bota la flor marchita, rompe el arpa sin
sonido, haz pedazos el cáliz ya vacío.
Y, tiende tus sentidos a nuevos perfumes, nuevas
músicas y nuevas embriagueces de la vida.
El bosque de Afrodita, siempre en flor, te brindará sus
músicas sagradas.
¡Goza! ¡No ames!
¡Ten cuidado a tu corazón! Ten cuidado.
Esta vez, ya Teodoro no sonrió leyendo la carta del
Maestro.
Su corazón turbado sentía sonar de extraño modo esa
voz en su interior. Le sonaba como una admonición, como
un reproche. Era el grito de alerta y perturbaba la calma
de sus sueños.
A la aparición del águila, sus blancos sentimientos,
como pichones implumes temblaron en el fondo de su
corazón. Y él también tembló por ellos.
¿Se había equivocado acaso?
¿Había hecho mal en comprometer su corazón en esta
lucha formidable contra el Amor?
¿Se había hecho ilusión sobre su fuerza cuando estaba
al lado del fuerte, y hoy, a distancia, era débil como todos,
y amaba y sucumbía?
Su ciencia, su querida ciencia, ¿era quimera? ¿su
Maestro era pues inimitable? ¿Era una excepción
formidable y terrible?
Y se le aparecía así, más grande en su aislamiento, con
la majestad de un dios abandonado.
Y bajaba la cabeza, silencioso, triste humillado, lleno de
angustia y de vergüenza, ante esta rebeldía contra su
pasado. ¡Ah, corazón!
Pero, ¿era verdad que él amaba? No lo creía.
Deseaba, simplemente.
Y desear no es amar.
Pero, ¿y la Piedad?
La Piedad no es amor.
Pero buscar el pasado de una mujer es comenzar a
amarla.
Y retrocedía, como si sintiese en su frente el soplo
del abismo.
Busca su cuerpo, no su alma. Ama a la hembra, no
el Enigma, le gritaba su Maestro entre las líneas negras
de su carta.
Si la amas: apártate. Si la deseas: gózala.
¡Sedúcela! Así le decía.
¡La amaba? ¿La deseaba?
Si la amaba era necesario huir, irse inmediatamente,
poner el tiempo y la distancia entre él y esa pasión.
Si la deseaba, podía quedarse.
No tenía ya valor  para partir.
Y pactó con su pasión, engañándose a sí mismo, y se
dijo. No la amo. La deseo. Y se quedó.
¡Oh, sortilegio eterno del Amor!
Nada podía perturbar su conciencia, según él.
Su corazón le decía: ¡ámala
La gran voz del Maestro le decía ¡Sedúcela!
Y obedeció al Maestro
Y esto en la blancura inmaculada de su sueño
equivalía a decir: ¡Mátala!
Y avanzaba así con el arma en la mano, sobre la
inocencia inerme, sobre la virgen blanca que aguardaba
como Ifigenia, la rodilla en tierra, tendiendo el cuello de
nieve y en actitud beatífica.
Adela meditaba en el silencio.
El amor se levantaba como un astro en su horizonte.
¡Blanco, inmaculado, como un lis! Y la atraía con el
extraño sortilegio de un cantico en la noche, con la
sugestiva visión de un edén inviolado, donde entre riberas
consteladas de corolas de flor a medio abrir, extendía
sus aguas misteriosas.
El río ebrio de amapolas donde los sueños sagrados
giran con las olas…
Y, bajo ese encanto de miraje, abría sus ojos al
astro benéfico, aspiraba el perfume de esa pradera elisa,
tendía sus labios vírgenes al vino nuevo del beso aún no
probado, sus cándidas visiones cruzaban el horizonte
como una bandada de garzas opalinas, y sentía en su
abandono como la sombra de alas consolatrices que
bajaban sobre ella…
En el antiguo candor del antiguo animal, de que
habla el poeta, sentía sin comprenderlo, el combate de sus
sentidos, las llamadas punzantes del deseo, la llama de la
vida acariciando sus formas, y el himno de la pasión
sensual, como voces exultantes de órganos lejanos,
preludiándole jaculatorias extrañas, que estremecían
sus carnes intocadas.
Sin detenerse en el turbador análisis de su alma en la
agitación creciente se su ser, la virgen se refugiaba en
una de esas tristezas suaves y recogidas, donde como en
un valle de sombras, el alma se reposaba a veces, y allí
gozaba en escuchar las delicadas vibraciones de su ser, y
mirar sus sueños amorosos circundándola, como un vuelo
de mariposas a la caída del crepúsculo.
Pero no contestó la carta.
En la mujer el pudor es un instinto.
Y el pudor es la hipocresía de la inocencia.
Pero Teodoro no tuvo que esperar mucho para adquirir
la certidumbre de que era amado.
Pudo verlo al día siguiente en la mirada fija y triste
de aquellos ojos en la vaga sonrisa que desfloró aquella
boca dolorida y pálida.
Hasta entonces ella no le había mirado, no había 
sonreído nunca.
La embriaguez de la ventura le subió al cerebro.
Y cartas ardientes y continuadas llevaron a Adela el
homenaje de aquel amor, que amenazaba ser la gran
pasión de su vida.
Al fin obtuvo la primera cita.
Y debía ser a la hora del recreo, por sobre el muro
del jardín, allá en el ángulo obscuro, donde las tuberías
y convólvulos forman un follaje encubridor.
Y se vieron allí”.

(de: … “Ibis”)



Casa natal de José María Vargas Vila,
en Villa de Leyva
Un día el padre Tomás encontró a un estudiante leyendo una novelita “indexada”, fue un gran motivo para mostrarnos su poder. Si hubiera podido hacer una hoguera en el salón estoy seguir que lo hubiera hecho; pero tomó el libro y lo despedazó ante los ojos atónitos del dueño que veía esfumarse su inversión.

Lanzó furibundas amenazas acompañadas de carajos, energúmenos, bandidos y puta madres. Cuando salimos al recreo se colocó en la puerta y miraba a todo el que pasaba con una mirada de advertencia.
A mí me ignoró, desde que me encontró leyendo el “Fausto” de Goethe estaba convencido de que entre Mefistófeles y yo había un pacto de por medio. En ese momento recordé las palabras de Baudelaire: “Gracias, Dios, por no haberme hecho mujer, perro, judío, ni negro”; y yo le agregué una coletilla: ni cura.

Algunos profesores y uno que otro cura pensaban que yo era judío o musulmán; por ahí un viejo sacerdote me tachó de “ateo de mierda”, sin posibilidad de conversión. “Huevito” un viejito de lentes gruesos y calva lustrosa que enseñaba inglés, dijo que yo era un joven confundido con tantas lecturas obscenas y herejes, una oveja descarriada que con el tiempo regresaría al rebaño. Fue una época maravillosa para mí, me sentía un mártir enfrentado a un grupo de fanáticos, a esas “arañas cruceras” como les llama Nietzsche en el Zaratustra. A veces me despertaba por la mañana y me iba al colegio enfusado en el papel de un nuevo Galileo, de un indócil Bruno, de un renegado Huss, de un antipapal Wyclef. Siempre he sido soñador y me gustaba hacer de mi vida parte de las cuantiosas novelas que había leído. Vivía la adolescencia con intensidad, con placer y con locura; luego se iría y vendrían las responsabilidades, las frustraciones, las decepciones y los amoríos.

Así que ahí, iba yo, yo con mis combates imaginarios contra molinos de viento y cruces humeantes. Y tal como llegó la fiebre de Vargas Vila a mi vida a través de una llama, esta se fue extinguiendo con el tiempo y se fue desvaneciendo. Había también en el novelista colombiano algo de Nietzsche y de D’ Annunzio: del primero la doctrina del superhombre y del italiano la voluptuosidad; ambas influencias se aprecian en “La Simiente”, novela en la que muchos críticos han querido ver al autor reflejado en el personaje de Leonardo Bauci, donde se vislumbra ese malhumorado comunismo anárquico de Kropotkin.

Me llamó la atención la forma desmesurada que usaba el punto y coma en vez del punto, y el empleo del verso, sino de la prosa rimada y rítmica. Ya desde el prefacio, en el libro “Los divinos y los humanos”, Vargas Vila hace gala de este “vicio lingüístico”.


“Es bello pensar en la Muerte cuando se ha
agotado todo lo que hay de bello en los jardines
de la Vida;
y, un sol perpendicular envía rayos de oro sobre
la mar de los lejanos combates, en cuyo escarlata
cesáreo, las estrellas que alumbraron cortejos
de victorias, envueltas hoy en la suave
quietud de una paz augusta, apenas dejan caer
tenues rayos, que tienen una suave blancura de
sudarios;
y, las brisas traen el olor de los floridos laureles,
crecidos en playas muy remotas, cuyas hojas
fueron familiares a nuestras manos, y agobiaron
un día el candor de nuestra frente, cuando
la ciñeron en forma de coronas;
y, en la bruma lagunar de la tarde cadente, se
puede ver sobre esa mar sembrada de naufragios,
la desnudez agresiva de las quillas rotas y
de los mástiles escuetos, privados de la caricia
del velamen;
y, en la línea escenográfica de los paisajes,
estilizados en su inmutable actitud, cadáveres de
águilas petrificados sobre las cimas ríspidas…;
y, largas procesiones de sombras, huyendo por
los senderos acres, en actitud humilde de vencidas…;
¡los combates de mi pluma!...
¡oh!... cómo es bello rememorar, cuando se
ha tenido una vida de tenaz y, espiritualmente
heroica como la mía, a la cual cuarenta años de
combates sirven de coruscante perspectiva;
no me fue dado como a Ulises, al final de mi
larga epopeya, ver surgir de la bruma amable las
torres de Ítaca y, sentarme al fuego del hogar
para rememorar mis combates, viendo moverse
lentamente las manos de Penélope, sobre la tela
inconclusa;
yo, no tuve Patria;
yo, no tuve Hogar;
y, no me fue dado recordar mis victorias y,
mis derrotas, sino en el calor de las playas
hospitalarias, bajo el ardiente sol de extraños cielos;
¿qué fui yo en la Vida, sino un extranjero
adondequiera que puse el pie sobre la Tierra?...
y, es sobre uno de esos lugares de residencia
ocasional, inseguros y fugitivos como un miraje,
que me toca hoy rememorar lejanos días de combate,
esperando la hora de caer vencido por el
único arquero al cual le puede ser concedida esa
victoria: la Muerte;
es frente a una mar azul, de un azul fosforescente,
cuyas olas semejan lánguidas llamas de
alcohol, que vienen a besar la playa con una casta
pasión de adolescentes, que me toca levantar
en la memoria la escenografía, ya muy remota,
de los mares ecuatoriales, obscuros y profundos,
y, de la roca árida, y sin embargo amable en que
escribí este libro;
¿cuándo?
¿dónde?
en el año de 1982;
en la isla de Curacao;
especie de cuarzo virgen, enclavado en el tumultuoso
corazón del mar de las Antillas;
¿qué hacía yo allí, en aquella isla de los naufragios,
cuya bahía es como un remanso, en el
cual anclan todas las naves de la derrota, que
el huracán de la política arroja sobre estas costas
desde la zona siempre conmovida de los países
circundantes?...
yo, también era un náufrago;
es decir:
era un proscrito
Raimundo Andueza Palacio, un César grotesco
hecho de vino y, de fango, especie de Vitelio de
arrabal, que deshonraba el Poder con sus crímenes,
después de haber deshonrado la Vida con
sus vicios, me había arrojado fuera de los límites
de su Imperio, con la complicidad de un Senado
de acéfalos, tan viles como su amo, pero,
aún más cobardes que él, porque ocultaban su
vileza tras el ruin anonimato de su colectividad;
este jabalí ebrio talaba sin piedad los campos
de la República, y, yo había osado oponerme con
mi pluma a su marcha de bestia victoriosa;
él, era la Fuerza;
yo, era el Derecho;
la Fuerza me venció;
el cerdo epiléptico, que lo osaba todo,
después de haber osado en todo, rompió con sus
pezuñas las hojas de mi diario que yo le oponía
como barrera, y, me aventó con la trompa, primavera
en los antros de una prisión, y, luego a las
intemperies del destierro;
y, caí en la tranquila isla donde otros proscritos
consolaban sus nostalgias, organizando la
guerra, que había de dar, y dio en tierra, con
el poder del paquidermo enfurecido;
¿qué hacer de mis vagares, yo, que no tenia
nostalgias que consolar, porque no era mía la
tierra de la cual se me aventaba, y aquel nuevo
destierro no era sino un islote más, surgido
es ese interminable archipiélago de destierros
que había de ser mi Vida?;”

(de: … “Los divinos y los humanos”)




"Los divinos y los humanos", Vargas Vila
escrito en 1904.
“Los divinos y los humanos”, debo confesarlo, es el único libro de Vargas Vila que he leído y releído durante estos últimos años. ¿Por qué? Le encuentro un parentesco con uno de los libros más bellos que he leído: “Figuras y figurones” del gran González Prada. Ya en mis “Resúmenes de Obras Famosas” he hablado largo sobre este libro, donde Manuel azuza el látigo contra personajes tan bellacos y delictivos como Balta, Romaña y Piérola (los figurones) y de los otros, los que trataron de hacer algo en este país de advenedizos, ladrones, ociosos y lameculos (Manuel Pardo).
Mientras que Prada echa mano de una prosa puntillista, bien cuidada y atildada, Vargas Vila, como hemos dicho, parte de una prosa ahogada en rimas y ritmos y, desde luego, su típica retahíla de indesmayables puntos y comas.

Las críticas a Vargas Vila están repartidas. En el libro “Las letras colombianas”, un colombiano tan ilustre como Baldomero Sanín Cano ni siquiera lo cita en su libro; críticas y omisiones llueven por igual sobre su obra. Veamos algunos, como está escrita por el poeta Barba Jacob en 1933:


“¿Y sus ideas? No tiene ninguna propia, pues
todas son resúmenes del capricho, de la más
triste mesocracia intelectual. ¡Ha publicado cincuenta
o sesenta obras! ¿Qué surco han abierto
ellas en la historia del pensamiento original?
Reflejo de reflejos, calco de calcos en pésimo
lenguaje, he aquí todo lo que queda de este
escritor.”
(Porfirio Barba Jacob)


En su libro “Escritos Iberoamericanos de 1900”, de 1943, dice Manuel Ugarte:

“No hay ejemplo en ninguna literatura, de Vanidad tan estruendosa como la de José María Vargas Vila. El inventor de la prosa sin mayúsculas, del libro en un solo lingote, hecho para ser devorado – esperanza falaz – de un tirón y sin tomar aliento, hablaba exclusivamente de sí mismo y en tercera persona; perdida la noción de las posibilidades se entregaba, ciego, a la egolatría.



Comentario de maledicencia más que de juicio literario; solo son palabras y apreciaciones sobre la personalidad del escritor colombiano. Lo curioso es que, como suele ser Vargas Llosa en sus juicios hepáticos, Ugarte lanza a Vargas Vila algunos aciertos, moderando su crítica para decirnos:


“Marca [Vargas Vila], dentro de su tiempo, una de las realizaciones más completas. Pese a los arabescos de mal gusto y a algunas reminiscencias incomodas, contiene elementos sólidos y durables”.



Su actividad literaria no reconoce el descanso, ama la soledad como su admirado Nietzsche y no gusta de las amistades, el alcohol, el tabaco o las charlas de café. He aquí quizá, que de escucharse tanto tiempo a sí mismo, dejó pasar la posibilidad de compañías que le hubiesen facilitado críticas alturadas a su obra, las cuales hacen siempre que mejore la calidad del creador. Uno de los mejores juicios sobre Vargas Vila y su obra la encontramos en Luis Alberto Sánchez.


“No es un hecho nuevo que el vulgo se enamore de lo que no entiende y se aturda con las rarezas. Ello supone varias condiciones, entre otras las de sortilegio y brujerío en quien las vierte. Así fue.

Rodeaba a las obras de Vargas Vila un halo de exorcizante, de hechicero, no necesariamente comprendido ni comprensible. En cierto modo, había en su estilo un elemento mágico, como ocurre en las onomatopeyas de la poesía antillana de hoy, onomatopeyas que se sienten y adivinan sin que se pueda razonarlas, pues se hallan al margen de las previsiones lógicas. Vargas Vila, para su daño, pretendía moverse dentro del más estricto racionalismo; no era, empero, sino un emotivo elocuente. Sus argumentos destilaban sensiblería. Para atemperar la ñoñez de sus tramas novelísticas acudía no a ideas, sino a palabras, sobre todo, a sustantivos colectivos, a nombres abstractos, a todo lo que al amparo de una vaguedad sonora puede producir efectos hipnóticos sobre el lector desprevenido o de escasa preparación cultural”.

(“Escritores representativos de América”, Luis Alberto Sánchez; Editorial Gredos – Madrid 1963.



Académico, preciso y preciosista, siempre los juicios de Sánchez son alturados, liberado de cualquier tipo de pasionismo abyecto, tan común en la literatura. Vargas Vila mantuvo con Darío una larga y estrecha amistad. Cuando en 1896 se difundió la falsa noticia del suicidio de Vargas Vila en un supuesto drama amoroso en Grecia (recuérdese la falsa muerte de Hemingway en un accidente aéreo, hecho que el autor de “Muerte en la tarde” supo capitalizar para hacerse publicidad), Darío escribió:


“Era José María Vargas Vila un joven colombiano de gran talento, al cual obligaron a salir de su país las cosas de la política… Este era un corazón llameante y una mente violenta. Había nacido con dotes de verdadero artista, pero la política se las vició, cosa que en aquellos países latinos del Norte de América, sucede con mucha frecuencia… Hugo, que tanto mal ha hecho con la atracción de su abismo, le poseyó. Vargas Vila hugueaba, ¡ay! hermosamente… Enemigo mío fue aquel hombre de tanto talento, porque hice una visita en su retiro de Cartagena, al Presidente Núñez, y éste tuvo a bien ofrecerme, “por no haber vacante en el cuerpo diplomático”, el Consulado General de Colombia en Buenos Aires…

En sus recientes producciones tenía la obsesión de los nuevos, a quienes atacara apasionadamente él también; y a pesar suyo era uno de los nuevos…”

(“Obras completas”, Rubén Darío, Madrid, Aguado, 1950, tomo II, págs. 891 – 895)



Es interesante esas líneas que dicen: “Había nacido con dotes de verdadero artista, pero la política se las vició”.

En el preámbulo de su libro “Los césares de la decadencia”. (París, 1907), Vargas Vila hace un mea culpa del daño a lo que lo arrastró la política:


“La pasión política devoró mi juventud;
la devoró como una lepra;
la consumió como una llama;
ella se extendió hasta lo más fuerte de
mi edad madura, siendo, según unos,
una lamentable desviación de mis energías,
y según otros, una admirable
centuplicación de ellas”.



Cuando su pluma arremete sobre temas políticos, Vargas Vila asoma como una libelista de polendas; los hechos históricos surgen entre exclamaciones y giros brillantes. En “Los césares de la decadencia” reúne agresivas y elocuentes trazos de José Antonio Páez, Guzmán Blanco, Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro, en total hasta once figuras políticas de Venezuela y Colombia. Del filólogo y político colombiano Miguel Antonio Caro escribe:


“fue un sátiro de las rimas;
la gramática no era en él una profesión,
era una Pasión; para él un adverbio era
más importante que un hombre”.



"Figuras y figurones", 
Manuel González Prada,
Pasada un poco la emoción primera de la lectura de sus novelas (Aura o las violetas, Ibis, Flor de fango, Copos de espuma, Alba roja y otras), me quedó en las manos su puntuación y su empleo de mayúsculas arbitrarios, el cambio de renglón siempre que aparecen sus apabullantes y desesperantes punto y como que, sin excepción aparecen en “Los césares de la decadencia” “Los divinos y los humanos”. Este último libro me atrajo por su semejanza temática con “Figuras y figurones” de Manuel González Prada, cuyo anarquismo me atraía ya en esas épocas en que dejaba las aulas escolares. En Prada como en Martí o Sarmiento imperaba el pensamiento tanto como la forma; de ahí que lo atractivo no era sólo cómo decían, sino por lo que decían. Gracias a la lectura de estos libros me interesó el Vargas Vila ensayista – libelista más que el novelista. Leí sobre su vida todo lo que encontré. Así me enteré que sus lectores, de mediano gusto en su mayoría, se refocilaban con las numerosas novelas que Editorial Sopena de Barcelona le publicaba luego de amortizarle entre cincuenta y sesenta mil pesetas por año, una apetecible fortuna en el primer cuarto del siglo XX. Ácrata hasta los huesos, como Ministro del Ecuador debido a su amistad con Eloy Alfaro, general y político ecuatoriano que gobernó a su país dictatorialmente en una época de su carrera política (he aquí uno de los aspectos controversiales de la vida del autor colombiano), Vargas Vila tuvo que visitar al Papa León  XIII. Dejando de lado su indudable falta de cortesía, no se prosternó ante el pontífice, porque según dijo, no se arrodillaría jamás ante ningún mortal.

De raíz romántica, formación modernista, temperamento rebelde desde su adolescencia, atrabiliario y egocéntrico, Vargas Vila admiraba a Nietzsche y a D’ Annunzio, pero no tomó del alemán ni del italiano lo mejor. Se podría discutir sobre la cursilería sentimental que aflora en casi todas sus novelas, pero no se le puede negar un sitial en el estudio de las letras hispanoamericanas. Si bien su obra novelística no resiste una crítica sería y alturada debido a las discutibles calidades de su estilo, si sobresale en su sinceridad demoledora, cuando ataca a diversos tiranos latinoamericanos o cuando exalta las figuras de algunos hombres representativos de nuestra América. Esto se percibe con suma claridad en libros como “Los césares en la decadencia”, “La muerte del cóndor”, “Los providenciales” o “Los divinos y los humanos”. Veamos algunos ejemplos ilustrativos de sus odios políticos expresados a martillazos continuos, con impresionante melodía salpicada de palabras raras, de giros extravagantes, todo esto influenciado por diferentes cunas inspiradoras. Para un buen ejercicio didáctico, me permitiré hacer una referencia biográfica sobre el personaje seleccionado por Vargas Vila, antes de escuchar su voz:

Agustín de Iturbe fue un estadista mejicano (1783 – 1825) perteneciente a la nobleza criolla de Valladolid, actual Morelia. Sus ambiciones lo llevaron a servir como alférez en el ejército español, y fiel a su posición, no aceptó luchar junto al sacerdote Miguel Hidalgo, patriota mejicano defensor de los derechos de los indios y contrario a la esclavitud quien, después de varios años de lucha, fue detenido por las tropas realistas, conducido a Chihuahua, sometido a proceso civil y eclesiástico, degradado, condenado a muerte y fusilado. Después de varias aventuras, apoyado por un motín dirigido por un regimiento adepto a él, subió al trono en mayo de 1822 y fue consagrado emperador en julio con el título de Agustín I. Entre sus “hazañas” como tiranuelo reprimió con mano de hierro una conspiración republicana, disolvió la cámara y gobernó con una junta “instituyente” puesta incondicionalmente a su servicio. Como muchas veces los tiranos no duran mucho, se vio obligado a exiliarse en Europa cuando fue depuesto. Al año de destierro quiso probar suerte de nuevo en la política y regresó a Méjico, pero fue apresado y fusilado por orden del Congreso en julio de 1824, que le había declarado traidor y puesto fuera de la ley en abril de 1823. Escuchemos a Vargas Vila:



“Fue un soldado atrevido a quien se le ocurrió
un día hacerse trágico;
no teniendo nada en la cabeza, resolvió
ponerse en ella una corona;
militar valeroso, imaginación romancesca, a
la cual había deslumbrado la reciente historia de
Bonaparte, resolvió imitarlo; no había vencido
a Italia, pero hizo su diez y ocho de brumario;
imitar el crimen, es más fácil que conquistar
la gloria; para lo primero hasta la audacia; para
lo segundo se necesita el genio, y éste no se da
silvestre;
servir a la Libertad para venderla luego, ha
sido la vieja teoría de los explotadores de
pueblos.
Aristóteles le dijo: todos los grandes tiranos
han sido antiguos demagogos.
Itúrbide, no sirvió a la Libertad sino para
servirse luego de ella;
envuelto en la bandera tricolor, aquel soldado
audaz soñaba con la púrpura;
en la intemperie de los campamentos
pensaba en los esplendores del trono y corría hacia
él con ambición desmesurada;
nunca amó sinceramente la democracia, y
cuando escribió en sus banderas el Plan de Iguala,
se veía en ellas el perfil siniestro de Fernando
VII;
fue separatista, pero no republicano; aspiraba
a crear un imperio para él; no un país para la
Libertad;
traicionó primero a la monarquía, y a la
república después;
con Ruiz de Apodaca, con Guerrero, con O’ Donojú,
siempre fue monárquico; su último sueño
fue el Imperio;
los pretorianos han sido los padres de los
emperadores, y lo fueron a su vez de Itúrbide;
un día, aquel soldado se hizo César, proclamado
por su ejército, y la Republica quedó asesinada
a sus pies;
como era déspota, tuvo a su servicio las dos
fuerzas de toda tiranía: el clero y el ejército:
la suprema lejanía de la conciencia;
un congreso de curas y soldados puso en sus
sienes una corona, y él se creyó Emperador;
este sueño fue fugitivo, como un ensueño de
amor;
un día, el déspota despertó con el ruido de
su imperio sietemesino, que se desplomaba al
eco de los clarines y al grito de los soldados de
Santana;
al abrir los ojos, encontró la República firme,
erguida, de pie, y no volvió a ver su faz augusta
sino para ser perdonado por ella;
la Libertad no se dignó vengarse;
solitario, sin gloria y sin corona, aquel emperador
exótico, más desgraciado que Dionisio,
tomó el camino del destierro, y fue a vivir entre
los lazarones de Nápoles;
la Europa monárquica, ese nido de odios coronados,
que anda siempre en busca de traidores
para ungirlos, y de los americanos tránsfugas de
la Libertad para alentarlos en sus sueños de
dominio, recibió a Itúrbide con honores de rey;
los Borbones y los Habsbourgs, que han odiado
siempre como monarcas la república, trataron
de igual a igual al soldado que la había traicionado;
con Bonaparte hicieron lo mismo; ¡democracia
del delito!
el pseudo – emperador mejicano, sufrió vertigo;
sopló sobre su cabeza desvanecida, todo el
tropel de sueños de la ambición, y empujado por
las manos temblorosas se esos reyes moribundos,
que sin fuerzas para sostener su propio cetro,
pensaban en fabricar otros en América, aquel
soñador impenitente se lanzó de nuevo a la
aventura;
había hecho el drama: le faltaba sucumbir en
la tragedia;
la corona de Moctezuma, lo atraía como la
boca de un abismo;
la ambición le formó el miraje…
un día, remendó su roto manto de emperador,
y abandonando el azul y tranquilo golfo de
Nápoles, lanzó su nave con rumbo al oscuro y
tormentoso golfo mejicano, cuyas espantosas
corrientes, ponen pavor en el ánimo de los más
serenos marinos;
iba en busca de su corona;
era un fantasma caminando a su precipicio
……………………………………………………
Clareaba indeciso el día;
la ciudad dormía tranquila;
adelante el oscuro inmenso mar, como
desperezándose al beso primero de la luz; allá, el
perfil verde oscuro de la arboleda, y encima,
plomizas ambos cual si el día tardara en aparecer;
por una playa, cercana a la ciudad, entre el
ruido del mar que ruge amenazante y los gorjeos
de las aves que despiertan acariciadas por la débil
luz, avanza un grupo de hombres;
son soldados;
al llegar a una arboleda se detienen, y de en
medio de ellos se hace salir a un hombre vestido
con esmero y de majestuoso andar; colócasele a
la sombra de una palma, véndansele los ojos, y
el oficial hace las fatídicas señas…
un fogonazo… una detonación… y el hombre
a tierra.
¡Itúrbide había muerto!...
la República que lo había perdonado primero,
lo castigó al fin;
en su primera intentona, lo protegió la fortuna;
en la segunda lo abrazó la muerte al
desembarcar;
declarado fuera de la ley, y aprehendido al
poner el pie en tierra, aquel soñador que iba en
busca de un trono, halló un patíbulo;
¡la púrpura se trocó en sudario!...
con el tirano incorregible, la ley fue inflexible!
al levantar aquel cadáver imperial, sobre su
frente no había dejado huella alguna la corona:
sólo había en ella un punto negro un agujero,
por el cual salía mucha sangre…
el plomo de un soldado, había dejado huella
más honda que el oro de la diadema;
aquella herida era el dedo del pueblo, puesto
sobre aquella frente coronada;
era el primer acto del Imperio en América;
el último, seria en Querétaro”.

(“Los Divinos y los Humanos”, José María Vargas Vila; Editorial La Oveja Negra LTDA. – Bogotá; segunda edición, 1983; págs.: 33 – 36)



Otro “divino” que cae bajo la prosa zahiriente de Vargas Vila es Juan Manuel de Rosas quien, convertido en gran propietario de la Pampa en la provincia de Buenos Aires, llegó casi a monopolizar la exportación de productos pecuarios. Organizó en su estancia un ejército personal, oficialmente para combatir a los indios, en el que dio cabida a gauchos y campesinos, pero también a malhechores a los que protegía de la justicia: En 1842 llegó a alcanzar un poder absoluto sobre todo el territorio argentino, lo que le permitió gobernar dictatorialmente.

Se autoproclamó “tirano ungido por Dios para salvar a la patria”, disolvió la cámara de representantes, suprimió la libertad de prensa e hizo rendir homenaje a su retrato, incluso  en las iglesias. Cuando las tropas de Urquiza derrotaron a las huestes de Rosas en la batalla de Caseros (3 febrero de 1852), el dictador logró huir con su familia en un buque británico que los llevó a Gran Bretaña, donde se dedicó a la agricultura y donde moriría en 1877.



