UNAMUNO, EL TRANSCURRIR TRÁGICO DE UNA VIDA
A Percy
Cornejo Delgado y
Jorge
Cornejo Barreda.
In Memorian.
“Méteme, Padre Eterno, en tu pecho,
misterioso hogar;
dormiré allí, pues vengo deshecho
del duro bregar.”
Miguel de Unamuno.
I
Unamuno en su niñez. |
Me gustó Unamuno desde
la secundaria, desde que leí “Niebla”,
novela en la que se plantea la cuestión de la supervivencia del hombre después
de su muerte; ese tema me fascinó. Después vino “Abel Sánchez”, ese intento de penetración en el hondón de un alma
y cuyo personaje del odio, Unamuno intenta penetrar en la intimidad del
personaje (Joaquín) y apoderarme de su sustancia íntima. El odio es, en cierto
sentido, el personaje principal y por eso don Miguel, al reeditar el libro,
pensó si hubiera sido mejor titulado “Historia
de una pasión”. Luego cayó en mis manos “La tía Tula”, novela donde se personifica a la mujer vasca,
aglutinante espiritual de la familia. Tres novelas leídas de un autor ya era
suficiente motivo para que me metiera de lleno a hurgar sobre su vida. Las
biografías han sido mi pasión desde que leí (creo que ya lo he dicho en otro escrito)
una minibiografía de Alexander Graham Bell a los seis o siete años. Buscando en
las librerías de viejo del centro de Lima me encontré con el libro de Antonio
J. Onieva, “Unamuno” y con “Miguel de Unamuno” de Julián Marías,
publicado por Espasa – Calpe en 1951. Ahí descubrí que Unamuno era un gran
conversador, más bien, un conversador consigo mismo. Por eso, a su modo de
hablar le decía “mono-diálogo”, o sea
que Unamuno dialogaba con Unamuno. Luego que se reconcilió con Ortega y Gasset,
acudía don Miguel a la Redacción de la Revista
de Occidente, donde “instalaba desde
luego en el centro su “yo”, como un señor feudal hincaba en el medio del campo
su perdón. Tomaba la palabra definitivamente. No cabía el diálogo con él” (Ortega
y Gasset). Cuenta sobre esta peculiar forma de ser de don Miguel, Antonio J.
Onieva la siguiente semblanza:
“Por el año 1913 comenzó [Unamuno] su poema “El Cristo de Velásquez”, que no vio la luz del sol hasta 1920. En
1914, y en la Residencia de Estudiantes, nos leyó largos trozos a Juan Ramón
Jiménez y a mí. Por cierto que el poeta andaluz [Jiménez] se desasogaba, sobre todo cuando era su
único auditor. Me lo decía. Aquellos de don Miguel, “como me leas, te leo”,
dicho en forma de amenaza, no rezaba en esta ocasión, porque Juan Ramón era muy
avaro de su numen y no leía a nadie lo que componía. Además, su estilo,
llamémosle así, era tan sutil, tan fino y delgado, que estaba en el antípoda de
la solidez y densidad del arpa Unamuniana. “Este hombre cree que no hay más
poesías que las suyas”, me decía el poeta andaluz. Pero Unamuno no se enteraba.
Tenía que leer hasta su último verso.
Unamuno leía
magníficamente, cautivaba al auditorio que luego de escucharlo aplaudía fervorosamente;
eso llevaba su ego hasta parajes celestiales. Cuando leyó un anticipo de su
poema “El Cristo de Velásquez” (el
poema excede de los dos mil quinientos, en verso libre, y consta de cuatro
partes, divididas en capítulos) en El
Ateneo de Madrid, produjo hondísima impresión, primero por la dignidad de
la narración, y segundo, porque Unamuno la leyó patética y magistralmente.
Unamuno establece una relación directa entre su locuacidad y su pensamiento, el
cual se siente alimentado por su hábito de leer, el cual es un vicio impune que
lo lleva a cristalizar esos pensamientos en la escritura. El hablar a otros
genera en él una reformulación de las ideas expuestas las cuales se enriquecían
en esta especie de bumerán verbal. Reconocía don Miguel su impetuosidad por
llevar la palabra en una “conversación”,
lógicamente del lado de él; la no permisión alguna cuando tenía la palabra era
en él también un mal hábito, una impertinencia de la cual nunca pudo sacudirse.
“Se me resiste la oración mental. Es tal mi hábito libresco que sólo
concibo pensamientos y propósitos piadosos leyendo, como comentario de lo que
leo, y me veo forzado a cristalizarlos escribiéndolos. ¡Estudiar para escribir!
Este es el fin del intelectualismo! ¡pensar para producir pensamientos! El
terrible círculo vicioso de nuestra economía trasladado al mundo espiritual. No
se piensa para sí, para la propia salvación, no se medita, se piensa. Se piensa
para producir pensamientos. Se medita rezando, se piensa leyendo. Meditar es
considerar con amor fija y recogidamente un misterio, un mismo misterio,
procurando llegar a su esencia amorosa, a su centro vivífico; pensar es
establecer relaciones entre ideas diversas. El más alto grado de la meditación
es el éxtasis, el del pensamiento la construcción de un sistema filosófico.
Meditando se hace uno mejor, más santo, pensando más sabio.
En nuestra triste economía se produce para consumir y se consume para
producir, en terrible círculo vicioso, como si no hubiéramos de morir. Y en
nuestra vida mental todo se vuelve producir ideas o imágenes nuevas para poder
consumiéndolas estéticamente producir otras nuevas. De aquí el terrible
literatismo.
Cuando se ha meditado mucho en un misterio sacando de tal meditación
propósitos que nos hacen ser más virtuosos, nuestra virtud llega a ser un
hábito cuyo eje y fundamento es el misterio meditado.
He sido muy hablador porque necesita hablar mi pensamiento y la palabra
material me lo excitaba. Pensaba en voz alta. Haciendo esfuerzos por transmitir
a otros mis ideas me las formulaba y descubría a mí mismo y las desarrollaba.
De aquí resultaba mi impertinencia de llevar siempre la palabra, de interrumpir
y no soportar interrupciones, de querer dar el tema de conversación y hacer de
esta monólogo.”
(“Diario Íntimo”, apartado Cuaderno 4; XXIX)
(“Diario Íntimo”, apartado Cuaderno 4; XXIX)
Miguel de Unamuno, nació en Bilbao, España en setiembre de 1864. |
“Y bien, se me dirá, ¿Cuál es tu religión? Y yo responderé: mi religión
es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no
he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e
incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper
del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo
transigir con aquello del Inconocible – o Incognoscible, como escriben los
pedantes- ni con aquello otro de “de aquí no pasarás”. Rechazo el eterno
ignorabimus. Y en todo caso quiero trepar a lo inaccesible. (…)
En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta,
y como no la tengo no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y
transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el
sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo, sin atenerme a dogmas
especiales de esta o de aquella confesión cristiana. (…)
Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales –la
ontológica, la cosmológica, la ética, etc.- de la existencia de Dios no me
demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios me
parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto
estoy con Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los zapateros en
términos de zapatería.
Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios,
pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de
una superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si
creo en Dios, o por lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que
Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y
a través de Cristo y de la historia. Es cosa de corazón. (…)
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de
penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo.
Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten
¡paradoja! Los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca
cosa en el orden de la cultura –y cultura no es lo mismo que civilización- de
aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto y sólo
lo estudian en su aspecto social o político.”
(en… “Mi religión”, págs. 10 - 13; Salamanca, noviembre 6 de 1907)
(en… “Mi religión”, págs. 10 - 13; Salamanca, noviembre 6 de 1907)
II
Unamuno cuando siente
coactada su libertad de pensamiento estalla como una granada de palabras
punzantes. Es como Nietzsche al final de su Anticristo, no habla, grita. Sus esperanzas en aquellos hombres o
pueblos de pereza mental, son nulas. Espera menos aún de aquellos que dicen: “todo eso no son sino fábulas y mitos, al
que se mueren lo entierran, y se acabó”.
“Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos,
removerles el poso del corazón, angustiarlos si puedo. Lo dije ya en mi Vida de
Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que
busquen ellos como yo busco, que luchen como lucho yo, y entre todos algún pelo
de secreto arrancaremos a Dios, y por lo menos esa lucha nos hará más hombres,
hombres de más espíritu.
Para esta obra –obra religiosa- me ha sido menester en pueblos como
estos pueblos de lengua castellana, carcomidos de pereza y de superficialidad
de espíritu, adormecidos en la rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo
librepensador o cientificista, me ha sido preciso aparecer unas veces impúdico
e indecoroso, otras duro y agresivo, no pocas enrevesado y paradójico. En
nuestra menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del
corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los escritores
temían ponerse en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos que soportan
en medio de la calle una afrenta por temor al ridículo de verse con el sombrero
por el suelo y presos por un polizonte. Yo, no; cuando he sentido ganas de
gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta es una de las cosas
que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos, tan
correctos, tan indisciplinados hasta cuando predican la incorrección y la
indisciplina. Los anarquistas literarios se cuidan, más que de otra cosa, de la
estilística y de la sintaxis. Y cuando desentonan, lo hacen entonadamente; sus
desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando he sentido un dolor he gritado y he gritado en público. Los
salmos que figuran en mi volumen de Poesías no son más que gritos del corazón,
con los cuales he buscado hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones
de los demás. Si no tienen esas cuerdas o si las tienen tan rígidas que no
vibran, mi grito no resonará en ellas y declararán que eso no es poesía,
poniéndose a examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente
el grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el
que no tenga ni corazón ni hijos se queda en eso.
Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí hay,
son mi religión, y mi religión cantada y no expuesta lógica y razonadamente. Y
la canto, mejor o peor, con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no la
puedo razonar. Y el que vea raciocinio y lógica y método y exégesis más que
vida en esos mis versos, porque no hay en ellos faunos, dríales, silvanos,
nenúfares, “absintios” (o sea ajenjos), ojos glaucos y otras garambainas más o
menos modernistas, allá se quede con lo suyo, que no voy a tocarle el corazón
con arco de violín ni con martillo.
De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y
quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren
alguna vez a oírme: “Y este señor, ¿qué es?” Los liberales o progresistas
tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por
supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos
me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros por un
pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es
una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los
tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios.
Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbrarse
después que se le ha sermoneado cuatro horas volver a las andadas, los
preguntones, si leen esto volverán a preguntarme: “Bueno, ¿pero qué soluciones
traes?” Y yo para concluir les diré que si quieren soluciones acudan a la
tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi empeño
ha sido, es y será que los que me lean piensen y mediten en las cosas
fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he
buscado siempre agitar y a lo sumo sugerir más que instruir. Ni yo vendo pan,
no es pan, sino levadura o fermento”.
(en… “Mi religión”, págs. 13-15)
(en… “Mi religión”, págs. 13-15)
Unamuno, en la Guerra Civil Española apoyó la insurrección nacionalista. |
“Otro hecho notable que conmovió las líneas de batalla fue el cambio de
actitud de los más eminentes intelectuales de la España anterior a la guerra.
En su mayor parte se encontraban en la España republicana al ocurrir el
alzamiento. Firmaron un manifiesto en el que se pedía apoyo para la República.
Las firmas de este manifiesto incluían las del médico y biógrafo doctor
Marañón, el embajador y novelista Pérez de Ayala, el historiador Menéndez
Pidal, y el prolífico escritor y filósofo José Ortega y Gasset. Sin embargo, el
efecto de las atrocidades republicanas y de la creciente influencia de los
comunistas hizo que estos hombres, que habían tenido una parte tan importante
en la creación de la República en 1931, aprovecharan cualquier oportunidad que
tuvieran a su alcance para marchar al extranjero. Una vez allí, retiraron su
apoyo a la República. Un camino enteramente contrario fue el seguido por el
filósofo vasco Miguel de Unamuno, autor de El sentido trágico de la vida y
portaestandarte de la generación del 98. Como rector de la Universidad de
Salamanca, se encontró al principio de la guerra civil en territorio
nacionalista. Todavía el 15 de septiembre, continuaba apoyando al movimiento
nacionalista en “su lucha por la civilización contra la tiranía”. Pero el 12 de
octubre había cambiado. En esta fecha, día de la Fiesta de la Raza, se celebró
una gran ceremonia en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Estaba
presente el obispo de Salamanca. Se encontraba allí el gobernador civil. Asistía
la señora de Franco. Y también el general Millán Astray. En la presidencia
estaba Unamuno, rector de la Universidad. Después de las formalidades
iniciales, Millán Astray atacó violentamente a Cataluña y a las provincias
vascas, describiéndolas como “cánceres en el cuerpo de la nación. El fascismo,
que es el sanador de España, sabrá cómo exterminarlas, cortando en la carne
viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimientos”. Desde fondo del
paraninfo, una voz gritó el lema de Millán Astray: “¡Viva la muerte!” Millán
Astray dio a continuación los habituales gritos excitadores del pueblo:
“¡España!”, gritó. Automáticamente, cierto número de personas contestaron:
“¡Una!”, “¡España!”, volvió a gritar Millán Astray. “¡Grande!”, replicó su
auditorio, todavía algo remiso. Y al grito final de “¡España!” de Millán
Astray, contestaron sus seguidores “¡Libre!”. Algunos falangistas, con sus
camisas azules, saludaron con el saludo fascista al inevitable retrato sepia de
Franco que colgaba de la pared sobre la silla presidencial. Todos los ojos
estaban fijos en Unamuno, que se levantó lentamente y dijo: “Estáis esperando
mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en
silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede
ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al
discurso – por llamarlo de algún modo- del general Millán Astray que se
encuentra entre nosotros. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su
repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en
Bilbao. El obispo –y aquí Unamuno señaló al tembloroso prelado que se
encontraba a su lado - lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en
Barcelona.” Se detuvo. En la sala se había extendido un temeroso silencio.
Jamás se había pronunciado discurso similar en la España nacionalista. ¿Qué
iría a decir a continuación el rector? “Pero ahora – continuó Unamuno- acabo de
oír el necrófilo e insensato grito, “Viva la muerte”. Y yo, que he pasado mi
vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las
comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula
paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es
preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra.
También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente
demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me
atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de
la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de
Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se
multiplican los mutilados a su alrededor”. En este momento, Millán Astray no se
pudo detener por más tiempo, y gritó: “¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la
muerte!”, clamoreado por los falangistas. Pero Unamuno continuó: “Este es el
templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su
sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no
convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais
algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que
penséis en España. He dicho”. Siguió una larga pausa. Luego, con un valiente
gesto, el catedrático de derecho canónico salió a un lado de Unamuno, y la
señora de Franco al otro. Pero esta fue la última clase de Unamuno. En
adelante, el rector permaneció arrestado en su domicilio. Sin duda hubiera sido
encarcelado, si los nacionalistas no hubieran tenido las consecuencias de tal
hecho. Unamuno moría con el corazón roto de pena el último día de 1936. La
tragedia de sus últimos meses constituyó la expresión natural de una sociedad
en la que, por ley publicada en septiembre, todos los libros de “tendencias
socialistas o comunistas habían de ser destruidos como medida de salud
pública”. En diciembre, todos estos libros, o cualesquiera en los que se
tratase de materias “generalmente subversivas”, hubieron de ser entregados a
las autoridades en un plazo de cuarenta y ocho horas.
(en... “La Guerra Civil Española”, Hugh Thomas; págs. 294 - 295 – Editions Ruedo ibérico, 1962)
(en... “La Guerra Civil Española”, Hugh Thomas; págs. 294 - 295 – Editions Ruedo ibérico, 1962)
Unamuno en su biblioteca. |
“Primero la verdad en la vida.
Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más corroborada en mí
cuanto más tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un hombre deber ser la
sinceridad. El vicio más feo es la mentira, y sus derivaciones y disfraces, la
hipocresía y la exageración. Preferiría el cínico al hipócrita, si es que aquél
no fuese algo de éste.
Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre y en cada
caso la verdad, la desnuda verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable
la tierra, pero acabaríamos pronto por entendernos como hoy no nos entendemos.
Si todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos
desnudas las almas, nuestras rencillas y reconomios todos fundiríanse en una
inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos por santo, pero
también las blancuras de aquel a quien estimamos un malvado.
Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios nos
ordena, sino que es preciso, además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo
mismo. Pues el progreso de la vida espiritual consiste en pasar de los
preceptos negativos a los positivos. El que no mata, ni fornica, ni hurta, ni
miente, posee una honradez puramente negativa y no por ello va camina de santo.
No basta no matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta
no fornicar, sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no
hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y las
de los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad”.
(en “Verdad y Vida”, págs. 17.18, Salamanca, Febrero de 1908)
(en “Verdad y Vida”, págs. 17.18, Salamanca, Febrero de 1908)
La lectura de “Pueblo enfermo”, del boliviano Alcides
Arguedas, lo lleva a reflexionar sobre la envidia, tema central de una de las
novelas de Unamuno, “Abel Sánchez”:
“Otra vez más voy a referirme al tan sugerente libro Pueblo enfermo, del
boliviano A. Arguedas, y es que ese pueblo enfermo que Arguedas nos describe no
es sólo –creo haberlo dicho- el pueblo boliviano. Este pueblo sirve de caso
demostrativo, pero el enfermo es mucho más amplio.
En la pintura que Arguedas nos da de esas sociedades de tierras adentro,
muy internadas, lejos de frecuente contacto vivo con otros pueblos, de esas
sociedades provincianas esclavas de la rutina, se echa de ver más de una vez la
acción del odio y de la envidia. (…)
En el capítulo IV de su obra, tratando del carácter nacional boliviano,
dice Arguedas que en esa sociedad que vive entre grandes diferencias étnicas y
desparramada en poblaciones muy distantes unas de otras, lo que antes salta a
la vista es el espíritu de intolerabilidad: el odio. El prologuista de
Arguedas, Ramiro de Maeztu, ha hecho notar muchas veces que el odio es una de
las características más señaladas de nuestra sociedad española provinciana.
Aquí nadie puede aguantar a nadie; aquí no podemos aguantarnos a nosotros
mismos. “¡Ese hombre me carga!”, he aquí una frase – y aun en forma más
enérgica, pero que por su grosería no puedo estampar aquí- que oímos a cada
paso. Aquí, en general, carga el hombre, el verdadero hombre, el que tiene
fisonomía propia. Aquí lo mismo que en Bolivia.