“He aquí otro alucinado trágico;
la historia de este gaucho feroz, merecía ser
escrita en el dialecto bárbaro de una tribu americana,
para encanto y modelo de salvajes, y para
ser narrada en el fondo de una selva, al
resplandor del vivac en un campamento de indios,
¡cazadores de cabelleras!
es algo así, como la fantasía de la barbarie,
la invasión de una tribu, el reinado del hombre
del desierto.
Rosas es un tipo digno de ser historiado por
un Jonandés americano;
no tiene la historia militar, y el valor épico
que cautiva en Itúrbide, aquel rey de campamento,
ni la casta y feroz austeridad que impone
en Rodríguez de Francia, aquel cenobita del
poder: este no tiene casi perfil humano;
y, sin embargo, al decir de sus biógrafos,
era bello como Byron, y apuesto como un
guerrero de leyendas orientales: forma fuit eximia,
diría Suetonio; su alma era sombría y tétrica;
el viento del desierto, con hálitos de tempestades
y olor de selvas vírgenes, meció la hamaca
de moriche, y arrulló el sueño infantil de
este gaucho salvaje, asordando su oído con el
rumor de sus tormentas; las perspectivas ilimitadas
y solemnes de las pampas, y un cielo azul
como sus ojos, y a veces tempestuoso como su
alma, fueron su primitivo horizonte;
el canto de las aves al aclarar el día, y el
roznido del jaguar en la cercana selva durante
la noche, fueron el himno con que la naturaleza
arrulló aquel temperamento indómito y cruel;         
así, en medio de aquella soledad, libre,
indomable, fogoso, creció aquel gato montés, que
salta luego sobre las páginas de la historia con
una talla de tigre;
pastor adolescente, vagabundo y perverso,
siempre con el lazo tendido, montando potro
indómito, este centauro niño, era a los catorce
años terror de la comarca, pues la corría ya,
cazando ciervos antes de cazar hombres, violando
mujeres antes de violar leyes, y matando animales
indefensos antes de matar hermanos;
era una naturaleza inculta, primitiva y feroz:
el temperamento perfecto de un jefe de beduinos;
como el movimiento de la onda sísmica hace
salir las fieras de sus cuevas, así la convulsión de
la guerra, hace salir de sus guaridas esas fieras
humanas, llamadas déspotas;
las revoluciones que han dado tantos tiranos
al mundo, dieron a Rosas a la República
Argentina;
estudiando en una escuela militar lo halló
una de estas, y lo lanzó a la vida pública;
asaltó el poder como un gato, de un brinco,
y se sentó allí, con su aspecto felino y
astuto;
Fusilado Dorrego, después de la batalla de
Ituzaingó, y vencido Lavalle, Rosas imperó solo;
desde entonces perteneció a la raza sagrada
de los providenciales, y fue implacable;
como jefe nato de la mazorca y otras agrupaciones
de bandidos, tuvo por veinte años suspendido
el puñal sobre la república, hiriéndola
sin piedad; veintidós mil quinientos argentinos
murieron bajo el cuchillo de sus sicarios;
aquella fiera no toleraba más que una mano
que acariciaba a veces su desmelenada y
enorme cabeza: Manuela, su hija;
bajo aquella blanca mano, la espantosa faz
del tigre se serenaba, volviendo a tomar casi
sus facciones humanas; así el viejo león de Arabia
cierra los ojos fingiéndose dormido al sentir
sobre su frente la proyección del ala blanca
de una paloma viajera.
Rosas, en la historia, tiene una magnitud sombría;
pertenece  a la clase de los cataclismos;
su paso por el poder, marca una de esas épocas
inolvidables, algo así como una invasión de
piratas, un temblor de tierra, la inmensa desolación
del cólera… tiene la inmortalidad de los
grandes azotes;
el poder se pegó a su cuerpo, como la túnica
de Neso, para consumirlo, y furioso este jaguar
pampero devoró cuanto encontraba al paso;
la fortuna, que tiene condescendencias
inexplicables, dio besos de amor en la frente a aquel
monstruo;
 encastillado en Buenos Aires, lidió con los
ingleses, con los franceses; pactó con unos, cansó
a los otros, triunfó de varias revoluciones; la
injusta victoria lo acarició, y fue omnímodo;
pero el despotismo es un coloso que tiene los
pies de lodo, y la ola más débil, en el momento
más impensado lo derriba;
el dictador argentino, cayó un día a tierra,
en medio del aplauso universal;
la fortuna no le volvió por completo la espalda,
y pudo escapar con su hija y sus riquezas;
se refugió en Southampton;
los mares del Norte, oscuros y tempestuosos,
dieron su arrullo formidable al alma de aquel
tirano, siempre feroz y entonces entristecido;
como un tigre en los juncales de un pantano,
paseaba el gaucho criminal todas las tardes por
las riberas del mar, dejando errar sobre las olas
su mirada felina, y sintiendo en el alma la
nostalgia del poder y del desierto;
del brazo de su hija, anciano y meditabundo,
veían los viajeros americanos aquel monstruo,
sobre el cual empezaba ya la justicia de la
historia, a agitar sus alas formidables;
un día cayó enfermo; y, cuidado por su familia,
auxiliado por su oro, que era lágrimas
condensadas, atendido por la ciencia, ungido por
la religión, en cuyos altares había figurado entre
sus santos como un patriarca modelo, como el
hombre que no hubiese hecho ningún mal, dobló
para siempre su cabeza cargada de maldiciones,
aquel tirano trágico, para quien todos los
tormentos del mundo habrían sido pocos;
¡oh injusticias supremas del destino!
cuando se ven estas desapariciones tranquilas
de déspotas, estos desafíos insolentes al sufrimiento
de los pueblos, se hace difícil que haya
quien ante aquellos sepulcros hable de la eterna
justicia;
entonces no queda sino una vengadora terrible:
la Historia;
¡ay! ¡pero ese rayo no aniquila sino una
sombra!...”
(págs.: 40 – 44)


José Gaspar Rodríguez
de Francia, político paraguayo
.


Sigue la galería de personajes con José Gaspar Rodríguez de Francia, político paraguayo (1766 – 1840), que cursó la carrera eclesiástica; gracias al cambio en la dirección del centro (franciscanos en lugar de jesuitas en la universidad de Córdoba de Tucumán), pudo leer allí a Voltaire, Montesquieu y principalmente a Rousseau, que influirá decisivamente en su pensamiento político. Se doctoró en teología, pero se inclinó posteriormente por el Derecho. A partir de 1790, en que rompió con su padre, su vida cambió totalmente: dejó las vestiduras eclesiásticas, que hasta entonces había llevado, y se dio a una vida de aventuras galantes, orgías y juego. Una enfermedad lo obligo a cambiar nuevamente de vida, y se encerró en su biblioteca para dedicarse al estudio de la astronomía. En 1840 pidió en matrimonio a Petrona de Zavala, pero fue rechazado con el pretexto de ser mulato, falsa acusación que en diversas ocasiones fue lanzada contra él, y que motivó su odio hacia la aristocracia criolla. Después de varios intríngulis e idas y venidas en la política, fue nombrado dictador supremo para un mandato de cinco años en octubre de 1814, pero en 1816 fue proclamado dictador perpetuo. Vivió sus veintiséis años de gobierno encerrado en su palacio y casi totalmente alejado del contacto con el público, que le atribuía raras aficiones (estrellero y mago). Su extraño carácter, de pocos amigos y ningún consejero, su austera honestidad (sólo cobró la mitad de su asignación hasta 1821, y después nada), y su espíritu vengativo o irascible hicieron del doctor Francia una figura oscura, rodeada de leyendas extravagantes. Su poder fue absoluto: dictaba leyes, las hacía aplicar y castigaba a los infractores; centralizó la administración (personalmente decidía los más mínimos detalles); su servicio del espionaje le informaba de todo lo que sucedía, y convirtió al ejército en una guardia pretoriana, bien pagada y fiel.

En 1820, el descontento contra el dictador entre la aristocracia, grandes comerciantes, clero y algunos núcleos militares, fue causa de una conspiración contra su vida. Descubierta la conjura, sus promotores, Yegros y Aréstegui, fueron ejecutados; Cavallero se suicidó en prisión, y otros acusados (Iturbe, Echagüe y Machain) fueron también ejecutados tras quince años de reclusión. A partir de entonces gobernó más despóticamente. Obligó al clero a prestar fidelidad, nacionalizo de hecho la Iglesia; suprimió los conventos y confiscó sus bienes, secularizó a los frailes y cerró el seminario. Oigamos a Vargas Vila hablar sobre Francia:



“Un buitre crecido en un nido de cuervos;
los jesuitas, fueron sus maestros y sus
inspiradores;
bajo sus negras alas emplumó aquel buitre,
que tanto tiempo había de tener bajo sus férreas
garras la noble libertad del Paraguay;
había en su temperamento algo de cenobita
y del César, del asceta y del filósofo;
era una conciencia inmensa, pero oscura;
aquella alma era levantada, pero tenebrosa
como el firmamento en las noches del polo que
no tiene astros;
ilustrado, pensativo, dominante, frugal; era un
déspota cuyo perfil tenía algo de la horrible
austeridad de Robespierre: era, como éste, severo y
feroz, implacable y puro;
esos déspotas así, tienen la casta ferocidad
de la Diana de la Mitología; son, como las
nieves de las alturas, inmaculados, pero
inclementes;
había estudiado para cura, sin llegar a serlo,
pero llevó siempre en su alma este tinte sombrío
de todo el que ha meditado largo tiempo a
la sombra de los claustros;
esa tendencia monacal se extendió a su política,
haciendo del Paraguay un inmenso monasterio;
su siniestra aspiración fue el despotismo; su
único ideal el silencio;
tirano marmóreo, rígido, sin compasión y sin
entrañas, puede decirse de él, lo que Paul de
Saint – Víctor decía de Carlos XII de Suecia: - Examinadle
bien, y no encontraréis ni una sola vena
de carne en aquel hombre de bronce; para él no
existía ni la mesa, ni el lecho, ni los placeres;
para este otro no había más que el poder;
detener el progreso: he aquí su aspiración:
tuvo la manía del obstruccionismo: Jerjes azotaba
el océano; él quería abofetear la civilización;
igualdad de locuras; reproducción de neurosis a
través de los siglos;
era, sin embargo, puro y honrado: Las altas
montañas tienen esa virginidad siniestra: blancura
sombría, como la de un cadáver; palidez de
espectro, pureza de sudario;
no tuvo más amor que el de la autoridad, y
se abrazó a ella con frenesí; se desposó con la
tiranía, y le fue ferozmente fiel;
era frugal y hasta sucio; comía mal, y vestía
peor, no dio nunca una fiesta, ni supo lo que era
el lujo: era el busto de Marat hecho austero;
inaccesible a la corrupción como a la piedad,
era estoicamente implacable;
era fanático, condición sin la cual no se
puede ser feroz;
odiaba a la civilización, como el búho a la
claridad;
¡cual un aguilucho salvaje en la grieta de una
roca, inmóvil la roja pupila, crispadas de garras,
y erizado el plumaje, así hosco, irritado, vivió
veinticinco años aquel dictador sombrío, en el
fondo de su casa en la Asunción, lleno de sueños,
desconfianzas y temores, venteando el progreso,
huyendo de la luz, y desesperando al
ver cómo a su despecho se aclaraba lentamente
el horizonte!...
tenía el instinto del tirano, que comprende
que la ilustración del pueblo es la muerte de
su poder; y por eso, prohibió la introducción de
libros y periódicos, la impresión y circulación de
escritos, y la entrada de extranjeros al país; Bonpland,
el sabio botánico, cayó en el antro de la
fiera, y tuvo que vivir diez años allí;
no toleró nunca opositores, ni rivales;
cuando sin avanzar todavía bien su espantosa
figura en el escenario político, se hizo nombrar
Cónsul, con el inmaculado patriota Yegros,
estableció dos curules, llamadas de César y de
Pompeyo, y él ocupó la de César; Yegros, que
ocupaba la de Pompeyo, no tardó en desaparecer, no
como aquel otro vencido en Farsalia, sino fusilado
con cuarenta compañeros, por aquel César
asustadizo y deforme;
los jesuitas fueron su gran fuerza; su despotismo
místico los tuvo por columnas y sostén;
ellos hacían la noche en la conciencia del pueblo,
para que aquel vampiro harto de la sangre pudiese
vivir y revolotear a su antojo sobre aquel pueblo
asustado;
aislado en su poder, asombrado del propio
silencio que hacia guardar, viendo llegar poco
a poco la muerte, cada día fue haciéndose más
suspicaz, más desconfiado, más cruel; su aislamiento
lo condujo a la misantropía, su misticismo
al delirio, su temor, a la alucinación;
sólo pensaba en la muerte, y veía por todas
partes conjurados y puñales;
no salía a la calle sino a caballo, rodeado
de guardias, haciendo que cerraran a su paso
todas las puertas y ventanas, y los transeúntes
se retiraran a veinte pasos de distancia suya;
había llegado al último grado del despotismo:
la locura;
aquel elefancíaco del poder, huía del contacto
humano: él mismo se hacía justicia;
así transcurrieron los últimos años de su gobierno
para aquel misántropo horrible.
……………………………………………………….
Un día, hubo más silencio que de costumbre
en las habitaciones del sombrío ilusionado…
no se vio salir a nadie, pero nadie se atrevió a
entrar tampoco; guardias se revelaron en silencio;
al mediar el día siguiente se notaba un mal
olor en las habitaciones presidenciales; al fin fue
preciso entrar;
el déspota había muerto;
al pie de su lecho, rígido, frío con ademán
soberbio, yacía el octogenario dictador;
había muerto como había vivido: solo, en su
celda como una asceta; pobre como un filósofo;
sus funerales fueron suntuosos, y se le levantó
un mausoleo; pero un día manos vengadoras
abrieron la bóveda, el cuerpo fue extraído de ella,
y los perros hambrientos lo devoraron;
también en la antigüedad, el polvo de Nerón
fue aventado lejos;
para Rodríguez de Francia, no quedó tumba
donde ponerle un epitafio;
los tiranos osan soñar con la gloria, y piensan
en la inmortalidad de su miseria, queriendo
con lujosos monumentos perpetuar su miserable
nada; más pasan la justicia de los siglos y la
tempestad de la historia, y derribándolo, todo,
sólo dejan en descubierto sobre la piedra desnuda
esta tétrica palabra: TIRANO;
para todas las tumbas tiene la humanidad
una lágrima; para éstas no tiene más que un
anatema;
sería un sacrilegio llorar a un muerto que
ha hecho llorar tanto cuando vivo;
la tiranía es un delito que no prescribe ni con
la muerte;
los tiranos son desertores de la humanidad,
que, ni muertos tienen derecho a refugiarse bajo
el pendón de la clemencia humana”.
(págs.: 36 – 40)



En esta antología de “Vidas ilustres” mencionaremos a Mariano Melgarejo (1818 – 1871), militar y político boliviano.

Soldado durante la guerra de la Confederación Perú – boliviana (1835 – 1836), era sargento cuando se sublevó en favor de otro político y militar aventurero, José Ballivián en 1840.

En 1857 cambió de bando y se puso al servicio del abogado y político José María Linares, jefe del partido oligárquico, que intentó utilizarlo como instrumento de represión. Pero Melgarejo se hizo con el poder en 1864 e instauró una dictadura personal, apoyado únicamente en sus tropas. Fue el primero de los caudillos bárbaros que caracterizaron buena parte de la historia de Bolivia tras la independencia.

Se enfrentó con la sublevación de Manuel Isidoro Belzú, quien, retirado en Europa donde vivía fastuosamente, decidió regresar de nuevo a Bolivia en 1865, en el preciso momento que Melgarejo parecía estar a punto de adueñarse del poder. Al saber el regreso de Belzú, los indios se lanzaron al monte y La Paz se sublevó en favor suyo. Consiguió vencer a Melgarejo, pero este, aprovechando la confusión, logró penetrar en el palacio presidencial y asesinar a Belzú. Así acabó la vida de Manuel Isidoro Belzú “el Mahoma de Bolivia” como lo llamaron en su tiempo los indios mestizos bolivianos. Melgarejo debeló nuevas conspiraciones para deponerlo y concentró en sus manos todo el poder y el tesoro de la república; abolió la constitución de 1861, puso en venta las tierras de las comunidades indígenas, disolvió las municipalidades y cedió, mediante suculentos pagos (de los que se beneficiaron él mismo y los parientes de Juana Sánchez, su favorita), territorios bolivianos a Chile (las ricas guaneras del litoral pacífico) y a Brasil (300, 000 km2  de selva amazónica). Derrocado por Agustín Morales, político y militar que tuvo participación en el atentado contra Belzú (1850) y en las conspiraciones contra Linares (1857) y Achá (1861), Melgarejo huyó al Perú en 1871. Ahí será asesinado por un hermano de Juana Sánchez. De él dice la lacerante pluma de Vargas Vila:



“Este tirano no tiene biografía;
su historia fue su crimen;
fugaz, trágico, sangriento, pasa en el torbellino
de la política de su tiempo, como esas nubes
 cárdenas y amenazantes que arrastra y disuelve
el huracán;
tuvo la fulgurante y asesina rapidez del rayo
o del puñal; brilló en la sombra, asesinó y
pasó;
era velludo como un oso, fornido como un
toro, cruel como un tigre, y torpe como un
topo;
oscuro, ebrio, brutal, fue por sus vicios una
especie de Andueza Palacio, pero masculino u
con machete:
Epicure grege porcum, diría Horacio;
el vicio triunfante, la vulgaridad hecha
poder, la audacia vencedora: eso fue él; una de esas
figuras de decadencia que anuncian el raquitismo
de las tiranías;
soldado atrevido y ambicioso, no tuvo más
virtud que el valor, el cual en ciertas almas es
un instinto brutal;
fue el hijo del tumulto y de la guerra, nació
en el seno del desorden, y vivió en el motín:
esos hijos del caos son siempre atrevidos y
feroces como el hombre primitivo;
de pronunciamiento en pronunciamiento de
traición en traición llegó a la cima: así se
asciende en épocas de sombra;
hay flores que solo se abren en la noche,
aves que solo vuelan en tinieblas, plantas que
solo crecen en el fango; así hay almas que solo
viven en el desorden, creciendo en medio de él
con espantosa majestad.
Melgarejo era una de éstas;
representaba algo así, como uno de aquellos
emperadores fugaces, hechos y deshechos por los
pretorianos, en las postrimerías del Imperio
Romano; soldados que no alcanzaban a llegar bajo
el solio, y a falta de trono se suicidaban en su
cama, como Otón, y se envolvían para morir en
su abrigo de campaña, a falta de la púrpura
soñada; ¡tumbas ignoradas, sobre las cuales no
extendían sus alas las victoriosas águilas del Lacio!
había pelado como un bravo en Ingaví, siendo,
con Ballivián vencedor de Gamarra, e invasor
del Perú;
fue para Bolivia, uno de esos soldados que
la dominaron tanto tiempo, como Belzú, Ballivián,
Velasco, Daza, o Acha, y cuya personificación
ambiciosa, pedantesca, brillante y soñadora,
fue Linares;
después del crimen de Loreto, del cual acaso
no estaba puro, concibió el plan de tumbar el
gobierno de Acha, y así lo hizo, dando en tierra
con él por medio de un golpe de cuartel;
su poder fue efímero y sangriento;
patíbulos, venganzas, crímenes: una mancha
de sangre y de sombra, tal fue lo único que dejó
en la historia;
derribado después por una revolución
semejante, a la que lo había llevado al poder, escapó
con vida por rareza, y se refugió en el Perú;
un día en Lima, ebrio, escandaloso, brutal,
entró en casa de su hija, puñal en mano, y fue
muerto por el marido de esta, al pie de la escalera
de la casa;
así concluyó aquel tirano imbécil y feroz;
su historia casi no alcanza a ocupar una
página;
fue un triste ejemplo de esa funesta dinastía
de sable, del cual aún no nos vemos libres
en la América del Sur;
la Libertad ha podido alguna vez refugiarse
en los campamentos, pero no ha salido nunca
pura de ellos;
los soldados afortunados, pelean por la Libertad
como por una querida, para violarla;
siempre que la Libertad ha caído en los brazos
de un guerrero, ha muerto sofocada por él;
todos ellos la deshonran primero, la traicionan
luego, y la matan al fin;
esa es la eterna historia, repetida por todos,
ya se llamen Napoleón, que fue el genio, o
Melgarejo, que fue la audacia”.
(págs. 44 – 46)



Última foto de Vargas Vila,
tomada en diciembre de 1932
en Barcelona, España.
Luego tenemos una semblanza de Gabriel García Moreno (1821 – 1875), el político ecuatoriano que implantó una dictadura teocrática, persiguió a los liberales de Guayaquil, cedió a la iglesia la enseñanza primaria, suprimió la libertad de prensa, reformó el código penal a su antojo y conveniencia y constituyó tribunales eclesiásticos. Bien dijo González Prada, que donde asomaba un tirano contaba con dos cómplices: la espada del militar y la cruz del sacerdote:

“¡Henos aquí en lo más espeso de la sombra!...
García Moreno es el horrible pájaro de la
noche;
para perseguir a este tirano búho, hay que
bajar con él hasta el fondo del abismo,
siguiéndolo en su voloteo vertiginoso en las tinieblas;
la proyección de la figura de este déspota en
la historia, es pequeña y deforme: es repugnante
como una larva, y venenosa como una
víbora;
¡la historia de su trágica dictadura, no tiene
un rayo de luz! prodigó la muerte, y la sombra,
asesinó por millares, azotó a sus generales,
resucitó el tormento en las prisiones, mató la
juventud en las plazas, y pasó en la sombra
blandiendo el puñal con una extraña mirada de
loco y la espantosa crueldad de un fanático;
fue un jesuita feroz, un neurótico poseído del
odio más ardiente al progreso humano;
no tenía la austeridad de Rodríguez de Francia,
ni la altura intelectual de Núñez, esos otros
dos tiranos jesuitas de América;
era un despreciable y oscuro soñador de
crímenes;
aquel déspota, fue un arcaísmo político, un
extraño en este siglo, una especie de fraile loco,
escapado de su celda, y tocado del misticismo
de la destrucción, muy digno de galopar al lado
de Santo Domingo de Guzmán en las cruzadas
albigenses;
era el tipo ideal del tirano fanático;
yo no sé si sería tonsurado, pero mereció
serlo;
es la figura más sombríamente odiosa de la
historia americana; tan pérfido era, y tan malo,
que han pretendido después canonizarlo; bien
merece ser notabilidad de almanaque;
mezcla confusa de sacristán y leguleyo,
fraguaba sus asesinatos en los claustros, y los
ejecutaba en nombre de Dios y de la  Ley;
su fama es enteramente conventual, y los himnos
a su nombre, son salmodias cantadas en su
loor por curas y monaguillos;
la humanidad, no le debe sino atraso, lágrimas
y sangre: no puede tener para él sino anatemas;
la Iglesia podrá levantarle algún día altares,
y colocarlo entre sus ídolos; la Libertad no le
alcanzará nunca monumentos, a no ser que le
levantara una estatua como la que el conde de Maistre
deseaba alzar a Voltaire, por la mano del verdugo;
su tosca y desgraciada personalidad, no forma
al lado de esos tiranos brillantes por el valor
o por el talento, y que deslumbran a los pueblos
con el espectáculo de sus victorias o el brillo de
su genio: no, es vulgar y pequeña, pueril y
frailesca;
la fantasía más soñadora no podrá embellecerlo
nunca; la leyenda heroica nada tendrá que
hacer con él: sus crímenes romperían el molde
de cualquier poema; pertenece a las narraciones
medrosas, a las tradiciones lúgubres, a la tragedia
histórica;
la gloria no tiene noticia de su nombre;
su espantosa cabeza de Medusa, aparece en
la historia americana, guillotinada por Montalvo,
y encerrada en la jaula de hierro de su espantosa
dialéctica;
¿cuál fue su historia?
¡ayudado por los jesuitas asaltó el poder, acogotó
el Derecho, mató la Libertad, enterró vivo
el pueblo del Ecuador, clavó sobre ese sepulcro
una negra cruz, y en uno de los brazos de ella,
plegó sus alas y clavó sus garras este inmundo
búho, y quedó allí, centinela de la muerte,
amenazante y fijo, mirando el horizonte, que estaba
siempre oscuro, iluminado a intervalos por las
llamas fluctuantes del Pichincha!...
de vez en cuando, erizado y medroso, prestaba
oído atento a un inmenso ruido que venía
perturbando aquel silencio, algo formidable que
avanzaba en medio de la soledad, haciéndolo
estremecer: eran la voz y el pensamiento de Juan
Montalvo, que pasaban sobre aquel pueblo
dormido: ¡verbo de rayo, tempestad de ideas!
¡que duelo tan trágico y tan grande, el de
aquel déspota sombrío y aquel talento indignado,
el de aquel búho y aquella águila!
el águila bajaba amenazante sobre el siniestro
búho, le picoteaba la cabeza hasta hacerle
sangre, lo asordaba dándole aletazos tremendos;
graznaba furioso el negro pajarraco, ensayaba
picar, pero caía al fin patas arriba, alborotado
el sucio plumaje, herido por aquellas alas
poderosas, y entonces el águila se levantaba
serena, majestuosa, imponente, y se alejaba hasta
perderse entre las brumas del pálido horizonte;
y, pasaba esa águila proscrita, por América
y Europa, llevando en sus alas como jirones de
la sombra con que acababa de luchar, llenando
de acentos bélicos el espacio, contando al mundo
el martirio de aquel pueblo, crucificado, secuestrado
y mutilado en pleno siglo XIX;
jamás tirano alguno, fue tan duramente  flagelado
en vida, por el látigo de un estilo tan
viril;
la musa triunfal de Esquilo, persiguiendo a
Jerjes aterrado, hasta en brazos de sus concubinas
y de sus eunucos, tuvo apenas acentos
semejantes;
el alma del Ecuador se refugió en Montalvo
prestándole ese acento, condensación de todos los
anatemas, y vengándose así de ese tirano,
condensación de todas las maldades.
Montalvo reunió el verbo caústico de Juvenal,
la elocuencia de Marco Tulio, y la candente
 concisión de Tácito, en ese haz de azotes con
el cual fustigó tan duramente al sátiro jesuita,
que la azotaina se oía en toda América, como
se oye en un circo el chasquido del látigo de un
domador de fieras.
Víctor Hugo y Juan Montalvo, han sido los
dos más grandes indignados de este siglo: nadie
ha superado sus soberbios acentos;
sus duelos con Bonaparte y García Moreno,
respectivamente, son las dos más bellas epopeyas
 de la pluma contra el cetro, del talento contra
la iniquidad;
la historia verá siempre, en medio de fulguraciones
terribles, pasar la sombra de aquellos
dos tiranos fugitivos, perseguidos por aquellos
dos genios indignados; y en vano los réprobos
tratarán de ocultar las frentes, si siempre han
de marcárselas las estrofas ardientes de los
Castigos, y los periodos fulgurantes de el
Cosmopolita;
la justicia venció al fin;
la soberbia del pueblo, tanto tiempo comprimida,
estalló en una catástrofe violenta;
un día, al salir de su palacio, el tirano se
halló frente a frente con los conjurados del pueblo,
vio brillas algo como un relámpago sobre
su cabeza, y sintió que la hoja fría del puñal
de la venganza popular le entregaba en el corazón;
al verse frente a la muerte, aquel matador
que tanto la había prodigado desde su palacio,
tuvo un miedo cerval, tendió las manos suplicante,
cayó de rodillas implorando perdón, lloró
pidiendo la vida; ¡y él, que nunca la había
tenido, osó hablar de piedad!...
los conjurados fueron implacables, y el déspota
murió como había vivido, ahogándose en
sangre;
no supo morir; cayó como un cobarde;
no asió moribundo el puñal homicida, como
Hippias, si se cubrió majestuosamente como
César, ni se sonrió con desdén como el bearnais,
ni trató de poner la mano en su contrario, como
Gustavo de Suecia: sólo alcanzó a morir llorando
e implorando la vida como la cortesana aquella
que exclamaba en el cadalso: ¡piedad! no me
hagáis, señor verdugo;
de él sí que puede decirse, que en su caída es
donde se conoce bien su miserable naturaleza;
 ella recuerda el ídolo de la Biblia que se rompió
junto al tabernáculo del templo; de su cabeza
salió un nido de ratones;
de la cabeza de García Moreno sólo salió un
alma cruel, con los colores del miedo.
Mis enemigos están en el deber de matarme,
porque, si no, los extermino – decía el déspota:
Mi pluma lo mató – dijo Montalvo al saber
el drama de Quito;
estas dos frases sintetizan la tragedia, y
parecen arrancadas a los labios de dos personajes
de Eurípides;
si la pluma de Montalvo, como él hiperbólicamente
lo dijo, mató a García Moreno, también
lo inmortalizó, condenándolo a la más
espantosa de las inmortalidades: la del oprobio;
¡mientras se hable la lengua castellana se
leerá siempre, como modelos de arte y de
elocuencia, las obras de don Juan Montalvo, y las
generaciones futuras aprenderán en aquellos
apóstrofes sublimes a odiar la sombría figura de García
Moreno, condenado a tan triste supervivencia por
el poder de aquel vengador terrible!
¡llevado así, por el genio poderoso de Montalvo,
atado a él, ese tirano infeliz atravesará
la historia como un nuevo Mazeppa, eternamente
 desgarrado, y escuchando como aullido formidable
en torno suyo, las eternas maldiciones a
su nombre!…”
(págs.: 46 – 51)




Sobre Antonio Guzmán Blanco, militar y político venezolano, caen buenas pullas y diatribas. Cuando Vargas Vila trata sobre tiranos, no escribe, despotrica. Guzmán Blanco (1829 – 1898), derribado Juan Crisóstomo Falcón por su antiguo amigo José Tadeo Monagas, formó un fuerte partido que, en un avance armado, tomó el poder, el cual ejerció en tres periodos: el del septenio (1870 – 1877), el quinquenio (1879 – 1884) y el de la aclamación nacional (1886 – 1888). Retirado a Europa, creyó poder influir en los destinos de su país a distancia, pero una reacción popular durante la presidencia de Juan Pablo Rojas Paúl (1829 – 1905) puso fin a su hegemonía. Fue Guzmán Blanco un hombre enérgico, a la vez autoritario y progresista, al que se debe la restauración de la economía de su país (construcción de ferrocarriles, ampliación de las ciudades, ampliación de las relaciones económicas internacionales), y la adopción de algunas reformas civiles (matrimonio civil y abolición de los conventos).