“Todo el que triunfa en cualquier esfera – dice Arguedas –engendra en
otros, no sólo odio violento, sino una envidia incontenible, o mejor, la
envidia genera el odio. Aspírase a una nivelación completa y absoluta. Quien
sobresale, aunque sea una línea, sobre un conjunto así modelado, en vez de
simpatía, despierta agresiva irritabilidad.”
(en… “La envidia hispánica”, págs. 45-47; Salamanca, Mayo de 1909)
(en… “La envidia hispánica”, págs. 45-47; Salamanca, Mayo de 1909)
Unamuno se hace una
autocrítica al decir que pensaba, pero no meditaba y que por eso buscaba la
compañía y huía de la soledad. Pero que llegó el día en que empezó a meditar lo
que había pensado, y a verle el fondo y el alma y que por eso comenzó a amar y
desea la soledad. Unamuno hace del apotegma de Scheller un apostolado: “nadie es más fuerte que quien está solo”.
Y con éste celebra a uno de sus favoritos, el noruego Ibsen, el solitario, el
fuerte:
“Ibsen, el gran desdeñoso, - desdeñoso como Carducci, otro espíritu
radiante que acaba de sumergirse en las sombras de la muerten-, Ibsen no fue lo
que aquí llamamos un literato, no, no lo fue. Ibsen forjó su espíritu en el
duro yunque de la adversidad, lejos de las embrutecedoras tertulias de los
cotarros literarios, desterrado y solo, solo y lleno de fe en sí mismo y en el
porvenir, solo y fuera de esa república de las letras que no pasa de ser una
feria de gitanos y chalanes. Ibsen no derogó, no entro en el vil cambalacheo de
los bombos ni en el degradante hoy por mí y mañana por ti, sino que esperó tranquilo,
no su hora, sino la hora de su obra, la hora de Dios, sin impaciencias y sin
desfallecimientos. Esperó a que hiciera su pueblo de lectores recogidos en vez
de hacerse al disipado público desde luego. Y así fue su vejez como ha sido la
de Carducci, una solemne puesta de sol en claro cielo, sobre los fiordos de su
patria coronados por nubes en ascuas de oro. Su vida fue un poema dramático de
bravía independencia, así como la de Kierkegaard, su maestro, había sido un
poema trágico de heroica soledad. La soledad es la solución favorita en los
dramas ibsenianos, la soledad es el refugio de aquellas almas robustas y
soberbias que pasan cortando el mar muerto de las muchedumbres que bajo el yugo
de la rutina se ocupan en crecer y multiplicarse satisfaciendo a la carne
esclavizadora y estúpida”.
(en… “Ibsen y Kierkeegard”, págs. 59 - 60)
(en… “Ibsen y Kierkeegard”, págs. 59 - 60)
Unamuno en su exilio forzoso en Fuerteventura |
El hecho de que muchas
personas procedentes de Madrid lo visiten en su retiro de Salamanca y le
comenten la proliferación de “pornografía” en los teatros, lleva al bilbaíno a
reflexionar sobre el tema:
“Y todo esto coincide, como es natural, con el más horrible
amodorramiento del espíritu público. Pocas veces ha estado más acorchada que
ahora el alma de nuestro pueblo. Parece no importarle cosa alguna de nada
importante. Aterra su indiferencia frente a los más graves problemas de la vida
social. Diríase que carecemos de vida social, lo cual equivale, en el fondo, a
carecer de civilización.
Y esas dos cosas, el desarrollo de la sensualidad sexual y el
acorchamiento de la vida del espíritu van de par.
Son no pocos los literatos que siempre que hablan de libertad no
entienden apenas otra cosa que la libertad de usar de las mujeres de cualquier
modo, la libertad de la licencia sexual, o ése se llama el amor libre. Cada vez
que el Gobierno trata de poner coto a ese desenfreno le reprochan de
reaccionario y gazmoño, como si un espíritu profundo y arraigadamente liberal,
enamorado del progreso y de la libertad de conciencia, no pudiera ver en ese
desenfreno el aliado de la servidumbre.
Sí, la lujuria es aliada de la tiranía. La que llaman los teólogos
moralistas concupiscencia de la carne suele ahogar la llamada también por ellos
soberbia del espíritu. Los hombres cuya preocupación es lo que llaman gozar de
la vida –como si no hubiese otros goces- rara vez son espíritus independientes
y elevados. Viven, por lo común, esclavos de sus rutinas y de sus
supersticiones.
Y ello nada tiene de particular. La obsesión sexual en un individuo
delata más que una mayor vitalidad, una menor espiritualidad. Los hombres
mujeriegos son de ordinario de una mentalidad muy baja y libres de inquietudes
espirituales. Su inteligencia suele estar en el orden de la inteligencia del
carnero, animal fuertemente sexualizado, pero de una estupidez notable. Y aquí os
hago gracia del cuento de la viuda aquella que al llamarle la atención sobre el
bajo nivel intelectual de un garrido y robusto mocetón con quien iba a casarse,
replicó: “Para lo que yo le quiero…”
Tomad a don Juan Tenorio, al fanfarrón de don Juan Tenorio, y decidme si
habéis encontrado en el mundo de la ficción un personaje más necio y que os
suelte tantas tonterías como él. No hay reunión de hombres inteligentes y
cultos en que se pueda soportar más de diez minutos a don Juan Tenorio. hay que
echarlo a puntapiés. Apesta con sus bravatas y con sus aires de guapo.
Y estad seguros de que si don Juan Tenorio hubiera vivido hasta llegar a
edad respetable, habría acabado en un ser sesudo conservador, defensor del
orden social, de la libertad “bien entendida” y de las venerandas tradiciones
de nuestros mayores y miembro de cualquier piadosa cofradía”.
(en… “Sobre la lujuria”, págs. 94-95; Salamanca, Marzo de 1907)
(en… “Sobre la lujuria”, págs. 94-95; Salamanca, Marzo de 1907)
La lectura frecuente de
Unamuno me sirvió para conocer la vena ideológica e intencional del vascuence,
analizar sus fundamentos y, en algunos casos, las contradicciones que se
percibe entre estos; toda una trayectoria serpenteante la de su hondo
pensamiento. Resalta en Unamuno un sentimiento religioso, amalgama de esperanza
y desolación. Él, que pasó más de cincuenta años buscando la verdad entre su
corazón y su razón, terminó muchas veces llorando ante su propia impotencia,
buscando luces en su desesperanza, encontrándose como muchas veces en un mar de
controversias y reflexiones.
“Sí, mientras el mundo se alegra yo me entristezco con dudas y
cavilaciones y pesares. ¿Son dolores de parto espiritual? Ha venido mi hora; la
emoción de la muerte, aquellas noches de angustia, me han revelado el fruto que
llevaba en las entrañas de un espíritu. Dame, Jesús mío, que te vea nacer en
mí, y me olvidaré de tanta angustia”.
Diario Íntimo (Cuaderno 2; apartado LVIII)
Su activismo espiritual,
esa forma de emplear la voluntad frecuentemente para conseguir la verdad, lo
llevó a una lucha agónica (como el propio Unamuno diría), siempre con un “querer esperar”, como llamaba él a la
esperanza. En uno de sus textos más controversiales escribe el escritor vasco:
“Mi religión – escribía en 1907 – es buscar la verdad en la vida y la
vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva;
mi religión es luchar con Dios desde el romper el alba hasta caer la noche,
como dicen que con Él luchó Jacob… Sólo espero… de los que luchan descanso por
la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.”
(Mi religión. Ens., II, 296 y 299)
Unamuno en su casa en Salamanca, 1925. |
LA ORACION DEL ATEO
Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi alma endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
Existiría yo también de veras.
En su “Diario Íntimo”, escribe Unamuno:
“Del fondo del dolor, de la miseria, de la desgracia, brota la santa
esperanza en una vida eterna, esperanza que dulcifica y santifica al dolor. Del
seno de la vida fácil y grata brota la desesperación de hundirse en la nada.
Hay aunque parezca paradoja, la infelicidad de la felicidad. Los que viven en
el bienestar y el goce gustan el amargo fruto del Spleen, del aburrimiento, de
la desesperación”.
(Cuaderno 2; apartado LIII)
Esta paradoja aparece
también en su soneto “Razón y fe”,
donde Unamuno pone de manifiesto esa lucha interna entre esa razón que lo
encaminaba en cierto sentido, con ese “algo”
que asciende del fondo mismo de sus entrañas y que le habla de su ansia de
inmortalidad. Ese “algo” constituye
para él lo verdaderamente vital, ya que considera que todo lo racional es
antivital.
RAZÓN Y FE
Levanta de la fe el blanco estandarte
sobre el polvo que cubre la batalla
mientras la ciencia parlotea, y calla
y oye sabiduría y obra el arte.
Hay que vivir, y fuerza es esforzarte
a pelear contra la vil canalla
que se anima al restalle de la tralla,
¡y hay que morir!, exclama. Pon tu parte
y la de Dios espera, que abomina
del que cede. Tu ensangrentada huella
por los mortales campos encamina
hacia el fulgor de tu eternal estrella;
hay que ganar la vida que no fina,
con razón, sin razón o contra ella.
Sus crisis espirituales
parecen darse un descanso cuando escribe el soneto “En la mano de Dios”. Ese tránsito de la vida hacia el “sueño eterno” es también en esta
composición un liberarse del pensamiento que lo oprime. Catalina de Siena
afirmaba que las acciones del Salvador son de tal modo fecundas en enseñanzas
que, meditándolas con fijeza, cada uno encuentra en ellas el alimento que a la
salud de su alma más conviene, y que es provechoso presentar varios sentidos a
fin de que cada uno tome el que más le convenga. En su soneto “En la mano de Dios”, Unamuno parece
sentir cierto consuelo, algo similar a un paliativo para un enfermo con cáncer
terminal.
EN LA MANO DE DIOS
Na mâo de Deus, na sua mâo direito.
ANTERO DE QUENTAL (Soneto)
Cuando, Señor, nos besas con tu beso
que nos quita el aliento, el de la muerte,
el corazón bajo el aprieto fuerte
de tu mano derecha queda opreso.
Y en tu izquierda, rendida por su peso
quedando la cabeza, a que reviente
el sueño eterno, aún lucha por cogerte
al disiparse su angustiado seso.
Al corazón sobre tu pecho pones
y como en dulce cuna allí reposa
lejos del recio mar de las pasiones,
mientras la mente, libre de la losa
del pensamiento, fuente de ilusiones,
duerme al sol en tu mano poderosa.
III
Diario Íntimo de Unamuno. |
Y ¡oh! maravilla con lo que me encuentro. Dice don Miguel en su “Diario íntimo”:
“De la muerte.
Si se anunciara el fin del mundo para un día cualquiera de aquí a
cincuenta años ¿en qué estado no caerían los espíritus? Pues para cada uno de
nosotros la muerte es el fin del mundo, entonces el sol se nos oscurecerá, los
sonidos todos enmudecerán, las cosas todas se nos licuarán en la nada.”
(Cuaderno 2, apartado VI)
Tantos años
(cuarentaicuatro años) esperando esa confirmación y que mejor si viene de ese
vasco profundo y reflexivo.
“¡Lógica, lógica! La lógica nos hace sacar consecuencias de los
principios establecidos, de los datos, de las premisas, pero no nos da nuevas
premisas ni nuevos principios. Pedir lógica es pedir que no nos salgamos de
esos principios que la razón da. Y ¿por qué he de vivir esclavo de ellos?
No, no quiero ser lógico, porque se me han abierto otros principios y no
por la lógica. En nombre de la lógica condenaría a un pueblo de sordos al único
que oyera, sin que hubiese medio de que éste las convenciese. ¡Que sea lógico
con mis antecedentes! Y ¿por qué no he de ser lógico con mi corazón? ¿Es que
mis antecedentes valen más que mi corazón? La lógica suele ser otra forma de la
esclavitud para con el mundo, suele ser esa esclavitud idealizada.
No se trata de lógica, se trata de primeros principios. Y los primeros
principios no vienen por la lógica. No es la lógica la que nos da las intuiciones
sobre que opera. El único papel de la lógica en un ciego de nacimiento que
cobra vista es concordar sus nuevas impresiones con el sistema de las antiguas,
rectificando la interpretación, de éstas. Tal es el papel de la lógica en la fe.
Y he aquí como yo que huía de todo intelectualismo volveré a caer en él.
Maté mi fe por querer racionalizarla, justo es que ahora vivifique con ella mis
adquisiciones racionales, y emplee en esta labor mi tiempo. Todo esto es para
volverme loco”.
(Cuaderno 2; apartado LIX)
Si hay algo que he
aprendido y que me resulta incuestionable es que la religión no se sostiene
sobre un sistema racional de evidencias, sino que sobrevive por una necesidad
humana inherente a ella como lo es el alimento o el agua. Si le diéramos a esta
humanidad las evidencias de que su Cristo no ascendió a ningún cielo, los
creyentes nos harían a un lado y no nos creerían. Algunos quizá cederían a sus
creencias irracionales ilógicas, a esas que se sostienen sólo por una fe
recalcitrante; pero la mayoría se mantendría en sus cuatro y las religiones
sobrevivirían por siempre; estas religiones son como la droga que siempre está
al alcance del adicto para que nunca salga de su infierno. Me quedo con la
lógica, pero no con la lógica natural que prescinde del auxilio de la ciencia.
La fe carece muchas veces de lógica, y más cuando se trata de temas religiosos.
“La niñez. Se me ha ocurrido muchas
veces que son los justos de Sodoma,
por los que Dios no nos destruye.
“Dejad que los niños se acerquen a mí”.
“El que no se hiciere como uno de estos pequeñuelos
no entrará en el reino de los cielos”.
(Cuaderno 1, apartado XXVI)
Pienso en Marcial Maciel
Degollado, en ese monstruo infecto, despreciable y ruin, acusado de
drogadicción y de varios abusos sexuales a menores. Pienso en ese monstruo
ensotanado que presenta su congregación religiosa Regnum Christi a Juan Pablo II como una milicia pletórica por una
religiosidad fanática; y pienso en la bendición que el Papa le dio a pesar de
las evidencias que condenaban a Maciel.
Pienso en los niños
muertos en Irak y me viene la imagen de la fotografía de Adem Hadei, de la
agencia estadounidense Associated Press; esa foto que registra el momento en
que una madre ve a su hijo adolescente en uno de los atestados hospitales de la
ciudad de Baquba.
Pienso en la fotografía
tomada por el reportero turco Mustafá Bozdemir, donde se ve a la señora Kezban
Ozer llorando al pie de sus cinco hijos, muertos a causa de un deslizamiento de
tierra provocado por el terremoto de 7.1 grados en la escala de Richter que
sacudió la Anatolia oriental, en Turquía.
Pienso en ese Dios
insensible que cómodamente debe estar viendo cómo se viene abajo su hermosa
Creación.
Miércoles 5 de mayo. S. Juan. XVI.
“Es necesario que yo vaya, porque si yo no fuese, el Consolador no
vendría a vosotros; mas si yo fuese os lo enviaré.”
Cristo no quedó; se fue. Y como no le vemos, le vemos por la fe,
creyendo en él a quien no vemos, gracias al Espíritu que nos ha enviado.
¿Pides señal? Si tuvieras señal, no tendrías al Consolador.
¡Felices los que no vieron y creyeron!
La ausencia de Cristo visible es la condición de la asistencia del
Espíritu Santo, porque se fue aquel ha venido éste.
El pedir señal ¿no es señal? ¿Quién te mueve a pedir señal?
Y aun así volveré a caer en el mismo mar y en su resaca.
“Y cuando él viniere acusará al mundo de pecado, y de justicia y de
juicio. De pecado, porque no creyó en mí.”
El querer creer ¿no es principio de creer? El que desea fe y la pide ¿no
es que la tiene ya aunque no lo sepa?
Estuvo un poco en el mundo y ya no le vemos, pero otra vez otro poquito,
el breve soplo de la vida, y le veremos, porque se fue al Padre, y está en El,
a donde iremos a verle.
“Y conoció Jesús que le querían preguntar, y díjoles: ¿Preguntáis entre
vosotros esto que dije: un poquito y no me veréis, y otra vez un poquito y me veréis?
De cierto os digo que vosotros llorareis y os lamentareis, y el mundo se
alegrará; empero aunque vosotros estaréis alegres, vuestra tristeza se tornará
en gozo. La mujer cuando pare, tiene dolor, porque es venida su hora; mas
después que ha parido un niño ya no se acuerda de la apretura, por el gozo de
que haya nacido un hombre en el mundo. También, pues, vosotros ahora, a la
verdad, tenéis tristeza; mas otra vez os veré y se gozará vuestro corazón y
nadie quitará de vosotros vuestro gozo.”
Sí, mientras el mundo se alegra yo me entristezco con dudas y
cavilaciones y pesares. ¿Son dolores de parto espiritual? Ha venido mi hora; la
emoción de la muerte, aquellas noches de angustia, me han revelado el fruto que
llevaba en las entrañas de mi espíritu. Dame, Jesús mío, que te vea nacer en
mí, y me olvidaré de tanta angustia.
No bajó Cristo como aparición, no tomó carne mortal de modo milagroso y
apareciendo ya un hombre maduro cumplió su obra. Habría sido una fantasma y no
una realidad. Nació, nació niño y vivió niño, vivió treinta años en la
oscuridad, oculto, vida humana, sin hacer más que vivirla. La niñez de Cristo
es uno de los más instructivos misterios.
(Cuaderno 2; apartado LVIII)
(Cuaderno 2; apartado LVIII)
Miguel de Unamuno en una conferencia. |
¡Felices aquellos cuyos días son todos iguales! Lo mismo les es un día
que otro, lo mismo un mes que un día y un año lo mismo que un mes. Han vencido
al tiempo; viven sobre él y no sujetos a él. No hay para ellos más que las diferencias
del alba, la mañana, el medio día, la tarde y la noche; la primavera, el estío,
el otoño y el invierno. Se acuestan tranquilos esperando al nuevo día y se
levantan alegres a vivirlo. Vuelven todos los días a vivir el mismo día. Rara
vez se forman idea de su Señor porque viven en él, y no lo piensan, sino que lo
viven. Viven a Dios, que es más que pensarlo, sentirlo o quererlo. Su oración
no es algo que se destaca y separa de sus demás actos, ni necesitan recogerse
para hacerla, porque su vida toda es oración. Oran viviendo. Y por fin mueren
como muere la claridad del día al venir la noche, yendo a brillar en otra
región.