“Este no es un tirano trágico, es un tirano
cómico;
carece de majestad, porque carece de
seriedad;
no tiene grandeza, sino boato: su gloria se
compone de hipérboles con átomos de verdad;
hay mezclado a su brillo real mucho oropel,
y aparece en la historia con el aparato de un rey
de le melodrama;
queriendo hacer el Talma, hizo el Coquelín
de la política;
los rasgos distintivos de su carácter fueron:
la vanidad y la avaricia: a ellos sacrificó sus
cualidades de mando;
pedantesco hasta el ridículo, avaro hasta el
exceso;
para él, el poder no fue sino un escenario y
una mina: representó y explotó;
la naturaleza le dio figura imponente, y él,
por hacer el Júpiter Tonante, la hacía ridícula;
tenía hermosa y clara voz, pero gustaba de
ahuecarla, para asustar a sus políticos rurales y
a sus generales de parroquia, y la hacía entonces
campanuda;
su mirada era imponente, mas por hacerla
investigadora y terrible la tornaba en una de basilisco,
como para terror de escolares;
caminaba como un rey de teatro en los
salones de la Casa Amarilla, y a fuerza de estudiar
posturas y ademanes, concluyó por hacerse
soberanamente ridículo:
tenía modales de diplomático, y usaba
interjecciones de soldado;
tenía audacias de loco, mezclaba a puerilidades
de niño;
se vestía a veces como un fantoche;
decía en cartas groseramente escritas y torpemente
publicadas, que los mariscales del primer
imperio francés no le daban a la cintura;
criticaba a Bonaparte, hablaba de batallas
campales con admirable desenfado sin haber visto
nunca una;
se hacía colocar en una misma medalla con
Bolívar;
se hacía dar de sus adeptos títulos pomposos,
que colmaban lo ridículo;
se hacía levantar estatuas, y se mandaba pintar
 en una basílica con manto y túnica de
evangelista…
no entendía nada de milicia, pero se hizo titular
general;
no entendía nada de derecho, pero se hizo dar
el grado de doctor;
no sabía gramática, pero se hizo nombrar
académico;
la culpa no fue toda de él;
al lado de estas ridiculeces y estas audacias,
es indudable que había en él dotes de mando;
dice Chateaubriand que hay unos hombres que
hacían las revoluciones, y otros que se apoderan
de ella: a estos últimos pertenece Guzmán
Blanco;
figura secundaria y casi oscura en la guerra
de la Federación, muertos o desaparecidos los
grandes caudillos, careciendo el partido vencedor
de hombres de gobierno, él apareció en el
momento preciso, para arrebatar la república a
la turba de caudillos, que son verdaderos ideales,
sólo aspiraban a poseerla por premio a su
coraje;
no concluyó – como muchos lo han dicho –
con el caudillaje, sino que lo organizó bajo su
férrea mano;
llevó la república, del campamento al Capitolio;
¿en poder de quién habría caído ésta, si
Guzmán no la hubiera arrancado de manos de
ese tumulto de soldados victoriosos?
su brillante dictadura en Venezuela, habría
sido reemplazada acaso, por la de algunos de
esos generales sin cabeza y sin carácter que fueron
luego por turno escabel de su dictadura, restos
venerables, náufragos de aquella guerra, a
los cuales se les vio después como desconcertados
 en la política, sirviendo de ejemplo de revoluciones,
que cuando no terminaban en una infidencia,
expiraban en una catástrofe;
en cambio, el despotismo de Guzmán, ha sido
el único despotismo fecundo en América;
oprimía, es verdad, pero no como una losa de
sepulcro, con inmensa pesadumbre, proyectando
la sombra y causando la asfixia, sino como un
jinete oprime los lomos de un corcel indómito,
al aire libre, al horizonte abierto, andando siempre,
avanzando cada día, y sorprendiendo con
un progreso al brillo de casa aurora;
nada de estancamiento, nada de retroceso;
hacienda, ejercito, instrucción pública, clero,
todo lo regimentó, y a su impulso poderoso, la
república extenuada recobró sus fuerzas; la
hacienda pública salió del caos; el crédito nació;
hubo como raudales de oro, y el pueblo despertó
al rugido de las locomotoras que cruzaban las
altas sierras y los profundos valles.
Guzmán oprimió, pero a plena luz; ni un
jirón de sombra arrojó sobre el pueblo;
él, no aspiró como otros, a oscurecer para reinar;
parecía desafiar la misma luz con su poder;
a semejanza de Mosquera y Porfirio Díaz,
sometió la tumultuosa y oscura falange de los
curas, haciéndoles sentir sobre sus cabezas
ungidas la mano del poder;
como bandadas de lechuzas sorprendidas, salieron
los frailes se sus conventos, cuando el audaz
mandatario escaló las alturas del Capitolio;
sobre las ruinas de templos que eran sarcasmos
del arte, levantó teatros que son orgullo
de él; y sobre las ruinas de los conventos, asilos
de la holgazanería, alzó edificios que hoy son
asilos de la ciencia, y templos de la ley;
acaso no hay tradición de gobierno más
progresista, en estos países americanos del Sur;
es la figura menos sombría entre estos déspotas,
es el tirano menos sanguinario de la América;
no se le pude imputar sino un asesinato: el
de Matías Salazar, y, sin embargo, tuvo bastante
talento para marcar con aquella sangre la frente
de todos sus generales;
eso no lo salvará ante la Historia.
Napoleón encontró quien juzgara al duque
de Enghien; Bolívar halló quien juzgara a Piar,
y la historia no ha absuelto esos asesinatos;
hallar cómplices, no es ser inocente.
Guzmán era un compuesto de sombra y luz,
con mayor suma de claridad;
al desaparecer de la escena, no dejó en pos
de sí la sombra y el atraso, sino luz, mucha luz
en el horizonte;
como tirano, no tendrá nunca perdón;
como hombre de progreso, merecerá siempre
admiración;
el derecho humano, no le debe nada;
el progreso material, le debe mucho;
el progreso, puede tener para su nombre himnos;
la Libertad, sólo tendrá para su nombre maldiciones;
la Libertad, sólo tendrá para su nombre
maldiciones,
¡y, no hay grandeza posible fuera de la
Libertad!...”

(Págs.: 59 – 63)





José Manuel Balmaceda,
de quien habla Vargas
Vila.
La historia es implacable, reflexiona Vargas Vila cuando se refiere al estadista chileno José Manuel Balmaceda (1838 – 1891). Apuntemos de la vida de este hombre lo imprescindible. Balmaceda pertenecía a una familia aristocrática y curso estudios de derecho. En 1864, influenciado por el presidente Manuel Montt, abandonó la carrera eclesiástica para dedicarse a la política. Adherido al partido liberal, fue deputado en 1870. Como jefe de la delegación diplomática en Buenos Aires (1878 – 1881), tuvo una actuación importante dirigida a evitar la intervención Argentina en la guerra del Pacífico. Ministro del gabinete del presidente Domingo Santa María (1882 – 1886), instituyó el registro civil, el matrimonio civil y la secularización de los cementerios, con cuyas reformas se ganó la animadversión de los medios eclesiásticos. Elegido presidente en 1886, extendió la educación pública y llevó a término importantes obras públicas. Durante su mandato se creó el ministerio de Industria y Obras Públicas, y se fundó el Instituto pedagógico. Se opuso al monopolio privado de la industria salitrera. Agravado su conflicto con la iglesia (en 1888 fue fundada la Universidad Católica de Chile), a partir de 1889 se desbordó el largo conflicto que oponía, por una parte, el poder legislativo del congreso, donde predominaba la oligarquía conservadora, y, de otra, el poder ejecutivo de los presidentes liberales. La situación desembocó en la guerra civil de 1891. Balmaceda renunció al poder en el general Manuel Baquedano y se refugió en la legación argentina, donde se suicidó el mismo día que expiraba su mandato, el 19 de setiembre. “Le dije que la mayor cobardía del mundo era matarse, porque el homicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrir los males que teme”, dice Cervantes en su “Trabajos de Persiles y Segismunda. Balmaceda temía, por lo que se ve, muchos males que no tuvo el valor de afrontar. Démosle la palabra a Vargas Vila:


“He aquí el grande extraviado;
tiembla la mano al escribir su historia, y el
labio al maldecirlo se estremece;
¡oh! ¡supremo desvanecimiento de una grande
alma, súbito extravío de una conciencia, desgraciado
eclipse del bien, espantoso desmayo de
una virtud!
en presencia de la infausta dictadura de este
grande hombre, al verlo marchar así al abismo,
impulsado por la fatalidad, se siente algo de
dolorosa impresión del que ve desde la playa,
un buque arrastrado por el viento, lanzarse
hacia el escollo; el pavoroso recogimiento del
que inmóvil presencia desde la orilla la imponente
trágica escena de un naufragio; ¡contemplándolo
se siente el estupor de las grandes
catástrofes!
hora del crepúsculo vespertino, se apoderan del
alma aprisionada;
repasando la agitada vida pública de aquel
hombre, se cree escuchar en ella, algo como el
rumor oceánico de las multitudes atenienses, el
tumulto del foro romano, y el ruido de nuestras
modernas democracias: fue una vida de combate;
tribuno a quien los acontecimientos hicieron
dictador, su papel es único en la historia
americana;
orador – grande orador –, periodista en la excelsa
altitud del vocablo, escritor eminente, hombre
político en toda la extensión de la palabra,
José Manuel Balmaceda siempre será a pesar
de sus sombras, una de las altas personalidades
de la América Latina; nada faltó  a su grandeza;
ni la dignidad de la caída;
por más de quince años fue en el Parlamento
chileno el verbo de la democracia, el paladín del
liberalismo avanzado, y cuando el partido
ultramontano por los labios de Wálker Martínez,
como el loco que azotaba el océano, pretendía
abofetear el progreso humano, el liberalismo
escuchaba vibrar la voz sonora de Balmaceda,
proclamando con viril entonación las excelsas doctrinas
de la escuela radical;
así, cuando llegó al poder, toda la democracia
americana alzó las manos para aplaudir: solo
el conservatismo, hosco y mohíno, bajó la frente
y devoró aquella victoria como una copa de hiel;
su venganza no se hizo esperar largo tiempo;
en mayoría en las cámaras legislativas y en las
cortes de justicia, los restos poderosos del partido
conservador hostigaron al presidente, le obstruyeron
el camino de la legalidad, y por tan
maquiavélicos fines lo lanzaron a la dictadura…
después, le hicieron la guerra;
¡y aquí comienza el eclipse!
la Libertad oculta el rostro, y se le oye
sollozar;
aquella dictadura para por el horizonte de la
historia, como un relámpago, fugaz, brillante,
rojiza y destructora;
al fin se hundió, con el horrible estruendo de
un edificio inmenso consumido por las llamas;
aun, con los postreros fulgores, y en medio de
las humeantes ruinas, se vio serena, imperturbable,
la figura del imponente dictador;
después… ¡desapareció!
había en el gran teatro de Atenas un telón,
al fondo del escenario, el cual cuando era
necesario hacer aparecer las flotas que recordaban
el heroísmo griego, o la partida de algún caudillo
que se confiaba a la movilidad del tembloroso
oleaje, se descorría, dejando ver en su severa
majestad el verdadero y admirable mar de
Grecia, con sus ondas azules irisadas, en las cuales,
como flores flotantes titilaban las estrellas, o
amenazante y fiero, llenando la sala con sus
rugidos, si el ala de la tempestad acababa de pasar
sobre él… pero siempre allá en lontananza la
proyección de la vela de alguna nave, cual
silueta de garza fugitiva, bañada por los rayos de
la luna, o envuelta en el fragor de la tormenta,
avanzando hasta perderse en la inmensa amplitud
del horizonte;
así Balmaceda, en el último acto de su espantoso
drama, descorrió con atrevida mano el telón
tras el cual se extiende mudo y pavoroso el
hondo mar de lo escondido, y severo, imponente,
sin doblegar la cabeza, se hundió majestuosamente
en las espesas sombras de la tumba, y, como
alguien dijo de Lucrecio, se embarcó en el ataúd,
y desatando por sí mismo la amarra, empujó con
el pie esa barca a la cual mece desconocido
oleaje…
su desaparición en el horizonte tiene la inmensa
proporción de un eclipse;
a la epopeya del pueblo, contestó con el
horror de la tragedia; pelea de águilas; el pueblo
y el tirano ambos lanzaron gritos épicos; fueron
los dos extremos de esa lucha grandiosa: el heroísmo
del pueblo abajo, y el heroísmo del tirano
arriba;
a la imponencia de la ronca marejada humana
que avanzaba contra él, escupiéndole la
espuma de su rabia, el gran culpado respondió
arrojándole al rostro la espuma de su desdén, y
como un condenado en la roca Tarpeya, se lanzó
al abismo… la ola se detuvo;
el ruido de aquella caída apagó el de aquel
tumulto;
no fue sino una detonación, pero tuvo el eco
inmenso de un trueno en la soledad; doquiera
se escuchó como la repercusión del tiro que
rompió el cerebro poderoso del dictador chileno;
salir de la vida por la puerta del suicidio
es siniestro, pero en ciertas ocasiones es
grandioso;
el fin de aquella lucha tiene un sabor griego
clásico; parece ideada por Sófocles;
así desaparecieron los héroes homéricos.
Balmaceda sobrepasa, en todo las proporciones
de los tiranos vulgares de América;
no  pertenece a esa morralla obscura de
ambiciosos, plebe de tirañuelos; no es de la estofa
de los Núñez, los Rosas, los Anduezas, los
García Moreno; descuella sobre ellos con una
majestad de roca en el desierto;
¿cuál tan brillante como él?
¿cuál otro ha tenido el valor de no
sobrevivir a su caída
¿cuál de ellos ha puesto fin a su existencia
odiosa de manera tan viril?
¿cuál moriría como él, con un revólver sobre
la sien y quinientos pesos por todo capital?
Rosas huyó a Inglaterra, repleto de oro;
Rodríguez de Francia murió lleno de miedo, solitario,
como un eremita; García Moreno, de rodillas,
pidiendo perdón; Núñez temblando de pavor, entre
el remordimiento y los restos de su rapiña;
Guzmán Blanco en París en la insolencia de sus
inmensos peculados…
¿cuál osaría compararse a Balmaceda?
ninguno;
y sin embargo, a pesar de su grandeza personal,
la Historia tiene que maldecirlo;
¡oh! sí, maldito sea por la sangre derramada
por el derecho escarnecido;
la historia no puede tener contemplaciones;
el crimen es una marcha, que lejos de
palidecer, crece y se extiende con la muerte y con
el tiempo, y al fin cubre el rostro y borra
casi la figura humana;
la historia es implacable;
la justicia no tiene corazón; hiere sin
inmutarse, hasta la cabeza de sus hijos, como el
primer Bruto;
la Historia, acercándose a la tumba de 
Balmaceda, escribirá en ella esta horrible palabra:
Tirano;
después… sobre esa tumba derramará una
lágrima;
las lágrimas de la historia suelen aplacar a
veces la conciencia indignada de los pueblos;
la religión podrá absolver algún día al
suicida;
la Libertad no absolverá nunca al tirano”.
(Págs.: 63 – 67)



Hasta aquí “los divinos” (entiéndase: dictadores, tiranos, sátrapas, autócratas, absolutistas, opresores, etc.). Luego la voz del escritor colombiano se suaviza, para dar paso a “los humanos”, a aquellos que se enfrentaron a esos dioses de la mentira y la calumnia, a esas deidades de la opresión y la rapiña, a esos demonios encarnados en la traición y el asesinato. Con sus certezas y sus errores, estos “humanos” lucharon por algo fundamental que da vida a las sociedades: la libertad. Empezamos la lista con el ecuatoriano Juan Montalvo (1832 – 1889), hombre en el que la vida y la obra se funden de tal manera, que no sólo resulta imposible separarlas, sino hasta contraproducente.
Montalvo, quien había estudiado filosofía, se enfrentó a Gabriel García Moreno quien se había elevado en el Poder como triunviro. Montalvo, cuya neurosis avanza soterradamente se enfrenta al tirano en enconada lucha y termina siendo desterrado a Ipiales, en la frontera con Colombia. “Mi pluma lo mató”, dijo Montalvo cuando se enteró que García Moreno cayó asesinado, casi a las puertas de su palacio en 1875. Montalvo se convierte en un autodesterrado, ya que las pasiones políticas no le permitían vivir ni regresar a su país. Su fama como escritor crece y los reconocimientos no se dejan esperar. Es propuesto a la Real Academia Española de la Lengua por los españoles Ramón de Campoamor, Emilia Pardo Bazán, Emilio Castelar, Gaspar Núñez de Arce y Juan Valera; pero su nombre es polémico y es rechazado. Sus “Siete tratados” (1883), “Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes” y “Las Catilinarias” (obra de crítica contra el tirano Ignacio Veintemilla) aumentan su fama y van colocando los cimientos de lo que será su gloria. Don Juan Montalvo murió en París el 17 de enero de 1889.

Poco antes de su muerte fue preciso operarlo. No quiso que lo anestesiaran. La operación fue larga y dolorosa: el ambateño no exhalo una sola queja. Cuando percibió que ya la muerte estaba cerca, se hizo vestir de negro y se tendió en el lecho. Una de las Páginas más  bellas del Montalvo es la de su autorretrato, donde hace mención al médico británico Edward Jenner (1749 – 1823), quién descubrió y perfeccionó la vacuna destinada a prevenir la Viruela. ¿Por qué? Montalvo sufrió de este flagelo. Eso indudablemente lo amargó siempre, pero en nada disminuyó su estatura moral y su entereza cívica. Escuchemos a Montalvo:


“Puesto que nunca me han de ver la mayor parte de los
que me leen, yo debería estarme calladito en orden a mis deméritos
corporales; pero esta comezón del egotismo que ha vuelto
célebre a ese viejo gascón Montaigne, ya la conveniencia de
ofrecer algunos toques de mi fisonomía, por si acaso quiere
hacer mi copia algún artista de mal guato, me pone en el
artículo de decir francamente que mi cara no es para ir a
mostrarla en Nueva York, aunque, en mi concepto, no soy zambo
ni mulato. Fue mi padre inglés por la blancura, español por la
gallardía de su persona física y moral. Mi madre, de buena raza,
señora de altas prendas. Pero quien hadas malas tiene en cuna,
o las pierde tarde o nunca. Yo venero a Eduardo Jenner, y no
puedo quejarme de que hubiese venido tarde al mundo ese
benefactor del género humano; no es a culpa suya si la vacuna,
por pasada o porque el virus infernal hubiese hecho ya acto
posesivo de mis venas, no produjo efecto chico ni grande. Esas
brujas invisibles, Circes asquerosas que convierten a los hombres
en monstruos, me echaron a devorar a sus canes; y dando
gracias a Dios salí con vista e inteligencia de esa negra batalla;
lo demás, todo se fue anticipadamente, para advertirme quizá
que no olvidase mis despojos y fuese luego a buscallos a la
deliciosa posesión que llamamos sepultura…”.



Montalvo vivió en una época que estuvo marcada por la influencia galaica. Como Darío, González Prada, Alberdi, Lastarria, Sarmiento o Górrez Carrillo, también Montalvo estuvo bajo la influencia Francesa. Los hombres se asemejan en sus alturas y sus bajezas. Al decir de Luis Alberto Sánchez, Montalvo se acerca a González Prada por su conducta, gesto y pulcritud, con quien menos coincidencias tiene es con Domingo Sarmiento, sólo los une el odio contra los dictadores. Con Andrés Bello sólo en el cueto del idioma castellano. Veamos lo que dice de Montalvo Vargas Vila en “Los Divinos y los Humanos”:


“Fue la protesta;
protesta pertinaz, constante, sonora;
golpeó como la ola, se encrespó como el mar,
vibró como el trueno, iluminó como el rayo;
como un océano en cólera, escupió la saliva
de su soberbia  sobre las frentes malditas;
fue el rugido de un pueblo hecho hombre;
cantó y rugió, aleteó como el águila y clavó la
zarpa como el león;
¡nadie antes de él, y nadie después de él, ha
sabido sublimizar el dicterio y divinizar el insulto,
con arte tan admirable y fuerza tan grandiosa;
libelista sublime!
su anatema, se extravasaba como la lava de
un volcán y descendía y calcinaba a sus
contrarios;
pálidos y miedosos, huían los réprobos, ante
los rayos de aquella cólera cuasi divina;
al salir de las representaciones de Esquilo,
los griegos golpeaban sobre los escudos colgados
a las puertas de los templos, gritando: ¡Patria!
¡Patria!
acabando de leer a Montalvo, los pueblos y
los corazones dignos se golpean el pecho gritando:
¡Venganza! ¡Venganza!
Él, azotó con frase poderosa a esa nidada de
cuervos, que posados en el Ecuador, infestan la
América, con ese olor de fiemo de cárabos que
se escapa de su nido;
tenía la cólera en los labios y la mansedumbre
en el corazón; era la piedad rugiente;
era implacable, porque era insospechable;
era puro y fuerte como el cristal de las
cavernas profundas; parecía hecho por la condensación
de las lágrimas de un pueblo: ¡tanto así
era de luminoso y triste!
su rugido era casi un gemido; se sentía el
mártir bajo el verdugo;
era la misericordia fulminando; amaba al
pueblo con amor trágico;
es en sus libros, soberbio como Ezequiel y
sombrío como Isaías; maldice y profetiza;
es en serio como el Dante, sonríe con ese rictus
de Voltaire, que hace indignar a Joseph de
Maistre, y ríe como Rabelais, con carcajada
sonora; como aquellos habitantes de Psilos, que
aplicaban sus labios a las llagas para curarlas, así
aplicaba él los suyos candentes de elocuencia a
las llagas morales de su pueblo para salvarlo;
en el Ecuador, no ha habido nada más sombrío
que sus enemigos, y nadie más grande que
él;
no ha sido eclipsado, ni igualado todavía;
yo no conozco nada más noble que luchar;
no sé de nada más vil que sufrir sin la protesta;
los grandes luchadores son los grandes perseguidos;
la persecución, es el crisol del genio y es
como dijo alguien; la sombra que hace resaltar
la estrella;
hombre perseguido, hombre grande;
luchar es provocar; ser cima es llamar al
rayo;
desde que alguien pasa los límites de la medianía,
principia el vacío en torno suyo, se hace
negro el horizonte, ruge el viento sobre su cabeza
sagrada, y se siente vibrar bajo sus alas la
tempestad tremenda de la envidia.
Juan Montalvo, fue el gran perseguido;
él, y Juan de Dios Uribe, han sido han sido los dos más
grandes insurrectos de la América latina;
cuando se hable de las altas conciencias, se
volverá a mirar hacia ellos; la multitud puede
pasar sin verlos; la Historia no puede pasar sin
contemplarlos;
y, la multitud no hace la Historia;
los grandes rugidores: he ahí los grandes
luchadores;
los juglares y los eunucos cantan, abanican a
su Señor y le murmuran amores;
las bayaderas cantan y danzan en torno al
amo desnudo en su fuente perfumada de nardos
y jazmines;
las almas viriles no cantan ante el mal; rugen
y claman;
¡oh, no me deis los hombres incensarios, los
del canto vil y la lira venal, lo neuróticos de
Serrallo, escupideras de los poderosos, cojines de
su molicie y cantores de sus faltas!
¡dadme a los que los sorprenden pecando y
los denuncian rugiendo!
¡no me deis a Virgilio cantando  a Augusto;
no me deis a Horacio servil, de rodillas ante Octavio;
a Ovidio llorando entre los Sármatas y
besando la mano de Tiberio; a Séneca cobarde;
a Veleyo Patérculo ruin; a Luciano menguado;
a Quintiliano paniaguado de Dionisio; a Eustaquio
bajo; a Marcial vil!
¡dadme a Suetonio sorprendiendo a César epiléptico
y pálido, con liviandades de hembra y
huellas de adulterio; tomando por el cuello a Calígula,
pálido el día del crimen; a Tácito desnudando
a Eporo, revolcando el rostro de Nerón en
las entrañas palpitantes de su madre,
sorprendiendo a Domiciano en el incesto y desgarrando
la púrpura que cubre la lepra de Tiberio! …
¡oh no me deis esas almas hechas para el
Triclinio y no para el Circo, seres más despreciables
que los efebos, porque la corrupción del
alma es más vergonzosa que la del cuerpo!
¡dadme las lamas luchadoras; váyanse los
histriones con sus cantos, vengan los gladiadores
de la libertad, los que se saben morir cara al
tirano; los que al pasar gritan al César:
¡Salve, César! pero el ¡Salve, César! de Espartaco! …
¡dadme a Dante tétrico; a Juvenal implacable;
a Hugo inexorable; a Courtier lógico; a
Vonfred violento; a Camilo ático; a Mirabeau rugidor;
dadme a Montalvo el soberbio!…
era excelso entre los excelsos;
ocupaba la cima de los grandes espíritus;
confinaba por un lado con los genios, y por el
otro con las multitudes; era clásico como Desmoulins
y rudo como Marat; era austero y tumultuoso;
predecía e insultaba; todo en él era
olímpico: el dicterio y el canto;
nadie ha escrito mejor que él la lengua española
en la América latina;
es puro y fuerte, sin mancha y sin desmayos;
su anatema mataba;
no escribía, sino esculpía;
los tiranos inmortalizados por su pluma, son
bajos relieves grotescos y sombríos, allí en el
frontis de la Historia; no viven por ellos sino por
él; así levantan las águilas a las serpientes en el
pico y en las garras;
García Moreno, Urbina, Veintimilla, allí están
esculpidos, y escupidos por él; su saliva
inmortaliza;
ésa es la gloria de ellos, haber sido tocados
por el extremo de aquella pluma de fuego, que
como el hierro rojo quema y alumbra;
proscripto, perseguido, asechado; escapando
aquí del patíbulo, allí del puñal, más allá del
veneno, fue este insurrecto sublime de playa en
playa y de pueblo en pueblo, bajo el fardo de
sus tristezas, con la corona de sus dolores, estremeciendo
el horizonte con sus gritos de Titán;
para Montalvo no hubo calma;
eterno mar siempre en cólera, arrojando su
espuma contra el escollo, y lanzando sus olas
tumultuosas y soberbias a la playa; la tempestad
era el rumor de su genio;
 no se calmó sino con la muerte;
solo, pobre, triste, pero soberbio siempre,
como una águila viuda, se refugió en su
aislamiento, plegó las alas de su espíritu y su cabeza
poderosa se dobló, … ¡no la inclinó sino ante la
muerte!
en París, entre los ruidos de la civilización y
del placer, murió el sabio austero, consumido por
el fuego del amor a la Libertad y a la Justicia;
insultado, perseguido, calumniado cayó el apóstol.
Prometeo rompió la cadena… el buitre hosco
tendió las negras alas harto de picotear al Titán,
atravesó el Atlántico y plegó el vuelo en
las espesas selvas americanas;
allí esperó la vuelta del proscripto muerto;
ya no podrá picotear el vientre, pero anhelaba
picotear sus huesos;
un día se vio un buque aparecer en el horizonte…
obscura nube de buitres tendió el vuelo, y
graznaban y se cernían sobre el navío y aleteaban
furiosos; eran los sacerdotes del Ecuador, que
salían a cerrar la entrada a la primera gloria
Ecuatoriana;
era que volvían a la patria los huesos de Montalvo,
y los buitres del catolicismo salieron a su
encuentro;
los apóstoles de la mentira, no han perdonado
al apóstol de la verdad;
allá en Guayaquil, en tumba humilde, reposan
los restos del ecuatoriano más grande y del
escritor más ilustre de la América latina…
murió él, y murió la protesta;
la América latina languidece con plétora de
poetas, cortesanos y aduladores;
¿en dónde están los herederos de Montalvo?
¿en dónde están las almas combatientes?
la libertad perseguida, buscando héroes y,
mártires, puede ser descrita como la Roma decadente
del poeta:
Corrió al foro llamado a sus legiones,
dispersas y distantes,
y sólo respondieron los histriones
mezclados al tropel de las bacantes…
………………………………………………….....
¡Oh época menguada y triste, tú pasarás!
no es eterna la noche en el horizonte, ni en
los pueblos;
un día manos poderosas alzarán el escudo de
Montalvo, caído sobre si tumba;
la estatua del apóstol levantada allá en Quinto,
cerca de las nieves perpetuas, iluminada por
las llamas del Pichincha, anunciarán al mundo
que la libertad ha escalado los Andes, y que la
sombra cariñosa y austera de Montalvo vela por
ella en su supremo aislamiento y en la olímpica
serenidad de su grandeza…”
(Págs.: 94 – 100)




"Lirio blanco" Vargas Vila
publicado en 1920.

Prosigue Vargas Vila su paso por los “Humanos”. El turno le llega al cubano José Martí (1853 – 1895), quien pasó gran parte de su vida de destierro en destierro, ya en la adolescencia se escucha su voz de protesta cuando su maestro y amigo, el poeta Rafael María de Mendive, es desterrado de Cuba tras los sucesos del Teatro Villanueva. Por ser menor de edad salva del patíbulo y cae en presidio para trabajos forzados; cumpliría los dieciocho años en Madrid, como proscrito cubano o confinado español. Después de un largo periplo por Europa llega a México y luego a Guatemala. Allí conoció a María García Granados quien le inspiró el famoso romance de “la niña de Guatemala, la que se murió de amor”. En 1872, cuando tiene ya diecinueve años, comienza a perfilarse en él la influencia de José de Espronceda y la pasión por la lectura de las obras de Gracián, Santa Teresa y Calderón de la Barca. Otros destierros lo llevan a alejarse de Cuba, de su esposa y de su hijo. La nostalgia lo llevará ir creando los dulces versos del “Ismaelillo”, publicado en 1882.


(mi pequeñuelo)  “Puesto a horcajadas
sobre mi pecho,
bridas forjaba
con mis cabellos.
Ebrio él de gozo,
de gozo yo ebrio,
me espoleaba
mi caballero.
¡Qué suave espuela
sus dos pies frescos!
¡Cómo reía
mi jinetuelo!
y yo besaba
sus pies pequeños,
¡dos pies que caben
en sólo un beso!”.



Alfonso Reyes dejó escrito que América no había engendrado temperamento mejor quisto para las letras que el de José Martí. El autor de “Versos sencillos” no deja de pronunciar discursos, escribir artículos y versos; conspira, lucha, funda la “Liga Patriótica” y redacta las “Bases del Partido Revolucionario Cubano”, el contacto con Máximo Gómez. En los años siguientes, su vida de conspirador es de una constante agitación por Centroamérica y las Antillas, y en 1895, cuando los patriotas cubanos se levantan, Martí se embarca en Caba Haitiniano, después de haber suscrito con Máximo Gómez el Manifiesto de Montecristi, y desembarca en Playitas. Su “Diario” (9 de abril a 17 de mayo) lo incorporó Máximo Gómez a su “Diario de campaña”. En el “Diario” de la expedición final, cuando desembarca de nuevo en Cuba, Martí se da tiempo para escribir, al desgaire, esta bella descripción:


“La noche bella no deja dormir. Silba el grillo; el lagartijo
quiquiquea, y su coro le responde; aún se ve, entre la sombra,
que el monte es de cupey y de paguá, la palma corta y
espinada; vuelan despacio en torno las animitas; entre los nidos
estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave , como
de finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre
el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y mínima; es
la mirada del son fluido: ¿Qué alas rozan las hojas? ¿Qué
violín diminuto, y oleadas de violines, sacan son, y alma, a las
hojas? ¿Qué danza de almas de hojas? Se nos olvidó la comida:
comimos salchichón y chocolate y una lonja de chopo
usado. La ropa se secó a la fogata”.



Esta es una de las últimas páginas escrita por Martí, compuesta en el Vivac, en la mañana tropical, con las avanzadillas españolas informadas ya de la presencia de esos expedicionarios rebeldes, a pocos metros. Todo terminó allí, en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895. Una bala alcanzó y segó la vida del héroe cubano en la plenitud de la vida. Ruidoso, jovial, encarnizado, así entregó el poeta la vida en aras de la libertad. Años antes había escrito:


“Sueño con claustros de mármol,
donde en silencio divino
los héroes, de pie, reposan:
¡de noche, a la luz del alma,
hablo con ellos: de noche!
Están en fila; paseo
entre las filas: las manos
de piedra les beso; abren
los ojos de piedra; mueven
los labios de piedra; tiemblan
las barbas de piedra; lloran;
¡vibra la espada en la vaina!
Mudo, les beso la mano.