¡Santa sencillez! Una vez perdida no se recobra.
(Cuaderno 3; apartado V)
Más que la sencillez se
percibe el conformismo, la chatura de ideas, el desprecio a la reflexión, la
indiferencia al cuestionamiento donde germina la duda que enriquece el
pensamiento. Más que la Santa sencillez la medianía, la mediocridad que
embrutece, la grisura que atrofia la racionalidad del hombre convirtiéndolo en
un borrego, en un conformista que nace, come, duerme y muere como lo podría
hacer una mosca o una sanguijuela. Esa Santa sencillez puede ser la negación de
la razón del hombre, del ser que aspira al conocimiento que dignifica su
condición de ser.
Otra de las ideas clave
de Unamuno es la contraposición entre la fe y la razón. Esta idea la explicará
en uno de sus más profundos ensayos: “Del
sentimiento trágico de la vida”. Se plantea allí en toda su amplitud el
tema de la inmortalidad y el conflicto entre la razón y la fe, entre la lógica
y la vida, entre la inteligencia y el sentimiento. Fe y razón se hallan en
lucha continua; pero el hombre no puede prescindir de ninguna de las dos:
“Razón y fe son dos enemigos que no pueden sostenerse el uno sin el
otro.
Tienen que apoyarse uno en otro y asociarse. Pero asociarse en lucha, ya
que la lucha es un modo de asociación… Es menester esa lucha entre el corazón y
la cabeza, entre el entendimiento y la inteligencia, y en que aquél diga ¡Sí!
Mientras esta dice ¡No!, y ¡No! cuando la otra diga ¡Sí!; en esto y no en
ponerlas de acuerdo consiste la fe fecunda y salvadora.”
(en: “Del sentimiento trágico de la vida”)
Para Unamuno el punto de
partida efectivo de toda filosofía y de toda religión – y que constituye el
sentimiento trágico de la vida – está en el ansia de no morir, el hambre de
inmortalidad personal:
“¿De dónde vengo yo y de dónde viene el mundo en que vivo y del cual
vivo? ¿Adónde voy y adónde va cuanto me rodea? ¿Qué significa esto? Tales son
las preguntas del hombre, así que se liberta de la embrutecedora necesidad de
tener que sustentarse materialmente. Y si miramos bien, veremos que debajo de
esas preguntas no hay tanto de deseo de conocer un porqué como el de conocer el
para qué; no de la causa, sino de la finalidad. Conocida es la definición que
de la filosofía daba Cicerón llamándola “ciencia de lo divino y de lo humano, y
de las causas en que ellos se contienen” rerum divinarum et humanarum,
causarumque quibus hae res continentur; pero en realidad, esas causas son, para
nosotros, fines. Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Sólo
nos interesa el por qué en vista del para qué; sólo queremos saber de dónde
venimos, para mejor poder averiguar adónde vamos.
Esa definición ciceroniana, que es la estoica, se halla también en aquel
formidable intelectualista que fue Clemente de Alejandría, por la Iglesia
Católica canonizado, el cual la expone en el cap. V del primero de sus
Stromata. Pero este mismo filosofo cristiano –¿cristiano?- en el cap. XXII de
su cuarto stroma, nos dice que debe bastarle al gnóstico, es decir, al
intelectual, el conocimiento, la gnosis, y añade: “y me atrevería a decir que
no por querer salvarse escogerá el conocimiento el que lo siga por la divina
ciencia misma; el conocer tiende, mediante el ejercicio, al siempre conocer;
pero el conocer siempre, hecho esencia del conociente por continua mezcla y
hecho contemplación eterna queda sustancia viva; y si alguien por su posición
propusiese al intelectual qué prefería, o el conocimiento de Dios o la
salvación eterna, y se pudieran dar estas cosas separadas, siendo, como son,
más bien una sola, sin vacilar escojería el conocimiento de Dios.” Que El, que
Dios mismo, a quien anhelamos gozar y poseer eternamente, nos libre de este
gnosticismo o intelectualismo clementino.
¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y
adónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme
del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero,
¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido. Y hay tres soluciones: a)
o sé que me muero del todo, y entonces la desesperación irremediable, o b) sé
que no muero del todo, y entonces la resignación, o c) no puedo saber ni una ni
otra cosa, y entonces la resignación en la desesperación o ésta en aquélla, una
resignación desesperada, o una desesperación resignada, y la lucha.
“Lo mejor es – dirá algún lector – dejarse de lo que no se puede
conocer.” ¿Es ello posible? En su hermosísimo poema “El sabio antiguo” (The
ancient sage) decía Teunyson: “No puedes probar lo inefable (The Nameless), oh
hijo mío, ni puedes probar el mundo en que te mueves; no puedes probar que eres
cuerpo sólo, ni puedes probar que eres sólo espíritu, ni que eres ambos en uno,
no puedes probar que eres inmortal, ni tampoco que eres mortal; sí hijo mío, no
puedes probar que yo, que contigo hablo, no eres tú que hablas contigo mismo,
porque nada digno de probarse puede ser probado ni des-aprobado, por lo cual sé
prudente, agárrate siempre a la parte más soleada de la duda y trepa a la Fe
allende las formas de la Fe!” Sí, acaso, como dice el sabio, nada digno de
probarse puede ser probado ni des-aprobado
for nothing worthy proving can be proven,
nor yet disproven;
pero podemos entender a ese
instinto que lleva al hombre a querer conocer y sobre todo a querer conocer
aquello que a vivir, y a vivir siempre, conduzca. A vivir siempre, no a conocer
siempre como el gnóstico alejandrino. Porque vivir es una cosa y conocer otra,
y como veremos, acaso hay entre ellas una tal oposición que podamos decir que
todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional,
anti-vial. Y esta es la base del sentimiento trágico de la vida”.
(opus. cit; pág. 36-38)
(opus. cit; pág. 36-38)
Unamuno en Fuerteventura. |
“Y se crea a Dios, es decir, se crea a Dios a sí mismo en nosotros por
la compasión, por el amor. Creer en Dios es amarle y temerle con amor, y se
empieza por amarle aun antes de conocerle, y amándole es como se acaba por
verle y descubrirle en todo.
Los que dicen creer en Dios, y ni le aman ni le temen, no creen en Él,
sino en aquellos que les han enseñado que Dios existe, los cuales, a su vez con
harta frecuencia, tampoco creen en Él. Los que sin pasión de ánimo, sin
congoja, sin incertidumbre, sin duda, sin la desesperación en el consuelo,
creen creer en Dios, no creen sino en la idea Dios, mas no en Dios mismo. Y así
como se cree en Él por amor, puede también creerse por temor, y hasta por odio,
como creía en Él aquel ladrón Vanni Fucci, a quien el Dante hace insultarle con
torpes gestos desde el Infierno (Inf. XXV, 1, 3). Que también los demonios
creen en Dios, y muchos ateos.
¿No es, acaso, una manera de creer en Él esa furia con que le niegan y
hasta le insultan los que no quieren que le haya, ya que no logran creer en Él?
Quieren que exista como lo quieren los creyentes; pero siendo hombres débiles y
pasivos o malvados, en quienes la razón puede más que la voluntad, se sienten
arrastrados por aquélla, bien a su íntimo pesar, y se desesperan y niegan por
desesperación, y al negar, afirman y crean lo que niegan, y Dios se revela en
ellos, afirmándose por la negación de sí mismo.
Mas a todo esto se me dirá que enseñar que la fe crea su objeto es
enseñar que el tal objeto no lo es sino para la fe, que carece de realidad
objetiva fuera de la fe misma; como por otra parte, sostener que hace falta la
fe para contener o para consolar al pueblo, es declarar ilusorio el objeto de
la fe. Y lo cierto es que creer en Dios es hoy, ante todo y sobre todo, para
los creyentes intelectuales querer que Dios exista.
Querer que exista Dios, y conducirse y sentir como si existiera. Y por
este camino de querer su existencia, y obrar conforme a tal deseo, es como
creamos a Dios, esto es, como Dios se crea en nosotros, como se nos manifiesta,
se abre y se revela a nosotros. Porque Dios sale al encuentro de quien le busca
con amor y por amor, y se hurta de quien le inquiere por fría razón no amorosa.
Quiere Dios que el corazón descanse, pero que no descanse la cabeza, ya que en
la vida física duerme y descansa a veces la cabeza, y vela y trabaja el
corazón. Y así, la ciencia sin amor, nos aparta de Dios y el amor, aun sin
ciencia y acaso mejor sin ella, nos lleva a Dios, y por Dios a la sabiduría.
¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!
Y si se me preguntara cómo creo en Dios, es decir, cómo Dios se crea en
mí mismo y se me revela, tendré acaso que hacer sonreír, reír o escandalizarse
tal vez al que se lo diga.
Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño
y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me estruja, por tener
íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que me
traza mi propio destino. Y el concepto de la ley – ¡concepto al cabo! – nada me
dice ni me enseña.
Una y otra vez durante mi vida heme visto en trance de suspensión sobre
el abismo; una y otra vez heme encontrado sobre encrucijadas en que se me abría
un haz de senderos, tomando uno de los cuales renunciaba a los demás, pues que
los caminos de la vida son irrevertibles, y una y otra vez en tales únicos
momentos he sentido el empuje de una fuerza consiente, soberana y amorosa. Y
abrésele a uno luego la senda del Señor.
Puede uno sentir que el Universo le llama y le guía como una persona a
otra, oír en su interior su voz sin palabras que le dice: ¡Ve y predica a los
pueblos todos! ¿Cómo sabéis que un hombre que se os está delante tiene una
conciencia como vosotros, y que también la tiene, más o menos oscura, un animal
y no una piedra? Por la manera como el hombre, a modo de hombre, a vuestra
semejanza se conduce con vosotros, y la manera como la piedra no se conduce
para con vosotros, sino que sufre vuestra conducta. Pues así es como creo que
el Universo tiene una cierta conciencia
como yo, por la manera como se conduce conmigo humanamente, y siento que una
personalidad me envuelve.
Ahí está una masa informe; parece una especie de animal, no se le
distinguen miembros: sólo veo dos ojos, y ojos que me miran con mirada humana,
de semejante, mirada que me pide compasión, y oigo que respira. Y concluyo que
en aquella masa informe hay una conciencia. Y así, y no de otro modo, mira al
creyente el cielo estrellado, con mirada sobrehumana, divina, que le pide
suprema compasión y amor supremo, y oye en la noche serena la respiración de
Dios que le toca en el cogollo del corazón, y se revela a él. Es el Universo
que vive, sufre, ama y pide amor.
De amar estas cosillas de tomo que se nos van como se nos vinieron, sin
tenernos apego alguno, pasamos a amar las cosas más permanentes y que no pueden
agarrarse con las manos; de amar los bienes pasamos a amar el Bien; de las
cosas bellas, a la Belleza; de lo verdadero, a la Verdad, de amar los goces, a
amar la Felicidad, y, por último, a amar al Amor. Se sale uno de sí mismo para
adentrarse más en su Yo supremo; la conciencia individual se nos sale a
sumergirse en la Conciencia total de que forma parte, pero sin disolverse en
ella. Y Dios no es sino el Amor que surge del dolor universal y se hace
conciencia.
Aun esto, se dirá, es moverse en un cerco de hierro, y tal Dios no es
objetivo. Y aquí convendría darle a la razón su parte y examinar que sea eso de
que algo existe, es objetivo.
¿Qué es, en efecto, existir, y cuándo decimos que una cosa existe?
Existir es ponerse algo de tal modo fuera de nosotros, que precediera a nuestra
percepción de ello y pueda subsistir fuera cuando desaparezcamos. ¿Y estoy
acaso seguro de que algo me precediera o de que algo me ha de sobrevenir?
¿Puede mi conciencia saber que hay algo fuera de ella? Cuanto conozco o puedo
conocer está en mi conciencia. No nos enredemos, pues, en el insoluble problema
de otra objetividad de nuestras percepciones, sino que existe cuanto obra, y
existir es obrar.
Y aquí volverá a decirse que no es Dios, sino la idea de Dios, la que
obra en nosotros. Y diremos que Dios por su idea, y más bien muchas veces por
sí mismo. Y volverán a redargüirnos pidiéndonos pruebas de la verdad objetiva
de la existencia de Dios, pues que pedimos señales. Y tendremos que preguntar
con Pilato; ¿qué es la verdad?
Así preguntó, en efecto, y sin esperar respuesta, volvióse a lavarse las
manos para sincerarse de haber dejado condenar a muerte al Cristo. Y así
preguntan muchos qué es verdad? sin ánimo alguno de recibir respuesta, y sólo
para volverse a lavarse las manos del crimen de haber contribuido a matar a
Dios de la propia conciencia o de las conciencias ajenas”.
(en… “Del sentimiento trágico de la vida”, IX,
192-195)
Hay en la obra poética
de Unamuno un soneto escrito aproximadamente tres meses antes de morir, con
motivo de su cumpleaños y fechado en Salamanca el 29 de noviembre de 1936.
España se hallaba convulsionada por la Guerra Civil que llevaría al país a la
ruina desde 1936 a 1939. Vuelve en esta bella composición a temas que lo han
preocupado y atormentado desde siempre: la inmortalidad del alma, el misterio de
la otra vida, la existencia de Dios. Cada uno de nosotros, después de leer el
soneto, sacará sus conclusiones y surgirá una inevitable interrogante: ¿Llegó
el poeta a una conclusión definitiva? En el poema el autor hace mención al
ángel de la guarda que parece haber protegido su vida, esa vida poseedora de
una fe escondida, dispuesta siempre a aflorar en sus momentos de crisis espiritual;
pero en el tercer verso aflora, parece ser, una mención a los años en que puso
en duda la existencia del Eterno y de
una vida más allá de la muerte; pero pese a este escepticismo, parece haber
forjado una fe escondida que nunca terminó de desvanecerse en él. El ángel de
la guarda parece, en la voz del poeta, acompañarlo a su destino final, con la
misma solicitud con que lo protegió durante su vida desde la niñez. Toda
interpretación poética tiende a caer a veces en el subjetivismo, pero, cabe
preguntar ¿No es la subjetividad también parte de la existencia? ¡Cuánto
misterio indescifrable puede contener una existencia! Más aún, en el caso de un
hombre como Miguel de Unamuno, tan llena de cuestionamientos que sólo la muerte
pudo acallar el 31 de diciembre de 1936 mientras se encontraba en el despacho
de su casa rectoral.
AL CUMPLIR MIS SETENTA Y DOS AÑOS
Un ángel, mensajero de la vida,
escoltó mi carrera torturada,
y desde el seno mismo de mi nada
me hiló el hilillo de una fe escondida.
Volvióse a su morada recogida,
y aquí, al dejarme en mi niñez pasada,
para dormirme canta la tonada
que de mi cuna viene suspendida.
Me lleva, sueño, al soñador divino;
me lleva, voz, al siempre eterno coro;
me lleva, muerte, al último destino;
me lleva, ochavo, al celestial tesoro,
y, ángel de luz de amor, en mi camino,
de mi deuda natal lleva el aforo.
Salamanca,
29-IX-36
“Voy a llevar una vida de interno pesar. Me atormenta la idea de que
todo este rejuvenecimiento de fe no sea más que un cebo ilusorio que la
naturaleza me pone para que viva. Se me ocurre la idea de que debo creer para
vivir tranquilo en la esperanza, sea cual fuere luego la realidad y aunque
tenga que hundirme en la nada”.
(Cuaderno 2; apartado LVII)
He aquí de nuevo la
“duda” que atormenta al poeta desde siempre. Unamuno se definió a sí mismo como
un hombre de contradicción y de pelea; un hombre que dice una cosa con el
corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida. “La paz es mentira” decía
constantemente; vivió, en efecto, en una perpetua lucha, sin encontrar nunca la
paz. Unamuno es atacado por la duda ya desde muy joven. Una crisis juvenil le
había hecho perder la fe. Sus anhelos hacia la revolución social se ven
truncados por una nueva crisis allá por los meses de 1897. De ahí para adelante
las cuestiones que se entretejen en su obra tienen que ver con la inmortalidad,
la existencia de Dios, la condición humana, el Cristianismo como fórmula de
salvación entre otros. Unamuno no fue un pensador sistemático: sus reflexiones
transitan por sus ensayos, novelas, poemas, o dramas. A la manera de
Kierkegaard, es dueño de un “pensamiento
vivo”, tan propio de una filosofía vitalista. Escuchémoslo:
“No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino
poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso. (…) El que busque razones, lo
que estrictamente llamamos tales, argumentos científicos, consideraciones
técnicamente lógicas, puede renunciar a seguirme. En lo que estas reflexiones
sobre el sentimiento trágico resta, voy a pescar la atención del lector a
anzuelo desnudo, sin cebo; el que quiera picar que pique, mas yo a nadie
engaño. Sólo al final pienso recogerlo todo y sostener que esta desesperación
religiosa que os decía, y que no es sino el sentimiento mismo trágico de la
vida, es, más o menos velada, el fondo mismo de la conciencia de los individuos
y de los pueblos cultos de hoy en día; es decir, de aquellos individuos y de
aquellos pueblos que no padecen ni de estupidez intelectual ni de estupidez
sentimental. Y es ese sentimiento la fuente de las hazañas heroicas.”
(“Del
sentimiento trágico de la Vida”)
Entre 1908 y 1935, Unamuno viajó más de veces a Portugal, allí entabló grandes amistades y se enamoró de la cultura lusa. |
Qué lejos están los días
en que todavía su espíritu se mostraba sosegado; los días en que era capaz de
construir magistrales páginas sin sentirse acosado por crisis espirituales de
desvelos e insomnios continuos, días en que podía cantarle a su amada Bilbao
sin sentirse acosado por buscar de una manera desesperada desarrollar un
sistema intelectual que fundamentara la fe de su infancia y lejos aún de los
días venideros en que pasaría la mayor parte de su vida tratando de encontrar
un camino que rodeara los obstáculos racionales y le llevase de nuevo a la fe,
sobre todo a la convicción de su propia inmortalidad.