La voz de Vargas Vila dice sobre Martí:

“¡Pasó! Indignado, soñador, melancólico;
¡pasó! Con el enjambre de sus sueños; con la
tempestad de sus cóleras; con sus tristezas de
vencido; con el rumor de sus estrofas; con el
himno triunfal de su palabra;
¿soñador? así lo llaman: ¡sueño sublime!
¡oh la libertad, hermoso sueño!
con ella, soñaba Bolívar en Jamaica mirando
la mar turbia, el cielo negro, escapado al puñal,
y triste y solo…
con ella soñaba Mazzini, perseguido, hambreando,
saliendo a los caminos de Suiza, desgreñada
la blanca cabellera, para interrogar a los transeúntes
sobre la agonía de su Italia bajo los cascos
de los croatas;
con ella soñaba Kosciuszko;
con ella soñaba Palacoff, dando al viento
como mariposas del dolor sus estrofas aladas, allá
sobre la playa de Siberia, bajo el cielo sin luz,
cerca de las olas negras, a la espeta inclemente,
viendo levantarse en el cielo triste una estrella
blanca, que él llamaba el alma de Polonia…
¡oh sueños con la libertad y con la patria;
sueños generadores del heroísmo y de la gloria;
columna de fuego que lleváis los pueblos al combate,
oh bello y pálido heraldo que lleváis las
grandes almas al martirio, bendito seáis!
la libertad, es el sueño de las almas
grandes;
la patria esclava, es el tormento de las almas
fuertes;
¡oh sueño tempestuoso y bravío de los proscriptos
y de los oprimidos! pasad, soñadores con
 la frente alta, sintiendo cómo os persigue la
carcajada estólida del vulgo; mañana, si vuestro ensueño
es realidad, vuestra es la gloria; si él es
quimera, vuestra es la gloria;
los sueños nobles ennoblecen;
al soplo de un sueño se alzó la América del
fondo de los mares solitarios; en las alas flamígeras
de otro sueño subió la libertad a la cima
de los Andes;
si la vida es sueño, ¡benditos sean los que sueñan
con lo grande y con lo noble!
Martí fue el verbo de Cuba luchadora;
su acento pasaba por sobre las multitudes como
un grande y generoso soplo, venido del océano
inmenso, del campo libre, lleno de aromas,
respirando vida;
él murmuraba al oído del emigrado, del vencido,
del enfermo, la mágica palabra; esperanza;
él iba a todas las almas murmurándoles no sé
qué tierno acento de cariño; no sé qué extraño y
asordador himno de grandeza.
Martí era el acento melancólico del alma cubana;
que iba gimiendo a veces solitaria y doliente,
y en otras se alzaba vibradora y terrible;
que herida se recogía para llorar a sus montes
como una paloma azul entre su nido, e indignada
se alzaba otras, como un cóndor bravío lanzando
gritos siniestros…
la elocuencia de Martí, era la del corazón,
su frase obscura a veces, coloreada, radiante en
otras, salía de sus labios impregnada de sentimientos,
ya vaga como la tristeza que agobiaba
su alma, ya tempestuosa y soberbia como la
indignación que lo poseía;
oyéndolo, se pensaba en la patria, en la libertad,
en el bien; se alzaban en las lontananzas
del recuerdo, los mirajes de los bosques patrios;
se oía como el rumor de Vergniaud en el salón
de los Roland, y pasaban por la memoria los pálidos
héroes del cadalso y de la guerra…
así como él, así debió ser Vergniaud; su misma
juventud; su mismo aspecto pensador y triste;
su misma frase pulida como armadura de antiguo
caballero en día de justa; el mismo culto a
la pureza del sentimiento y a la castidad de la
frase; el amor desbordante por el pueblo; el mismo
corazón sereno y tierno; la misma vasta erudición
clásica; la misma estoica resignación al
martirio… todo los mismo; pero más
fuerza, más realidad, mas lucha en Martí;
cuando principiaba a hablar con la frente inclinada,
como si pesaran sobre ella todos los dolores
de su patria, se veía allí al vencido
doloroso;
más cuando echaba atrás su cabeza poderosa,
 su cabellera y lanzaba su frase indignada,
se veía de pie al apóstol, aquel cuyo verbo
condensado llegó a ser luego una tormenta;
tristezas infinitas de la patria; entusiasmos de
lucha y de batalla, eso inspiraba el acento de
Martí;
su elocuencia no asordaba, no cegaba, imponía
con impotencia mágica;
como en una tempestad en el polo, en que no
se escucha vibrar el trueno y sólo se ven brillar
los relámpagos rojizos en la entraña de la nube
obscura, allá donde van las olas en tropel, el
mar espumea furioso, y sobre el abismo negro
brilla el cielo incendiado…
Cuba ha tenido muchas representaciones egregias
de su energía; pero el pensamiento de su
independencia tuvo en Martí la más pura, la más
elocuente y la más sincera de sus voces;
así quedará para el mundo como el más bello
gesto de heroísmo lírico, el más puro acento,
la más alta voz de Cuba irredenta, en esa hora
crepuscular que precedió a la grande aurora de
su redención política.
Martí, fue su Profeta, y fue su Mártir; quedará
en la conciencia de América como, el más
grande tribuno de la Emancipación, el Genio
sonoro y triste de la Patria, el Poeta de la
Libertad, el enorme poeta doloroso, muriendo sobre
el árbol de su cruz;
¿fue un soñador?
sea…
fue el inmenso soñador desesperado, que voló
hacia la Muerte, en un vuelo de fuego, incendiando
a su paso los cielos taciturnos de la
Historia”.
(Págs.: 110 – 113)




Cuando la sociedad rompe sus amarras con los valores tradicionales, los tiranos salen de sus escondrijos para hacerse del poder. Apoyados por una chusma con la mano abierta para recibir las dádivas del sátrapa de turno, el dictador ve el camino libre para hacer de las suyas. Un coro de áulicos cantarán sus hazañas teñidas de calumnias, sangre y represiones. Pero he ahí, que en medio de la vorágine de ambición y tradiciones, surgen los hombres cuya vida está regida por preceptos morales y valores espirituales que le han inculcado desde niño. Ellos saben diferir lo que es bueno y lo que es malo, aceptable o inaceptable. Esta es la mejor carta de presentación del militar y político venezolano Ezequiel Zamora (1817 – 1860). En gloriosos pedestales descansan los restos de Bolívar, San Martín, Mariño, Sucre o Paez; en no menos dignos de estos gigantescos hombres, reposan los huesos de hombres como Diógenes A. Arriela, Joaquín Crespo o Ezequiel Zamora. Ellos percibieron que tras la mala hierba arrancada de la América sometida quedaban todavía semillas no menos malignas de las que les antecedieron. Los españoles con sus virreyes huyeron como murciélagos de sus cavernas amenazados por el fuego, pero dejaron en su lugar a los conservadores aspirando con deleite el aroma rancio de la monarquía. Ausente los chapetones de charretera y escarpín, quedaron en su lugar los soldados arrogantes, lo tiranos eclesiásticos paridos por manantiales conservadores, siempre atentos a conservar sus conventos parasitarios, sus iglesias simoniacas y falaces. Zamora, por participar en la insurrección liberal de 1846, fue sentenciado a muerte, pena que le fue conmutada. Apoyó la “revolución de marzo” encabezada por Julián Castro que derrocó a José Tadeo Monagas (1784 – 1868) quien en 1855 había instaurado un poder dictatorial que defendían los intereses de la oligarquía. Poco después, como tantos dirigentes liberales descontentos por las reformas introducidas, emigró a Curacao. En 1859 participó en las guerras federales y llegó a ser general de división y primer jefe del ejército del estado de Coro. Buen organizador, gran estratega y dotado de valor, supo arrastrar a los llaneros y convertir bandas guerrilleras en poderosos y homogéneos batallones, a los que condujo hasta la victoria de Santa Inés en diciembre de 1859. En el asalto a San Carlos, un mes más tarde, murió misteriosamente. “¡Ha muerto el heroísmo! ¡los grandes hombres se han ido!”, dice de Ezequiel Zamora el escritor colombiano. Escuchémosle:


“De aquellos grandes y trágicos duelos americanos,
uno de los más reñidos y largos fue aquel
que en Venezuela se ha llamado la Guerra de
 los cinco años:
una como inmensa ola de fuego pasó por el
suelo de la patria, taló los cortijos, incendió los
montes; la sangre derramada, bajaba manchado
desde la nieve inmaculada a Mérida, hasta
teñir en rojas las aguas azulosas del Orinoco;
el grito de guerra se escuchaba vibrar desde
las selvas enmarañadas de la Sierra, hasta las
pampas de Apure, que parecían temblar todavía
bajo los cascos de los caballos de Anzoátegui
y Rondón, Zaraza y Páez;
de montaña en montaña, de llano en llano,
a las riberas de los ríos y sobre las aguas del
mar; bajo el viento de la hiela, y en la playa que
arde, por todas las partes, a todas horas, se
combatía sin tregua y sin descanso;
en medio de aquel horizonte inflamado, sobre
aquel como volcán en erupción, se mostró
un momento a los ojos asombrados de la Historia
EZEQUIEL ZAMORA;
la guerra se condensó en él; águila indignada
en medio de la tempestad, su aleteo formidable
se escuchó con ruido asordador de Churuguara
a Barinas de Santa Inés a Curbati, hasta caer
rotas las alas y sangriento el cuello en el lúgubre
drama de San Carlos; la guerra pareció morir
con él, y por un momento se temió que en la
misma fosa cubierta de ramas se hubiera
enterrado la Libertad con el soldado;
alto de cuerpo y erecto, bronco y breve el
acento hecho para el mando, fija, audaz, la mirada
como de águila que otea la presa, hosco el
bigote, amplia la frente, resuelto el ademán,
apuesto y victorioso, pasa este soldado heroico por las
páginas de la Historia, como un sueño heroico,
como una creación épica para desaparecer como
Rómulo envuelto en el manto de una tempestad;
¡corta y heroica vida! ¡trágica muerte! en tan
corto espacio de tiempo, qué serie de triunfos y
heroísmos; concebía las victorias y las realizaba
con la intuición del genio; su actividad era su
vida, y apenas si se secaba sobre su frente el
laurel de una victoria, cuando su mano atrevida
había segado otras tantas para su frente de soldado
invencible;
el fuego, las prisiones, y el destierro, lo habían
ungido ya, cuando un día con su genio y
su valor desembarcó en Churuguara al lado de
Falcón;
en Barinas dio su primer grito, despertó al
pueblo y encadenó la victoria de su carro;
desde entonces no se vio sino a él en el
horizonte; de asalto en asalto, de triunfo en triunfo,
organizando y deshaciendo ejércitos; alcanzando
épicas victorias llegó a San Carlos, para
caer allí como deben caer los héroes, frente al
enemigo, por única mortaja, la bandera de la
patria cruzada de balazos, y húmeda luego con
su noble sangre;
la victoria no lo abandonó sino para entregarlo
en brazos de la muerte.

***

Hoy duerme en el panteón nacional de Caracas
al lado de sus antecesores, los héroes de la
primera cruzada americana;
allí está bien;
el viento del odio no aventará nunca su polvo,
porque la gloria lo envuelve en su manto, y
el partido liberal vela en su tumba;
el viento de reacción que pasa sobre América,
se detendrá a las puertas de aquel templo de
la Gloria y las sombras augustas de los lidiadores
liberales, no sentirán nunca el espectro conservador
golpear en su sepulcro para decirles:
“Levantaos; estáis proscriptos; ha muerto la
Libertad, y la gloria no tiene ya derecho de asilo”.
(Págs.: 136 – 138)



Dentro de este florilegio de militares y políticos emerge en el libro “Los Divinos y los Humanos”, la figura del novelista y poeta colombiano Jorge Isaacs, escritor de quien tanto han querido decir los biógrafos y tan poco los críticos. Los mejores datos sobre su vida nos lo cuenta el mismo Isaccs en su novela “María”, (capítulos VI al IX). Su familia provenía de Jamaica y en de estirpe hebrea. Jorge era el menor de nueve hermanos y nació en Cali el 1 de abril de 1837. Sus aventuras cívicas se inician cuando conoce al escritor y político colombiano Julio Arboleda (1817 – 1862) quien, inclinado por un tiempo hacia el liberalismo, acabó defendiendo el esclavismo con gran ardor (exportó al Callao sus esclavos para venderlos allí y contribuyó a organizar la guerra civil en contra de la abolición decretada por el gobierno del general José Hilario López en 1850. A consecuencia del paludismo que contrajo, Isaccs tuvo que retirarse a “El Peñón”, donde escribió su novela “María”. De ella escribió Darío:


“En todo el continente se ha publicado de novela, en lo que va del siglo, y ya va casi todo, una considerable cantidad se buenas intenciones. Del copioso montón, desearía yo entresacar cuatro o cinco obras presentables a los ojos del criterio europeo. La novela americana no ha pasado de una que otra feliz tentativa. La “María” del colombiano Jorge Isaccs es una rara excepción. Es una flor del Cauca, cultivada según los procedimientos de la jardinería sentimental del inefable Bernardo. Es el “Pablo y Virginia” de nuestro mundo. No sé si Bunchner o Molleschott envió a Isaccs una felicitación entusiasta; y el sabio Dozy se manifestó conmovido. Dos generaciones americanas se han sentido llenas de Efraimes y Marías”.

(Rubén Darío, Cabezas, Madrid, 1916, inserto en Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950, tomo III, p. 1139).




"María", novela de Jorge Isaacs
El argumento de este libro ha sido desarrollado por el mismo autor en un drama o comedia; por consejo del escritor José María Vergara y Vergara, la pieza teatral se convierte en novela. En medio del éxito literario, el conservador moderado se transforma en liberal. Sus fracasos financieros muestran ya una visible pobreza. Su primo César Conto, presidente del Estado del Cauca, le consigue trabajo como superintendente de Instrucción Pública del Cauca y Popayán. Como gobernador de Cauca, encabezó una rebelión contra el presidente del estado de Antioquía, Restrepo Uribe, invadió el territorio para derrocarlo y tomó el poder en Medellín; pero las fuerzas del gobierno nacional lo obligaron a capitular y el autor de “María” termina en la Cámara Nacional de Representantes. La Cámara no tarda en expulsarlo de su seno por habérsele sorprendido en una conjura “contra los Poderes constituidos”. La pobreza lo persigue: un intento de explotar carbón mineral en el departamento de Magdalena termina en fracaso. Isaccs va descubriendo que la realidad no es tan cálida como los sueños.

En 1889, cansado y con 52 años a cuestas, se refugia en Ibagué, apacible ciudad del departamento de Tolima. Ahora tiene tiempo para su labor epistolar: sus remitentes son José Asunción Silva, Ricardo Palma entre otros. En Ibagué lo encontró la muerte el 17 de abril de 1895. Al igual que Valdelomar o José Asunción Silva, Isaccs encara los recuerdos de su infancia con seriedad y para él el amor fue un hecho trascendental, ni célico ni infernal. Antes de darle la palabra a Vargas Vila, disfrutemos de este fragmento:


“Una tarde, ya a puesta de sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica de mi padre, Higinio (mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer: a mí me ocupaban cosas más serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón; las greguerías de los loros en los guaduales y gabales vecinos, el tañido lejano del cuerno de algún pastor, repetido por los montes; la castruera de los esclavos que volvían espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los árboles vistos al través de los cañaverales movedizos, todo me recordaba las tardes en que, abusando mis hermanas, María y yo, de alguna licencia de mi madre, obtenida a fuerza de tenacidad nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con graves lesión de brazos y manos, y espiando nidos de pericos en las cercas de los corrales.




Hasta aquí, una síntesis de la vida y algo de la obra del poeta y novelista colombiano, lo imprescindible para apreciar el juicio poético- prosístico de Vargas Vila sobre el autor de “María”:


“Durante este largo despotismo de Colombia,
la poesía ha enmudecido;
con la libertad, águila herida, la blanca
inspiración plegó su vuelo, y mudas se ocultaron
en el corazón y en la mente de los grandes espíritus
de  la patria;
como esos pichones de la plaza de San Marcos
en Venecia, que dóciles al reclamo, vienen
voloteando hambrientos, en torno a las migajas
de pan que el viajero les arroja, nubes de
versificadores neuróticos, vinieron en torno al
despotismo, arrastrando su musa enferma;
envileciendo el canto; y siendo en el palacio del César las
aves domésticas de la Regeneración.
Tiberio que conservaba gustos de artistas, alimentaba
por lujo a estos virtuosos de la infamia;
las liras clásicas, las musas ortodoxas, vinieron
al reclamo del presunto, y azotaron con
sus alas fatigadas, aquel charco de lodo;
como aquellas migraciones de retóricos griegos,
que más envilecidos que los romanos mismos,
venían al pie del trono de los Césares, con
la pluma en la mano, y el cántico en los labios,
pidiendo al soberano el honor de prostituir su genio,
se vieron también deleitantes de poesía, venir
de países remotos, ofreciendo al viejo déspota,
aceptará las caricias de su musa que otros tiranos
 habían rehusado desflorar.
Virgilios son ternura, Horacios sin gracia,
Ovidios sin elegancia,  degradaron la métrica, y
ajaron el laurel de Apolo, cantando ebrios en las
orgías del despotismo;
la grande y verdadera poesía, la musa santa
de la patria, estuvo lejos de esas bacanales, y
como el petrel que se duerme encima de la tormenta,
ella alzó su vuelo poderoso, y reposando sobre
los blancos remos de sus alas, mecida por la
tempestad, ha vivido inmaculada, fijos los ojos en
aquel punto del horizonte a donde espera ver
despuntar la blanca aurora…
los grandes poetas de la patria no se sentaron
al festín de aquel César;
la musa vengadora de Juvenal, recorría a veces
las calles en los labios del pueblo, flagelando
aquella nueva Roma, que como antigua, clamaba
a gritos por el Satiricón de Petronio;
en esta ignominia de tantos años, en que el
despotismo todo lo redujo al silencio, y sólo se
vieron circular las dos formas escogidas de la
literatura oficial: el panegírico y el libelo;
la serena y casta musa, como vestal sorprendida
por los bárbaros, se encerró en su templo
sin fuego, prefiriendo morir a permitir la mancilla
del santuario, la sacrílega violación de su
pureza;
cuando la libertad se muere, la verdadera poesía
muere también;
las almas de los grandes poetas piden la libertad
para cantar; como las alas poderosas de
las águilas, necesitan el espacio inmenso para
perderse den él; cuando en esa época sombría se
hizo un crimen recordar la libertad vencida, Jorge
Isaccs colgó su lira, y se fue como el romano a
vivir en el silencio, lejos de las bajezas de la corte
y de las miradas de Tiberio;
y la América estuvo huérfana de sus cantos;
este gran cantor, fue un gran luchador;
Jorge Isaccs, que es el primero de los poetas
de la patria, fue también uno de los primeros
caracteres de la República;
tuvo algo tan austero como su musa; si virtud;
la castidad de sus creaciones poéticas, no
es más blanca que la de sus acciones públicas;
unid la musa de  Virgilio, sin sus afeminaciones
de Efebo a la palabra y el valor de Tiberio
Graco, y tendréis un perfil de la personalidad de
Jorge Isaccs;
la América, no lo conoce así, admira al poeta,
ignora al político; la mitad de esta gran personalidad
ha quedado en la sombra;
¡me parece que aún lo veo aquel día trágico!
la Regeneración se esbozaba; oculta en la tiniebla,
la traición preparaba su marcha triunfal
al Capitolio.
Rafael Núñez, a la sombra del general Trujillo,
confiado y débil, preparaba su largo y ominoso
despotismo, el último Parlamento liberal,
era el escollo;
él, había rechazado los halagos, y había negado
su voto al nombramiento del Ministro omnipotente
para Plenipotenciario en Washington;
era necesario ir contra el Congreso, y Núñez
fue; un día, todas las prisiones de Bogotá se
halaron vacías: los malhechores temibles de las
viejas guerrillas conservadoras, recibieron cita a
la Capital, y la Guardia Colombiana que ya empezaba
a bajar la pendiente del deshonor, envío
a sus soldados vestidos en civil y con el arma
oculta; y aquella turba de presidiarios, salteadores
y pretorianos, como una onda de fango fue
lanzada contra el Congreso Nacional;
el Congreso, último asilo de la libertad vencida,
como si tuviese conciencia de que era el último
Congreso de la Patria, se preparó a morir
con la majestad de aquellos senadores romanos
que perdida la batalla de Alía, cuando el pueblo
huía de Roma, y las vestales abandonaban el templo,
sentados en sus curules, esperaron los galos
la muerte, y éstos creyéndoles estatuas bajo sus
blancas barbas y sus togas flotantes, se retiraban
ya cuando uno de la horda habiendo llevado su
mano a la barba de Papirio, el anciano se puso
de pie y le hundió el cráneo con su cetro de marfil,
y perecieron todos en el puesto de honor;
así esperaba el Congreso liberal a aquella
muchedumbre de forajidos que aullaban afuera;
en el Senado estaba completa la plana mayor
de liberalismo; hasta Murillo Toro, ya moribundo,
se había hecho conducir allí en la hora tempestuosa
del peligro;
en la Cámara de Representantes, Jorge Isaccs,
tronaba con elocuencia abrumadora lanzando sus
frases irritadas contra aquel cómplice,
y aquella multitud ebria y rugiente, que pedía su
sangre;
el poeta transformado en tribuno, estaba
sublime;
aquel poeta, enamorado y triste a quien como la
sombra de Virgilio, ha visto la América toda,
atravesar sus bosques y ciudades inclinándose sobre
las almas adolescentes para despertarlas al
amor con el beso de si misa casta y doliente,
era allí el triunfo indignado, el formidable luchador
de la palabra, no era Lamartine, era
Vergniaud;
aquellas frases aladas que con la mansedumbre
de un vuelo de palomas salían en estrofas
armónicas de la lira del poeta, al calor de las pasiones
políticas, al rumor de la plaza pública,
salieron tempestuosas de la boca del tribuno, con
el rumor alarmante de un bandada de águilas
marinas que se escapan del nidar;
la multitud, no se atrevió a asesinar en sus
curules a los senadores y diputados cuyos
nombres le habían sido repetidos, pero esperó el
momento en que salieran del Capitolio;
entonces se lanzó sobre ellos; y, los guijarros,
los bastones, las balas, vinieron a herir el rostro
y el cuerpo de los elegidos del pueblo.
Jorge Isaccs por su elocuencia y la actitud
de aquel día estaba marcado para víctima de
aquella multitud, ebria de licor y sedienta de sangre;
la juventud corrió a rodearlo; era su poeta
querido, su orador predilecto;
como la olas conmovidas, las turbas se lanzaban
sobre él, lo silbaban, lo insultaban, lo
apedreaban…
rodeado de un grupo de jóvenes, revólver en
mano, disputando su vida a la multitud y, a la
soldadesca, logró ganar su casa;
ahí apareció en el balcón y quiso hablar, las
balas y las piedras lo hicieron enmudecer;
después… cayó la sombra completa sobre la
patria; y el tribuno poeta enmudeció;
vencido en Antioquía, entró por completo en
el silencio de la vida  privada, y allí vivió
devorando sus tristezas y acariciando sus ensueños:
Ya amanece me decía el poeta en una de sus
últimas cartas, y a ese canto de alondra, siguió
una franja roja y sanguínea que decoró el horizonte
de la patria;
¡pero, ay! El derecho sucumbió, calló el poeta,
y envuelto en los cendales de su gloria, se refugió
en la sombra, que tenía ya vagas claridades del
sol de la inmortalidad que empezaba para él…
¡y, allí murió!... “
(Ibídem)




Otro de los libros vistos con gran enfado por parte de los curas era “El libro de buen amor”, del Arcipreste de Hita.

“Ese es un libro para putas y alcahuetes”, le escuché decir al padre Prentis una mañana, a la hora del catecismo.

"Libro del buen amor", 
Arcipreste de Hita.
En el Prefacio del libro, el autor hace constar que escribe para dar “enxiemplo de buenas costumbres e castigos de salvación”. Para quienes esperan encontrar en este libro una guía de intención honesta y moralizadora, se van a dar un buen fiasco, pues, el autor revela sin ningún rebozo ni recato todas las “maestrías et sotilesas engannosas” de la vida libertina. Lo primero que percibimos es que el libro carece de unidad. Siguiendo la línea de Marcelino Menéndez y Pelayo podríamos decir que “El libro de buen amor” es una novela picaresca, de forma autobiográfica, cuyo protagonista es el autor.
Esta novela abarca todo el libro, pero su curso es intermitente y se interrumpe para volver a aparecer. En estas interrupciones podemos encontrarnos con apólogos (enxiemplos), envueltos en el diálogo como ilustración de lo que dicen los personajes (estos apólogos están tomados de los fabulistas griegos y latinos, como Esopo y Fedro; otros de libros de la época, como “Sendebar”, el “Calila e Dimna” entre otros); también nos toparemos con una paráfrasis del “Arte de amar”, de Ovidio, intercalada en uno de los episodios de la novela picaresca; no faltan las digresiones de carácter moral y ascético, poesías líricas, poemas burlescos, etc. El arcipreste de Hita muestra un empeño constante por mostrarse como pecador:


“Et yo como soy omen como otro pecador
ove de las mujeres a veses grand amor…
Sembré avena loca ribera de Henares”.



¿Sería absurdo pensara que un clérigo que hace esta declaración haya tenido el designio de fustigar, con una sátira social, las licenciosas costumbres de los contemporáneos seglares que en su obra describe? Es válido suponer que el Arcipreste disfruta en el ambiente de podredumbre que lo rodea y, por efecto de esta coincidencia con la manera de ser de la sociedad de su tiempo, reproduce con todo entusiasmo en sus versos la jocunda farsa de aquella humanidad jovial y boquifresca de su siglo. El rasgo más original es el hilo autobiográfico que discurre en toda la obra en un tono alegre, irónico, bufonesco o satírico, donde el amor es tratado de manera delicada y humorística. La obra enlaza pasajes moralizadores, donde se dan una serie de escandalosas aventuras amorosas en las que el Arcipreste alega haber representado sucesivamente los papeles de amante rechazado, seductor y víctima. Pero, en varias ocasiones, insiste en que su libro tiene una finalidad más alta, es decir, religiosa o moral. Después de pedir a Dios la gracia de escribir versos que procuren placer a quienes los oigan, el Arcipreste aborda el tema principal de su libro, tema que es, desde luego el amor. Ante todo establece su filosofía:


 “Como dice Aristóteles, cosa es verdadera:
el mundo por dos cosas trabaja: la primera
por aver mantenencia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fembra placentera”.



Hombres, pájaros y animales, cuanto camina y vuela, desea por propia naturaleza una constante sucesión de nuevas parejas. Y él mismo, el Arcipreste, se ha sentido especialmente inclinado desde la juventud a amar a las mujeres: las estrellas – se incluye aquí un tratado de astrología –, le han dado esta inclinación. Para él el amor es delicioso aun cuando el cortejo del amante no tiene éxito. De ahí que disfrute cuando en su primera aventura es rechazado por la dama; también en aquella otra en que dio a un amigo una carta para una mujer y este lo engaño e hizo la conquista para sí. El Arcipreste presta mayor atención a lo físico que a los rasgos psicológicos de la mujer:


“Tres cosas non te oso agora descobryr:
son tachas encobiertas de mucho maldesir;
pocas son las mugeres, que dellas pueden salyr…”



Es decidido en sus opiniones:

“Busca muger de talla, de cabeza pequeña,
cabellos amariellos, non sean de alheña,
las cejas apartadas, luengas, altas en peña,
ancheta de caderas: ésta es talla de dueña”.



El pesimismo sobre los valores de su siglo se refleja en uno de los magistrales poemas de la literatura satírica castellana. “Enxienplo de la propiedat qu’el dinero ha”. Los clérigos, los jueces, las mujeres se mueven y se mudan por el dinero. Parecen oírse las voces de los grandes moralistas barrocos:


“En suma te lo digo, tómalo tú mejor:

el dinero, del mundo es grand rrebolvedor,
señor faze del syervo e del syervo señor,
toda cosa del siglo se faze por su amor”.



El siglo XVI está señalando en la historia de la Iglesia con piedra negra. Las más altas jerarquías y los más humildes clérigos vivían, con las naturales excepciones, en la corrupción. Por eso no es de extrañar la postura del Arcipreste frente a la posición clerical. El Arcipreste alaba el sacramento de la confesión e ironiza sobre quienes administran a ésta. Los pecadores perdonan los pecados. La gran capacidad irónica y satírica del de Hita se manifiesta una vez más y magistralmente, cuando los benedictino, los franciscanos, las monjas, los clérigos y la larga procesión de ordenados entonan cantos litúrgicos en loanza de don Amor: Venite exultemus; te, Amorem, laudamus; exultemus et laetemur; etc. El Arcipreste posee un espíritu abierto, el no reniega de las costumbres de su tiempo, una gran comprensión acompaña a su manera de entender la vida. Siempre con la presencia y ayuda de una alcahueta se suceden sus aventuras amorosas. No tiene reparo alguno en inmiscuirse con una monja, doña Goroza, recomendada por Trotaconventos, porque:


“Todo plaser del mundo, todo buen doñear,
ssolás de mucho plaser e falaguero jugar:
todo es en las monjas más qu’en otro lugar:
provadlo esta vegada e quered ya sossegar.



Ante una tercera y fracasada aventura amorosa, en la que cometió el error de ofrecer a la dama, trovas y cantares en lugar de joyas. Desalentados por sus repetidos fracasos inicia una larga invectiva contra el amor que, con varias fabulas y sátiras, se extiende a lo largo de 968 versos alejandrinos (242 cuaderna vías). El Arcipreste se reprocha por no haber abordado a la mujer conveniente. Ha debido escoger la que es en la cama muy loca, en la casa muy cuerda. Para ello elige una alcahueta que le sirva de intermediaria. Las mejores, piensa, son esas viejas que merodean por las iglesias y conventos, con muchas sartas de cuentas al cuello y vendiendo polvos y bisutería, porque tienen libre entrada en todas las casas y mucha experiencia en esos soterrados menesteres. Por otro lado, es necesario aferrarse a las buenas costumbres, huir del vino y de las malas compañías y asumir un aire de alegría y discreción:

“Sey como la paloma, limpio y mesurado,
sey como el pavón, lozano, sosegado,
sey cuerdo, non sanudo, nin triste nin airado
en esto se esmera el qu’es enamorado.