En noviembre de 1902
escribía en Salamanca estos recuerdos publicados en su libro “De mi país”:
“Para mi patria, en el sentido más concreto de esta palabra, la patria
sensitiva –por oposición a la
intelectiva o aun sentimental-, la de campanario, la patria, no ya chica, sino
menos que chica, la que podemos abarcar de una mirada, como puedo abarcar a
Bilbao todo desde muchas de las alturas que le circundan, esa patria es el
ámbito de la niñez, y sólo en cuanto me evoca la niñez y me hace vivir en ella
y bañarme en sus recuerdos tiene valor. No pueden sentir a la patria aquellos a
quienes sus padres les trajeron de la ceca a la meca cuando eran niños los así
asendereados. Esta concepción de la patria más chica es la que me inspira el
siguiente soneto que, bajo el título de Niñez, publiqué en una de esas
revistillas de jóvenes que duran lo que una flor. El soneto decía así:
Vuelvo a ti, mi niñez, como volvía
a tierra, a recobrar fuerzas, Anteo,
cuando en tus brazos yazgo en mí me
veo;
es mi asilo mejor tu compañía.
De mi vida en la senda eres el guía
que me aparta de torpe devaneo;
purificas en mí todo deseo,
eres manantial de mi alegría.
siempre que voy en ti a buscarme, nido
de mi niñez, Bilbao, rincón querido
en que ensayé con ansia el primer
vuelo,
súbeme de alma a flor mi edad primera
cantándome recuerdos, agorera,
preñados de esperanza y de consuelo.
Y es la verdad. Cada vez que me encuentro en Bilbao, a pesar de lo mucho
que éste ha cambiado desde que dejé de ser niño –si es que he dejado de serlo-,
su ambiente hace que me suba a flor de alma mi niñez, y ese pasado, cada vez
más remoto, es el que sirve de núcleo y alma a mis ensueños del porvenir
remoto. Y es tan completa la correspondencia que mis ensueños se pierden,
esfuman y anegan mis recuerdos en el pasado. Y de aquí que, jugando tal vez con
las palabras, suela decirme a mí mismo que el morir es un desnacer, y el nacer
un desmorir. Mas dicen que no es bueno entristecerse; no sé bien por qué.
Me acuerdo bastante bien de la primera vez que me alejé de mi Bilbao, en
septiembre de 1880, cuando fui, teniendo dieciséis años, a estudiar mi carrera
a Madrid. Al trasponer la peña de Orduña sentí verdadera congoja; a las
sensaciones que experimentara al darme cuenta de que me alejaba de mi patria
más chica la sentimental, y aun más que sentimental, imaginativa; aquella Euscalerría
o Vasconia que me habían enseñado a amar mis lecturas de los escritores de la
tierra. Y digo amar, subrayándolo, porque a ese país vasco lo amaba entonces,
mientras que a Bilbao le quería, y si hoy quiero, en parte, a aquél es por
haberlo recorrido también en parte; haberlo visto y tocado, y hecho sensitivo
lo que era sentimental.
El recuerdo de este mi primer viaje, desde Bilbao a Madrid, me trae el
de mi último viaje, el que hace poco más de un mes, en octubre de este año de
1902, hice desde esta Salamanca a Bilbao. Y recuerdo el efecto que me produjo
el paisaje que desde Artagan se descubre, todo aquel verde valle de Echébarri y
Galdácamo, y las enhiestas peñas de Mañaria en el fondo.
Subíamos a Archanda, al alto de Santo Domingo, unos cuantos amigos, y
delante nuestro iban unas aldeanas, camino de Chorierri, arreando a sus burros.
Y yo no dejé de notar la concordancia del tono azul desteñido en que estaba
todo el paisaje envuelto con el azul desteñido del traje de los aldeanos y
aldeanas. Porque el aldeano vasco gusta, hoy por lo menos, vestirse de azul;
parece ser su color favorito. Y recordando con uno de mis compañeros de subida,
que lo había sido de una excursión por la ribera del Duero, en la región
salmantina, frontera de Portugal; recordando la romería del teso de San
Cristóbal, entre Fermoselle y Villarino, no lejos del encuentro del Tormes con
el Duero, comparábamos colores a colores. Porque en mi vida recuerdo haber
visto mayor mescolanza de colorines, y más chillones éstos, que la de los trajes
de las riberanas de Villarino. Los hombres estaban de severo pardo, pero ellas
con unos rojos, unos gualdas, unos morados y unos verdes tales, que, cuando se
ponían a danzar en el alto de aquel teso, entre los imponentes berruecos, en
medio de aquel paisaje bravío y fuerte, parecían gigantescas amapolas, flores
de retama y otras flores silvestres que saltaran sobre la tierra.”
(“De mi país”, Espasa-Calpe, S. A., 1959, págs. 11-13)
V
Unamuno posando para el pintor en Hendaya, 1926. |
“Ya lo sé, soy antipático a
muchos de mis lectores y una de las cosas que más antipático me hace para con
ellos es mi agresividad. Pero es, amigo, que esa agresividad va contra mí mismo,
es que vivo en lucha íntima… Las ideas que de todas partes me vienen están
siempre riñendo batalla en mi mente y no logro ponerlas en paz. Y no lo logro
porque no lo intento siquiera, necesito de esas batallas… Hay que sembrar en
los hombres gérmenes de duda, de desconfianza, de inquietud… Y sobre todo y
ante todo, nada de vivir en paz con todo el mundo… No, no, no; nada de vivir en
paz… No quiero vivir en paz ni con los demás ni conmigo mismo. Necesito guerra,
guerra en mi interior, necesitamos guerra.”
Ortega y Gasset y
Unamuno tuvieron “rasponazos” en sus
primeros encuentros debido a que sus ideas estuvieron mayormente en las
antípodas. Con Unamuno era difícil cuajar una amistad debido a su egocentrismo
y altivez, y esto lo sabía muy bien el autor de “La rebelión de las masas”. Ortega veía en los libros de Unamuno la
lucha desgarrada entre su mente y su sentimiento, la agonía permanente ante el
más allá, y esto determinaba en Ortega un movimiento de compresión y simpatía
hacia aquella pobre alma desquiciada. Hay un intríngulis verbal, entre Unamuno
y Ortega que llevó las aguas a puntos de ebullición que felizmente se
apaciguaron. Dejemos el terreno llano para que Antonio J. Onieva nos describa
el caso:
El Ortega juvenil se propuso salvar intelectualmente a España. Había
vuelto de Alemania deseoso de incorporarnos a la vida cultural europea. Frente
a nuestra cultura mediterránea, imprecisa y barroca, proponía la rigorosa de la
exactitud. Le oí decir en diversas ocasiones: “Europa es el mundo ideal del dos
y dos son cuatro.” Y, en fin: “En cultura somos insolventes frente a Europa.”
Ideas parejas a las citadas, que brotaban de la pluma de Ortega a sus
veintiséis años de edad, provocaron una carta agresiva de Unamuno, publicada en
A B C, septiembre de 1909. En ella se refería a “los papanatas que están bajo
la fascinación de esos europeos”, y luego añadía que “si fuera imposible que un
pueblo dé a Descartes y a San Juan de la Cruz, yo me quedaría con éste”.
Ortega se consideró aludido, y bajo el título de “Unamuno y Europa”,
publicó en El Imparcial, 27 de septiembre de 1909, un artículo del que son
estos párrafos: “Yo soy plenamente, íntegramente, uno de esos papanatas; apenas
si he escrito, desde que escribí para el público, una sola cuartilla en que no aparezca
con agresividad simbólica: Europa. En esta palabra comienzan y acaban para mí
todos los dolores de España…” “… En los bailes de los pueblos castizos no suele
faltar un mozo que, cerca de la medianoche, se siente impulsado, sin remedio, a
dar un trancazo sobre el candil que ilumina la danza; entonces comienzan los
golpes a ciegas y una bárbara baraúnda. El señor Unamuno acostumbra representar
este papel en nuestra república intelectual. ¿Qué otro es, si no, preferir a
Descartes al lindo frailecito de corazón incandescente que urde en su celda
encajes de retórica estática? Lo único triste del caso es que a don Miguel, el
energúmeno, le consta que, sin Descartes, nos quedaríamos a oscuras y nada
veríamos, y menos que nada, el pardo sayal de Juan de Yepes…” “… Puedo afirmar
que en esta ocasión don Miguel de Unamuno, energúmeno español, ha faltado a la
verdad. Y no es la primera vez que hemos pensado si el matiz rojo y encendido
de las torres salmantinas les vendrá de que las piedras aquellas, venerables,
se ruborizan oyendo lo que Unamuno dice cuando, en la tarde, pasea entre
ellas.”
De otro “rasponazo”, y de cuyas consecuencias fui testigo, ya hablo en
este libro. Y fue a partir de entonces cuando los ánimos se sosegaron.
Olvidáronse viejas querellas; fundada la Revista de Occidente, Unamuno, en sus
viajes a Madrid, solía acudir a la tertulia de la Redacción, para “hincar su
pendón en medio del campo…”. Cada uno de los dos pensadores siguió su
trayectoria.
(Obra cit.; págs. 176-177)
El día primero del año
1937 le telefonearon a Ortega, desde las oficinas de La Nación, de Buenos Aires, en París, para manifestarle que Unamuno
había muerto la noche anterior. El día 4 de enero siguiente aparecía, con el
título “En la muerte de Unamuno”, en
dicho periódico bonaerense, un artículo de Ortega; he aquí unos párrafos donde
se destaca la personalidad adusta del escritor vasco:
“Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida,
toda su filosofía, han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis. Hoy
triunfa en todas partes esta inspiración, pero es obligado decir que Unamuno
fue el precursor de ella. Precisamente en los años en que los europeos andaban
más distraídos de la esencial vocación humana, que es “tener que morir”, y más
divertidos con las cosas de dentro de la vida, este gran celtíbero –porque, no
hay duda, era el gran celtíbero, lo era en el bien y en el mal- hizo de la
muerte su amada. De aquí el sabor, o al menos el dejo macabro, que nos llega de
todas sus páginas, hable de lo que hable, juegue con lo que juegue. Muchas
veces he hecho notar la sorpresa que causaba a los romanos, y que Tito Livio
nos transmite, el ver que los celtíberos eran el único pueblo que vestía de
negro y adoraba a la muerte.
Unamuno pertenecía a la generación de Bernard Shaw. Uno ambos nombres
porque al hallarlos juntos nos salta a la vista, sobre las peculiaridades individuales,
el gusto común que la coetaneidad impone. Fue la última generación de
“intelectuales” convencida aún de que la Humanidad existe sin más elevado fin
que servir de público a sus gracias de juglar, a sus arias, a sus polémicas. En
Grecia hubo también una época en que los poetas creían que los hombres habían
combatido en torno a Troya no más que para dar lugar a que Homero los cantase.
Por esta razón, se adelantan constantemente a las candilejas y no podían
respirar si no sentían en derredor su nación como espectadora. No habían
descubierto la táctica y la delicia que es para el verdadero intelectual
ocultarse e inexistir.
No he conocido un yo más compacto y sólido que el de Unamuno. Cuando
entraba en un sitio, instalaba desde luego en el centro su yo, como un señor
feudal hincaba en medio del su pendón. Tomaba la palabra definitivamente. No
cabía el diálogo con él. Repito que toda su generación conservaba el
ingrediente de juglar que adquirió el intelectual en los comienzos del
romanticismo, que existía ya en Chateaubriand y en Lamartine. No había, pues,
otro remedio que dedicarse a la pasividad y ponerse en corro en torno a don
Miguel, que había soltado en medio de la habitación su yo como si fuese un
ornitorrinco.
Pero todo esto entiéndase en superlativo. Hay siempre en las virtudes y
en los defectos de Unamuno mucho de gigantismo. A esa idea del escritor como
hombre que se da en espectáculo a los demás hay que ponerla una espoleta de
enorme dinamismo, y más aún, de feroz dinamismo. Porque Unamuno era, como
hombre, de un coraje sin límites. No había pelea nacional, lugar y escena de
peligro, al medio de la cual no llevase el ornitorrinco de su yo, obligando a
unos y a otros a oírle y disparando golpes líricos contra los unos y contra los
otros.
Fue un gran escritor. Pero conviene decir que era vasco y que su
castellano era aprendido. Él lo reconocía y lo declaraba con orgullo, mas acaso
no se daba cuenta de lo que esto traía consigo. Aun siendo espléndido su
castellano, tiene siempre ese carácter de aprendido, y si se me quiere entender
bien, todo idioma aprendido, tiene el carácter de lengua muerta. De aquí muchas
particularidades de su estilo. Cuando escribimos o hablamos en nuestra lengua,
nuestra atención atraviesa los vocablos sin reparar en ellos, como nuestra
vista el vidrio de la ventana, para fijarse en el parque. Con la lengua
aprendida no pasa lo mismo. El vocablo se interpone entre nosotros, y nuestro
pensamiento hace constar su presencia y nos obliga a atenderlo. En suma,
nuestra mente tropieza con la palabra en cuanto tal. De aquí la frecuencia con
que Unamuno da espantadas ante los vocablos y ve en ellos más de lo que en su uso
corriente – en que desaparecen transparentes – suelen significar. A su valor
usual prefiere su sentido etimológico, y esto le induce a darles mil vueltas y
a sacar del vientre semántico de cada vocablo serpentinas de retruécanos y
otros juegos de palabras. Ahora bien: esta propensión etimológica a la manera
de Unamuno es característica de quien escribe o habla en su idioma aprendido.
Unamuno sabía mucho, y mucho más de lo que aparentaba, y lo que sabía, lo sabía
muy bien. Pero su pretensión de ser poeta le hacía olvidar toda doctrina. En
esto también se diferencia su generación de las siguientes, sobre todo de las
que vienen, para las cuales la misión inexcusable de un intelectual es, ante
todo, tener una doctrina taxativa, inequívoca y, a ser posible, formulada en
tesis rigurosas fácilmente inteligibles. Porque los intelectuales no estamos en
el planeta para hacer juegos malabares con las ideas y mostrar a las gentes los
bíceps de nuestro talento, sino para encontrar ideas con las cuales puedan los
demás vivir. No somos juglares, somos artesanos, como el carpintero, como el
albañil.
La voz de Unamuno sonaba sin parar en los ámbitos de España desde hace
un cuarto de siglo. Al cesar para siempre, temo que padezca nuestro país una
era de atroz silencio.”
JOSÉ ORTEGA Y GASSET. (Obras
completas, tomo V, pág. 264.)
Unamuno junto a la escalera de la Universidad de Salamanca, en el edificio de las Escuelas Mayores 1922. |
“Paréceme que la crítica repara poco en los libros donde se recopilan
trabajos que fueron anteriormente insertos en la prensa diaria. Las últimas
obras del ilustre vasco son, en su mayor parte, colecciones de crónicas
publicadas en “La Nación”, de Buenos Aires, y si no las señalamos a la
curiosidad del público español, corremos el riesgo de que se ignore en España
algo de lo más sustancioso de nuestra moderna producción, (…) Poca es, en
efecto, la curiosidad intelectual del público español, pero no sabemos hasta
donde llegaría si se la espolease”.
(en “Obras completas”, Volumen 2, pág. 1538).
(en “Obras completas”, Volumen 2, pág. 1538).
Unamuno recibió una
serie de calificativos que no lo incomodaron mayormente. “Extravagante” era la que recibía a menudo de parte del lector
medio. Otros, los lectores “intelectuales”
lo tildaban de “paradójico”, porque
veían en muchos párrafos de sus escritos una serie de absurdos, de galimatías.
No falta la voz de alguno que lo tildara de “contradictorio”,
debido a que no era raro en él, que sostuviera en un artículo lo contrario a lo
que había dicho en otro anterior. A nivel de los intelectuales verdaderos el
asunto estuvo repartido. Con Ángel Ganivet, el autor granadino de las “Cartas
finlandesas”, sostuvo una controversia publicada con el título de “El porvenir de España”, fue de tono muy
elevado, pero en nada disminuyó la gran amistad que se tenían. La amplia
correspondencia entre ambos escritores nos da algunas luces interesantes:
Ganivet admiraba a Unamuno, a pesar de que éste mostraba inconformidad con
algunas apreciaciones hechas por el poeta granadino en su libro “Idearium español” (1897), tentativa de
interpretación de la historia de España. Según Unamuno, Ganivet había
confundido la concepción purísima de la Virgen María con su virginidad
permanente. Ganivet en un artículo dio la razón al escritor bilbaíno, pero,
como consideraba que ambos misterios estaban tan confundidos y arraigados en el
espíritu español y que por ello no cambiaría sus conceptos. Pero haciendo sumas
y restas, más fueron las coincidencias religiosas, históricas, sociales y
políticas entre ambos personajes. ¿Qué planteaba Ganivet en su Idearium español, publicado en 1897? El
libro, conformado por unos breves ensayos, es desde ya controvertido, por
cuanto el autor reflexiona sobre las causas de la decadencia nacional española.
Metódico, acucioso y certero, Ganivet plantea su libro en tres partes,
reflexionando en la primera sobre la España religiosa artística, histórica,
caracterizando su paisaje espiritual; en la segunda parte su pensamiento ahonda
en la posición política e histórica de España de cara al mundo moderno. En la
tercera precisa las causas del actual caso y propone la formación de una nueva
conciencia nacional. Para Ganivet, España se halla fundida en su ideal
religioso, y por muchos que sean los intransigentes empeñados en quitarle a los
españoles su catolicismo, no lo conseguirán, porque cuanto se construya con
carácter nacional debe estar sustentado sobre los cimientos de la tradición. Se
debe acabar con el expansionismo, piensa Ganivet, puesto que España ya no es un
pueblo pujante y ansioso de expansión. Es tajante cuando afirma que el diagnóstico
de la enfermedad que produce la mayoría de los españoles es de “abulia”; la nación hace ya bastante
tiempo que está como ausente en medio del mundo. Nada le interesa, nada la saca
de su rutina. De vez en cuando un chispazo por ahí, que no puede integrarse con
otros, produce un impulso arrebatado que adopta diversos nombres: plenitud de
la patria, justicia histórica y otros semejantes.
“Hemos de convencernos –afirma el autor, lleno de optimismo–de que
nuestro engrandecimiento material nos
llevaría a oscurecer el pasado, mientras que nuestro florecimiento intelectual
convertirá el siglo de oro de nuestras artes en una simple anunciación de este
siglo de oro que yo confío ha de venir. Así como creo que para las aventuras de
la dominación material muchos pueblos de Europa son superiores a nosotros, creo
también que para la creación ideal no hay ninguna con aptitudes naturales tan depuradas
como las nuestras. Nuestro espíritu parece tosco, porque está embastecido por
luchas brutales; parece flaco, porque está solo nutrido de ideas ridículas,
copiadas sin discernimiento, y parece poco original, porque ha perdido la
audacia, la fe en sus propias ideas, porque busca fuera de sí lo que dentro de
sí tiene… Pero aún podemos renacer y entonces hallaremos una inmensidad de
pueblos hermanos a quienes marcar con el sello de nuestro espíritu”.