Arcipreste de Hita, España
1283 - 1350
Como resultado de este buen consejo, el Arcipreste pone los ojos en Doña Endrina, una viuda rica y bella. Al verse indeciso, recurre a Doña Venus, quien lo aconseja sobre los secretos de las mujeres: su carácter, a qué peligros temen, como hay que ayudarlas para que dejen de lado su pudor y cómo interpretar sus respuestas. El galán no debe esmerarse en suprimir los obstáculos sino hacer que ellas lo hagan. La seducción de mujeres es un arte. Es preciso ser alegre, persistente, cariñoso y artero y, sobre todo no aceptar el no como respuesta. El seductor sólo logra el éxito si persiste hasta el final. El Arcipreste (que a veces en la historia se llama Don Melón de la Huerta) logra que Doña Endrina se enamore de él, aunque ésta se muestra contenida por el miedo, el escándalo y por la necesidad de asegurarse un buen marido que administre bien sus bienes. También Trotaconventos, otra alcahueta, lo ayuda a cumplir sus objetivos.

Sin duda, “El libro del Buen Amor” es el antecesor directo y el inspirador de “La Celestina”, atribuida a Fernando de Rojas. Pero la educación sentimental del Arcipreste no se detendrá con Doña Endrina y, siempre “apoyado” por Trotaconventos, proseguirá en sus andanzas. Y así transcurre este bello libro censurado por los curas donde los proverbios y los refranes abundan por doquier. La poesía del Arcipreste es el producto de una sociedad más alerta y madura que la que describe Geoffrey Chaucer en sus “Cuentos de Canterbury”, otro libro considerado pecaminoso. En la poesía del Arcipreste no hay cabida para lo ingenuo y lo inocente. Es necesario recordar la posición del Arcipreste. Era un clérigo de cierta categoría, pero escribió para juglares y frecuentó mucho su compañía. Los juglares viajaban mucho y se mezclaban con gente de todos los rangos y ocupaciones; eran alegres y gregarios y conocían bien las interioridades de la vida. Un hombre como el Arcipreste, culto, tuvo que conocer de la sociedad de su tiempo viéndola desde dentro, desde un punto de vista satírico, si no cínico. Chaucer, en cambio, contemplo la sociedad que describió desde arriba: era un corte sano y un distinguido caballero.

A comienzos del último año de la secundaria, cuando la Inquisición de los curas aún se mantenía vigente, encontré en la biblioteca una antología de prosas donde, encabezadas por Boccaccio, estaban Reftid  de la Bretonne, Jean Froissart, Casanova, el Marqués de Sade, Guillaume de Machant, Ovidio y fragmentos del Roman de la Rosa. Pero había uno que escribía como Boccaccio, pero más desvergonzado y algo escatológico: el hecho de que en el infierno hubiera encerrado en el culo de un diablo mil frailes resultaba atractivo de ver. Con ciertos aspavientos y sus respectivas restricciones el bibliotecario del colegio me permitía llevarme  el libro a mi casa. Este señor era un anciano regordete parecido a Ricardo Palma, lucía un bigote canoso inmenso y rengueaba notoriamente. Era buena persona, y parece, nunca me lo dijo, que no era muy devoto de los curas que, según me enteré después,  le habían advertido que ciertos libros “pecaminosos” no debían  ir a parar a manos de los estudiantes. Si se les hubiera permitido, hubieran hecho una hoguera en el patio del colegio con todos  esos libros impuros de putas, alcahuetas y libertinos; pero el bibliotecario no era Antonia Quijano, tan permisiva y complaciente de esos cuervos de sotana. Lo cierto es que ese viejo libro polvoso me llevó a descubrir a Geoffrey Chaucer.

También estaba Nietzsche entre los condenados a las llamas eternas; me molestaba que, desinteligentemente, los curas lo calificarán de “sifilítico pervertido”. Bueno, no era para menos, después de que el autor de Zaratustra les había mandado “El Anticristo”; esa era una patada en el culo al papa y a toda su cohorte de parásitos nada desestimable. No faltaban en los cuentos de Chaucer breves anécdotas de personajes y hechos famosos, entre las que encontramos la historia del conde Ugolino, tomada del Infierno de Dante, canto XXXIII; vv. 1 – 13:


“La boca alzó de su feroz comida
el pecador, límpiola en la melena
de la cabeza por detrás herida

 y dijo: “Renovar quieres la pena
que me hace odiar desesperadamente
y que, antes de hablar de ella, me enajena.

Pero si mis palabras son simiente
de infamia para el falso que me como,
lloraré y hablaré conjuntamente.

No sé quién eres tú e ignoro cómo
has bajado hasta aquí: por florentino,
cuando oigo tus palabras, yo te tomo.

Conde he sido y mi nombre era Ugolino,
y éste, que era arzobispo, fue Ruggiero:
y escucha por qué soy tan mal vecino”.


[Ugolino di Güelfo della Gherardesca, conde de Donorático, Señor de Pisa. Perteneció  a una familia gibelina de origen lombardo y se puso de acuerdo con su yerno Giovanni Visconti para entregar el mando de su ciudad a los güelfos. Fue hecho prisionero y exiliado, pero en 1276 pudo, con ayuda de sus nuevos aliados, entrar en la ciudad. Posteriormente mandó la flota durante el encuentro de Meloria (1284) entre pisanos y genoveses.

Entonces, y para defenderse de la liga que formaron, contra Pisa, Génova, Florencia y Lucca, el conde Ugolino asumió el mando de Pisa y, con objeto de asegurarse la neutralidad de Lucca y Florencia, les cedió algunos castillos. Su gobierno fue tiránico y estuvo en manos de los güelfos. Vueltos a Pisa los prisioneros de Meloria, que eran gibelinos, en 1288, Ugolino entró en tratos con ellos, pero el arzobispo Ruggiero, que fue arzobispo de Pisa desde 1278 y que se llamaba Ruggieri degli Ubaldini y que moriría en 1295, le arrebató a Ugolino el gobierno y lo hizo prisionero por sorpresa. Lo encerró en la torre de Pisa con dos hijos y dos sobrinos – y no cuatro como dice Dante a efectos poéticos – y los condenó a morir de hambre en 1289. Huelgan los comentarios del porqué Dante los coloca en el noveno círculo del Infierno. Nota del autor].



Chaucer logra presentarnos un amplio cuadro de la vida medieval, aunque los temas de sus cuentos procedan de fuentes de orígenes y tiempos diversos, pues a todos ellos da una fuerte actualidad con notas de su ambiente y con el jugoso y vivo lenguaje de los diálogos, en los que el escritor inglés es un maestro. Los “Cuentos de Canterbury” son una especie de microcosmos de la sociedad inglesa de finales del siglo XIV y un modelo de la narrativa medieval, todo ello fundido y expresado en una forma personalísima y artísticamente trabajada. Lo serio y lo burlesco, lo patético y lo divertido, los motivos de devoción cristiana, los paganos y los de tono de fabliau se coordinan perfectamente con la habilidad  de reunir lo más diverso que también tuvo el Arcipreste de Hita, escritor en muchos puntos similar a Chaucer.

Chaucer se aproxima al virtuosismo de Boccaccio en el “Decamerón”. Chaucer, como Boccaccio, reunió un grupo de figuras características de su tiempo – entre las que se inserta él mismo – (aquí toma distancias del italiano) y les atribuyó una de las empresas más comunes del medioevo: participar en la peregrinación religiosa a un famoso santuario, Santo Tomás de Canterbury. El encuentro con otros treinta peregrinos es en la posada del Tabardo, en Southwark, suburbio de Londres. Los peregrinos son una monja de oratorio con tres sacerdotes; un caballero, con su hijo, escudero y su asistente; un mercader; un agente de la ley; una priora; un carpintero; un monje benedictino; un propietario rural libre (o arrendatario); un clérigo o estudiante de Oxford; un mercero; un gañán; un agente del tribunal eclesiástico; un tejedor; un fraile mendicante, un tintorero; un administrador de bienes, un molinero; una comadre de Bath, un ecónomo de colegio; un tapicero; un cocinero; un marinero; un doctor y un vendedor de indulgencias. Cada peregrino encarna a un sector de la iglesia, de la naciente burguesía, del campesinado, del común del pueblo o de la tradición caballeresca. Chaucer hace unos rápidos y epigramáticos retratos de estos personajes, con rasgos de una ironía y de unas figuras singulares y de una intención punzante, disimulada con la bonachonería y la calculada ingenuidad. Lo que en otros autores medievales enseguida se convierte en mordacidad y en acritud, aquí aparece rodeado de una elegancia taimada y de una inteligente sátira. Los cuentos son variadísimos, desde la historia de la paciente Griselda, derivada del “Decamerón” a través de la versión latina de Francisco Petrarca, y una parodia de las novelas caballerescas, desgraciadamente incompleta (Sir Thopas), hasta el tradicional cuento obsceno, sensual y poco respetuoso con los clérigos. Esto era lo que más exacerbaba el ánimo de los curas en el colegio. Descubrí que odiaban a Chaucer tanto como a Boccaccio. Geoffrey Chaucer (1340 – 1400), escribió la primera obra maestra de la literatura inglesa, los “Cuentos de la Canterbury”. Chaucer, gran conocedor de la literatura latina, francesa e italiana, es un escritor fecundo y que cultivó diversos géneros, entre ellos la poesía lírica. Como soldado participó en varias campañas, estuvo prisionero y recorrió Inglaterra, Francia y parte de España, adonde llegó formando parte, sin duda, de las compañías inglesas que lucharon contra Pedro de Castilla y a favor de don Enrique de Trastámara, pese a la prohibición de Eduardo III de Inglaterra, que se inclinó tan claramente hacia el bando contrario. El nombre del escritor inglés aparece bajo la forma de “Geffroy de Chauserre, escuier englois” en un salvo conducto extendido por Carlos II el Malo de Navarra en Olite el día 22 de febrero de 1366. En España conoció Chaucer el “Libro de buen amor” del Arcipreste de Hita, del que se han señalado influencias den su obra, y parece que tuvo ocasión de tratar a don Pedro López de Ayala. Su presunta participación como escudero en la guerra civil entre don Pedro y don Enrique ha dejado rastro en unas estrofas de su “Cuento del Monje” (uno de los de Canterbury) en que trata De Petro Hispanniae Rege, ahora con simpatía y en actitud adversa hacia Bertrand du Guesclin, pues cuando las escribió, la mujer del poeta, Philippa, estaba al servicio de la Duquesa de Lancaster, Constanza, hija del rey don Pedro. La vinculación de Chancer a la literatura cortesana francesa más de moda en su época queda patente en su traducción del Roman de la Rose. Los “Cuentos de Canterbury”, compilación en verso con prosa intercalada de varias narraciones fue escrita entre 1386 y 1400. Sólo leyendo a Chaucer, se puede entender porque le tenían tanta ojeriza los hijos de Cristo. Leamos un par de cuentos:




EL CUENTO DEL FRAILE

“Antiguamente, vivió una vez un arcediano, hombre de elevada posición y un severo ejecutor de castigos por brujería, fornicación, difamación, adulterio, robos en iglesias, quebrantamientos de testamentos y contratos, incumplimiento de los sacramentos, simonía y usura y muchos otros tipos de delito que no es preciso que detalle ahora. Donde hacía sentir con mayor fuerza el peso de su justicia era con los lujuriosos. Si se les cogía les hacía chillar de dolor, y a los que no habías pagado por completo sus diezmos les echaba un rapapolvo en cuanto alguien se quejaba de ellos, nunca perdía la ocasión de multarles. Si los diezmos y ofrendas eran demasiado pequeños, hacía que la gente cantase más fuerte. Antes de que el obispo les enganchase caían bajo la jurisdicción del arcediano, que tenía poder para visitarles y castigarles.

Tenía un alguacil a mano. No había fulano más astuto en toda Inglaterra. Había montado una ingeniosa red de espías que le tenía bien informado de cualquier cosa que pudiese resultarle ventajosa. Perdonaba a uno o dos traficantes de prostitutas si éstos le llevaban un par de docenas más. No importa si el alguacil aquí enfurece más que un perro rabioso; no suavizaré mi relato de su bellaquería. Nosotros los frailes estamos fuera del alcance del poder, no tienen jurisdicción sobre nosotros ni la tendrán mientras viva…

- ¡Por San Pedro! Tampoco las mujeres del lupanar están bajo ella – exclamó el alguacil.
- Callad de una vez, ¡córcholis! – gritó nuestro anfitrión-. Dejadle que siga con su historia. Seguid, señor, no os calléis nada; no hagáis caso de las protestas del alguacil.
- Este embustero y ladrón, este pregonero prosiguió el fraile-, tenía siempre putas a su disposición, como cebos para un halcón, que le contaban todos los secretos que averiguaban, pues su amistad no era pasajera. Eran sus espías particulares y, a través de ellas, hacía un buen agosto; su dueño no siempre sabía cuánto conseguía. Podía requerir sin autorización a un palurdo analfabeto bajo pena de excomunión, y este gustosamente se apresuraría a llenarle los bolsillos o a invitarle a opíparos yantares en la cervecería.


[(Aunque las fuentes de este cuento son inciertas, la descripción de la enemistad entre el fraile y el alguacil son proverbiales, sin embargo, no resulta fácil ver cómo éste y el siguiente cuento encajan dentro del grupo matrimonial. Aquí, Chaucer fustiga la corrupción de la autoridad religiosa); Simonía y Usura (Cfr. Hechos VIII: 18 y 55); no tienen jurisdicción (los frailes dependían de sus superiores provinciales, y éstos, del Papa; se escapaban, pues, de la jurisdicción del ordinario)].


Judas 49 era un ladrón y tenía la bolsa; así de ladrón era él, pues su amo obtenía menos de la mitad de lo que le correspondía. Hagámosle justicia: era un ladrón, un chulo de putas, en fin, ¡era un pregonero! Y tenía putas en su nómina, por lo que tanto si el reverendo Roberto o el reverendo Hugo se acostaban con ellas, o Diego, o Rafael, o quienquiera que fuese, enseguida se lo iban a contar. Tenía un concierto con la chica: él conseguía una citación falsificada y les convocaba a ambos a comparecer ante el capítulo, en donde esquilaba al hombre y soltaba a la chica. Entonces le decía: “Amigo, en tu favor tacharé al nombre de la chica de nuestra lista negra. Soy tu amigo; haré cuanto pueda por ti”. Sabía más estafas que las que podría contar, aunque estuviese hablando dos años sin parar. Ningún perro de caza sabe atrapar mejor a un venado herido que este pregonero en atornillar a cualquier chulo, adúltero o mujer de vida licenciosa. Y como fuese que esto era lo que le rendía mayores beneficios, dedicaba todo su empeño en ello. Bueno, un día ocurrió que este pregonero, que, como siempre, estaba a la que salta, Salió a caballo a requerir en citación a un vejestorio de mujer, a una viuda, con la idea de robarle con una excusa cualquiera. Acertó a ver, cabalgando delante de él, junto al linde del bosque, a un hacendado labrador ricamente ataviado que llevaba un arco y un carcaj con relucientes flecha afiladas. Llevaba una corta ropa verde y en la cabeza sombrero con una orla negra.

- ¡Saludos! – dijo el alguacil  -. Bien hallado, señor.    – Bien venido seáis vos y todos los hombres honrados – repuso el otro-. ¿Hacia dónde vais por el bosque? ¿Vais muy lejos hoy? 
- No – repuso el alguacil-. Solamente voy ahí cerca a cobrar una renta que deben a mi señor.
- Entonces, ¿sois administrador? –Sí – le dijo él.

No se atrevía a admitir que era un pregonero, por el oprobio y mala fama que lleva el nombre.

- ¡Dios os bendiga! – replicó el hacendado –. Mi querido amigo, yo también soy administrador. Me gustaría conoceros, pero soy forastero por estos andurriales; también quisiera vuestra amistad si queréis. Tengo oro y plata ahorrados; si alguna vez se os ocurre visitar nuestro condado, lo pondré a vuestra disposición en la cantidad que queráis.
- Muchísimas gracias, en verdad – exclamó él.
Ambos se estrecharon las manos y se comprometieron a ser hermanos por juramento por el resto de sus vidas. Luego siguieron cabalgando y charlando alegremente.

Este alguacil de la historia tenía tanta verborrea como un buitre ojeriza. Siempre estaba formulando preguntas. - ¿Dónde vivís, hermano?  -preguntó, para el caso de que un día quiera ir a veros.

- Lejos, en la comarca del Norte, amigo mío, donde espero veros algún día. Os daré instrucciones tan detalladas, antes de que no separemos, que no podréis por menos que encontrar la casa – le replicó dócilmente el hacendado.
- Bueno, hermano – dijo el alguacil –. Mientras vamos cabalgando me gustarla pediros que me enseñaseis algunos de vuestros trucos, y decidme francamente cómo sacar el máximo provecho de mi empleo, ya que sois administrador como yo. No permitáis que cualquier escrúpulo de conciencia os retenga: de amigo a amigo, decidme cómo os las arregláis.
- Bueno, en verdad, amigo mío – replicó el -, si os tengo que dar fiel cuenta, debo deciros que mi salario es pequeño y bastante esmirriado; mi amo es un hombre tacaño y duro, y por otra parte, mi empleo es muy oneroso; por lo que me gano la vida mediante extorsiones. De hecho cojo todo lo que me dan. De todas formas, por las buenas o por las malas, consigo cubrir gastos de un año para otro. Francamente, esto es lo más que puedo decir.


[Judas era un ladrón (Cfr: Juan XII: 6)]



- Bueno, realmente, es lo que me ocurre a mí también – contestó el alguacil-. Dios sabe que estoy dispuesto a coger lo que pueda, siempre que no esté demasiado caliente o pese demasiado. No tengo escrúpulos en absoluto sobre lo que pueda conseguir en un trato particular marginal. Si no fuese por mis extorsiones, no podría vivir. Estos trucos inofensivos me los callo en la confesión. No tengo conciencia de ninguna clase, ni estómago de compasión. ¡Que el diablo se lleve a todos los padres confesores! ¡Por Dios por Santiago! ¡Qué suerte haberos encontrado! Bueno, querido hermano mío, decidme vuestro nombre – dijo el alguacil.

Mientras hablaba, el hacendado empezó a sonreír un poco.

Amigo mío – dijo –. ¿De verdad queréis que os lo diga? Soy un diablo: resido en el infierno y he salido a cabalgar por aquí de negocios, para ver si la gente me da algo. Mi cosecha constituye todos mis ingresos. Parece que vos cabalgáis con la misma finalidad: sacar provecho, no importa cómo, lo mismo que me pasa a mí, pues en este mismo momento iría hasta el fin del mundo para coger mi presa.

- ¡Ah! – espetó el alguacil-. Dios  nos bendiga. ¿Qué decís? Yo pensé que realmente erais un hacendado. Tenéis el aspecto de un hombre como yo; ¿tenéis alguna forma fija propia en el infierno, donde estáis en vuestro estado natural?
- No, por cierto, no tenemos ninguna forma allí – replicó el otro-, pero podemos adoptar una cuando queramos, o bien haceros creer que tenemos formas, algunas veces de hombre, otras de simio; incluso puedo ir por ahí bajo el aspecto de un ángel. No hay nada de maravilloso en ello: cualquier mago infeliz puede engañaros. Y, perdonadme, pero conozco la táctica mucho mejor que ellos.
- ¿Por qué vais por ahí bajo distintos aspectos en vez de usar el mismo todo el tiempo? – preguntó el alguacil. - Porque deseamos tomar la forma que nos permita atrapar mejor a nuestra presa – replicó el otro.
- ¿Y por qué os tomáis toda esa molestia?
- Hay muchísimas razone, mi señor emplazador – dijo el diablo –; pero hay tiempo para todo; el día es corto, ya son más de las nueve ahora, y, de momento, no he cogido nada hoy. Si no os importa, me concentraré en mis negocios en vez de comentar nuestros talentos. De todas formas, hermano mío, vuestra inteligencia es demasiado escasa para entenderlos aunque os lo explicase. Pero ya que preguntáis por qué nos tomamos toda esa molestia es porque, a veces, somos instrumentos de Dios y, cuando a Él le viene el gusto, somos un medio de llevar a cabo sus órdenes sobre sus criaturas en diversos modos y formas. Es verdad que no tenemos poder sin Él, si se empeñase en ponerse en contra nuestra. Algunas veces, a solicitud nuestra, obtenemos permiso de molestar el cuerpo sin dañar el alma (por ejemplo, a Jobs, al que atormentamos); algunas veces tenemos poder obre ambos, es decir, tanto sobre el alma como sobre el cuerpo. Otras veces se nos permite acercarnos a un hombre para atormentar su alma, pero no su  cuerpo. Todo es para lo mejor: si resiste nuestra tentación, es causa de su salvación, a pesar de que nuestro objetivo es cogerle, no que se salve. Algunas veces estamos al servicio del hombre, como en el caso del arzobispo de San Dunstan: yo mismo fui criado de los Apóstoles.


[por ejemplo, a Jobs (Crf: Job I.12 y 11:6); de San Dunstan (este santo, arzobispo de Canterbury (961 – 988), tuvo fama de sojuzgar a los endemoniados)]


Ahora, decidme la verdad – dijo él-.  ¿Siempre tomáis formas corporales nuevas partiendo de elementos como éste?
- No – repuso el diablo-. A menudo la simulamos; algunas veces nos ponemos los cuerpos de los muertos de muchas diversas maneras y hablamos con facilidad y claridad con que Samuel habló a la pitonisa de Endor (aunque hay gente que dice que no fue cosa (de todas maneras vais a averiguar cuál es nuestra verdadera forma). A partir de ahora, amigo mío, vendréis a un lugar en donde no tendréis ninguna necesidad de aprender de mí. Vuestra propia experiencia os permitirá dar conferencias sobre la materia como un catedrático, mejor que cuando vivía Virgilio, o cuando el Dante. Ahora cabalguemos deprisa, pues me gustaría acompañaros hasta el momento en que me abandonéis.
- Esto no sucederá nunca – exclamó el alguacil-. Soy un hacendado, y bastante conocido; siempre cumplo mi palabra, como en este caso. Aunque fueseis el mismo Satanás en persona sería fiel a mi hermano por juramento, ya que en este asunto cada uno de nosotros ha jurado ser verdaderamente hermano del otro y colaborar en los negocios como socios. Tomad vuestra parte de lo que la gente os dé, y yo tomaré la mía; así los dos nos ganaremos la vida. Y si uno de nosotros gana más que el otro, que sea honrado y lo comparta con su amigo.
- De acuerdo – replicó el diablo-. Mi palabra va en ello.
Y prosiguieron su camino a caballo. Pero precisamente a la entrada del pueblo al que el alguacil pensaba ir vieron a un carretero que conducía un carro lleno de heno. Como la carretera era todo un lodazal, el carro se le quedó atascado; el carretero gesticulaba y gritaba como un loco: “¡Arre, Broak! ¡Vamos, Scott! ¡No hagáis caso de las piedras! El diablo os lleve con piel y todo con lo que nacisteis. ¡Ya me habéis dado bastantes molestias!
¡Que el diablo se lo lleve todo: caballos, carro y heno!”.                    
- Nos vamos a divertir aquí – dijo el alguacil. Y, disimuladamente, se acercó al diablo y, como si éste no se hubiese dado cuenta de nada, le susurró a la oreja:
- ¿Oísteis eso, hermano? ¡Escuchad! ¿No oísteis lo que dijo el carretero? Tomadlo; os lo ha dado: heno, carro y sus tres jamelgos incluidos.
- ¡Oh, no! Ni un pellizco – dijo el diablo-. Creedme: no es eso lo que quiere decir.

Preguntadle vos mismo si no me creéis, o, si no, un momento y veréis.
El carretero zurró ruidosamente las grupas de los caballos y éstos empezaron a esforzarse y tirar con fuerza. “¡Vamos, ahora! ¡Que Dios os bendiga y a toda su obra, grande y pequeña! ¡Tiras bien, tú, grisín! ¡Este es mi muchacho! ¡Que Dios y San Eloy te guarden! ¡Gracias a Dios, mi carro ha salido del lodazal!”
Ahí tienes, hermano – dijo el diablo-. ¿Qué te dije? Esto te enseñará: el palurdo decía una cosa, pero quería decir otra. Sigamos nuestro camino; no hay tajada para mí aquí. Cuando había ya salido un poco de la ciudad, el alguacil susurró a su amigo:

- Hermano, aquí vive un vejestorio de mujer que casi preferiría cortarse el cuello que soltar un penique de su pertenencia. Yo pienso arrancarle doce peniques, aunque ello le haga perder el tino; si no puedo, la citaré para que se presente en nuestro tribunal, aunque vive Dios, que yo sepa, no tiene vicios. Pero como parece que tú no sabes ganarte la vida por esta zona, no me pierdas de vista y te daré una lección. El alguacil llamó a la puerta de la viuda.
- Sal fuera, vieja bruja! – gritó-. Seguro que tiene ahí a un cura o a un fraile contigo. -¿Quién llama? – exclamó la mujer-. ¡Dios bendito! ¡Dios os salve, señor! ¿Qué desea su señoría?
- He aquí un mandato judicial: so pena de excomunión, que te presentes mañana ante el arcediano para responder de ciertos asuntos ante el tribunal –dijo el alguacil.
- Señor – exclamó ella-, que Jesucristo, Rey de Reyes, me ayude, pues no puedo.  
Llevo bastantes días enferma, no puedo ir tan lejos. Sería la muerte para mí: me duele tanto el costado… ¿No podría tener una copia del mandato, buen señor, y que mi abogado respondiese por lo que se me acusa, sea de lo que sea?        

                               
[dice que no fue Samuel (Cfr: I Samuel 28:11 y 55); ¡Que Dios y San Eloy…(el patrono de los carreteros)]


- Muy bien – repuso él-. Paga enseguida. Veamos: sí, doce  peniques bastarán y te exculparé. No consigo mucho con ello, pues es mi dueño el que saca provecho, no yo.

Vamos, traédmelos; tengo prisa en marchar. ¡Dame doce peniques! No puedo quedarme aquí todo el día.

- ¡Doce peniques! – exclamó ella-. Que Nuestra Señora, la Virgen María, me libre de peniques en mi bolsillo. ¿No podéis ver que soy vieja y pobre? ¡Tened piedad de una pobre desgraciada como yo!
- ¡Nunca! – replicó él-. Aunque fuese ruina. Que el diablo me lleve si te dejo escapar.
- ¡Ay de mí! – exclamó ella-. Dios sabe que no he hecho ningún mal.
- ¡Paga! O por la dulce Santa Ana que me llevaré tu vestido nuevo como pago de la vieja deuda que me debes. Yo pagué tu multa al tribunal aquella vez que pusiste cuernos a tu marido.
- ¡Mientes! – gritó ella-. Por mi salvación que hasta la fecha no he sido jamás citada a comparecer ante un tribunal en toda mi vida, ni como esposa ni como viuda. Mi cuerpo ha sido siempre fiel. ¡Que el negro diablo te lleve, a ti y a mi vestido! Cuando el diablo la oyó maldecir de rodillas con tal vehemencia, le dijo: Vamos, vamos, buena tarde Mabel, ¿asientes de verdad lo que dices?
- Que el diablo se lo lleve antes de morir, con el vestido y con todo, si no muda de parecer – dijo ella.
- No es probable, vieja carcamal – exclamó el alguacil-. No tengo intenciones de arrepentirme de nada por tu causa. Antes te arrancaría la blusa y todos los vestidos.
- Vamos, tómalo con calma, hermano –dijo el diablo-. Tu cuerpo y este vestido son míos por derecho; esta noche vendrás conmigo al infierno, donde aprenderás más secretos nuestros que cualquier doctor en teología.

Y diciendo esto, le agarró fuertemente y, en cuerpo y alma, se fue con el diablo a ocupar el lugar destinado a los alguaciles.

¡Ojalá Dios, que ha hecho a la especie humana a su imagen y semejanza, nos guíe y proteja a todos y a cada uno y permita que lo alguaciles se vuelvan buenas personas!

Damas y caballeros –continuó el fraile-: si este alguacil aquí presente me diese tiempo, os habría contado, basándome en las enseñanzas de Jesucristo, San Pablo, San Juan y muchos otros maestros nuestros, unos tormentos tan horrorosos que llenarían de terror vuestros corazones. Aunque no haya lenguas que los pueda describir, así pasase mil años explicándoos las torturas que se practican en aquella maldita casa del infierno. Pero, para evitar ir a aquel maldito lugar, recemos y oremos pidiendo la gracia de Jesús, para que nos guarde del tentador Satanás.

Escuchad este proverbio y reflexionad: “El león está siempre al acecho para matar al inocente si puede”. Mantened alerta vuestros corazones para resistir al diablo, que siempre lleva la intención de convertiros en su esclavo. A él no se le permite probaros por encima de vuestra fuerza, pues Jesucristo será vuestro campeón y vuestro caballero. Recemos para que éstos den pruebas de arrepentimiento de sus malas obras, antes de que el diablo los cace”.

(Cuentos de Canterbury”, Geoffrey Chaucer; sección tercera – “El cuento del fraile”)



"Cuentos de Canterbury"
de Goeffrey Chaucer, publicado
en 1475.
Insisto, Chaucer, en el prólogo general de los “Cuentos de Canterbury”, describe el aspecto exterior y la personalidad íntima de cada viajero, de modo que la caravana nos proporciona un cuadro incomparable de la sociedad inglesa en un momento de crisis, cambio y relajamiento de costumbres. Pero el autor no se conforma con describir a los presuntos narradores, sino que además pretende que los cuentos referidos por cada uno sean ilustrativos del carácter del quien los narra; en consecuencia, aquí ya estamos ingresando en la estrategia de la novela moderna, en la que interesan principalmente los tipos humanos exhibidos con prolijo realismo social, moral psicológico. Veamos otro cuento de Chaucer, tan libertino y audaz en su escritura. Este cuento viene a continuación del contado por el fraile; intercalo notas de interés para comprender el por qué Chaucer menciona a algunos personajes bíblicos. Este cuento es una sátira contra el método recaudatorio de los frailes:




EL CUENTO DEL ALGUACIL

“El alguacil se puso en pie sobre loes estribos de su montura, ciego de rabia contra el fraile, estremeciéndose de ira como una hoja de álamo temblón.- Caballeros – dijo él-, solamente les pido un favor: ahora que acaban de escuchar las mentiras de este fraile hipócrita, les ruego que me permitan contarles un cuento. El fraile alardea de que lo sabe todo sobre el infierno, y Dios sabe que no hay que maravillarse por ello, pues hay poco que escoger entre frailes y diablos. ¡Rediez! Creo que habréis escuchado con demasiada frecuencia la historia de aquel fraile que tuvo una visión de que su alma era arrebatada hacia el infierno; y cuando el ángel le llevo a mostrarle todos los tormentos, no vio un solo fraile en todo el lugar, aunque vio muchísima otra gente lo pasaba muy mal. Por lo que el fraile le dijo al ángel:

- Decidme, señor: ¿acaso los frailes poseen tanta gracia que ninguno llega aquí?
Al revés – dijo el ángel-. Hay millones de ellos. Y se lo llevó abajo a visitar a Satanás.

- Como ves, Satanás tiene un rabo mayor que la vela principal de una carraca – afirmó él.