Ramiro de Maeztu revisa
la tesis genial de Ganivet en su “Idearium español”, reafirmando el concepto
ganivetiano de que en la constitución ideal de España existe:
“una fuerza madre, un eje diamantino diamantino, algo poderoso, si no
indestructible, que imprime carácter a todo lo español. En vano nos diremos que
la vida es sueño. En labios españoles significa esta frase lo contrario de lo
que significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra los ojos el budista
a la vida circundante, para sentarse en cuclillas y consolarse de la opresión
de los deseos con el sueño del Nirvana. El español, por el contrario, desearía
que la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía atribuir a la
materia”.
(Ramiro de Maeztu, “Defensa de la Hispanidad”)
Ramiro de Maeztu, diplomático y escritor español perteneciente a la Generación del ´98. |
“En el cambio de ideales había ya
un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza, pero lo más grave
era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos, porque querer ser
otros es ya querer no ser, lo que explica, en medio de los anhelos económicos,
el intimo abandono moral, que se expresa en este nihilismo de tangos rijosos y
resignación animal que es ahora la música popular española”.
(Ibídem, Maeztu)
La religión cristiana
juega en Maeztu un papel gravitante. “No hay en la Historia universal, dice,
obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la
civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestra
influencia”. Todo un pueblo en misión, parece decirnos Maeztu. La Religión
comprendida por el español como un combate; la lucha en constante desarrollo
desde los claustros de los conventos y monasterios. Toda España misionera…
“en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio
perfeccionamiento. Este descuido quizá fue nocivo, acaso hubiera convenido
dedicar una parte de la energía misionera a armarnos espiritualmente, de tal
suerte que pudiéramos resistir, en siglos sucesivos, la fascinación que
ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene
su afán. Era la época en que se había comprobado la unidad física de mundo al
descubrirse las rutas marítimas de Oriente y Occidente; en Trento se había
confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano; todos los
hombres podían salvarse, ésta era la íntima convicción que nos llenaba el alma.
No era la hora de pensar en nuestro propio perfeccionamiento ni en nosotros
mismos; había que llevar la buena nueva a todos los rincones de la tierra”.
(Ibídem, Maeztu)
Los españoles, según
Maeztu, llevaron a América la civilización católica, pero antes tuvieron que
luchar con un medio inhóspito. Mientras vivieron bajo los cánones de esta
civilización venida con los conquistadores, los pueblos de América prosperaron,
pero la ambición, el egoísmo y los apetitos personales de algunos caudillos ensuciaron
este avance:
“Lo peor no fue, sin embargo, que los pueblos hispanoamericanos se
fueran cada uno por su lado, sino que, apenas se sintieron independientes, se
dieron a pelear consigo mismos, con tanta falta de sentido que, a las décadas
de confusión y de lucha, no se les encontraba otra salida que otras décadas de
dictadura y de silencio. Contraste con la paz de que disfrutaron cuando se
vivió, durante siglos, en paz y en gracia de Dios; los mismos siglos que en
España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo y tan de
prisa que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizá antes de su hora,
mientras que a la Metrópoli no loa dejaban levantar cabeza las vicisitudes de
la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos
hispánicos estaban unidos por un ideal común universalmente acatado, como era
la empresa de civilización católica que estaban realizando con las razas
indígenas y que vivían bajo una autoridad también común y por todos respetada,
como era el rey de España”.
(Ibídem, Maeztu)
(Ibídem, Maeztu)
Maeztu, fiel a sus ideas
como Ganivet o Unamuno, las defendió hasta su muerte.
Los desacuerdos con Clarín fue lana de otra madeja. ¿Pero
quién fue este hombre con seudónimo musical? Su nombre era Leopoldo Alas, había
nacido en Zamora en 1852, y era escritor y crítico literario. Fue una de las
figuras más inquietas del mundo intelectual de la España del siglo XIX.
Incisivo, corrosivo muchas veces, gozaba don Leopoldo de una agilidad de
pensamiento a lo Oscar Wilde. Esta anécdota es de lo más ilustrativa.
“-Leopoldo Alas, el inflexible crítico que hizo temible el seudónimo de
“Clarín” (1852-1901), como jugador de billar no estaba, ni mucho menos, a la
altura de su fama literaria. Jugaba en cierta ocasión con un amigo que, por
oposición al ilustre escritor, no era nada más que… un formidable carambolista.
Falló don Leopoldo una sencillísima jugada, y:
-¡Hombre, por Dios! –gritó su contrincante-. Esa carambola la hago yo
conuna sola mano. Me juego la cabeza.
A lo que inmediatamente replicó “Clarín”:
-Yo también, en su caso, me la jugaría.”
(en:… “Diccionario Ilustrado de Anécdotas”, Vicente
Vega, Editorial Gustavo Gili, S. A. Barcelona; 1965 – España, pág. 457)
Conocedor de las letras,
de la filosofía, Clarín fue tan temido en su tiempo, posiblemente como no lo
fue escritor alguno. Y los “palos” de Clarín, realmente dolían, porque estaban,
por lo general, bien dados. En ocasiones, cometió algunos involuntarios
ataques, pero hombre sincero, no tuvo miedo ni amor propio en desdecirse más
adelante, en bien de la verdad. se debatió en ruidosas polémicas con muchos de
sus contemporáneos, particularmente con Navarro Ledesma, Pardo Bazán, Manuel
del Palacio y Pompeyo Gener, imponiéndose en ocasiones, dominado en otras por
sus feroces acometidas, incluso a la vida privada de sus antagonistas, cosa que
desprestigiaba su labor sincera, como creador y hombre de buena fe, cuando no
se enfurecía. Como en todas partes del mundo, cuando no existe una voz crítica
sincera y justa, surgen los compadrazgos entre casi todos los escritores
nuevos. Eso cambió en España a partir de 1875 con la aparición de Clarín, quien
con sus sátiras o sus violencias, alteró el cotarro y predominó sobre todas sus
condiciones la del crítico, porque puede considerarse que fue casi el único que
con visión certera supo clasificar la verdadera literatura española, del
conglomerado de mediocridades y de insensateces, que predominaban. Vayamos al
grano sobre el tema de Unamuno-Clarín.
Desde su residencia ovetense Clarín prodiga
una gran cantidad de crónicas y artículos, arremetiendo con fiereza contra
prosistas galicursis y poetas ripiosos. La curiosidad de Clarín a partir de 1875 en las letras llega a ser incuestionable,
absorbente. Unamuno por el contrario, acaba de nacer literariamente ante el
público. Después de varias oposiciones fallidas, ha conseguido, hace cuatro
años, la cátedra de griego en Salamanca. Tiene 31 años y como escritor sólo ha
logrado rebasar la órbita de Bilbao con los cinco ensayos que se publicaron bajo
el título de “En torno al casticismo”.
Unamuno aprovecha una circunstancia baladí –la rectificación de una etimología
que “Clarín había equivocado- para dirigirle una carta. Obtenida respuesta,
Unamuno insiste con otra misiva (fechada el 31 de mayo de 1895) y ahora ya, sin
rodeos ni evasivas, comienza a hablar de sí mismo, de lo que quiere ser,
contándole como en su deseo de racionalizar su fe, terminó perdiéndola. En una
carta a Federico Urales, Unamuno orilla este hecho:
“Un día de Carnaval (lo recuerdo muy bien) dejé de pronto de oír
misa. Entonces me lancé en una carrera
vertiginosa a través de la filosofía. Aprendí alemán en Hegel, en el estupendo
Hegel, que ha sido uno de los pensadores que más honda huella han dejado en mí.
Hoy mismo creo que el fondo de mi pensamiento es hegeliano. Luego me enamoré de
Spencer; pero siempre interpretándolo hegelianamente. Y siempre volvía a mis preocupaciones
y lecturas del problema religioso, que es el que más me ha preocupado siempre.
Bastante más tarde leí a Schopenhauer, que llegó a encantarme y que ha sido,
con Hegel, de los que más honda huella han dejado en mí”.
(Citado por… Antonio J. Onieva en “Unamuno”, Madrid,
1964)
Don Miguel de Unamuno en el balcón de su casa de la calle Bordadores con el Palacio de Monterrey al fondo. Foto de Cándido Ansede 1933. |
“En la monotonía de su vida, gozaba Pedro Antonio de la novedad de cada minuto,
del deleite de hacer todos los días las mismas cosas y de la plenitud de su
limitación. Perdíase en la sombra, pasaba inadvertido, disfrutando dentro de su
pelleja, como pez en el agua, la íntima intensidad de una vida de trabajo,
oscura y silenciosa, en la realidad de sí mismo, y no en la apariencia de los
demás. Fluía su existencia como corriente de río manso, con rumor no oído, y de
que no se daría cuenta hasta que se interrumpiera”.
(“Paz en la guerra”)
(“Paz en la guerra”)
Notamos en la cita
numerosas notas de la vida diaria: ausencia de reflexión, monotonía, etc. La
relación del chocolatero con el contorno cósmico –y urbano – de la tienda, las
calles vizcaínas, los días de sol o de lluvia brotan como un poema:
“Sus ojos habían recorrido en calma aquel recinto durante años, dejando
en cada uno de sus rinconcillos el imperceptible nimbo de un pensamiento de paz
y de trabajo; en cada uno de ellos dormía el eco vaguísimo de momentos de la
vida olvidados de puro ser iguales todos y todos silenciosos. Y porque le
hacían querer más el íntimo recogimiento de su tienda amaba los días grises y
de lluvia lenta. Los de calor y luz parecíanle ostentosos e indiscretos.”
(“Paz en la guerra”)
Aquí no hay descripción
de la tienda de chocolates como un hubieran hecho escritores realistas como
Balzac, Flaubert o Sthendal, o, en España, Galdós o José María Pereda. Lo que
llama la atención de Unamuno es la referencia existencial de Pedro Antonio
Iturriondo. Veamos este fragmento donde nos muestra el autor el ámbito social
de sus personajes cuando se reúnen en mentidero:
“Pedro Antonio deseaba el invierno porque, una vez unidas las noches largas
a los días grises y llegadas las lloviznas tercas e inacabables, empezaba la tertulia en la tienda. Encendido
el brasero, colocaba en torno de él las sillas y, gobernando el fuego, esperaba
a los contertulios. Envueltos en ráfagas de humedad y de frío iban acudiendo.
Llegaba el primero, soplando, don Braulio, el indiano, uno de esos hombres que,
nacidos para vivir, viven con toda su alma, que daba grandes paseos para poner
a prueba las bisagras y
los fuelles,
llamada allá a
América y no dejaba pasar un año sin observar el alargarse o acortarse de los
días, según la estación. Venían luego: frotándose las manos, un antiguo
compañero de armas de Pedro Antonio, conocido por Gambelu, limpiando al entrar
los anteojos que se le empañaban, don Eustaquio, ex oficial carlista acogido al
convenio de Vergara, del cual vivía; el grave don José María, que no era
asiduo, y, por último, el cura don Pascual, primo hermano de Pedro Antonio,
refrescaba la atmosfera al desembarazarse airosamente de su manteo. Y Pedro
Antonio saboreaba los soplos de don Braulio, el frote de manos de Gambelu, la
limpia de los anteojos de don Eustaquio, la aparición imprevista de don José
María y el desembozo de su primo, y a las veces se quedaba mirando al reguero
de agua que corría por el suelo chorreando de los enormes paraguas que los
contertulios iban dejando en un rincón, mientras arreglaba él con la badila la
brasa, echándole una firma".
(“Paz en la
guerra”)
Aquí
el discurso también carece de toda “descripción”. No sabemos nada de cómo están
vestidos los contertulios, sus características físicas, ni qué carácter o
contextura psíquica tienen. Sólo conocemos el ámbito en que transcurre su
diario existir. En una visita que Ignacio Iturriondo hace a un caserío vecina a
Bilbao, don Miguel nos cuenta:
“En un rincón, tras de la caldera que pendía del
techo en medio de la pieza, una viejecita, la abuela de Domingo, ciega y con la
razón adormilada, en la sombra, reposaba horas muertas las cuentas de su
rosario, rezando a las benditas ánimas del purgatorio. Y a Ignacio se le
oprimía el pecho al ver que allí la tenían abandonada, como a un mueble viejo y
de estorbo, dándole como de limosna las sobras de la comida. ¡Qué lágrimas las
de aquellos ojos muertos, cuando se posó en sus descarnadas manos una mano
caliente, joven y fina, la de un ángel sin duda! “¡Qué señor tan bueno, Dios le
bendiga!” .
(“Paz en la guerra”)
En
este bello pasaje, notamos que la anciana se inserta inconscientemente en un
mundo de personas unido por la caridad. Otro logro del vizcaíno. Casi al final
de la novela, Pedro Antonio, que vive solitario, triste y sereno, después de la
muerte de su esposa y de su hijo, es descrito por Unamuno con gran profundidad:
“Vive en lo profundo de la verdadera realidad de la
vida, puro de toda intencionalidad trascendente, sobre el tiempo, sintiendo en
su conciencia, serena como el cielo desnudo, la invasión lenta del sueño dulce
del supremo descanso, la gran calma de las cosas eternas y lo infinito que duerme
en la estrechez de ella. Vive en la verdadera paz de la vida, dejándose mecer
indiferente en los cotidianos cuidados: al día, mas reposando a la vez en la
calma del desprendido de todo lo pasajero: en la eternidad; vive al día en la
eternidad. Espera que esta vida profunda se le prolongue, más allá de la
muerte, para gozar, en un día sin noche, de luz perpetua, de claridad infinita,
de descanso seguro, en firme paz, en paz imperturbable y segura, paz por dentro
y por fuera, paz del todo permanente. Tal esperanza es la realidad, que hace a
su vida pacífica en medio de sus cuidados, y eterna dentro de su breve curso
perecedero. Es ya libre, verdaderamente libre, no con la ilusoria libertad que
se busca en los actos, sino con la verdadera, con la del ser todo, en puro
sencillez, se ha hecho libre.
(“Paz en la guerra”)
Novela de Unamuno "Paz en la guerra". |
“¿Qué es un hijo defectuoso de mi espíritu? (se
refiere a su novela “Paz en la guerra”). Tengo a diario ante
la vista uno de mi carne, defectuoso también, un pobre hijo hidrocéfalo y bien
puedo sufrir el otro tormento (el de que Clarín le pueda decir que “Paz en la
guerra” es un libro de mala calidad). Porque éste, el enfermito, el idiota, suele
parecerme, cuando examinó sus Rasgos deformados por la dolencia, más hermoso y
más guapo que los Otros cuatro que tengo”.
(Carta de Unamuno a “Clarín”)
(Carta de Unamuno a “Clarín”)
Unamuno
no se deja engañar y le escribe lo que opina sobre el articulo donde lo
menciona:
“Es una crítica bien hecha, pero sobre todo hábil,
habilísima. Se ha mostrado usted maestro consumado en el arte de decir una cosa
al grueso del público, y a los que saben
leer otra cosa.”
Una
larga confidencia, en tercera persona, le permite a Unamuno insinuar a “Clarín”
sus pretensiones:
“Unamuno es una víctima de sí mismo, un
heautontimorúmenos. Pásase la vida luchando para ser como no es y sin
conseguirlo… Cuando Unamuno dice repite que hay que vivir en la historia y aun
cuando su parte mejor le muestre lo vano de ello, su parte peor le tira”
Unamuno
hace historia de sus relaciones con “Clarín”, y confiesa haber querido tirarle
de la lengua, apelando inclusive a menciones poco amables, pero sin conseguir
que dictaminara sobre su novela:
“En tanto Unamuno –añade, al seguir hablando de sí
mismo en tercera persona – ganaba público en España (singularmente en Cataluña),
y en América se le citaba con relativa frecuencia, adquiría prestigio y
renombre, no sin ser blanco de ataques, como es natural, máxime cuando se es agresivo.
Formábase la idea ya de que era un hombre tornadizo, versátil, desorientado,
indigestado por lecturas varias; ya de que era un hambriento de notoriedad, que
la buscaba por caminos extraviados; ya de que era un sabio empeñado en ser
artista; ya de que era un espíritu genial, original e independiente. Huían muchos
de sus escritos por creerlos enrevesados y sibilinos (esto le ha perjudicado
mucho). En América decían que no parecía español, lo decían en son de elogio, y
es acaso su desgracia ser un “desarraigado”, que
diría Barrés. Y en tanto él, intelectual ante todo, y sobre todo, sintiéndose
víctima del intelectualismo emprendía campañas contra él, y su
antiintelectualismo resultaba lo más intelectual posible. Y sufría, sufría mucho”.
Si
hacemos un balance, lo que más afectó a Unamuno es que Leopoldo Alas no
considera como mérito del escritor vasco, la originalidad, reprochándole “Clarín”, mezclar ideas ajenas con las
propias borrando las fuentes. A ello replicaba con tremenda vehemencia don
Miguel diciendo:
“Aquel Unamuno fuerte, nuevo, original de En
torno al casticismo [tal lo había calificado “Clarín” una
vez] lo es, no porque piense cosas nuevas
–así no lo es nadie- sino porque las piensa con toda el alma y todo el cuerpo.
Y su originalidad está la manera de decirlas.”
Lo
cierto es que, entre idas y venidas, “Clarín”
dejó este mundo en 1901 sin poder asistir a la madurez del autor de “Vida de don Quijote y Sancho”.
Guillermo de Torre considera de gran importancia esta misiva que Unamuno envió
a “Clarín” porque:
“descontando lo que en ella se mezcla de vanidad
literaria, de “condenada vanidad”, según el mismo Unamuno reconoce,
sustancialmente es una confesión a fondo y arroja una luz única sobre sus años
de aprendizaje, sobre las raíces de su enorme yoísmo; nos evidencia que su
virtud más incriminada, el desaforado personalismo, era asimismo la base de su grandeza.
“Yo he puesto en mis
libros – confirmaría años después – calor y vida, y por el leéis. He puesto en
mis libros pasión”. Ahí radica la clave de su personalidad y de su
poderosa atracción. Pues si Unamuno no era cabalmente un filósofo –desdeñoso
hasta el límite, según se mostraba, de todo sistema – si no quería ser un
literario, era empero algo distinto y sin duda más alto, interesando en grado
superior a los incluidos en tales categorías. Era él mismo, era el hombre que
se había convertido a sí mismo en cuestión, según escribió glosando a San
Agustín.