- ¡Eh, tú Satanás! Levanta tu rabo y muéstranos tu culo: deja ver al fraile dónde anidan los frailes en el infierno.

Al instante, como enjambre de abejas de una colmena, se dispersó un tropel de veinte mil frailes del culo del demonio y zumbaron por todo el infierno antes de regresar lo más rápido que pudieron, deslizándose cada uno de ellos en las profundidades del culo del demonio.

Cuando [todos estuvieron dentro] cerró con su rabo el orificio y se quedó quieto. Como el fraile había ya visto suficiente acerca de los tormentos que se dan en aquel lugar, Dios, en su infinita bondad, devolvió su alma al cuerpo y el fraile despertó. Sin embargo, incluso entonces tembló el terror, pues no se podía sacar de la cabeza cuál era el hogar natural de toda su tribu: las posaderas del demonio. Que Dios os proteja, salvo a este maldito fraile. Y así termino mi prólogo.

Señoras y caballeros: creo que hay en Yorkshiire una región pantanosa llamada Holderness, donde había una vez un fraile que iba por ahí predicando, y también mendigando, desde luego.

Sucedió un día que este fraile había predicado en una iglesia según su estilo habitual. En su sermón exhortó especialmente a la gente a que, sobre todo, pagase misas por los muertos y que, para mayor gloria de Dios, diesen todo lo necesario para la construcción de conventos en donde se celebran oficios divinos, en vez de malgastar el dinero en banalidades o darlo a quien no lo necesita, como, por ejemplo, a los clérigos beneficiarios, quienes, ¡Dios sea loado!, pueden vivir en la comunidad y en la abundancia. Las misas por los difuntos – decía él – rescatan las almas de vuestros amigos, tanto viejos como jóvenes, del purgatorio. De veras, aunque se celebren con celeridad: que no piense nadie que un fraile es frívolo y amante de los placeres porque solamente cante una misa diaria. ¡Oh, librad enseguida esas pobres almas! ¡Qué cosa tan terrible asarse y arder, desgarrados en garfios para la carne, y escupidos como si fueran leznas! ¡Apresuraos, apresuraos, por amor a Jesucristo! Y cuando él hubo tocado todos los puntos, el fraile dio la bendición y prosiguió su camino.

Cuando los fieles le hubieron dado lo que creían adecuado, partió sin aguardar un minuto más. Él siguió escudriñando por las casas, arremangado con su bolsa y su bácula con pomo de cuerno mendigando harina, queso o un poco de grano. Su compañero llevaba una vara de la que colgaban un cuerno, un par de tabletas de marfil para escribir y un stylus elegantemente pulido, con el que anotaba los nombres de todos los que daban algo, como si quisiera garantizarles que rezarían por ellos. “Dadnos una media de trigo, o de malta, o de cebada, o simplemente un bollo o un poco de queso, o lo que sea (no somos nosotros a quienes nos toca elegir); medio penique o un penique para misas; o dadnos un poco de vuestra carne en gelatina si es que tenéis; un pedazo de vuestra manta, dulce señora, amadísima hermana -¡mirad!, estoy escribiendo vuestro nombre-; tocino, carne, lo que encontréis”.

Un robusto muchacho que servía a los huéspedes en su hostal, siempre iba tras ellos llevando un saco a sus espaldas, en donde metían todos los donativos. Una vez fuera, borraban los nombres que acababan de escribir en las tabletas; lo único que les daba el fraile eran fábulas y faramalla.

- ¡Aquí mientes tú, alguacil! – exclamó el fraile.
- Por la Santa Madre de Jesucristo, ¡callad! – gritó nuestro anfitrión-. Seguid con vuestra historia y no os dejéis nada en el tintero.
- Confiad en mí, que así lo haré.

Así que siguió de casa en casa hasta que llegó a una en la que solía ser mejor agasajando que en cualquier otra de las demás. El dueño de la casa, propietario de la finca, yacía enfermo, acostado sobre un camastro.  

- El Señor esté contigo. Buenos días, amigo Tomás – dijo el fraile con voz suave y cortés-. ¡Que Dios os recompense, Tomás! ¡Cuántas veces en tiempos felices he estado en este banco; cuántas comidas espléndidas he comido aquí!
Espantó al gato para que saliese del banco, y, dejando su bastón, su sombrero  y su bolsa, se aposentó cómodamente. (Su compañero se había ido a la ciudad con el muchacho de servicio, con el fin de hospedarse en el hostal y pernoctar allí.) – Querido maestro – dijo el enfermo-, ¿cómo os han ido las cosas desde principios de marzo? Llevo más de dos semanas sin veras.

- Dios sabe que he estado trabajando duro – repuso él-. He estado rezando mis mejores oraciones para vuestra salvación y la de nuestros demás amigos. ¡Que Dios les bendiga! Hoy he estado en vuestra iglesia a oír misa y he predicado un sermón, lo mejor que he sabido con mis modestas fuerzas; no he seguido a la letra el texto de las Sagradas Escrituras, que me imagino encontraréis demasiado difícil. 

Ese es  el motivo por el cual tengo que interpretarla para todos vosotros. Ciertamente que la interpretación es algo espléndido. “La letra mata”, como decimos los eruditos. Les enseñé a ser caritativos y a gastar su dinero juiciosamente. Y vi a vuestra buena señora allí. Por cierto, ¿dónde está?

- Supongo que está fuera, en el jardín – dijo el hombre-. Ahora vendrá.
- ¡Ah, maestro! Bien venido seáis. ¡Por San Juan! – exclamó su mujer-, ¿estáis bien?

El fraile se levantó galantemente y, poniéndose en pie, le dio un fuerte abrazo y la besó dulcemente, gorjeando con sus labios como un gorrión. 

-¡Nunca mejor, señora! Vuestro servidor en todo. ¡Alabado sea Dios, que os digo alma y vida! ¡Que Dios me perdone, pero no vi hoy en la iglesia a mujer más hermosa que vos!

[Un par de tabletas de marfil (se escribía sobre una capa de cera); “La letra mata” (Cfr: II Corintios III: 6)]

- Bueno, que Dios corrija mis defectos – dijo ella-. De todas formas, sed muy bienvenido. ¡De veras!

- Un millar de gracias, señora; siempre lo he sido. Pero si tuviese la indulgencia de perdonarme – no os vayáis, os lo ruego-, tengo que mantener una pequeña charla con Tomás.

Estos curas son tan inteligentes y lentos en cuando se refiere al examen delicado de la conciencia en el confesionario…Pero la predicación es mi fuerte, así como el estudio de las palabras de San Pedro y San Pablo. Yo voy por ahí pescando almas cristianas para dar a Jesucristo su justo merecimiento; no pienso en nada más que propagar su Evangelio.

- Entonces, si no os importa, querido señor – replicó ella-, dadle un verdadero rapapolvo, pues por la Santísima Trinidad que están gruñón como un oso, aunque tiene todo lo que pueda querer. Aunque le cubro cada noche y le mantengo caliente y le pongo el brazo o la pierna encima, no para gruñir como un cerdo en nuestra pocilga. Esta es toda la diversión que consigo de él; no hay forma de complacerle.

- ¡Oh, Tomás, je vous dis Tomás, Tomás! Eso es el diablo haciendo de las suyas; esto debe arreglarse. La cólera es una de las cosas que prohíbe el Todopoderoso; tendré que deciros unas palabras sobre el tema.

- Bien, señor – contestó la mujer-; antes de que me vaya, ¿qué os gustaría comer? Precisamente voy a preocuparme de ello.
- Bueno, señora – dijo él-, os aseguro que una comida sencilla con vos sería suficiente; pero si pudiese comer un pequeño hígado de pollo y la rebanada más delgada de vuestro tierno pan, y después de eso –sólo que no quiero que tengáis que matar ningún animal por mi causa, espero – la cabeza de un puerco asada… Necesito muy poco para sostenerme, pues mi espíritu se alimenta de la Biblia. Este pobre cuerpo mío está tan habituado a la vigilancia y a la contemplación, que mi estómago está siendo destruido.  

Querida señora, quiero que no interpretéis mal el que me confíe a vos  con tanta franqueza, ¡por el Señor!

Os aseguro que no existen muchas personas a las que cuente esas cosas.

- ¡Oh, señor! – afirmó ella-, solamente unas palabras con vos antes de que me vaya. En estas dos semanas, casi enseguida de que os hubiese marchado de la ciudad, mi hijo murió.

- Vi su muerte en une revelación mientras me hallaba en nuestro dormitorio en casa – repuso el fraile-. Como que Dios es mi juez, me atreveré a deciros que en mi visión le vi entrar en el cielo a la media hora de haber pasado a mejor vida. Igual que lo hicieron nuestro sacristán y nuestro enfermero, que llevan cincuenta años siendo fieles frailes: acaban de celebrar su jubileo (¡Dios sea alabado por sus muchas bondades!), y ahora pueden caminar sin compañía cuando salen del convento. Y yo me levanté, del mismo modo que lo hizo el resto del convento, sin ningún ruido ni repicar de campanas; las lágrimas resbalaban por mis mejillas, y solamente cantamos el Tedéum – con la salvedad de que yo le ofrecí una oración a Jesucristo en acción de gracias por su revelación-. Creedme, querido señor y querida señora: nuestras oraciones tienen mayor afectividad que las de los laicos –aunque sean reyes-, y vemos mayor cantidad de secretos de Jesucristo. Nosotros vivimos en la pobreza y la abstinencia, mientras que la gente ordinaria vive bien y gasta enormes sumas en alimentos, bebidas y placeres impuros. Nosotros despreciamos todos los placeres que da el mundo.

“Dives y Lázaro” llevaron vidas distintas y, como resultado, obtuvieron distintas recompensas. El que reza debe ayunar y mantenerse puro: ceba el alma, pero mantén el cuerpo magro. Nosotros hacemos lo que dijo el apóstol: alimentos y vestidos son más que suficientes, por pobres que sean. El ayuno y la pureza de nosotros, los frailes, hacen que Jesucristo acepte nuestras oraciones.

[-¡oh, Tomás, je vous dis (en inglés medieval, fórmula francesa de afectación que equivale a ¡vaya, vaya!); “Dives y Lázaro”… (Cfr: Lucas XVI: 19 – 31); por pobres que sean. (Cfr: I Timoteo VI: 8)]

“Recordad que Moisés ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches antes de que el Todopoderoso le hablase en la montaña del Sinaí. Fue con la panza vacía, después de haber ayunado varios días, como recibió la Ley escrita por el dedo de Dios. Como sabéis muy bien, Elías ayunó y meditó sobre el monte Horeb mucho antes de que hablase con Dios, el salvador de nuestras almas. Aarón, que tenía el templo a su cargo, así como todos los demás sacerdotes, nunca quiso beber, bajo ningún concepto: nada que emborrachase cuando tenía que acudir al templo para efectuar sus celebraciones y rezar por la gente. Al revés, meditaban y van allí en total abstinencia para no perecer. ¡Tomad buena nota de lo que digo! A menos que los que rezan por la gente estén sobrios (fijaos bien en lo que digo). Pero ¡basta! Ya he dicho suficiente.

“La Biblia nos enseña que Nuestro Señor Jesucristo nos puso el ejemplo de ayunar y rezar. Por consiguiente, nosotros, los mendicantes, nosotros, simples frailes, estamos casados con la pobreza, la continencia, la caridad, la humildad y la frugalidad; [estamos condenados] a ser perseguidos por ser justos y honrados; y atados a las lágrimas, a la compasión y a la pureza. Por ello, con todos nuestros festines en la mesa, podéis ver que nuestras oraciones – me refiero a nosotros, los mendicantes – resultan más aceptables para el Todopoderoso que las vuestras. Si no me equivoco, fue la gula la que causó la expulsión del hombre del Paraíso. En el Paraíso, con toda seguridad, era casto.
“Ahora, escuchad, Tomás, lo que voy a deciros. No puedo afirmar que tenga un texto que lo refrende, pero se ve claro por los comentarios que Nuestro Señor Jesucristo se refería especialmente a los frailes cuando dijo: “Bienaventurados los pobres de espíritu”.

Repasad todo el Evangelio y ved si se acerca más a nuestros votos o a los de los clérigos beneficiados que se regodean se sus posesiones -¡qué vergüenza, toda su codicia y pompa! Les desprecio por su ignorancia. Me parece que son como Joviniano: gordos como una ballena y anadeando como un cisne, tan llenos de vino como las botellas de una bodega.

“¡Oh, sí, son muy reverentes cuando rezan! Mientras oran por las almas de los difuntos y dicen el salmo de David, van y sueltan un eructo. Cor meum eructavit. “Mientras mi corazón se complace en algo agradable”, y sueltan otro eructo. ¿Quién sigue los pasos de Cristo y su Evangelio sino nosotros los humildes, castos y pobres, ejecutores y no escuchadores de la palabra de Dios? Y deja la misma forma que un halcón vuela alto en el aire al subir como una flecha, igualmente ascienden como una flecha hacia los oídos de Dios las oraciones de los caritativos, castos y activos frailes.

“Tomás, Tomás, como que vivo y respiro, si no fueseis nuestro hermano, jamás prosperáis, ¡no, por Santo Ivo! Nosotros rogamos a Cristo noche y día en nuestro capítulo para que os envíe salud, fuerza y el uso de vuestras extremidades. 

- Dios sabe que no noto la menos diferencia – aseveró el enfermo-. Así que ojalá me ayude Jesucristo; estos últimos años llevo gastadas libras y más libras en toda clase de frailes y no lo he mejorado en absoluto. He agotado casi todos mis recursos, ésta es la verdad. Puedo decir adiós a mi oro; se ha ido todo.

-¡Oh, Tomás! – añadió el fraile-, ¿es esto lo que habéis estado haciendo? ¿Qué necesidad tenías de buscar “toda clase de frailes”? Cuando un hombre tiene el mejor doctor de la ciudad, ¿para qué necesita ir a buscar a otros? Vuestra inconstancia es vuestra ruina. ¿Así que no considerabais suficiente que yo rezara por vos, ni mi convento tampoco?    
         
[En la montaña de Sinaí (Cfr: Éxodo XXXIV: 27 Y 28); Elías ayunó y meditó… (Cfr: I Reyes XIX: 8); Aarón, que tenía el templo… (Cfr: Levítico X: 8 – 9); con meum eructavit (juego de palabras con eructavit – del Salmo XLIV – y eructar); ¡no, por San Ivo! (Probablemente el patrono de Bretaña)]

¡Tomás, esto pasa de bromas! Si estáis enfermo es porque nos habéis dado demasiado poco.

“¡Eh, dad a ese convento medio cuarterón de avena!” “¡Eh, dad a ese otro veinticuatro medidas de avena a medio moler!” “¡Eh, dad a este fraile un penique y que se vaya!” No, no, Tomás, eso no está bien. Parte un chavo en doce partes y ¿qué es lo que vale? Mirad; nada que es completo es sí mismo es más fuerte cuando de divide. Tomás, no conseguiréis que os halague; vos lo que queréis es todo nuestro trabajo por nada. Dios, Nuestro Señor, que hizo todo el mundo, nos enseña que el obrero merece un jornal. Ahora bien, Tomás, en lo que a mí concierne, no quiero un penique de vuestras riquezas, solamente que el convento reza con tanta devoción por vos y hay también tanta necesidad de construir la iglesia de Cristo también… Tomás, si quisieses a hacer buenas obras, podrías descubrir por la vida de Santo Tomás de la India que el construir iglesias es una buena obra.

“Aquí yacéis vos, lleno de cólera e ira con los que el diablo enciende vuestro corazón riñendo a esta pobre inocente: vuestra dócil y paciente esposa. Por consiguiente, Tomás (os lo advierto por nuestro propio bien, creedme), no peleéis con vuestra esposa. Os ruego que tengáis este proverbio en cuenta – es lo que el sabio dice sobre este asunto: “No seáis un león en vuestra casa, ni oprimáis a vuestros criados, ni hagáis que vuestros amigos huyan de vosotros”.
“Por ello, Tomás, otra vez os advierto: ¡cuidado con quien duerme en vuestro regazo! ¡Cuidado con la serpiente de aguijón sutil que repta oculta en la hierba! ¡Cuidado, hijo mío!: escúchame con paciencia, y recuerda que veinte mil hombres fueron destruidos por discutir y luchar con sus esposas o con sus enamoradas. En cualquier caso, Tomás, ya que tenéis a una dócil y santa mujer, ¿qué necesidad tenéis de discutir?

“Ciertamente, si pisaseis la cola de una serpiente, no sería tan cruel ni la mitad de insensato que hacerlo con una mujer encolerizada (la venganza es entonces su único deseo). La cólera es el pecado, uno de los siete pecados capitales abominable al Dios de los Cielos y destructivo para el pecador. Cualquier cura o párroco analfabeto os explicará que el homicidio nace de la ira; verdaderamente es el agente activo del orgullo. Si tuviese que hablar de los sinsabores que la ira aporta, mi homilía duraría hasta el amanecer. Por lo que pido a Dios, noche y día, que no conceda poder a un hombre lleno de ira. Es lastimoso y también muy perjudicial situar a un hombre lleno de ira en una posición de poder.

“Según nos enseña Séneca, hubo en cierta ocasión un magistrado colérico. Un día, durante su periodo de ejercicio, dos caballeros salieron juntos a cabalgar, la fortuna quiso que uno regresase a su casa, pero el otro, no. Con el tiempo, el caballero tuvo que comparecer ante el juez, que le dijo:

“Habéis matado a vuestro compañero; por ello os condeno a muerte.
“Y mandó a otro caballero:
“Id a llevadle a que muera; éstas son mis órdenes.
“Ahora bien, cuando iban por el camino hacia el lugar donde debía morir el condenado, el caballero al que se suponía muerto apareció de improviso; por lo que se creyó que lo más oportuno era llevar a los dos a que compareciesen una vez más ante el juez.

“Pero dijeron:
“Señor, el caballero no mató a su compañero; helo aquí, sano y salvo.
“Debéis morir, y que Dios me perdone. Y con ello no quiero decir uno o dos, sino los tres – repuso el juez.
“Al primer caballero le dijo:
“Yo os condené; debéis morir de todos modos. En cuanto a vos, debéis morir también, ya que sois la causa de su muerte. 
“Y al tercer caballero le dijo:
“No cumplisteis las órdenes que os di”. E hizo matar a los tres.

[Huyan de vosotros (Cfr: Eclesiastés IV: 30)]

“Cambises, además de ser un hombre colérico, era también un borracho, y siempre disfrutaba comportándose como un sinvergüenza. Un día, un noble de su séquito que amaba la virtud y la moralidad habló con él en privado y le dijo: 
- Si un señor es un hombre vicioso, está perdido; y el ser un borracho es una mancha sobre la reputación de cualquiera, especialmente si trata de la de un señor. Hay muchísimos ojos y oídos en constante vigilancia de un señor, sin que éste pueda decir dónde se hallan. ¡Por el amor de Dios, gastad más templanza cuando bebáis! ¡De qué forma tan ruin hace el viento que el hombre pierda el control de su mente y su cuerpo!

- Pronto veréis que es al revés – replicó Cambises-. Vuestra propia experiencia afirma que el vino no hace tanto daño a la gente. Me gustaría conocer el vino que me prive de la firmeza de mi mano o de mis ojos.

“Por perfidia empezó a beber cien veces más de lo que solía antes, e inmediatamente este vil y airado sinvergüenza ordenó que el hijo del caballero fuese traído a su presencia, al que mandó permanecer de pie delante de él. De pronto, cogió su arco y tensó la cuerda hasta su oreja y dejó salir una flecha, que mató al chico en el acto.

“-¿Qué os parece? ¿Es firme mi mano o no? – dijo él-. ¿He perdido mi fuerza y mi buen juicio? ¿Me ha robado el vino algo de mi visita?
“¿Por qué no dio respuesta el caballero? Su hijo estaba muerto; no había más que decir. Por ello, tened cuidado cuando tratéis con los grandes. Dejad que “placebo” sea vuestro grito de guerra, o bien “lo haré si puedo”, a menos que sea un hombre pobre aquel con quien tratéis (la gente debería decir a un pobre sus defectos, pero nunca aun señor, aunque deba ir al infierno).

“Y si no, ved a Ciro, aquel airado arquero persa que destruyó el río Gindes porque uno de sus caballeros se ahogó en él cuando partió para la conquista de Babilonia. Él redujo aquel río hasta que las mujeres pudieron vadearlo. ¿Y qué dijo Salomón, el gran maestro?: “No hagáis amistad con un hombre colérico; y no vayáis con un hombre furioso; si no, os arrepentiréis”. No diré ni una palabra más.

“Ahora, Tomás, mi querido hermano, olvidad vuestra ira. Descubriréis que os trato justamente. No continuéis con el puñal del diablo apuntando a vuestro corazón –la ira os espabila demasiado. Más vale que me hagáis una confesión total.
- No, por  San Simeón – exclamó el enfermo-. Hoy ya he sido confesado por mi párroco. Le conté todo. Por consiguiente, no es preciso que me confiese de nuevo, a menos que lo haga por humildad.

- Entonces dadme algún dinero para construir el claustro – dijo el fraile –, pues para levantarlo nuestro alimento ha sido a base de mejillones y ostras, mientras que los demás vivían plácida y cómodamente. Incluso ahora, Dios bien lo sabe, apenas si han completado los cimientos y no se ha puesto ni una sola baldosa en el suelo de nuestros edificios. ¡Por Dios, debemos cuarenta y cuatro libras solamente en piedras!

“¡Ayúdanos, Tomás, por el amor de aquel que puso en cintura el infierno! Pues si no, deberemos vender nuestros libros. Y si vosotros carecéis de nuestras enseñanzas, todo el mundo irá a su destrucción. Pues, perdonadme, Tomás, pero quien priva al mundo de nuestra presencia, priva al mundo de su sol. Pues ¿quién puede enseñar ya trabajar como nosotros? Y esto no por otro tiempo – dijo él-, pues he encontrado registrado que los frailes. -¡Dios sea loado! – han llevado sus vidas caritativas desde el tiempo de Elías o Eliseo. ¡Vamos, Tomás, ayudadnos, por caridad! Y cayó de rodillas allí y entonces.                         

[Dejad que “placebo” sea vuestro grito de guerra… (Cfr: Salmo CXIV: 9); Y si no, ved a Ciro… (“Porque no presentaron humildemente la cerviz a la esclavitud; porque contestaron a sus legados con libertad que los reyes llaman insolencia, Cambises avanza enfurecido contra ellos; pero sin provisiones, sin haber hecho reconocer los caminos, arrastraba consigo, por ásperas soledades, todo el material de guerra desde la primera jornada careció de lo necesario, sin encontrar recurso alguno en aquella región estéril, inculta y jamás hollada por la humana planta: primeramente combatieron el hambre con las hojas tiernas y retoños de los árboles; en seguida con cuero blandeado al fuego y todo aquello que la necesidad convertía en alimento; más adelante, cuando en medio de las arenas juntaban también las hierbas y raíces y se descubrió inmensa soledad desprovista hasta de animales, los soldados se diezmaron para obtener alimentación más horrible que el hambre. La ira, sin embargo, impulsaba hacia adelante al Rey, hasta que, perdida un parte del ejército, comida otra, temió se le llamase también al sorteo: entonces dio al fin la señal de retirada. Durante este tiempo reservaban para él aves delicadas, y camellos llevaban todo el material de sus cocinas, mientras los soldados preguntaban a la suerte quién había de morir miserablemente y quién había de vivir peor aún. (…) Cambises se irritó contra un pueblo desconocido e inocente, pero digno; Ciro, contra un río. Cuando corría apresuradamente al cerco de Babilonia, porque en la guerra la oportunidad da el triunfo, quiso vadear el Gynden, desbordado entonces, cosa peligrosa hasta cuando el río, merced a los árboles del verano, se encuentra en su nivel más abajo. Arrastrado por la corriente uno de los blancos caballos que tiraban de la carroza real, indignóse profundamente Ciro, y juró que aquel río que arrastraba sus caballos quedaría reducido al punto de que las mujeres pudieran atravesarlo y pasear en él. Trajo a aquel punto, en efecto, todo su material de guerra y puso a la obra a sus soldados, hasta que cada orilla quedó cortada por ciento ochenta canales, y desparramadas las aguas se dividieron por trescientos sesenta arroyos, dejando en seco el lecho del río. Perdió, pues, el tiempo, cosa muy grave en las grandes empresas; el ardor de los soldados, agotado con inútiles trabajos, y la ocasión de sorprender a gente desprevenida, mientras hacía al río la guerra declarada al enemigo” “De la Ira”, Séneca III, 20 – 21) si no, os arrepentiréis… (Cfr: Proverbios XXII: 24 -25).


El enfermo estaba casi loco de furia; le hubiera gustado ver al fraile arder con sus hipócritas mentiras.

- Solamente puedo danos lo que tengo en mi poder y nada más – añadió-. ¿No estabais diciendo ahora mismo que soy vuestro hermano?      
- Ciertamente que sí – repuso el fraile-. Podéis estar seguro de ello. Traje a vuestra esposa vuestra carta de fraternidad con nuestro sello.
- Muy bien – replicó el enfermo-. Daré algo a vuestro santo convento mientras esté vivo, y lo tendréis en vuestra mano en un instante, pero con esta condición, única condición, que es, querido hermano, que la dividáis de modo que cada fraile tenga una parte igual. Debéis jurar [hacer] esto, sin fraude ni reparos, por los votos de vuestra profesión.
- Por mi fe, lo juro – dijo el fraile poniendo su mano en la del otro-. Aquí tenéis mi promesa, no os defraudaré. – Ahora poned vuestra mano en mi culo – le espetó el enfermo – y explorad con cuidado. Allí, debajo de mis nalgas, encontraréis algo que he escondido en secreto. 

“¡Ah – pensó el fraile-. Esto me lo voy a quedar”. Y metió su mano hasta la hendidura situada entre las nalgas del enfermo, esperando encontrar un donativo allí.

Cuando el enfermo notó que el fraile estaba palpando allí y allá por su culo, soltó un pedo (ninguno caballo de los que arrastran carro jamás soltó uno tan ruidoso) en la mismísima mitad de su mano. El fraile dio un brinco como el de una fiera salvaje.

- ¡Ah, traicionero palurdo! – exclamó -. ¡Por los huesos de Dios! ¡Lo has hecho a propósito por despecho! ¡Pagarás por este pedo! Ya me ocuparé yo de eso.
Al oír la pelea, los criados del enfermo acudieron presurosos y echaron al fraile. 
Morado de ira, salió en busca de su compañero y sus pertenencias, haciendo relinchar sus dientes con tanta furia que lo hubieseis tomado por u jabalí. Con paso vivo se dirigió a la mansión en la que vivía un hombre muy importante de quien había sido confesor desde el principio. Este digno creyente era el señor de la mansión.

Estaba sentado a la mesa comiendo cuando entró el fraile hecho una furia, casi incapaz de proferir palabra. Pero al final, a duras penas, puso sacar un “¡Dios te bendiga!”.

El señor de la mansión se le quedó mirando fijamente y luego dijo:

- ¡Cielos! ¿Qué es lo que os pasa, fray Juan? Es evidente que algo marcha mal: parece como si el bosque estuviese lleno de ladrones. Vamos, sentaos y decidme qué es lo que así os perturba. Si puedo, lo arreglaré.

- ¡Es un ultraje! – exclamó el fraile-. Hoy, abajo, en vuestro pueblo – Dios os recompensa-, el zagal más miserable sobre la faz de la tierra se hubiese disgustado por el modo en que he sido maltratado en vuestra ciudad. Pero no hay nada que me duela más que aquel viejo carcamal de palurdo haya ofendido a nuestro santo convento también.

- Vamos, maestro – dijo el señor de la mansión-. Os ruego…     
- No maestro, sino criado, señor – profirió el fraile-, aunque las escuelas me hayan hecho tal honor. Dios no quiere que se nos llame Rabbi ni en el mercado ni en vuestra gran casa.

-  Dejaos de eso – añadió él – y contadme todas vuestras cuitas.
- Señor – dijo el fraile-, hoy se me ha dado una odiosa ofensa tanto a mi orden como a mí mismo, y, por tanto per consequens, a toda la jerarquía de la Santa Iglesia. ¡Que Dios lo repare pronto! 

-¡Vos sabéis que es lo mejor que se puede hacer, señor! – dijo el señor de la mansión.
No os trastornéis: vos sois mi confesor, la sal y el sabor de la tierra. Por el amor de Dios, calmaos y contadme lo que os agita.
Entonces le explicó lo que habéis oído (bueno, ya sabéis de sobra lo que ocurrió). La señora de la casa guardó absoluto silencio hasta que oyó que el fraile había salido.

- ¡Eh! ¡Madre de Dios! – exclamó ella-. ¡Bendita Virgen! ¿Hay algo más? Decidme la verdad.
- ¿Qué decís de ello, señora? – preguntó el fraile.
- ¿Que qué digo de ello? – exclamó ella-. ¡Que Dios me perdone! Diré que es el acto vulgar de un individuo vulgar. ¿Qué más puedo decir? ¡Que Dios le colme de desgracias!
Su cabeza enferma está llena de estupidez; supongo que tuvo una especie de ataque.

- Por Dios, señora – dijo él-. Si no me equivoco, puedo ser vengado de otra forma; le denigraré por doquiera que predique. Este mentiroso blasfemo que me pidió que dividiese en partes iguales lo que no puede dividirse. ¡Que el diablo le lleve!

Pero el señor de la mansión permaneció allí sentado calladamente, como un hombre en trance, rumiando todo en [en fondo de] su corazón. “¿Cómo es que este tipo tuvo la imaginación de poner al fraile en este predicamento? Nunca había oído algo parecido.
Estoy seguro de que el diablo se lo puso en la cabeza. Nunca hubo un acertijo así en toda la ciencia aritmética hasta ahora. ¿Cómo podría nadie probar que cada uno tuvo su parte justa del ruido y del olor de un pedo? Un tipo vanidoso y estúpido. ¡Malditos sean sus ojos!”

- Oíd, caballeros – exclamó el señor-. ¡Maldita sea! ¿Quién había oído algo semejante antes? Una parte justa para cada uno. ¡Decidme cómo! Es imposible, no puede hacerse.

¡Ah, qué tipo tan estúpido! ¡Que Dios le colme de desgracias! Como todos los demás sonidos, el ruido de un pedo no es más que una reverberación del aire que se acaba gradualmente.

Palabra que nadie podría juzgar que ha sido destruido equitativamente. ¡Y que sea uno de los de mi pueblo quien lo haya propuesto! Sin embargo, con qué desfachatez habló a mi confesor hoy. Para mí que es un redomado lunático. Vamos, comed vuestro yantar y dejad a ese tipo en paz. ¡Que él mismo se cuelgue y el diablo le lleve! Pero el escudero del señor, que estaba cortando la carne de pie junto a la mesa, oyó cada palabra que se dijo sobre los asuntos que he contado.