Por lo demás, su avidez de ser escuchado, su hambre
de inmortalidad tiene Raíces dramáticas: al perder la fe –en otro lugar del
epistolario lo apunto – “se
encontró desorientado, presa otra vez de la sed de gloria, del ansia de
sobrevivir en la historia”. Y cuando interpela no tanto al crítico cuanto al
hombre, al ser humano, poseído de análogas congojas religiosas que también
había en Clarín, le advierte: “perdóneme
que le hable de mí, pero no sé hablar sino de mí o de los otros, de sus yos, de
sus entrañas. Me interesan más los hombres que sus cosas, y antes que
comprender éstas deseo sentir a aquéllos. No hay misterio que me parezca más
terrible que el de la impenetrabilidad de los cuerpos y de las almas”. De
ahí su frase, con oriundez pascaliana, tantas veces repetida: A los hombres que
hablan como libros, prefiero los libros
que hablan como hombres. Por eso encomiaba tanto la prosa de Sarmiento, el
admirable.”
(“Tríptico del sacrificio”, Guillermo de
Torre; Editorial Losada S. A.
Buenos Aires, segunda edición, 1960, págs. 30-31)
Su intolerancia le jugó a don Miguel malos momentos. Su terquedad, tan propia de los miembros de la generación del 98, es resaltada por muchos críticos, escritores e investigadores. Hay un testimonio de Azorín que apunta directo a este hecho; también Gonzalo Fernández de la Mora habla de la intransigencia que caracterizó a los noventayochistas:
“Pero el tema de la lucha de Unamuno por el idioma
nos coloca en el centro del problema psicológico de Unamuno. Lucha Unamuno
contra la rigidez de su castellano y lucha, también, en la región de las ideas.
Si tuviéramos que definir la personalidad de Unamuno, diríamos: “Es un hombre
contra algo”. Observada por un hombre
ecuánime esta actitud, podrá parecerle absurdo, si no trata de comprender. En
Unamuno, sobre los varios elementos de su personalidad espiritual, domina uno
determinado. Entre la ciencia, la erudición, la inteligencia, la sensibilidad,
la imaginación, esta última cualidad es la que se lleva el imperio sobre
Unamuno. Y así tenemos que, con todo su cargo doctoral, con todo su complicado
y hondo saber, con todo su don de
lenguas, Unamuno va y viene por el mundo llevado y traído por la imaginación.
Es la imaginación la que le solivianta contra tal o cual cosa, y es su
imaginación la que en sus novelas le inspira hallazgos peregrinos y nunca
leídos, y es la imaginación la que en sus ensayos le hace interpretar la
realidad española como nunca se había interpretado. Y como la poesía lírica es
algo más que imaginación – la sensibilidad es en ella indefectible – Unamuno en
sus poesías, si nos da hondura de pensamiento, lejanía anímica, resonancias dignas del trágico Pascal,
no nos da, en cambio, el color de Góngora, ni la cadencia suave de Zorrilla, ni
el ímpetu dominador de Espronceda.
Unamuno está siempre contra algo. Maquina siempre
en su magín algo contra lo que él no siente. Tal disposición psicológica –a modo
de un hervidero – supone actividad, y de ella ha de salir alguna idea nueva
sobre la Historia o sobre la Vida. Y en esta continua ebullición mental, ¿qué
coherencia podemos establecer? ¿Podríamos construir con los libros de Unamuno
un sistema filosófico o una escuela estética coherente? Se ha hablado de las
contradicciones de Unamuno. Se ha hablado también de las contradicciones de
Goethe o de Montaigne. Unamuno mismo, en algunos de sus primeros ensayos, ha
reivindicado el derecho a contradicción, el mismo Unamuno, se engañaban.
Es fundamental en Unamuno, como en Goethe, como en
Montaigne, la vivísima actividad mental. La unidad y la coherencia la dan esa
misma continuada actividad. Lo que se reputa contradicciones o inconsecuencias,
no son más que aspectos varios del mundo –del mundo y de sus problemas- que el
pensador va viendo y sintiendo a lo largo de su vivir. Predomina la imaginación
en Unamuno. No falta, empero, la sensibilidad. Y esa sensibilidad le lleva a
Unamuno a escribir las páginas de paisaje más finas que hayan salido de su
pluma y que hayan sido escritas en castellano, y a imaginar problemas
psicológicos.”
(Azorín, “La generación del 98”, Ediciones
Anaya, S. A. 1969 Salamanca – España; págs. 117-119)
“Pero los portavoces del espíritu noventayochista
no fueron liberales como el clima en que vivieron. Ortega y Gasset llamaba a
Unamuno “energúmeno
español…, mozo que cerca de la media noche se siente impulsado sin remedio a
dar un trancazo sobre el candil que ilumina la danza: entonces comienzan los
golpes a ciegas y una bárbara barahúnda”. Y era bastante verdad.
El profesor salmantino era un buen ejemplo de apasionamiento serrano,
vehemencia polémica y técnica del improperio. El Maeztu juvenil amedrentaba las
tertulias con voz estentórea, su violencia y sus extremismos dialécticos.
Valle-Inclán era irascible, hipersensible a la crítica e implacable con el
discrepante. El hirsuto Baroja, en sus Memorias,
no perdona la vida a nadie y golpea a diestro y siniestro sin cuartel. A pesar
de sus intemperancias y sus nihilismos juveniles el más liberal era Azorín. Así
es cómo, paradójicamente, el espíritu del 98 adquiere un aire intolerante. Y la
causa no fue el antidemocratismo doctrinal de sus formuladores, porque se puede
negar, como los déspotas ilustrados, la soberanía popular y, sin embargo, ser
comprensivo y aun escéptico y postular amplias libertades para el ciudadano.
Una cosa es el democratismo, es decir, la indemostrada tesis de que ha de
gobernar la mayoría, y otra el liberalismo, que es una ética laica de
tolerancia, espontaneidad y autorregulación social por el pacífico contraste de
opiniones e intereses. En esta moral hay injertadas no pocas nobilísimas y
milenarias virtudes.
Aparte de otros motivos psicológicos, la razón
histórica de la Intransigencia noventayochista está en que los portavoces del
espíritu del 98 eran herederos de la mentalidad krausista, y ésta, a su vez, no
era otra que cosa que una reencarnación brillante y remozada de la corriente
intelectual que Pérez-Embid ha llamado la “izquierda burguesa española”. Y
esta línea histórica que arranca de la Revolución francesa, adolece, como sus
homólogas extranjeras, de un fanatismo y de un sectarismo incompatibles con la
auténtica actitud liberal. Una historiografía parcial lleva casi dos siglos
tratando de probar que tradicionalismo ideológico es sinónimo de autoritarismo
inquisitorial, y que los progresismos más o menos revolucionarios son, por
definición, de signo libertario y emancipador. Pero no es así ni en el plano de
la política, ni en el del pensamiento. Los frutos inmediatos de la Revolución
francesa fueron una serie de terroríficas dictaduras y una persecución
intelectual sin el menor atisbo de tolerancia. Desgraciadamente, la herencia
jacobina no ha cesado de gravitar sobre todas las posiciones antitradicionales
contemporáneas.”
(Gonzalo Fernández de la Mora, “Ortega y el
98”,
Ediciones Rialp, S. A. Madrid, 1979 – págs. 115-117)
A
veces los chismes, los entredichos, las maledicencias y los ucases le llegaban
a Unamuno gratuitamente; Baroja fue uno de esos francotiradores. Es sabido que
Unamuno y Baroja eran vascos, el primero de Bilbao; el segundo, de San
Sebastián. Ambos tuvieron también celebridad temprana, nacional e
internacionalmente, anterior la del primero a la del segundo, si bien en el
campo de la novela ha prevalecido el segundo sobre el primero.
Unamuno,
como Kierkegaard, como William James, como Bergson, cree que la razón no sirve
para conocer la vida; que al intentar aprehenderla en conceptos fijos y rígidos,
la despoja de su fluidez temporal, la mata. Esta convicción hace que Unamuno se
desentienda de la razón para volverse a la “imaginación”,
que es, dice, la facultad más sustancial”. Ya que no se puede apreciar
racionalmente la realidad vital. Va a intentarlo imaginativamente, viviéndola y previviendo la muerte en el relato.
Al darse cuenta de que la vida humana es algo temporal y que se hace, algo que
se cuenta o se narra, historia, en suma, Unamuno usa la novela como método de
conocimiento.
Niebla, novela escrita por Unamuno |
Otra novela interesante desde el punto de vista filosófico-religioso en “San Manuel Bueno, mártir” cuyo contenido (más adelante haré un análisis sobre la obra) podríamos resumir así: Ángela Carballino cuenta la historia del párroco de su aldea, don Manuel Bueno. Es “un santo de carne y hueso”, abnegado y consolador de todas las amarguras. Y, sin embargo, parece embargado por “una infinita tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y los oídos de los demás”. Un día vuelve al pueblo Lázaro, hermano de Ángela, hombre de ideas progresistas y anticlericales. Y es a él precisamente a quien el sacerdote confiará su terrible secreto: no tiene fe, no puede creer en Dios ni en la resurrección de la carne, pese a sus vivísimos anhelos. Si sigue ejerciendo su ministerio, es por mantener en sus fieles la paz que da la creencia en la otra vida, esa paz que él no tiene. Tal actitud acaba por arrastrar al mismo Lázaro, quien finge convertirse y colabora en la labor de don Manuel. Y así pasaría el tiempo hasta que el sacerdote muere sin recobrar la fe, pero considerado un santo por todos, y sin que nadie –aparte Lázaro y Ángela- haya advertido su íntima tortura. También sin fe, muere más tarde Lázaro. Y Ángela se interrogará acerca de la salvación de aquellos seres queridos.
Pío Baroja, escritor nacido en San Sebastián , 1872. |
«Unamuno guardaba una seriedad de aldeano que se
entozuda en pedirle cuentas a Dios. En realidad, tenía una mentalidad de
gendarme que quiere contestaciones categóricas.” (De Baroja en Santo y seña, Madrid, 15de Octubre de 1941.)
«Su condición absorbente – la de Unamuno – siempre
me pareció poco agradable. En la Redacción de la revista España, cuando
llegaba, escogía una silla que estuviera en medio y se ponía a hablar. Contaba
las cuatro o cinco cosas que le habían ocurrido durante su estancia en
Salamanca, desde su último viaje a Madrid, y cuando llegaba algún contertulio
retrasado, volvía a contarlas.
»Por estas razones de índole personal, yo le
trataba poco, y él debía considerar que no le estimaba, lo cual era cierto. Lo
único que sucedía es que me fatigaba su egocentrismo y me parecía pesado.
»Ocurrió en una ocasión que unas señoritas me
dijeron que deseaban oír un recital de poesías que Unamuno daba en el Ateneo, y
yo les facilité una tarjeta con una recomendación para que las dejaran pasar.
Regresaron indignadas. Contaron que Unamuno presentóse al público y manifestó
que sentía sueño y no tenía ganas de leer sus versos, que, además, pensaba que
muchos no habían de entenderle, pero que, sin embargo, accedía a la lectura por
la presión que sobre él ejercían algunos amigos.
»Y las muchachas exclamaban en su indignación:
»-¡Qué hombre!
»A pesar de que yo no hablaba muy bien de Unamuno,
a causa principalmente de su carácter, él me elogiaba ante los amigos y decía que
mi estilo de escritor era cuneiforme y que le encantaba. Yo, a ciencia cierta,
nunca supe lo que quería expresar con esto de cuneiforme aplicado a la técnica
literaria.
»Últimamente, poco antes de morir Unamuno y de
estallar la guerra en España, me encontré con él en la estación del
ferrocarril. Dirigíase a París. Yo, a Vitoria. Cruzados los saludos, habló casi
él solo, consecuente con su costumbre, y me dijo que celebraba que entre
nosotros dos no existiese ninguna diferencia.
»Nunca la había habido.” (De Pío
Baroja en su rincón, por
Miguel Pérez Ferrero, San Sebastián,
1941.)
»Hojeando estos días un libro de Unamuno, veo que
dice en el prólogo que él ha quitado en sus novelas todo lo que tenía carácter
cronológico y descriptivo para hacerlas más dramáticas e interesantes. ¡Qué
incomprensión! Si fuera así, nadie leería Pickwick, de
Dickens; ni La guerra y la paz, de Tolstoi; ni El
rojo y el negro, de Stendhal; leería las novelas de Unamuno, y son
precisamente las que no leemos. Es extraño que haya gentes que supongan que hay
recetas para hacer en la literatura algo ameno y bien.” (Desde
la última vuelta del camino. Memorias, 1944, Madrid.)
«Baroja detestaba a Unamuno y hablaba mal de
Maeztu, y Unamuno no quería a nadie, como de costumbre, pues bastante tenía con
atender a su gigantesca estimación de sí mismo. Unamuno hablaba mal de Pérez
Galdós, de Costa y de Ganivet. Deseaba, eso sí, que aquellos jóvenes escritores
vascos se agrupasen en torno a él y lo reconocieran como su jefe y maestro. Pretensión
que en la costa del Mediterráneo hubiera podido parecer justa y natural, pero
que propuesta entre vascos resultaba ridícula. Baroja, desde luego, se burlaba
de ella con su risa típica, carcajosa y trémula bajo el lacio bigote rubio.”
(De Salaverría en “Rivalidad y farsantería”,
reproducido en las Memorias de Baroja, obra citada.)
Estos
textos prueban la nula estimación que Baroja profesaba a don Miguel. En cambio,
Unamuno no le correspondió del mismo modo, e inclusive procuró en ocasiones una
aproximación que le fue regateada. Cuando se publicó “Vidas sombrías” de Baroja, Unamuno leyó a unos aldeanos un cuento
de dicho libro, “La sima”; estaban
en una excursión en el campo, y Unamuno comentó que había causado gran
impresión entre los que oyeron el relato. Así lo comunicó el rector de
Salamanca, por carta, a varios amigos y al mismo Baroja. Aquí también hay algo
de “vanidad herida” en este asunto de
“rivalidades literarias”. Se da en
los ámbitos literarios de todo el mundo. Uno escribe un artículo y no falta
alguien que discrepe sobre el asunto. La antipatía de Baroja contra Unamuno
pudo estar alimentada por el artículo que el bilbaíno publicó refutando algunos
argumentos del guipuzcoano. Veamos el artículo de Unamuno:
Sobre
la europeización
“Hace pocos días he leído un artículo de mi paisano
y amigo Pío Baroja, Titulado “¡Triste
país!”, en que dice que España es un país triste, así como Francia es un país
hermoso. Contrapone la Francia riente, de terreno fértil y llano, de clima
dulce, de ríos que se deslizan claros y transparentes a flor de tierra, con
esta Península, llena de piedras, quemada por el sol y helada en invierno. Hace
notar que en Francia los productos espirituales no pueden compararse con los
agrícolas e industriales; que los dramas de Racine no están tan bien elaborados
como el vino de Burdeos; ni los cuadros de Delacroix valen tanto como las
ostras de Arcachón; y que, en cambio, nuestros grandes hombres: Cervantes,
Velásquez, el Greco, Goya, valen tanto o más que los grandes hombres de
cualquiera parte; mientras nuestra vida actual vale menos no que la vida de
Marruecos sino que la vida de Portugal. Y yo digo: “¿No vale la pena de
renunciar a esa agradable vida de Francia a cambio de respirar el espíritu que
puede producir un Cervantes, un Velásquez, un Greco, un Goya? ¿No son acaso
éstos incompatibles con el vino de Burdeos y las ostras de Arcachón? Yo
–arbitrariamente, por supuesto – creo que sí, que son incompatibles, y me quedo
con el Quijote, con Velásquez, con el Greco, con Goya, y sin el vino de
Burdeos, ni las ostras de Arcachón, ni Racine, ni Delacroix. La pasión y la
sensualidad son incompatibles: la pasión es arbitraria, la sensualidad es
lógica. Como que la lógica no es sino una forma de sensualidad. “Todos nuestros
productos materiales e intelectuales son duros, ásperos, desagradables – sigue diciendo
Baroja-. El vino es gordo, la carne es mala, los periódicos aburridos, y la
literatura, triste. Yo no sé qué tiene nuestra literatura para ser tan
desagradable.”
Aquí tengo que detenerme. No siento bien lo de
identificar lo triste con lo desagradable; y aunque haya inocente que me lo
tome a paradoja, diré que, para mí, lo desagradable es lo que se llama alegre.
Nunca olvidaré el desagradabilísimo efecto, el hondo disgusto que me produjo la
algazara y el regocijo de un bulevar de París, de esto hace ya dieciséis años,
y cómo me sentía allí desasosegado e inquieto. Toda aquella juventud que reía,
bromeaba, jugaba y bebía y hacía el amor, me producía el efecto de muñecos a
quienes hubieran dado cuerda; me parecían faltos de conciencia, puramente
aparenciales. Sentíame solo, enteramente solo, entre ellos, y este sentimiento
de soledad me apenaba mucho. No podía hacerme a la idea de que aquellos
bulliciosos entregados a la “joie de vivre” fueran semejantes míos, mis
prójimos, ni siquiera a la idea de que fuesen vivientes dotados de conciencia.
He aquí cómo lo alegre me desagradaba, me era
desagradable. Y, en cambio, en medio de muchedumbres acongojadas que claman al
cielo pidiendo clemencia, que entonan un “De profundis” o un “Miserere”, me
habré de encontrar siempre como entre hermanos, unido a ellos por el amor.
Dice luego Baroja: “Para mí, una de las cosas más
tristes de España es que los españoles no podemos ser frívolos ni joviales.” Y
para mí, una de las cosas más tristes para España sería que los españoles
pudiésemos volvernos frívolos y joviales. Entonces dejaríamos de ser españoles
para no ser ni europeos siquiera. Entonces tendríamos que renunciar a nuestro verdadero
consuelo y a nuestra verdadera gloria, que es eso de no poder ser ni frívolos
ni joviales. Entonces podríamos repetir de coro todas las insustancialidades de
todos los manuales de vulgarización científica, pero nos incapacitaríamos para
poder entrar en la sabiduría. Entonces tendríamos acaso mejores vinos, vinos
más refinados, aceite menos áspero, mejores ostras; pero habríamos de renunciar
a la posibilidad de un nuevo Quijote, o de un Velásquez y, sobre todo, a la
posibilidad de un nuevo San Juan de la Cruz, de un nuevo fray Diego de
Estrella, de una nueva Santa Teresa de Jesús, de un nuevo Iñigo de Loyola,
ortodoxos o heterodoxos, que para el caso es igual.
Y acaba diciendo Baroja: “Triste país en donde por
todas partes y en todos los pueblos se vive pensando en todo, menos en la
vida.”
Y esta arbitrariedad provoca la mía, y exclamo: “¡Desgraciados
países esos países europeos modernos en que no se vive pensando más que en la vida!
¡Desgraciados países los países en que no se piensa de continuo en la muerte, y
no es la norma directora de la vida el pensamiento de que todos tenemos un día
que perderla!”
Unamuno en Madrid. |
“Eran las diez de la mañana cuando llegué a
Guernica; el cielo estaba azul y el campo verde, dos señales de muy buen
agüero. Iba yo encima del coche viendo desfilar el paisaje, que de este modo
parece que vive; ¡cuántos árboles pasaron! No sé apreciar la naturaleza más que
por la Impresión que en mí produce; y aquella hermosa vega me dio ganas de echarme
sobre la yerba, bajo un árbol, y pasar la mañana papando moscas. Mirando la
vega, no se me ocurría más que seguir mirándola; ¡si seré mirón! (…)
Subí por la calle que llaman del Hospital, a la
hora en que la gente salía de misa mayor de Santa María, y aunque con ganas de
ver las muchachas, hice como Ulises con las sirenas, pero sin taparme los oídos
con cera. Entré en Santa Clara, que así dicen en Guernica al lugar en que
vegeta el Árbol, y entré por una entrada que custodian dos leones de piedra,
sentados, que hacen bien ridícula figura.
Ya estoy frente a frente del Árbol y de su hijuelo;
el que espere un canto ossiánico o una elegía en prosa, se lleva chasco;
respeto bastante la vejez y la desgracia para entretenerme en hacer retórica a
su costa.
¡Pobre árbol! Está muy viejecito y encorvado por el
peso de los años, si sus hojas no fueran recias, parecería un sauce llorón. En
el invierno debe sentir mucho el frío; y cuando caiga, todos harán de él leña,
y los botánicos reclamarán su parte. ¡Los dioses se van! – decía no recuerdo
quién –. El hijuelo es un hermoso ejemplar del quercus robus, y arbolillo que
promete ser robusto.
Me senté en uno de los bancos de piedra de aquel
pequeño edificio juradero, y lo que puedo asegurar es que la piedra es dura
para sentarse en ella. Cogí unas hojas que, por dicha, son más abundantes que
los dicentes de Santa Polonia, las puse en un papelito, escribiendo encima:
Guernicaco arbolaren orriyac, y sin llorar, ni entornar los ojos, ni latirme el
corazón desusadamente, abandoné aquella plazoleta para ver la Antigua. En la
capilla vi los retratos de los señores de Vizcaya. ¡Cuántas gentes reunidas!
Padres, hijos, nietos, abuelos y tatarabuelos, todos de gala y todos serios. ¡Salud,
viejos señores! Duerman en paz en sus viejos cuadros, que si levantaran
cabeza...”
(“De mi país”, Guernica, págs. 18-19; artículo publicado en El
Diario de Bilbao, 16, 17 y 19 de junio de 1888.)
“Subí yo con otros y quedamos un rato a descansar y
recrear la vista contemplando al pueblo desde un altito. Se extiende Vergara a
la orilla del río, en el regazo del monte; la Soledad le vigila, y descansa
como un pollada alrededor de la gallina, al amparo de sus dos parroquias, que
alzan sus torres esbeltas. Al revolver del río, se oculta el pueblo hacia la
vieja torre de Gaviria, y allí remata en su fábrica de tejidos pintados, que
alza también su chimenea enhiesta, más raquítica que las torres de las
parroquias. Por detrás del pueblo costea al monte la nueva línea de hierro de
Durango a Zumárraga, que ha sentado su estación donde peor podía asentarla,
aunque a cambio ha hecho como que hace un camino de la estación al pueblo, que
es todavía peor que el asentamiento de aquélla: una cuesta de matar caballos.
(…)
Reposado el pulmón, continuamos la subida,
marchando y contemplando la vega de trigo ondeante donde se asienta el
camposanto. Hicimos en Ascasua la segunda parada, y de allí bajamos al
castañar. Es tan tupido éste, que hasta llegar a él sólo se ve salir del ramaje
frondoso columnas de humo y olorcillo excitante de guisado. (…)
“Tuvimos una disertación a cuenta de un castaño,
sobre el que me llamó la atención un amigo. Todos los años el hornillo abrasa
sus entrañas, y todos corre la savia bajo su corteza y reverdece. La vida nos
va así consumiendo; pero todos los años hay savia de romerías que nos hace
reverdecer.
Debajo de la
ermita hay un claro de árboles formando plazoleta, que es donde se
bailan los aurrescus, a estilo guipuzcoano, a estilo vizcaíno, y a todos los
estilos conocidos y por conocer. Éste es el baile del montañés ahíto de vida,
la explosión de gozo del hombre libre de nuestros montes. Así como nada conozco
más tedioso que una masa inmóvil de hombres, con la boca abierta y cara
estúpida, oyendo a un charlatán que aspira a la cucaña, nada más fresco que
aquella masa inquieta y viva donde brillan caras y caras y chispean ojos, que
brincotea y salta entre polvo, al compás rápido del tamboril y de chistu, que
lanza notas claras y estridentes, llenas del agrete dulce del chacolí viejo,
que estallan como besos de ruido de los que dan las madres a sus hijos.
Al derredor de aquel claro de árboles se agrupan
las muchachas, rabiando por que las saquen a bailar y saltándoles acaso el
corazón cuando la pareja de servidores va a buscar a la preferida. Digo acaso,
porque como yo nunca he sido muchacha que espera a que la saquen, no lo sé con
certeza, y en estas cosas interiores hay que andarse pasito a paso, y no hay si
no más que ver hacer el aurrescu a Martín Chiqui, verdadero buztanicara, que
parece que va a llorar y no llora.”
(opus. cit-, pág. 58-60, articulo en La Voz de
Guipúzcoa, de San Sebastián, del 20 de julio de 1888.)
“Alcalá recuerda a Cervantes que, como la
inscripción de su casa nativa dice, pertenece por su nombre y por su ingenio al
mundo civilizado, y por su cuna, a Alcalá de Henares. En esta inscripción,
clásicamente discreta, está pintado un pueblo. Cervantes recuerda a Don Quijote
y Don Quijote a los ardientes, escuetos y dilatados campos de Castilla, tan
ardientes, escuetos y dilatados como el espíritu quijotesco. Vamos al campo.
No se ve a Alcalá, como a nuestros pueblos,
recogidita en el regazo de montes verdes, bajo un cielo pardo, sino tendida al
sol en el campo infinito, dibujando en el azul las siluetas de las torres de
sus conventos. Rojiza, tostada por el sol y el aire, pegada al suelo, circuída
por paredes bajas de adobe. Rodean a su campo, como ancho anfiteatro, los
barrancos de la sierra, en que se alzan pelados el cerro del Viso, el de la
Vera Cruz, el Malvecino, la meseta del Ecce-Hommo. Lame los pies de los cerros,
separando la Campiña de la Alcarria, el Henares de frondosas riberas
festoneadas de álamos negros y álamos blancos.
A un lado del Henares, la sierra, y la Campiña al otro.
No las montañas en forma de borona, verdes y frescas, de castaños y nogales,
donde salpican al helecho las flores amarillas de la argoma y las rojas del
brezo, Colinas recortadas que muestran las capas del terreno, resquebrajadas de
sed, cubiertas de verde suave, de pobres yerbas, donde sólo levantan cabeza el
cardo rudo y la retama olorosa y desnuda, la pobre ginestra contenta del
deserti que cantó el pobre Leopardi en su último canto.
Al otro lado la tierra rojiza, a lo lejos el festón
de árboles de la carretera, amarillos
ahora; en el confín, las tierras azuladas que tocan al cielo, las que al
recibir al sol que se recuesta en ellas, se cubren de colores calientes, de un
rubor vigoroso. (…)
La vista se dilata por el horizonte lejano, y el
paisaje infunde melancolía tranquila. ¡Será de contemplarlo en los días
ardientes de julio, sentados en las orillas del Henares, a la sombra de un
álamo!
Nada más parecido a esto, a juzgar por
descripciones, que aquellas estepas asiáticas donde el alma atormentada de
Leopardi pone al pastor errante que interroga a la luna. (…)
Es corriente entre las gentes, tanto de aquí como
de allí (allí es nuestro país), aborrecer este paisaje y admirar el nuestro;
hallar esto horrible y aquello atractivo. Con afirmar que este paisaje tiene
sus bellezas como el nuestro las suyas, basta para que le tengan a uno por
raro; dudan mucho, ya que no de la sinceridad, de la salud de sentimiento
estético de quien asegure que esto le gusta más que aquello; y si quien esto
asegura es como usted, mi buen amigo, un hijo de nuestro país, el asombro es
grande, juzgan muchos encontrarse con un caso patológico, con una disparatada
aberración del gusto.
¡Gustar más que de aquella verdura perenne, de
estos campos descarnados, que, como decía Adolfo de Aguirre, secan el alma más jugosa!
(El jugo, muchas veces, no pasa de humedad endémica.) Este gusto es para muchos
inconcebible.
Yo concibo, mejor o peor, todos los gustos y
opiniones y hallo fundamento en todos, aun en los más disparatados; pero aunque
no comprendiera la preferencia de usted, aunque no participara algo, y acaso
algos, de sus sentimientos, me bastaría que usted, cuyo buen gusto es para mí
indiscutible como hecho, me bastaría, digo que usted, siendo hijo de nuestras
montañas, prefiera esta sequedad severa a aquella frescura, para que buscara la
razón de tal gusto.”
(opus. cit, 65-67; en Alcalá de Henares y en
Madrid, mes de noviembre de 1889. Hoja literaria de El Noticiero Bilbaíno,
lunes 18 de noviembre de 1889).
“Nací en lo más lúgubre y sombrío del sombrío
Bilbao: en la calle de la Ronda, y en la casa misma en que, cincuenta y ocho
años antes que yo, había nacido Juan Crisóstomo de Arriaga; en aquella calle,
amasada en humedad y sombras, donde la luz no entra, sino derritiéndose. Mamoncillo
aún, lleváronme a la calle de la Cruz, donde he vivido unos veintiséis años;
allí, cerca del Portal de Zamudio –del Portal sin más aditamento ni apellido-, uno
de los hogares de la villa, su Puerta del Sol en algún tiempo, frente a Artecalle
y la Tendería, que, como dos túneles, se me abrían a los ojos de continuo.
Cerrando la escotadura que en los macizos de casas Artecalle forma, el verde
teso de Miravilla, coronado por la cima de Arnótegui, ¡primera revelación de la
naturaleza, encuadrada en el marco de las viejas casas oscuras y ventrudas, de
toscos balconajes de madera, de puertas medio tapadas por boinas, elásticas,
fajas, yugos y todo género de prendas y aparejos! Y contemplando el hormiguero
humano, que se afana y trajina en las galerías de sus viviendas, la montaña
impasible en su verdura perdurable. ¡Cuándo podría trepar yo allá arriba, a
aquella cumbre en que las nubes, a las veces, se posaban, a bañarse en el aire
y en la luz de Dios!
Al otro lado tenía Calzadas, escalera de la muerte,
camino del cementerio y escalera también para subir al mirador de Begoña, la
matriz de Bilbao, donde se sacia la vista de verdura y desde donde, con una
sola mirada, puede abrazarse a la acurrucada villa, que se presenta cual una
sola vivienda: tan compacto en su caserío. “Parece todo el lugar… una grande
casa nueva, firme y alta”, dijo el mismo padre Henao.
Pero mi mundo, mi verdadero mundo, la placenta de
mi espíritu embrionario, el que fraguó la roca sobre que mi visión del universo
se posa, fue, ante todo, la manzana comprendida entre las calles de la Cruz,
Sombrerería, Correo y Matadero (hoy Banco de España), la manzana en cuyo centro
estaba el matadero. ¿Qué misteriosas relaciones guardarán los espectáculos que
hemos tenido de continuo ante los ojos, cuando nuestra comprensión del universo
cuajaba, con el rumbo que luego nuestras ideas tomen? Tengo por un misterio
augusto el del influjo que en mi concepción de la vida haya podido ejercer
aquella visión frecuente del matadero, con su suelo de losas, sobre que corrían
agua y sangre, y aquellas mujeres que parecían bailar silencioso y hierático,
mientras ayudándose de una cuerda, desangraban a golpes de pies las reses
muertas”.
(opus. cit; págs. 129-130; escrito en Salamanca en junio de 1900).
(opus. cit; págs. 129-130; escrito en Salamanca en junio de 1900).
“El enemigo de quien viaja por pasión, por alegría
o por tristeza, para recordar o para olvidar, es el que viaja por vanidad o por
moda, es ese horrible e insoportable turista que se fija en el empedrado de las
calles, en las mayores o menores comodidades del hotel y en la comida de este.
Porque hay quien viaja, horroriza el tener que decirlo, para gustar distintas cocinas.
Y otros para correr teatros, cafés, casinos, salas de espectáculos, que son en
todas partes lo mismo y en todas igualmente infectos y horrendos. Y hay quien
viaja, lo he dicho de ahora, por topofobia, para huir de cada lugar, no
buscando aquel a que va, sino escapándose de aquel de donde parte.”
¡Vivir unos días en el silencio y del silencio,
nosotros, los que de ordinario vivimos en el barullo y del barullo! Parecía que
oíamos (en las cumbres) todo lo que la tierra calla mientras nosotros, sus
hijos, damos voces para aturdirnos con ellas y no oír la voz del silencio
divino. Porque los hombres gritan para no oírse, para no oírse cada uno a sí
mismo y para no oírse los unos a los otros.”
“Lugar (Medina del Campo) el más santo para meditar
en lo que pasa y en lo que queda en la España temporal y en la España eterna,
allí, junto al castillo de donde voló de la España terrena a la celestial
aquella alma de mujer entera y varonil, como el alma de la patria que hizo;
alma también de varona. Y donde otra varona, Teresa de Jesús, expresó un siglo
después sus eternas ansias.”
¡Desdichado del hombre que se aburre di tiene que
permanecer unos días solo en medio de la campiña! ¡Desdichado del hombre que no
puede prescindir del ruido y del trajín de sus prójimos!, porque ese tal no se
ha encontrado a sí mismo, ni ha sabido siquiera buscarse, ni se ve sino reflejado
en los demás.”
“Grandeza proporcionada y desnudez…, tal es el
carácter de ese edificio (el monasterio de El Escorial), que repugna por su
aridez a los que no se detienen lo bastante a dejarse empapar de su austero
encanto.”
“¿Habéis visto algo más melancólico y más lleno de
sentido trágico que un campo santo abandonado, que las ruinas de un cementerio?
Penetrantes son las ruinas de la vida, pero mucho más las ruinas de la muerte,
las ruinas de la ruina. Un viejo cementerio abandonado, una sola tumba vacía, es
acaso lo más hondo de sentir que puede encontrarse en el peregrinaje de la
vida”.
(en “Andanzas y visiones españolas”)
"Vida de Don Quijote y Sancho", obra de Miguel de Unamuno. |
“Al acabar la historia colgó el historiador su
pluma y le dijo: “Aquí quedarás colgada de esta espetera y de este hilo de
alambre, no sé si bien cortada o mal tajada, péñola mía, adonde vivirás luengos
siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para
profanarte.”
Líbreme Dios de meterme a contar sucesos que al
puntualísimo historiador de Don Quijote se le hubiesen escapado; nunca me tuve
por erudito ni me he metido jamás a escudriñar los archivos caballerescos de la
Mancha. Yo sólo he querido explicar y comentar su vida.
“Para mí sólo nació Don Quijote, y yo para él; él
supo obrar y yo escribir”, hace decir el historiador a su pluma. Y yo digo que
para que Cervantes contara su vida y yo la explicara y comentara nacieron Don
Quijote y Sancho; Cervantes nació para contarla y para explicarla y comentarla
nací yo… No puede contar tu vida, ni puede explicarla ni comentarla, señor mío
Don Quijote, sino quien esté tocado de tu misma locura de no morir. Intercede,
pues, en favor mío, ¡Oh, mi señor y patrón!, para que tu Dulcinea del Toboso,
ya desencantada merced a los azotes de tu Sancho, me lleve de la mano a la
inmortalidad de nombre y de la fama. Y si es la vida sueño, ¡déjame soñarla
inacabable!
A reinar, fortuna, vamos
no me despiertes si sueño.
(La
vida es sueño, II, 4.)
(en… “Vida de don Quijote y Sancho”, 251-252)
El
libro ya se estaba escribiendo por “viviparición”, curiosa palabra está usada
por don Miguel en una misiva a su amigo Pedro de Mugica. Vale la pena
apartarnos un poco del discurso para hablar sobre la importancia que las cartas
tenían para Unamuno. Dentro del valioso epistolario del autor de «Niebla», se cuentan más de un centenar
de cartas que dirigió a Pedro de Mugica, filósofo nacido en Bilbao; una carta
escrita por Unamuno a Rubén Darío y veinte a Luis Ross Mugica y a la viuda de
éste. Es a través de las cartas donde el ser humano logra profundizar en su
verdad. Unamuno lo confirma en una misiva:
“Es a las cartas a las que debo muchos de mis
fecundas pensamientos. He de decir que
muchas de las ideas o siquiera metáforas que se me hayan ocurrido se las debo a
ellas, a las cartas... Y es que cuando uno escribe una carta, suele
escribírsela de ordinario a persona a quien conoce, cuyos ojos ha visto que le
miraban alguna vez, cuya voz ha oído cuando a él se dirigía y el calor de la
vida de cuya diestra ha sentido en el calor de la vida de la suya propia al
estrechársela. Y esto pone un especial calor en lo que escribe.”