- Perdonadme, señor – dijo él-, pero por un corte de tela con el que poderme hacer un traje os podría decir si quisiera, maestro fraile, con tal que vos no os enojéis, como un pedo así podría ser destruido equitativamente en vuestro convento.

- Decidlo y tendréis vuestro corte de traje en menos que canta un gallo. ¡por Dios y por San Juan! – replicó el señor de la mansión. 

- Señor – empezó el escudero-, tan pronto como haga buen tiempo, cuando haya buen viento ni se mueva el aire, haced traer una rueda de carro a esta casa, pero ved que tenga todos sus doce radios (es el número usual que tiene una rueda de carro). Entonces vuestro confesor aquí presente vale para completar el número. Entonces, que todos se arrodillen juntos, cada fraile colocando fijamente su nariz al extremo de cada radio, así.
Geoffrey Chaucer, Londres 1343- 1400

Vuestro noble confesor - ¡que Dios le salve! – debe meter su nariz exactamente debajo del cubo, es decir, del centro de la rueda. Luego mandáis traer a este individuo aquí con su panza tiesa y tirante como un tambor, situadle exactamente encima del eje de la rueda del carro y hacedle que suelte un pedo. Luego, apuesto en ello mi vida, veréis la prueba demostrable de que el sonido y el mal olor viajan a la misma velocidad hasta los extremos de los radios, excepto este digno confesor vuestro, que recibirá las primacías como corresponde a un hombre de tan particular eminencia. Los frailes todavía mantienen la excelente costumbre de servir a la gente importante en primer lugar, y en el caso de vuestro confesor la distinción es ciertamente merecida. Hoy nos ha sermoneado tan bien desde el púlpito, que, en lo que a mi concierne, le concedo que tenga la primacía de oler tres pedos, e igual opinarán los demás de su convento, estoy convencido, pues se comporta de un modo tan magníficamente santo.

El señor de la mansión y su esposa y todos, con la sola excepción del fraile, estuvieron de acuerdo en que Jankin había tratado el asunto con la destreza de un Euclides o de un Ptolomeo. En cuanto al anciano enfermo, todos estuvieron de acuerdo en que únicamente una gran astucia pudieron hacerle como lo hizo; evidentemente, no se trata de un tonto o de un loco. De esta forma Jankin consiguió nuevo traje. Así termina el cuento, casi hemos llegado a la ciudad”.


(Sección tercera. “El cuento del alguacil”)





Los cuentos de “El Decamerón” se leían en el colegio a hurtadillas, en los recreos. Los dos ejemplares con que contaba la biblioteca se turnaban semana a semana, sin que los curas, para esto los pocos lectores contábamos con la complicidad del bibliotecario, se dieran por enterados. “Esos cuentos despellejan a estos cuervos, decía siempre el flaco Lastra, el mejor alumno de aquella escuela que sobrepasaba con largueza los mil estudiantes. ¿Pero quién era este italiano que con lenguaje refinado llegó a formar la excepcional triada del Humanismo junto a Dante y Petrarca? Hijo de ilegítimos amores de un mercader toscano, Boccaccio nació en París, o en Florencia, en 1313. Su orientación literaria se consolida en la corte de Roberto de Anjou. Allí se enamora de María de Aquino, hija natural del rey Roberto, a la que inmortalizó con el seudónimo de Fiammetta, “llamita”. María de Aquino no era una Beatriz ni una Laura; correspondió a los requerimientos amorosos del joven Boccaccio, pero no tardo en hundirlo en la desesperación con sus frecuentes infidelidades. Las ausencias y las infidelidades de Fiammetta condujeron al joven escritor a la composición de singulares obras en las que expreso sus conflictos sentimentales y sus angustias. El “Cancionero” de Francisco Petrarca fue el máximo modelo de poesía para los escritores del Renacimiento; lo mismo sucede con el “Decamerón” de Boccaccio en cuanto a la prosa. Boccaccio adopta la literaria actitud de fingirse historiador y pese a las maravillas o las inverosimilitudes que escribe, se  esfuerza en hacer ver que aquella ocurrió realmente. El mundo que circunda a Boccaccio se convierte en novela, pues el escritor, agudo y excelente observador, sabe excitar su imaginación con los elementos que tiene más a mano y debido a ello la sociedad que lo rodea, en su más realista faceta, se hace objeto de arte. Así como Dante en la “Divina Comedia” llevó a sus enemigos políticos y a sus amigos literarios al trasmundo e hizo hablar a sus contemporáneos en el infierno, en el purgatorio y en el paraíso, reinos poblados de florentinos de toda clase, así también Boccaccio hará la humana comedia de sus contemporáneos mientras éstos están con vida y sufren miserias, se entregan al vicio o realizan toda suerte de trampas y de engaños. Esta humana comedia, tan rica de variaciones, ocurre en tiempos y espacios tan concretos como sus personajes. Las horas de la noche derraman sobre tantas páginas de “El Decamerón” una fascinación mágica: de noche ocurre la aventura de la Cintazza; una noche roban Bruno y Buffalmaco el famoso cerdo de Calandrino; de noche consuela el rey aragonés don Pedro a la deliciosa Lisa; durante la noche cumple su maravilloso viaje micer Torello; tremenda es la noche del estudiante y no menos la de la viuda; en una noche vive Andreuccio sus admirables aventuras, en una noche madonna Francesca pone a prueba a sus amantes; y son muchas las noches encantadas durante las cuales la astuta Catalina hace cantar al ruiseñor en su balcón. En los diez círculos del Malebolge del infierno dantesco hallamos conspicuos representantes de la seducción, la hipocresía, la adulación, el fraude, el engaño, etc.; en el “Decamerón” una turba de gente vulgar hace méritos para ocupar aquellos círculos infernales y ha instaurado en la tierra el reino de la malicia. Los moralistas se desgañitan y se esfuerzan en llevar por el buen camino a estos desgraciados sinvergüenzas; Boccaccio, desde la palestra de escritor culto y burlón, se ríe de este mundillo y lo convierte en una maravilla de arte y vida. La forma definitiva del libro debió de madurar entre los años de 1348 y 1351, fechas por las que vivía aún el Arcipreste de Hita, cuya obra El libro de buen amor se parece a la de Boccaccio por el espíritu revolucionario de los cánones culturales de su tiempo. Ni el Arcipreste, ni Boccaccio, ni más tarde Chaucer, escribe escriben ya para un mundo caballeresco y de cortes principescas, enredadas en los últimos flecos del provenzalismo.

"El Decameron", obra cumbre de
Giovanni Boccaccio, escrita en
1351.
La guerra de los Cien Años y la Peste Negra cambian el rostro de Europa, ayudadas por el Cisma de Occidente y la aparición pujante de los primeros síntomas del absolutismo monárquico y nacionalista: descenso de cultura eclesiástica, relajación moral en todos los estamentos sociales, expansión del comercio y de la industria, primera capitalización florentina. La vida cambia y con ella las costumbres. En Toscana, los hombres se dedican al negocio y viajan mucho por los caminos de la seda y de la lana. Las mujeres, solas en sus casas, son el objeto directo y lógico al que mira Boccaccio: “grazio ssisime donne”, las llama nada más empezar la introducción de su libro; las páginas que escribe, tras una larga maduración de años en los que recuerdos y lecturas se acumulan, serán para “su deleite y para útil consejo”. Y el último deseo del autor, expuesto en las páginas finales, es que, si la lectura del libro ha dado su fruto (deleite y consejos útiles), las graciosas lectoras donde ello las gracias al dios Amor. Antes de proseguir con esta disertación sobre Boccaccio, quisiera matizarla con dos cuentos donde el diablo hace de las suyas en estas tierras de pecado, dos narraciones que en mis tiempos de colegio eran “espantamonjas” o verdaderos “azotacuras”. Luego de estos dos neologismos sacrílegos, démosle la voz al autor italiano:



CÓMO UN FRAILE CAÍDO EN GRAVE FALTA ESCAPÓ DE UNA PENITENCIA DE SU PRIOR.

“En la Lunigiana, tierra sita no muy lejos de aquí hubo un monasterio que, por el número de monjes como por la santidad de su vida, era más rico que hoy no es, y en él, entre otros, había un monje cuyo vigor y frescor, ni los ayuno ni las vigilias habían podido adelgazar ni enflaquecer. Y este monje, un día, a la hora de mediodía, cuando dormían los otros, salió el monasterio y andaba en derredor de la iglesia, que está en lugar bastante solitario, y encontró una moza asaz hermosa, acaso hija de alguno de los labradores de la comarca, que andaba por el campo cogiendo ciertas hierbas, y así que el monje la vio, luego fue herido de la codicia carnal, y llegándose a ella, le comenzó a hablar, y tantas y tales fueron las palabras del uno al otro, que ambos llegaron a un acuerdo, a tal manera, que sin verlo nadie, él la llevó a su celda. Y allí el monje, con el placer en que era, no cuidando ser oído, hacía más ruido de lo que a la guarda de su honestidad convenía. Y acaeció que a esta hora el abad del monasterio se levantó de dormir, y pasando ante la celda de aquel monje despacio, oyó el estruendo que ellos hacían, y para conocer mejor la voz y la palabra, llegóse muy quedo a la puerta a escuchar, y comprendió claramente que allí estaba alguna mujer; y arrebatadamente pensó en abrir la puerta, pero después cambió de pensamiento, y volviendo a su cámara, espero que el monje saliese de la suya.

El monje, aunque estuviese ocupado con aquella su moza, estaba, sin embargo, con cierta sospecha, y parecióle que había oído algunas pisadas de hombre ante la puerta de su cámara. Y púsose a mirar por su agujero, y vio cómo el abad estaba acechando a la puerta, y comprendió, así, que el abad había sentido que la moza estaba con él, y conoció, otrosí, que a un grave penitencia no podía escapar, y esto le puso muy triste y atribulado; pero no lo manifestó a la moza, y comenzó consigo a resolver y tratar muchos remedios para aquel peligro y, por ventura, alguna saludable excusa. Y ocurriósele una nueva malicia, de la cual se siguió aquel efecto que había pensado, y dando a entender a la moza que había estado asaz allí, díjole:

“Yo voy a buscar manera cómo tú de aquí salgas sin ser vista ni oída. Y tú estarás queda hasta que yo torne, y entonces saldrás fuera”.

Y dejándola allí y cerrando la puerta por de fuera, con la llave en la mano se fue a la cámara del abad, y presentóle la llave de su celda, como era costumbre de los monjes cuando iban fuera del monasterio, y con gesto seguro y osado le dijo: “Señor, yo no pude esta mañana hacer traer toda la leña que hoy hice cortar, y por tanto, con vuestra licencia voy al monte a hacerla traer”.

Y al abad, para poderse mejor informar de yerro del monje, creyendo que é no pensaba que nadie lo hubiese visto, plúgole de lo que el monje dijo, y tomó la llave, y diole la licencia. Y cuando lo vio partido, comenzó a pensar cuál haría primero, o en presencia de todo el convento abrir la celda y hacerles ver el pecado de aquél, para que después no hubiese lugar de murmurar de él en la corrección del monje, o si sería mejor informarse de la moza acerca de cómo la cosa había sido. Y aún, por ventura, podría ser ella hija o hermana del tal hombre, que él no querría haberla traído en aquella vergüenza de publicar así su falta ante todos los monjes. Al fin, deliberó verla primero, y después tomar el partido que mejor le pareciese. Y andando muy despacio a la cámara del monje, abrióla y entró, cerrando tras sí la puerta.

La moza, cuando vio venir al abad, toda temblando y con temor de padecer vergüenza, comenzó a llorar; y el señor abad, poniendo los ojos en ella, y viéndola hermosa y fresca, aunque él era ya viejo sintióse luego tocado del estímulo y aguijón de la carne, no menos que su monje se había sentido y entre sí mismo comenzó a decir: “¿Por cuál razón yo no tomaré placer cuando haber lo pudiere? Porque el enojo y trabajo, yo siempre lo tendré a mano cada vez que yo quisiera. Y ésta es una gentil y fresca moza, y estamos en tal lugar, que nadie lo puede saber. Si yo la puedo tener a mi voluntad, yo no sé por qué lo deje de hacer; y esto jamás lo sabrá persona viva, y el yerro celado, es medio perdonado. Puede ser que jamás me venga otra tal ventura; por ende, yo estimo que es gran seso tomar el bien cuando se nos da”. Y así entre sí mismo hablando, mudó el propósito de aquello por qué allí había venido, y acercándose más a la moza, mansamente la comenzó confortar, y le rogó que no llorase, y procediendo de una palabra a otra vino el abad a declararle su deseo.   

La moza, que no era de hierro ni de diamante, inclinóse a complacer el abad, y así ambos, de una concordia subieron en el lecho del monje, y el abad por gran espacio con ella holgó.

Y el monje, que había fingido ir al monte, púsose encubiertamente en el dormitorio, y cuando vio al abad entrar solo en su celda, luego estuvo seguro de que su pensamiento había surtido efecto.

Y viendo que se demoraba dentro, más cierto de ello estuvo, y llegándose a la cámara muy quedo, miró por un agujero, y por allí abiertamente conoció, oyó y vio todo cuanto el abad dijo e hizo.

Y después que al abad pareció haber holgado bastante con la moza, dejándola encerrada en la celda volvióse a su cámara. Y al cabo de rato, oyó al monje, y creyendo que había vuelto al monte, pensó responderle en presencia de todo el convento y de hacerlo encarcelar, no tanto por el pecado que había hecho, cuanto para que él solo poseyese la nueva pieza ganada. Y llamándolo ante sí, muy gravemente y con cara áspera le respondió, diciendo que quería encarcelarle. Pero el monje, tomando atrevimiento por la revelación del agujero, respondió prestamente:

“Señor, como vos sabéis, no ha tanto que yo estoy en la orden de San Benito que yo pueda haber aprendido todas las ceremonias de la orden, ni vos hasta aquí me habéis mostrado la regla, según la cual los monjes deben comportarse con las mujeres acá dentro, tal como mostrasteis los ayunos y las vigilias. Más ahora que por vuestro ejemplo estoy informado, yo os prometo, si ésta me perdonáis, que en este pecado nunca yerre”.

Y el abad, que era cuerdo hombre, luego conoció, no solamente que el otro, algo había sentido de lo que él había hecho, sino que lo había visto y oído; y remordido en su conciencia de su propia culpa, tuvo vergüenza de dar al monje la pena que él, por dignidad, o por edad, mucho mejor merecía. Y mandándole guardar silencia de esto, perdonólo, y disimuladamente enviaron la moza fuera. Y puédese creer que este destierro no fue perpetuo”.

La novela de Dioneo contada, con un poco de vergüenza pungió los corazones de las damas presentes; la cual vergüenza asaz se mostró en el honesto color que en los rostros suyos se encendió y, después que mirándose la una a la otra y apenas pudiendo contener la risa lo hubieron escuchado, ellas con algunas mansas palabras le respondieron diciendo que en presencia de tales damas no se debían contar tan deshonestas novelas.

Y la reina, vuelta a la Flameta, que era cerca de ella, mandóle que continuase el orden de novelar, y ella, vergonzosa, empero con rostro alegre, comenzó de esta manera:

“Porque me parece que hayamos tocado en aquella materia que trata de cuánto sea el vigor y la fuerza de las breves palabras, y prestas a sutiles respuestas, y otrosí porque a los hombres es gran sensatez siempre amar de más alto linaje que el suyo, asimismo a las mujeres es gran sabiduría saberse guardar de enamorarse de muy mayores hombres de lo que a ellas pertenece, se ha ocurrido, señoras mías graciosas, mostraros, en la novela que debo decir, en qué manera, así con palabras como con obras, una gentil dama supo guardar a sí y desviar a otro de su mal concepto y propósito”.

(“El Decamerón”, Giovanni Boccaccio; Editorial Planeta S.A; 2000 – España; “Primera Jornada” – Novela cuarta; págs.: 38 – 41) 




Y ahora este otro, que a pesar de que han pasado tantas décadas, quedaron en mi memoria algunos indicios que, al volver a leer el cuento, fueron cobrando estas huellas mayor nitidez:




CÓMO A PUCCIO FUELE MOSTRADO DE HACER UNA PENITENCIA PARA QUE SE TORNASE BIENAVENTURADO, Y DE LO QUE DE ELLO SE SIGUIÓ

“Señora, muchos hay que, mientras se esfuerzan por ir al Paraíso, sin recelarse de ello mandan a él a los otros, lo cual acaeció, no ha aún mucho tiempo pasado, a una nuestra vecina, según oír podréis:

Así como yo oí decir, vecino de San Brancacio hubo un buen hombre rico, llamado Puccio de Rinieri, el cual, siendo ya viejo y dándose a obras espirituales, hízose terciario de los de San Francisco, y llamáronlo Fray Puccio. Y siguiendo la vida espiritual, no teniendo otra familia de regir ni mantener sino su mujer y una sirvienta moza, ni habiendo otra arte ni menester, usaba mucho la iglesia. Y porque él era hombre de gruesa pasta, decía solamente sus paternostres y oía sus misas, y no era día alguno que él no fuese a las laudes que hacen los seglares, y ayunaba muchas veces y se disciplinaba, porque era de los de la regla estricta.

Su mujer, se llamaba Mona Isabeta, era asaz moza, de edad de veintiocho años a treinta, fresca y redonda que parecía una manzana, y por la santidad o vejez del marido, muchas veces tenía más larga dieta que ella quisiera ni su complexión requería; que cuando ella quería dormir o por ventura tratar con él de otro más alegre negocio, él le hablaba de los sermones de San Anastasio, o del Lamento de la Magdalena, y de cosas tales como éstas, más devotas que placenteras.

Acaeció, pues, que en este tiempo tornó del estudio de París un monje llamado Don Felices, asaz mancebo y hermoso de la persona, y de muy profunda ciencia, fraile conventual de San Brancacio, con el cual nuestro Fray Puccio en pocos días tomó muy grande intimidad. Y porque le aclaraba cualquier duda que él le decía, y allende de esto, porque Don Felices, que astuto y avisado era, conociendo la condición del buen hombre, mostrábasele religioso y muy santo, Fray Puccio le comenzó a llevar, algunas veces, a comer y a cenar a su casa, y la mujer, otrosí, por reverencia de la orden y por amor de su marido, que tanto lo amaba, hacíale todo honor.

Yendo continuamente, pues, el monje a casa de Fray Puccio y poniendo los ojos en su mujer, y en viéndola tan fresca y gentil, pensó en su corazón cuál sería el mayor trabajo que ella pasase, o de qué hubiese mayor mengua; y entendiendo cuál sería, pensó de quitar fatiga al buen hombre, y de suplicarle, y satisfacer a la dueña de sus deseos, creyendo que con ambos a dos usaba de caridad y misericordia. Y mirándola amorosamente una vez y otra, y muchas, tanto continuaba aquellas ardientes miradas, que la encendió en aquel mismo deseo que él había. Lo cual entendido por el monje, no tardó ni alongó mucho de le hacer palabra de ello, como mejor pudo. Más, cuantoquiera que bien dispuesta la hallase, y bien cogida a la sazón, pero no venía manera cómo lo hablado se pusiese en obra, por cuanto ella fuera de su casa no podía salir, y en casa no podía ser porque Fray Puccio no se partía de allí salvo cuando iba a la iglesia; de lo cual el monje no sintió poco enojo.

Y después de mucho trató y revolvió en su pensamiento, encendido en el amor de aquélla, parecióle haber hallado vía cómo en su casa, no obstante que el buen hombre allí estuviese, pudiese él con ella estar.

Y la manera fue ésta. Un día estando Fray Puccio con él en el monasterio, Don Felices le dijo:

“Hermano, yo he bien entendido que todo tu principal deseo es de ser santo, al cual estado, a mi parecer, tú vas por una larga vía habiendo otra asaz breve, la cual el Papa, como los otros prelados y rectores de la iglesia usan y van por ella; pero no quieren que a ninguno se muestre ni declare, porque la orden de la clerecía, que la mayor parte vive de limosnas, incontinente sería destruida, ya que los seglares, hallando aquesta vía, no usarían, ni les sería precioso, de darles pitanzas ni limosnas; y por tanto, ellos tienen esta vía celada y encubierta, y aun prohibido que se muestre. Pero, porque tú eres tan mi amigo, y yo he recibido de ti gran honor, si yo fuese cierto que tú la seguirías, y asimismo que no la dirías a persona del mundo, yo te la mostraría”.

Fray Puccio, muy deseoso de saber aquello, primeramente comenzó con gran instancia a requerirle que se la enseñase, y después jurando y afirmando que a ninguna persona, salvo cuando él mandase, la mostraría.

“Pues tú esto me prometes – dijo el monje -, con placer yo te la mostraré. Tú debes saber que los santos doctores sostienen que a cualquier hombre que quiere ser santo conviene hacer penitencia; pero tú, entiéndelo sanamente: yo no digo que después de la penitencia no seas o puedas ser pecador como ahora eres, sino que habrá esta penitencia tanto fruto, que los pecados que hasta allí habrás cometido y obrado, serán purgados, y te serán perdonados, y los pecados que después harás no serán escritos a tu damnificación, antes serán deshechos por el agua bendita, como los veniales. Por lo cual conviene, cuando el hombre vendrá a esta penitencia, que con gran diligencia y contrición se confiese de sus pecados, y después ha de comenzar su ayuno y una grandísima abstinencia que dure por espacio de cuarenta días, en los cuales, no digo de tocar otra mujer, más de la propia y legítima suya se debe abstener; y debes buscar en tu casa un lugar apartado donde se vea el cielo, y como sea la hora de las completas vayas allí, y que tengas una tabla tan alta y larga, que estando de pie te llegue a los lomos, sobre la cual te pongas de pechos, teniendo en ella los brazos a manera de crucifijo, y si algún tanto te cansases y te quisieses recostar algún tanto en la tabla por recrearte, puedes hacerlo algún poco, nunca partiendo de allí el cuerpo, ni apartando los ojos del cielo, hasta la hora de los maitines. Y si tú letrado fueses, yo te diría algunas oraciones latinas que tú rezases; más porque no sabes letras, conviene que digas trescientos paternostres con trescientas avemarías, a reverencia de la Santísima Trinidad, y siempre con gran devoción fijando tus ojos en el cielo, y contemplando, en tu memoria, Nuestro Señor Dios ser Creador del cielo y de la tierra, y la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y cómo estuvo en la cruz, y después, como tocaren a maitines, tú podrás ir a tu casa y así vestido dormir en ella; y como sea el día, irás a la iglesia, y allí a lo menos oirás tres misas y dirás trescientos paternostres con otras tantas avemarías, y después, con buena simpleza y honestidad, tratarás algunos negocios, si la gas de hacer, después de comer, para que, en tocando a vísperas, luego seas en la iglesia, y devotamente digas ciertas oraciones, las cuales yo te diré, sin las cuales la penitencia no conseguiría tanto efecto; y como sea hora de completas, tornarás luego a la oración en el modo y forma que yo te he dicho. Y haciendo esto, yo espero, sin gran duda, que tú, antes del término cumplido sentirás maravillosas cosas de la beatitud y gloria de la vida eterna, en tanto que atento y muy devoto estés a la oración, posponiendo y olvidando todo pensamiento corporal”.

Fray Puccio, oído esto, dijo que aquello no era muy grave cosa de hacer, cuanto más considerando el fruto que de ello se había de seguir, y por tanto, dijo él:

“Yo quiero, en el nombre de Dios, hacer principio a esta santísima penitencia el primer domingo que vendrá”.

Y partiéndose del monje, y habiendo licencia de él para decirlo a su mujer, fuese a su casa y contóselo todo por su orden.

La dueña, que muy bien lo entendió (especialmente porque le manda estar firme, sin moverse, hasta los maitines), respondióle, simplemente, que éste y cualquier otro bien que él hiciese por la salvación de su ánima, que ella era de ello muy contenta, y para que su penitencia fuera a Dios aceptable, que ella le quería ayudar con el ayuno, más que de los otros trabajos no se encargaría.

Acordados, pues, ambos a dar efecto al devoto acto, el buen hombre, venido el domingo, comenzó su penitencia, y el monje, concordando con su enamorada al tiempo que debía venir, para que no fuese visto de ninguno ni sentido del buen hombre, que ya estaría ocupado en su oración, veníase cada noche con ella a cenar, y trayendo consigo buenos  manjares y vinos, estaba con ella hasta la hora de los maitines, en la cual hora Fray Puccio acababa su oración y Don Felices su oficio.

Estaba aquel lugar, donde el simple hombre hacía su oración, junto a la cámara donde su mujer dormía, no habiendo en medio otra división que la de un sutil y delgado tablado, por lo cual avino que una noche, retozando el monje con la dueña, sintió Fray Puccio, cuantoquiera que muy atento estuviese en su oración, las revueltas de su torneo.

Por lo que, habiendo ya dicho ciento de sus paternostres, hizo punto allí, y no se moviendo del lugar, llamó a su mujer preguntándole qué era aquello que hacía.

La dueña, que era graciosa y entendida en burlas, y por ventura a esa sazón cabalgaba sin ella en la bestia de San Benito, o a lo menos en la de San Juan Gualberto, respondióle:

“A fe mía, marido, yo me meneo por esta cama cuanto puedo”. ” ¿Cómo? – dijo Fray Puccio-. ¿Y qué quiere decir este menear?”.

La dueña, riendo, dijo:

“¿Y cómo? ¿No sabéis, vos, qué quiere decir eso? Pues yo, este proverbio, a vos os lo he oído más de cien veces: “Porque no cené anoche, me muevo toda la noche”.

Creyóse el buen hombre que, por el grande ayuno que hacía ella no podía dormir ni sosegar, y díjole con saña:

“A fe, mujer, yo te he dicho bien, algunas veces, que no ayunes tanto; pero, pues no me has querido creer, deja los pensamientos y cura de reposarte; que, en verdad, tales vueltas y golpes das en esta cama, que las paredes haces temblar”.

“No os debéis desazonar por ello – dijo la mujer-. Curad de hacer vuestra oración y dejadme en mis trabajos; que yo sé lo que hago. Y por ventura este afán que yo me tomo, me acercará más aína al sueño”.
Calló entonces Fray Puccio, y tornó a poner manos en sus paternostres, y la buena dueña y Don Felices acordaron de mover la cama, y otro día pasarla de allí a otra parte, en la cual, en cuanto duró la penitencia de Fray Puccio, continuaron alegremente sus amores.

Y prosiguiendo de este modo, ella, una noche, riendo dijo a Don Felices:

“Tú has hecho a Fray Puccio tal penitencia que, con ella, él nos ha, a mí y a ti, ganado el Paraíso”.

Y en conclusión, la dueña, por la gran dieta en que su marido le había tenido largamente, tanto se esforzó con el mantenimiento que le procuraba el monje, que aunque se acabó la penitencia, ella halló manera para seguir largo tiempo sus amores. Y así, la penitencia de Fray Puccio metió al monje en el Paraíso, y sacó del hambre a la dueña. Que en abstinencia era largo tiempo estada”.

Había Pánfilo, no sin provocar risa en las damas, acabo esta novela de Fray Puccio, cuando gentilmente la reina de Elisa ordenó que prosiguiese el relatar. Y ella, no sin mostrar algún desdén, más que por mala voluntad por inveterada costumbre, comenzó a hablar así:

“Muchos están creídos, por su mucho saber, que los otros nada saben, y a estos tales, muchas veces acaece que, mientras atrapar a los otros con algún engaño entienden, al fin conocen haber sido ellos engañados; por lo que, como gran locura tengo la de aquel que, sin serle menester, se entremete de probar a otro cuán grande sea su ingenio. Mas, por si acaso alguno hay que no sea de esta opinión mía, lo que a un caballero acaeció, siguiendo la orden impuesta a nuestro relatar, pláceme de contároslo”.

(“Tercera Jornada” – Novela cuarta; págs.: 161 – 165)




Giovanni Boccaccio, Italia 1313- 1375
La temible peste negra del 1348, que diezmó la población de Europa y que causó unos estragos apocalípticos, construyó una verdadera sacudida espiritual. La miseria humana se hizo clara y patente y los esqueletos de millares de apestados insepultos presentaron a la Sociedad despojada de cualquier velo. En el prólogo Boccaccio describe en páginas impresionantes la peste en Florencia y narra la ocasión del encuentro de los diez jóvenes que, “fugando” de la peste, tendrán como pasatiempo el narrar historias breves (cuentos). Los jóvenes son, en orden de jornadas, rey o reinas; son los siguientes: Pampinea, Filomena, Neifile, Filóstrato, Fiammetta, Elisa, Dioneo, Lauretta, Emilia y Pánfilo. Los cuentos narrados son cien, y cada jornada va en cierto modo presidida por aquel o aquella que es elegido rey o reina del día. El conjunto de cuentos va enmarcado en la leve trama, la cual describe las distracciones a que se entregan los diez jóvenes durante su retiro, incluso los bailes y las canciones o poemas finales de cada jornada que nos devuelven constantemente desde el tiempo y el paisaje humano de los cuentos al tiempo y al paisaje de los diez días. La disposición temática de las jornadas está concebida y calculada hábilmente según un movimiento de flujo y reflujo al que dan vida las dos fuerzas motrices que el mismo Boccaccio indica en si Introducción: la Fortuna y el Amor.

O sus contrarios, desdicha y Odio. Si a estos dos elementos básicos añadimos la exaltación del ingenio – en las respuestas que dan materia a la sexta jornada, o en las befas que las mujeres hacen a sus maridos o amantes, tema de la séptima – tendremos delante el panorama prácticamente complejo de las ideas que presiden la narrativa boccacciesca y que abren las puertas, de par en par, al Humanismo literario. ¿Cuál es la temática de los cuentos según cada jornada? La reina de la primera jornada es Pampinea, joven, hermosa y sensata, feliz en amores. En este primer día hay libertad en el tema de los cuentos, y estos son de carácter tradicional (algunos de ellos de origen árabe) o anecdótico. Filomena es la reina de la segunda jornada, en la cual se narran historias donde el hombre puede ser juguete de la Fortuna o puede imponerse a ella, historias de personajes que, a pesar de un destino adverso, consiguen realizar sus deseos; son cuentos de peripecia extraordinaria, de largos viajes como el de Alatiel, hija del soldán de Babilonia, de navegaciones y corsarios; es notable por su macabro humorismo el de Andreuccio de Perugia. La reina de la tercera jornada, ingenuamente lasciva, es Neifile; en esta jornada  se desarrollan cuentos sobre personas que logran una cosa largamente deseada o recuperan lo perdido, lo que hace que los narradores procuren emularse y superarse en el relato de historias escabrosas en las que el ingenio, el engaño y la mentira se ponen al servicio de la lujuria, como el jardinero Masseto, que fingiéndose mudo hace romper el voto de castidad a todas las monjas de un convento. La cuarta jornada muestra historias en la que el amor puede llevar a desenlaces trágicos; aquí se muestran las narraciones de aquellos cuyos amores tuvieron un fin desdichado, aquí encontramos cuantos que son anécdotas vivificadas con nombres históricos, como la hija de Tancredo de Salerno, el trovador catalán Guilhem de Cabestanh (de quien se narra la leyenda del corazón comido), pero no faltan las situaciones novelescas y livianas, como el famoso e irreverente cuento del arcángel San Gabriel y el de la mujer del cirujano y el presunto cadáver de su amante.

La reina de la quinta jornada es Fiammetta, la perfecta enamorada, que trata de historias donde el amor puede llevar a desenlaces felices; aquí las tramas son sumamente complicadas. La jornada sexta, que tiene como reina a Elisa, doncella que ama sin su correspondida, presenta historias donde el hombre puede superar una situación difícil o comprometida con una respuesta ingeniosa; o con el mismo ingenio pueden las mujeres burlar al hombre, sobre todo si es su marido; es una de las jornadas más atractivas por las agudezas o frases industriosas que han salvado de peligros: anécdotas breves y tajantes, algunas de tema tradicional y otras tomadas de personajes famosos, como Guido Cavalcanti y el pintor vespignanense Giotto du Bondone, reconocido hoy como el genio artístico del Renacimiento italiano; esta jornada se cierra con la jocosa historia de frate Cipolla, sátira de los sermones grotescos, y de la credulidad del pueblo. El despreocupado y gracioso Dioneo es el rey de la sétima jornada, cuyas narraciones versan sobre las burlas que las mujeres han hecho a sus maridos, y es un conjunto de trampas y argucias femeninas, de las que son víctimas maridos crédulos y estúpidos y que acaban con la escandalosa victoria de la sensualidad; aquí hay una pieza de antología: la historia de cómo Pirro tomó solaz con la mujer de Nicóstrato en presencia de éste. Lauretta es la reina de la jornada octava, cuyo tema son las burlas que a diario hace la mujer al hombre, o el hombre a la mujer o el hombre a otro hombre; Boccaccio extiende el tema favorito de la mofa a hombres y mujeres sin excepción; son cuentos basados en astucias bien calculadas y en los más hábiles engaños de los que los listos hacen víctimas a los tontos y en que la inteligencia humana triunfa sobre la candidez; en esta jornada destaca Calandrino como personaje recurrente en la narrativa corta de Boccaccio, pintor, hombre simple y de singulares costumbres, Calandrino pasaba la mayor parte de su tiempo en compañía de otros dos pintores, llamados, uno de ellos, Bruno y el otro Bufalmaco, muy amigos de chancearse, aunque cuerdo y sagaces, los cuales con Calandrino solían ir porque sus modales y su simpleza les procuraban a menudo gran solaz.

Vayamos matizando discurso con uno de mis cuentos preferidos. ¿Cuántas veces lo abre releído? Deben ser haber sido muchas noches. Es una historia donde la astucia brota como una tierna flor ante las puertas de una segunda muerte y, donde el tiempo corre en contra del condenado. Escuchemos al autor del “Decamerón”:




CÓMO UN PALAFRENERO SE ENAMORÓ DE SU SEÑORA LA REINA, Y QUÉ LE ACONTECIÓ CON EL REY

“Agilulfo, rey de los lombardos, como sus predecesores habían hecho, en Pavía, ciudad de Lombardía, puso el trono y silla de su reino, después de haber casado con Teudelinga, viuda de Autaro, asimismo de aquella nación, dama que fue muy hermosa y muy sabia y honesta, pero no muy bienaventurada en amor, como adelante parecerá. Y siendo en aquel tiempo la fama de los lombardos próspera por la virtud y buena gobernación de este rey, acaeció que un palafrenero de aquella reina, hombre, cuanto de su nación muy vil y soez, pero de la persona grande y bien parecido, no mirando la bajeza de su linaje ni la vileza de su oficio, así como si él fuera un rey, de la reina se enamoró; y comoquiera que él tanto ardiese en este amor, pero no le cegaba tanto que él no conociese la bajeza de su estado y la alteza de ella, con esto atemplándose, a persona viva no lo descubría, y a pesar de que sin alguna esperanza estuviese de haber efecto de sus amores, tenía en sí mismo como muy gran gloria haber en tan alto lugar puesto su imaginación, y con muy gran diligencia y estudio hacía allende de todos sus otros compañeros en aquel oficio, todas las cosas que creía que a la reina pluguiesen. Por lo cual, la reina, cuando tenía que cabalgar, muy más de grado cabalgaba en el palafrén de que éste cuidaba que en ninguno de todos los otros, cosa que él reputaba singular gracia, y jamás de la caballeriza no se partía, esperando cuándo la reina cabalgase, teniéndose por bienaventurado cuando podía tocar, solamente, los paños de su vestidura. Mas, como vemos que acaece muchas veces, que cuando un hombre ama más sin esperanza tanto más crece el amor, así acaeció a este pobre palafrenero, en tanto que le era muy grave poder soportar y encubrir amor y deseo suyo, no siendo esforzado por esperanza ninguna; y muchas veces, viendo que de este amor no se podía desempachar, deliberó morir. Y pensado la manera de su muerte, tomó por partido querer morir, de tal modo que todos conociesen que él moría por el amor que tenía a la reina, y propuso de hacerlo de guisa que en parte, o en todo, hubiese efecto su deseo, aunque no entiendo decir palabra de esto a la reina, ni por letra descubrirle su amor, porque entendía que en vano, y aún con su daño, lo recibiría ella. Pero quiso probar su pudiese con ella yacer, y para ello no imaginó otra vía sino hallar medio cómo él, sustituyendo a la persona del rey (el cual sabía que con ella no yacía continuamente), podría llegar a penetrar en su cámara.

Por lo cual, a fin de ver en qué hábito andase el rey cuando a ella se acercaba, se escondió algunas noches en una gran sala por donde el rey había de pasar, y una noche, entre las otras, le vio salir de su cámara cubierto de un gran manto y con una vela en la mano y en la otra una vara, y que sin decir palabra alguna daba con aquella vara en la puerta de la cámara, y salía una doncella y tomábale la vela de la mano. La cual cosa vista por el palafrenero, esperando hasta que el rey volvió, pensó hacer él aquello mismo, y buscando un manto tal como aquel del rey, y una vela y una vara, lavando muy bien todo su cuerpo en un baño, porque perdiese el mal olor, y la reina no lo sintiese y no tomase alguna sospecha, con todas estas guarniciones se escondió en la sala, y sintiendo que ya todos dormían, parecióle que era ya tiempo de ejecutar su deseo de hallar vía para una muerte que él tanto deseaba, y golpeando el pedernal que tenía con un eslabón, con un poco de fuego encendió la vela, y envuelto en aquel manto fuese a la cámara de la reina, y tocando con la vara dos veces a la puerta, salió una camarera toda soñolienta y abrióle, y tomóle la vela y escondióla porque no hubiese gran lumbre; y él sin decir alguna palabra, se fue a la cama, y desviadas las cortinas y dejando el manto, en la cama se entró donde la reina dormía, y tomándola en brazos llególa a sí. Y por cuanto, cuando el rey estaba sañudo, la reina no le osaba preguntar alguna cosa, él se mostró todo turbado, a fin que por el habla no fuese conocido; y así, sin decir nada, ni la reina a él, cumplió su voluntad con ella. Y cuandoquiera que partir le fuese grave, temiendo que si mucho tardase el rey vendría y la pasada dulzura en gran dolor y amargura se le tornaría, lavantóse, y tomando el manto y la vela se partió de allí, y lo más aprisa que pudo volvió a su cama.

Y apenas podía él ser echado, cuando el rey de su cámara salió y fue a la de la reina, de lo cual la reina fue muy maravillada. Y el rey, entrando en la cama, la saludó alegremente, y por esta alegría la reina tomó osadía para preguntarle, y díjole:

“Señor mío: ¿qué novedad es ésta que vos hacéis esta noche; que vos hace poco que aquí vinisteis, y allende lo acostumbrado vos habéis cumplido vuestra voluntad, y ahora luego habéis vuelto otra ves? ¡Por Dios, señor, ved bien lo que ha vuestra persona puede dañar!”

El rey, oyendo esto, luego pensó que la reina por semejanza de vestidura y de persona había sido engañada; pero, como sabio, pues bien veía que la reina ni otra persona alguna se había avisado del engaño, pensó ser mejor no hacerla entender en lo que ella no había parado mientes, bien al contrario de como un necio hubiese hecho, esto es, jurando y afirmando que él no había allí venido, dando con ello causa a la reina que recelase lo acaecido y de esto pudieran nacer cosas que le habrían injustamente contristado, con lo que, si callando lo acaecido no podía causar ninguna vergüenza, hablando se habría convertido en vituperio.

Así, pues, el rey respondióle, más en su mente que en su rostro o en sus palabras turbado:

“Señora: ¿y cómo? ¿No os parece que yo sea hombre poderoso de haber venido aquí esta noche una vez, y volver ahora otra?”

“Señor mío – dijo ella-, sí; pero todavía os suplico que hayáis cuidado de vuestra salud”. “Ahora – dijo el rey-, yo veo que vuestro consejo es bueno, y a mí place seguirlo; y por ende, sin fatigaros más, yo me quiero volver a mi cámara”.

Y levantóse, lleno de ira y saña por la traición que sentía serle hecha y tomó su manto y la vela, y de la cámara salió. Y pensó con algún arte saber quién sería el que este atrevimiento había tenido.

Y bien pensó que el que aquello hiciera sería de su palacio; y pues tal hora era, no podía aún haber salido, pues las puertas eran cerradas, y poniendo en una linterna una pequeña lumbre, fuese a una gran habitación que había en su palacio, sobre el establo de los caballos, en la cual, en diversos y apartados lugares, dormía toda o la mayor parte de su servidumbre, y creyendo él que quien tal cosa hubiese cometido, aún el pulso ni el latir del corazón no se le habrían podido reposar, muy quedo comenzó, del un cabo de la sala hasta el otro, a tentar con la mano a cada uno, derecho al corazón, por ver si lo tenía arrebatado. Y aunque todos ya durmiesen sosegados, aquel que con la reina había estado no dormía aún, por lo cual, viendo venir al rey, y pensando lo que allí buscaba, tuvo muy gran miedo, y así como del trabajo pasado y de su mismo atrevimiento tenía el corazón levantado y el pecho movido, sobreviniéndole el temor del rey aumentósele ello mucho más, y no dudó que el rey, su señor, lo sabría y lo haría matar. Y aunque imaginaciones le vinieran de hacer algo, desque vio que el rey no traía armas algunas, sosegóse más e hizo que dormía, y esperó qué haría el rey.

Y habiendo el rey catado a muchos, y no hallando a alguno de ellos de quien pidiese sospechar, llegó a aquel palafrenero; y hallando que el corazón le latía muy aprisa y muy recio, dijo entre sí que por cierto aquél debía ser. Pero, como aquel que  no quería que cosa alguna fuese sentida de lo que entendía hacer, no le hizo entonces otra cosa, salvo que con unas tijeras le trasquiló una parte de los cabellos (que en aquel tiempo usaban traer muy largos), para que con aquella señal al otro día le conociese. Y hecho esto, patióse el rey, y volvió a su cámara.

El palafrenero, que bien había sentido lo que el rey había hecho, como hombre avisado y malicioso conoció bien por qué el rey así lo había señalado, y al punto se levantó, y con unas tijeras, a cuantos en aquella cámara dormían, a todos en tal lugar como el rey cercenó a él, así hizo él a ellos.

 El rey se levantó de mañana, y mandó que antes que las puertas del palacio fuesen abiertas, todos cuantos allí estaban viniesen ante él. Y todos habiendo venido y descubiertas las cabezas, él los comenzó a mirar, y viendo que todos estaban en un mismo lugar señalados con las tijeras, habiéndose maravillado mucho, dijo entre sí mismo:

“Este que yo busco, que tal obra hizo, cuantoquiera que él sea de baja y muy vil condición, asaz muestra ser de ato ingenio”. Y viendo que sin muy gran difamación y mengua suya no podría saber lo que quería, no queriendo por pequeña venganza ganar gran vergüenza, con una sola palabra así amonestando, como haciendo entender que de ello había tenido noticia, volviéndose a todos, les dijo:

“Quien lo hizo, no lo haga nunca más; e id con Dios”.

Otro los habría querido atormentar, inquirir e interrogar, y haciéndolo así, habría manifestado lo que cada uno debe procurar recubrir; y de haber descubierto a quien tal cosa hizo, aunque entera venganza de él hubiese tomado no habría menguado (antes mucho acrecido) su vergüenza, y habría puesto tilde en la honorabilidad de su dama. Los que aquellas palabras oyeron de labios del rey, asombrados y mirándose entre sí, largamente inquirían qué había querido decir el rey con ellas; y no hubo quien las entendiese, salvo aquel a quien concernían, el cual, como sabio, mientras el rey vivió, no descubrió aquello, ni jamás, en su vida, aventuróse a un acto semejante”.
Callaba ya Pampinea, y algunos de los presentes habían loado el atrevimiento y la cautela del palafrenero e igualmente otros el seso que había demostrado el rey, cuando la reina, volviéndose a Filomena, la mandó proseguir; por lo cual Filomena, hablando con gracia, así empezó:

“Contaros quiero el engaño de que una bella dama hizo objeto a una solemne religioso, lo cual tanto más agradará a los seglares, cuanto que los que son como el que resultó engañado, muchas veces son hombres que, por sus costumbres poco expertas, créense más avisados que los otros, aunque en ciertas cosas les sean muy inferiores, como quienes por bajo origen y no habiendo contado con medios de afinarse, se han refugiado adonde haber puedan de qué comer. Y lo contaré, amables damas, no tan solamente por seguir el orden que no ha sido impuesto, sino también para que entendáis que, algunas veces, los religiosos, a los que nosotras, demasiado crédulas, más fe prestamos de la que debiéramos, no ya por los hombres, sino por algunas de nosotras pueden ser cautamente engañados”. 

(“Tercera Jornada” – Novela segunda; págs.: 150 – 153)




La reina de la novena jornada es la presuntuosa Emilia. La muchacha, seguida por sus compañeros, se interna en un bosquecillo no lejos del palacio; allí se encuentran con gamos, gamuzas y ciervos y otros animales montaraces que, estando seguros de no ser acuciados  por los cazadores, a causa de la pestilencia reinante, parecía que allí los esperasen sin temor alguno, o que se hubiesen tornado mansos, los jóvenes se solazan con tan tiernos animales. Aquí los temas que se narran son libres. Esta jornada es una especie de grato descansadero, se da una sabrosa síntesis de los diversos temas tratados en las anteriores, con lo que se prepara la gloria de la última jornada. Campea aquí la obscenidad, que llega a su extremo en el cuento de Gianni di Barolo, y la burla anticlerical, en el de la abadesa; el ingenuo Calandrino, convencido por sus bribones amigos de que está a punto de dar a la luz, da motivo a uno de los cuentos más divertidos de el “Decamerón”. La décima jornada tiene como rey al noble y reposado Pánfilo. Aquí se dan temas serios y graves. Historias ejemplares, alusivas a señores y reyes históricos (Alfonso de España, Pedro de Aragón, etc.), a las cruzadas y a la antigüedad, se exponen gravemente para cenarse el gran conjunto narrativo con la inverosímil historia de la paciente Griselda, ejemplo de fe conyugal, victoriosa en las más duras pruebas, único relato del “Decamerón” que gustó a Petrarca, el cual, en homenaje a su gran amigo Boccaccio, lo tradujo en una elegantísima prosa latina.

Las siete doncellas y los tres jóvenes que viven apartados en el campo y sin que se sepa nada de sus familias, se pasan diez días refiriendo cuentos en la mayoría de los cuales campea la obscenidad sin que ésta las manche. Su vida es casta y sus placeres son puramente intelectuales; y es que su refinada y hasta cierto modo enfermiza mentalidad los ha llevado al punto de divertirse con la narración de los vicios del Vulgo, de los que ellos, enamorados sentimentales y cultos, se hallan totalmente alejados. Lo que buscan es huir de la melancolía y de la tristeza en momentos de miseria y de muerte, y allí radica, precisamente, la explícita finalidad que Boccaccio da al “Decamerón” en su conclusión, o mejor justificación, final: “Si los sermones de los frailes están hoy día llenos de agudezas, de cuentos y de mofas para  avergonzar a los hombres de sus culpas, consideré que estos mismos no estarían mal en mis cuentos, escritos para ahuyentar la melancolía de las mujeres”.

"Fiammeta" de Boccaccio,
calificada como novela
psicológica escrita
posiblemente en 1344
.
Estos diez jóvenes florentinos, elegantes, cultos y espirituales, alejados de la ciudad apestada, llena de muerte y miseria, se ríen del mundo de la sensualidad, la bribonería, el engaño, la malicia, la hipocresía y la estupidez, pasioncillas de gente baja e ignorante, de vividores y de pícaros. Lo grotesco y lo vil de esta sociedad aparece ante nuestros ojos como una abigarrada comedia a la que Boccaccio ha querido dar una apariencia de verdad concreta envolviendo su auténtica verdad humana. Uno de los cuentos donde el engaño y la picardía se dan la mano, lo encontramos en aquel que se narra las peripecias de un hombre que se enamora de la mujer de otro:




DE LO QUE ACAECIÓ A FRAY REINALDO, ENAMORADO DE SU COMADRE

“Debéis saber que en Siena fue un mozo asaz gentil y de honrada familia, el cual hubo de nombre Reinaldo. Y éste, amando mucho a una dama, su vecina, muy hermosa y mujer de un acaudalado hombre, y no pudiendo hallar modo para declarar su deseo sin de alguno ser sospechado, acaeció que, en tanto que él pensaba qué vía para esto podría tener, la dama fue preñada y luego él pensó de ser su compadre, por haber alguna causa de conversación con ella. Y hablando con su marido lo más amigable y honestamente que él pudo, se lo dijo, y al marido aquello le fue grato.
Y siendo ya Reinaldo compadre de Madona Agnesa, y teniendo, por aquel deudo, más licencia y lugar de verla y hablarla, con las más dulces y amorosas palabras que él pudo le dijo aquello que ella ya, en su gesto, de él había sentido; y cuantoquiera que de ella mala respuesta no hubiese, aquella vez no obtuvo su solicitación ni efecto ni mala esperanza.

Y acaeció que, pasado el tiempo, cualquiera que de ello fuese la causa, Reinaldo hízose fraile, y como sea que en ello hallase su subsistencia, perseveró en aquel estado. Y comoquiera que al comienzo, o por el ardor de la nueva devoción o por la poca esperanza que de ello tenía, olvidóse del amor de su comadre, así como de otras vanidades suyas, como vemos que muchas veces acaece, por engaño del diablo avino que Fray Reinaldo, sin dejar el hábito enfrióse en la devoción comenzada, y así en vestidos de finos paños como en las otras cosas a traerse gentil y gracioso tornó, según la primera usanza, haciendo sus decires rimados y asonando canciones de amor, y todos aquellos actos que a hombre joven y enamorado se convienen.

Más, ¿por qué hablo, yo, solamente de nuestro Fray Reinaldo?

¿Cuáles sin aquellos frailes que esto no hagan en denuesto del dañoso y desordenado mundo? Porque, no sólo no se avergüenzan, más aún se precian de andar gordos, frescos, colorados, precisamente vestidos, y no como palomas mansas inclinados, mas como gallos, con la cabeza alta y orgullosa van por las plazas. Dejemos estar que ellos han sus celdas y cámaras llenas de frutas, de letuarios y ungüentos, y de aguas odoríferas y de diversas maneras de confites y conservas, y nada digo de ampollas y damajuanas, más toneles y botas llenas del malvasía, y de griego y otros muy nobles y muy preciados vinos, tanto, que no celdas de devotos frailes, mas boticas de especieros y tiendas de mercadantes parecen, a quien bien las reguarda, sin que, allende de esto, vergüenza hayan, pues piensan que no han de ser tenidos por glotones y bebedores, creyendo que no sabe ninguno cómo los ayunos y las vigilias, las viandas pocas y groseras, y finalmente la vida sobria y templada haga a los hombres magros y sutiles, y aún sanos y bien dispuestos, y si no de todo punto no sanos, a lo menos de gota y de semejantes enfermedades los hacen seguros, y a ellos, aún, por medicina suele ser impuesta la castidad y abstinencia; más de éstas, y las otras reglas a honestos religiosos pertenecientes, no cuidan ellos cantar que las gentes hayan conocimiento, cómo la sutil y abstinente vida, las vigilias y oraciones continuas y prolongadas, y las disciplinas hacen que los que las usan anden descoloridos y amarillos y humildes, y afligidos, y que ni San Domingo ni San Francisco, sin tener cuatro capas cada uno, y ni de fino paño, más de grosera lana y solamente de su natural color, una sola, no por gentileza y lozanía, mas para quitar el frío y cubrir honestamente el cuerpo usado como vestidura. A las cuales obras y otras cosas por ellos hechas, que por hastío y enojo dejo yo de contar, Dios por su benignidad provea, así como necesario es que provea a la simplicidad de muchos que a los tales engordan.

 Tornado, pues, Fray Reinaldo a su primer apetito, comenzó a visitar a menudo, a su enamorada Madona Agnesa, su comadre, y recreciendo su osadía, encendido por las llamas de amor, con más instancia y ahincamiento que antes hiciera la tornó a requerir solícitamente, mostrándole con dulces palabras su deseo.

La buena dama, viéndose muy acosada por Fray Reinaldo y pareciéndole más gentil y gracioso que antes, y por ventura siendo no menos encendida que él, recurrió a aquello que hacen todas aquellas que voluntad sienten de otorgar lo que les es pedido, y dijo:

“¡Cómo, Fray Reinaldo! ¿Semejantes cosas hacen los frailes?”

Y Fray Reinaldo les respondió:

“Señora, cuando me haya quitado esta capa (y bien presto lo hago esto yo), pareceré a vos u hombre como son los otros, y no un fraile”.

La dama, casi soltando la risa, dijo:

¡”Ay, infeliz de mí! Vos sois mi compadre, ¿y cómo podría hacerse esto? Una cosa muy mala hecha sería, que yo muchas veces he oído que es muy gran pecado. En otra manera, yo de grado os complacería”.

“Verdaderamente –dijo Fray Reinaldo-, vos estáis fuera de seso, si por esto lo dejáis. Decidme – dijo él -, ¿cuál ha más deudo con vuestro hijo, yo que lo tuve en mis brazos al bautismo, o vuestro marido que lo engendró?”

“No cabe decir – dijo ella – sino que mi marido que es su padre” “Vos decís verdad –dijo él-, y pues, ¿vuestro marido no duerme con vos, siendo padre de vuestro hijo?”
“Sin duda”, le dijo ella.

“Pues – dijo él-, si el padre duerme con la madre, ¿cómo no dormirá el compadre con la comadre? No niego – dijo él- que esto sea pecado; pero sabemos que mayores perdona Dios al que se arrepiente”.

Madona Agnesa, que no era conocedora de la Lógica, y poca levadura necesitaba para que se hinchiese su masa, o creyó lo que el fraile le decía o hizo semblante de creerlo, y le dijo:

“¿Quién sabría responder a vuestras sabias palabras?”

Y así, la gentil dama, no obstante el compadrazgo, se dispuso al placer de ambos, que tanto deseaba. Y no solamente aquel viaje, mas so aquella honesta cobertura de compadrazgo, que hacía toda sospecha menor, otras muchas veces muy a su placer estuvieron.

Empero, como en el mucho y continuado uso no puede haber guarda cierta, acaeció que estando Fray Reinaldo un día con su comadre, y no habiendo en la casa sino una mozuela de la dama, asaz gentil y graciosa, mandó Reinaldo a su compañero, que con él era venido, que subiese al sobrado de la casa con la moza, y con toda diligencia le mostrase el paternóster, y él quedóse con la dama y con el niño que ella tenía por la mano, y entráronse en una cámara y allí se encerraron.

Y ellos estando en su amoroso acto sobrevino el marido y llamó a la puerta de la cámara antes que la dama ni de Fray Reinaldo no fuese sentido. Lo cual oyendo Madona Agnesa toda turbada dijo:

“Yo soy muestra, porque mi marido es venido, y ahora conocerá la causa de tanta conversación como tú conmigo tienes”.

Fray Reinaldo poco menos que desnudo estaba; porque se había quitado la capa y el escapulario, y había quedado con una sola túnica, y oyendo lo que la dama decía, hubo de reconocer:

“Ello es así como vos decís; y aún si yo vestido estuviese, algún modo se podría hallar para excusación de nuestro yerro. Mas si él ahora entra y me halla en tal manera, ¿qué podemos nosotros decir?”.

Pero la dama, que avisada era, súbitamente halló un nuevo consejo, y dijo:

“Ahora, vos vestíos y tomad en brazos a vuestro ahijado, y escuchad diligentemente lo que yo a mi marido diré a fin de que las palabras que vos después dijereis se acuerden con las mías. Y dejad hacer a mí”.

El marido tornó otra vez a llamar; y ella prestamente le respondió con segura vos, diciéndole:

“A ti voy”.
Y abriendo la puerta con semblante y sin temor, le dijo:

“Verdaderamente, marido mío, yo te pido bien decir que a Fray Reinaldo, vuestro compadre, Dios lo ha enviado aquí por nuestro gran bien; que por cierto, si él venido no fuese, habríamos perdido a nuestro hijito”.
Cuando él esto oyó estuvo fuera de sí, y dijo:

“¿Cómo es esto?”
Y dijo ella:

“¡Oh marido, mi dulce bien! No sé más, salvo que súbitamente le vino un accidente, que yo creí que fuese él luego muerto; y no sabía qué hacer ni qué decir. Y Dios quiso que llegó en aquel punto aquí Fray Reinaldo, viéndolo tal, tomólo en brazos y dijo: “Comadre señora, éstas son lombrices que el niño tiene en el cuerpo, y como le llegan al corazón, hácenle tanta pena que son cerca de lo matar. Pero vos no hayades temor, que yo las encantaré y haré que luego mueran todas, y placiendo a Dios, antes que yo de aquí me parta os lo dejaré sano”. Y porque tú aquí no eras, y habías de decir ciertas oraciones cuando él hacía el encantamiento, y nuestra moza no te hallaba y se pasaba el tiempo de la cura, él mandó a su compañero que subiese a lo más alto de la casa y que allí el dijese las oraciones que tú habías de decir, y él y yo, con el niño, nos encontramos en esta cámara. Y porque según él dice, al tal acto no podían ser presentes otros salvo él y yo, que si otro hubiera aquí empachara el acto, y si yo aquí no fuera no se pudiera hacer, encerrámonos aquí solos, y aún ahora él tiene al niño en los brazos. Creo que él no espera otra cosa sino que su compañero haya acabado la oración. Porque el niño, por la gracia de Dios, ya de todo punto es tornado en sí”.

El crédulo marido, creyendo que así era, tanto lo cegaba su afición por su hijo, que no se avisó de sospechar el engaño que su mujer le hacía; mas, dando un gran suspiro, dijo que él quería ver a su hijo en qué estado se hallaba.

“No vayáis – dijo la dama - hasta que vea yo si tiempo es; que si por ventura antes de tiempo entraseis podríais deshacer el encantamiento. Mas yo iré, y veré si debes entrar”. Fray Reinaldo que bien lo había oído todo, y de buen espacio se había podido vestir, y había tomado al niño en brazos, dijo voces:

“Comadre, paréceme que está ahí mi compadre, vuestro marido.”
 “Señor sí, respondió él” “Pues, veníos acá”, dijo Fray Reinaldo.
Y cuando él entró en la cámara, le puso el niño en los brazos, diciendo:

“Tened a vuestro hijo sano y vivo, y mandad luego hacer una estatua de cera de la grandeza de él, y ponedla a loor de Dios ante la imagen de San Ambrosio, por cuyos santos merecimientos Dios os ha hecho tanta gracia”.

El niño, cuando estuvo en los brazos del padre, con gran gozo lo comenzó a abrazar, de que el buen hombre hubo singular placer y consolación, como si resucitar lo viera; y besábalo muy dulcemente, rindiendo infinitas gracias al compadre, que lo había curado.

Y el compañero de Fray Reinaldo, que no una oración sola, mas por ventura más de cuatro había mostrado a la moza, y le había dado una bolsa de tercenel blanco que le diera una monja su devota, y había bien oído llamar al buen hombre a la  puerta de la cámara, habíase venido en parte donde informarse pudiera qué debía hacer, y viendo la cosa en buenos términos, entró en la cámara diciendo:

“Fray Reinaldo, las cuatro oraciones que vos me mandasteis rezar, yo las he acabado, y aún otras dos que yo me sabía”.

Y Fray Reinaldo le dijo:

“Hermano mío, tú has buena lezna, e hiciste muy buena labor. 

Yo, por mi parte, cuando mi compadre llegó, solamente dos había rezado; más Nuestro Señor Dios, por tu esfuerzo y el mío nos ha hecho la gracia que el niño sanase”.

Y el buen hombre hizo traer confites y vino, lo cual era bien menester a su compadre y al compañero de él. Y saliendo después con ellos hasta fuera de la casa, les encomendó a Dios y luego, sin más tardanza, hizo hacer la imagen de cera y púsola devotamente ante la estatua de San Ambrosio, pero no ante la que se venera en Milán”.

El rey, oyendo que terminada era la novela de Elisa, sin más tardar vuelto hacia Laureta, le hizo una señal para recitase, y ella así comenzó:

“¡Oh, amor, cuántas y cuáles son tus fuerzas! ¡Cuántos los consejos y cuántos los recursos que tú inspiras! ¡Qué filósofo, qué artífice hubiera jamás podido, o podría, mostrar las sutilezas y las argucias que tú súbitamente procuras a quien sigue tus pisadas! Cierto, la ciencia de cualquier otro tarda es, con respecto a la tuya, como asaz bien entenderse puede por las cosas que hemos visto, a las cuales yo, damas, ayuntaré otra, obra de una sencilla mujer, tal, que yo no sé quién, que no fuese el amor, se la hubiese podido dictar”.

(“Sétima jornada” – Novela tercera; págs.: 362 – 366)





Casa natal de Boccaccio, en  Certaldo Alto
Florencia, Italia.
Se han investigado detenidamente las fuentes que Boccaccio utilizara. Además de las tradiciones de la Antigüedad y de Oriente, se citan los trouvéres, los primitivos novellisti italianos, las leyendas de santos, las crónicas de ciudades y de naciones, los lais franceses y los anecdotarios; y, en último término, hay unos pocos cuentos de invención original. Así, resulta que una obra de capital importancia en la literatura universal es una nueva demostración de que la originalidad en el argumento no es precisamente lo que da categoría y valor a las producciones literarias. Al igual que en el drama, las situaciones fundamentales en el cuento se dan en número muy reducido.

Lo que importa es la realización sobre un tema dado. De la técnica narrativa que Boccaccio utilizara se tomaron más tarde las leyes por las que se regula este género literario.