(en... “Cartas inéditas de Miguel de Unamuno”,
recopilación y prólogo de Sergio Fernández Larraín, segunda edición, Ediciones
Rodas, S. A. 1972; pág. 11)
La carta dirigida a Rubén Darío el 16 de setiembre de 1899 fue conocida al menos en parte, porque un fragmento de ella fue publicada por Alberto Ghiraldo (“El Archivo de Rubén Darío”; Ed. Bolívar, Santiago de Chile, 1940, págs. 40 - 41). América, la tierra ignota que con sus selvas, sus cordilleras, sus valles, sus desiertos y sus ríos, llega hasta su soledad a esa madre España venida a aquende con los conquistadores. La poesía del nicaragüense con sus cisnes, lagos, princesas encantadas, ha conquistado la atención del anacoreta de Salamanca. Darío dirige a Unamuno unas líneas miríficas que encandilan al bilbaíno:
“... he sondado mucho, he sorbido hondo, he
respirado vasto, he querido triste, he admirado bello, he recorrido silencioso,
he vagado solitario...”.
El
cosmopolitismo rubendariano seduce a don Miguel, pero más quizá, su rebeldía
por renovar la poesía al punto de amalgamar la tierra americana con la
intelectual París, la seductora Roma y el castizo Madrid que emerge de sus
maravillosos versos.
“Mi querido amigo: Apenas he recibido el número de
«El cojo ilustrado”, que usted me envía – gracias por ello –, he escrito al
señor Coll. Deseaba hacerlo tiempo hace porque sé que en más de una ocasión ha
hecho muy honrosas referencias de mí. Sus líneas de introducción a mi fragmento
me han demostrado que era un deber mío escribirle. Y le he escrito.
Usted sabe bien, amigo Darío, cuánto ensancha el
pecho del alma el sentirse escuchado y
comprendido y el recibir el eco de nuestra voz enriquecido y transformado al
sernos devuelto por otro espíritu. Las ideas son de todos y cada cual pone en
ellas algo de su alma.
Cada día me interesa más lo americano: todo lo
turbio que hay allí, y no es poco, es turbio de fermentación. Aspiren,
siquiera, a ser otros, que es lo mismo que aspirar a ser más ellos mismos cada
vez; su divisa es ¡excelcior!... Aquí nos mata la satisfacción de nuestra salud
gañanesca. Podemos decir que no somos
desequilibrados, como los pedruscos.
Algo, sin embargo, se nota aquí, y más se haría sin
esas condenadas tertulias de cervecería que impulsan a la pereza.
De usted me gusta mucho la seriedad, la verdadera y
honda seriedad, el esfuerzo por renovarse de continuo. Usted es de los que
estudian; se ve en sus trabajos. ¿A quién se le ha ocurrido refrescar la vena
de nuestro “Cancionero de Baena”? Lo felicito por ello. Es usted de los que
aspiran a comprenderlo todo, de los de mente extensa y hospitalaria que diría Coll. Eso de mente
hospitalaria me ha gustado mucho: es hermosa denominación.
Ya al hablarse de usted me dijo Verdes Montenegro:
y sobre todo es serio. Para él, que sabe lo que por serio yo entiendo, era el
mayor elogio que de usted podía hacerme. Sin seriedad no hay genialidad
verdadera; no hay más que posee. Mil gracias por su referencia a mi campaña universitaria.
Ardía en deseos de decir todo eso, así, algo digresivamente, con la mayor
espontaneidad posible. Es el fruto de ocho años de profesorado. Más adelante
publicaré mis ideas sobre la literatura y el espíritu helénicos, fruto también
de mi profesorado, de la labor constante sobre mi espíritu, en esencia poco
helénico, de esa literatura que he traducido y comentado con amor durante ocho
cursos. Tiene muchas caras el helenismo y muy diversas. Las expondré (mis ideas
en tal respecto) en un estudio sobre el gigante Esquilo. Ahora me ocupa el que
Thuiller se decida a representar mi drama. Encuentra muy difícil su papel... Me
fusta la fe de Contreras, a prueba de desengaños. Hombres así necesitamos, de fe.
De usted afmo. S. y amigo
Miguel de Unamuno”
(Fernández Larraín, págs. 16 - 17)
Otro
hecho esclarecedor de la personalidad de Unamuno se nos revela en una íntima
carta a Pedro de Mugica; tiene que ver con su niñez, su encuentro con Dios,
quien marcará su vida hasta su muerte. Su decepción del catolicismo en España
es evidente: el catolicismo descristianiza en vez de cristianizar, porque
quienes lo profesan y predican no creen en la verdad, al punto que parecen
despreciarla. Quienes así actúan no hacen más que envenenar los corazones de
los creyentes. Para Unamuno Dios es fe y esperanza, cualquier posición racional
de querer demostrar o negar su existencia es caer en un desatino.
Universidad de Salamanca, 02 dic. 1903
Universidad de Salamanca, 02 dic. 1903
Mi querido amigo: Necesito desahogo. Acabo de
entrar, con el invierno, en un periodo de actividad y de agitación interior,
que coincide con haber llegado a su colmo la compañía que contra mí hacen en
esta ciudad los elementos católicos (las cosas por su nombre) y la velada
amenaza del obispo de romper hostilidades. Preveo el día en que tenga que
desnudar del todo mi pensamiento y decir alto y claro que el catolicismo – y
más al modo que aquí se entiende – nos está descristianizando. En vez de darle
al pueblo una luz para que vea su camino y lo siga por sí, se le ha metido en
un carro y se lleva a oscuras. Y lo peor es la mentira, la enorme mentira en
que vivimos los más de los españoles. Se vive en mentira y se muere en mentira.
Y lo que mata es la mentira, no el error. El que predica la verdad sin creer en
ella, y hasta despreciándola, podrá ilustrar las mentes, pero emponzoña los
corazones; mientras quien predica errores creyendo que son verdades y lleno de
fe en ellas, aunque por de pronto desvíe a las inteligencias de su sendero,
eleva y fortifica los corazones y éstos al cabo endurezcan a aquéllas.
El párrafo ese que me copia de “para mi Dios no es
una exigencia racional, no lo necesito para explicarme el Universo” no sé dónde
lo escribiría, pero sí sé que lo he escrito y en más de un lugar porque
responde perfectamente a mi pensamiento. Dios no es racional, sino cordial; no
se demuestra con argumentos lógicos su existencia ni su no existencia tampoco.
O se le siente o no se le siente; o se tiene experiencia personal de Él – y
para nosotros los cristianos a través del Evangelio, y, Juan – o no se tiene.
Para el que lo sienta en sí las razones sobran; para el que no le sienta,
sobran también.
Y ahora permítame que en la comunión de amistad que
nos une entre en un terreno que suelo reservar y que a su discreción fío. Sé a
quién hablo y que no juzgará mis palabras manifestaciones de un iluso o un
semiloco. Desde hace algún tiempo, desde que pasé cierta honda crisis de
conciencia, se va formando en mí una profundísima persuasión de que soy un
instrumento en manos de Dios y un instrumento para contribuir a la renovación
espiritual de España. Toda mi vida desde hace algún tiempo, mis triunfos, la
popularidad que voy alcanzando, mi elevación a este rectorado, todo ello me
parece enderezado a ponerme en situación tal de autoridad y de prestigio que
haga mi obra más fructuosa. Cuanto hasta hoy he
escrito y he hablado en público no es más que preparación a mi verdadera
labor, a mi obra, que acaso empiece el día en que me traslade a la Corte. Las
cosas se precipitan. Siendo yo un chicuelo –no tendría arriba de doce años- me
ocurrió cierto suceso íntimo que ha dejado profundísima impresión en mí. Fue
ello – no sé si se lo he contado antes – que al volver de comulgar me encerré
en mi cuarto, recé, y abrí un Evangelio y puse el dedo donde decía: “id y
predicad el Evangelio por todas las naciones”. Me dejó esto pensativo, entendí
que era decirme me hiciese cura o fraile, y como empezaban ya mis relaciones
con la que es hoy mi mujer, me resistí a ello y decidí pedir aclaración. Al mes
después de haber comulgado volví a abrir el libro y cayó mi dedo donde dice:
“ya os lo dije y no me oísteis, ¿por qué queréis saberlo otra vez?” Figúrese el
efecto que esto me causaría; quedé como anonadado. Después cambié mucho de
pensar, no de sentir, perdí a Dios por quererlo buscar a la católica,
racionalmente y con argumentos y liturgias y exterioridades, me casé y a los
pocos años de casado, hace seis, cuando sufrí la conmoción que parecía llevarme
a mis creencias de niño, resurgió el suceso en mi conciencia con nueva fuerza.
Aquella sacudida fue la llamada no a las ya muertas creencias de mi niñez, sino
a su núcleo eterno, a su fundamento, a la fe cristiana pura y libre, sin dogmas
eclesiásticas, a la sinceridad, a Dios en fin, y ahora me explico el curso de mi
vida y el valor de aquellos textos y veo la obra que se me prepara. Las
circunstancias exteriores me empujan a ella; me empuja a ella el triste estado
de esta pobre España donde por debajo del problema que se llama religioso y que
no es sino político-eclesiástico, late el verdadero problema religioso, el
ansia de sinceridad, de libertad, de fe. Y mientras aquí no venga algo que sea
a nosotros lo que fue a los pueblos germánicos la Reforma, estarnos perdidos.
Porque ahí hasta los católicos son más o menos, sépanlo o no, reformados. Tales
son las íntimas confesiones que a su amistad fío.
Y siendo mi obra, la siento, veo mi camino futuro y
me siento llevado a él por una fuerza consciente y personal, superior a mí. Y
así creo en Dios, de quien no necesito para construirme un sistema puramente
lógico del Universo fenoménico.
Si yo fuese insincero y tuviera el orgullo de la
modestia diría que su última carta me abruma por lo que en ella dice usted de
mí. Ahora me anuncia que envía a “La Nación” un estudio sobre mí. Gracias. Todo
conviene a mi obra, a la que me pertenezco. Debo resignarme al elogio lo mismo
que a la censura, y ni aun querer borrar el sentimiento de ambición y amor
propio que pueda mezclarse. Para que la especie humana se propagase se nos dio
a hombres y mujeres el deleite sexual y la atracción mutua, para que el
espíritu humano progrese se nos dio la vanagloria; sabiendo usar y no abusar de
uno y de otro todo va por Dios. Procuro tener a la vanagloria de esposa
legitima y fecunda, no de concubina estéril.
Mil gracias en lo que ha hecho respecto al libro
Myers y a éste mil gracias. Recibiré el libro de su padre con gratitud y
escribiré acerca de él. Como le decía, lo tenía en mi Adquirenda, trata de las cosas que más me interesan y es seguro que
tendré ocasión de citarlo no una sino muchas veces. Ante todo en el libro que
preparo, dedicado a la juventud hispanoamericana y española, y en que trato del
problema de vida para nosotros, de la necesidad de crearnos conciencia
colectiva, de las de la razón y la fe.
Me dice usted que he de ir a dar en esa ciudad, en
Berlín. Tarde o temprano, con uno u otro pretexto, es seguro. Si no lo he hecho
ya es por dificultades económicas y sólo por ellas. Y hasta éstas me parece que
se me han suscitado providencialmente para retenerme en esta pobre España, que
¿por qué no decirlo, si lo pienso? necesita de mí.
He querido descubrirle mi pecho en justo pago a la
amistad que me muestra, a los alientos que me da, a que su voz es una de las
voces que más me sostienen en mi marcha. Dios se lo pague.
Y ahora a trabajar, a trabajar yo que aparezco tan
poco español, por esta España que cuanto más decaída y más torpe merece más que
sus hijos la levanten. Usted, por su parte, trabaja desde ahí por ella.
Un abrazo de
Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno
(en: Cartas inéditas)
Casa natal de Pedro de Mugica, en la calle Somera de Bilbao. |
“Estoy escribiendo una “Vida de don Quijote y
Sancho, según Miguel de Cervantes explicada y comentada por Miguel de Unamuno”,
que son meditaciones sobre el texto,
poniendo allí cuanto en él veo y sin cuidarme de si Cervantes quiso o no ponerlo. No he leído
biografía alguna de Cervantes ni sé nada de su vida, ni me importa. Tomo el
Quijote como una obra eterna, sin autor y aparte de la época en que se
escribiera... No sé qué aprendió Cervantes en Sevilla, ni si estuvo allí. No he
leído ni una sola obra cervantista. Soy
un quijotista, pero no un cervantista”.
(28 de junio de 1904).
(28 de junio de 1904).
Meses
más tarde, en ese mismo año, da a su amigo más noticias sobre el significado,
contenido y método de su obra:
“Lo he hecho de un tirón y por viviparición – otros
libros los he escrito por oviparición, empollando notas – trabajando en él
hasta cinco y seis horas algunos días y de aquí el que me haya salido con más
calor que otras cosas mías. Es, como usted supondrá, un modo de verter mi pensamiento
todo. El texto cervantino me sirve de cañamazo en que bordo mis propias
imaginaciones.”
(15 de setiembre de 1904)
Su
libro lo obsesiona como todas las cosas que ha emprendido en su vida. Su pasión
por lo que despierta su interés no tiene límites; lo mismo es con aquello que
no llama a su pensamiento, la desecha como bártulos inútiles, sin remilgo
alguno. Cuenta Inerva en su «Unamuno»
una anécdota que pinta al bilbaíno en su faceta menos llamativa; aconteció
durante el destierro de Unamuno y en su estancia en París:
“Después de almorzar tomaba el Metro en Etoile para salir en Vavín, a diez
metros de La
Rotonde, adonde acudía, adonde acudíamos un grupo de
españoles, algunos simplemente a hacerle compañía; otros, para excitarle y
solazarse con sus comentarios acerados. No había sino tirarle de la lengua. Yo
estaba en París, documentándome para escribir la biografía de María
Bashkirtseff, cuyo Journal ya
conocía Unamuno. En alguna ocasión en que, bajando los dos por el Boulevard
Saint Michel, hacia los jardines de Luxemburgo, le hable de la gentilísima
rusa, muerta tuberculosa en 1884, me hizo un gesto de disgusto que equivalía a
un “¡Eso no me interesa!”.
(Opus. cit. pág. 74).
Hay
un gesto en Unamuno, que muchos quienes lo conocieron, recuerdan sin poder
ocultar una promesa. Hablando de algunos poetas de su tiempo, solía extender
enérgicamente el brazo derecho con el puño cerrado, al cual lo hacía girar como
forzando una llave descomunal, y exclamaba: “¡No
cruje!”. Así expresaba que ese poeta no le satisfacía. De esa franqueza de
ánimo y de pensamiento nace su “Vida de son Quijote y Sancho”. Sus recensiones
cuando escribe son demoledoras; cuando escribe sobre España la azotaina cae
sobre sus compatriotas; cuando es el turno de la filosofía, son los filósofos
los afectados; cuando diserta sobre ciencia, son los científicos los fustigados
por su iracundia; era de esperar que cuando escribiera sobre el Quijote, la víctima
no sería otro que Cervantes. Un lector poco avisado puede juzgar
desacertadamente sus opiniones. Es a Mugica a quien confiesa sus arrebatadoras
ideas sobre el libro que está gestando:
“Renuncio -expresa a Mítica- a describirle hasta
qué punto estoy empozado y enfrascado en mi «Quijote». No veo ni oigo ni siento
otra cosa. Ahora lo estoy poniendo en cuartillas, labor que lleva seis y más
horas diarias y qué durará aún unos días. Me va a resultar un volumen de
regular tamaño, unas 300 páginas, y sin duda mi obra más personal y propia.
Creo no haber puesto en ninguna otra más pensamiento, pero de lo que estoy
seguro es de que en ninguna otra he puesto más pasión, más vehemencia, más alma
ni mayor calor de estilo. Por supuesto no es un comentario erudito ni literario.
Me tiene completamente sin cuidado lo que quiso decir Cervantes... que era un
pobre diablo, muy inferior a su obra. Sólo me interesa lo que yo quiero ver en
el «Quijote», que para el caso se me aparece una obra sin autor y que no es de
una época ni de un lugar determinado. El texto cervantino no es sino un
pretexto para que sobre el levante yo mis propias elucubraciones. Una obra así
que se lanza al público es de todo el mundo y conviene considerarla como algo
fuera de condiciones históricas. Creo, pues, haber hecho mi obra más personal
comentando una ajena...”
(28 de diciembre de 1904)
Unamuno
se va sumergiendo en el libro con una absorbente pasión, transitando por el
mundo exterior con recelo. Cuando el libro aparece y es recibido con hosquedad por
un buen sector de la crítica, es en el juicio de Pedro de Mugica donde
encuentra descanso y consuelo a tanta hostilidad. La osadía con que ha
arremetido contra el libro de Cervantes no le será perdonada por una crítica
inclemente y sañuda. Las encendidas polémicas están a la orden del día en todos
los Vilos literarios, el cotorreo es rimbombante y graneado contra aquel
escritor acostumbrado a despertar encendidas controversias. Pero Unamuno es un
hombre de lucha, en los momentos difíciles, como un caballero medieval, sabe
vestirse con los aéreos del combatiente para defender sus libros con
vehemencia. En una carta a Mítica se vislumbra esta lucha exonerada:
“Mil gracias, mi querido amigo, por los ánimos que
me da con su juicio sobre mi libro en medio de la hostilidad con que ha sido
recibido por el cigarro literario de Madrid. Cierto es que la intensidad del
aplauso de los que me aplauden, y la calidad de éstos, me desquita de todo lo
demás. Pero crea usted que es para abatir un espíritu de menos temple que el
mío el ver la cortedad de vista de nuestras gentes y su falta de espíritu.
Empeñando en juzgar mi obra como obra literaria al modo aquí usual y se conoce
que les desoriento. Hay pobres diablos que no me perdonan mi poco respeto a
Cervantes y eso de que prescindo de él y en vez de comentar docta, documental y
eruditamente su «Quijote», hago el mío. Y por un juego de presti-imaginación
sustituyó a su “Quijote” mi “Quijote”.”
(15 de junio de 1905)
Ya en su libro anterior se había expresado autoritariamente:
“La ciencia no le da a Son Quijote lo que este le
pide. «¡Qué no le pida eso – dirán –; que se resigne, que acepte la vida y la
verdad como son!» Pero él no los acepta así, y pide señales, a lo que le mueve
Sancho, que está a su lado. Y no es que Son Quijote no comprenda lo que
comprende quien así le habla, el que procura resignarse y aceptar la vida y la
verdad racionales. No; es que sus necesidades efectivas son mayores. ¿Pedantería?
¡Quién sabe…!
Y en este siglo crítico, Don Quijote, que se ha contaminado
de criticismo tiene que arremeter contra sí mismo, víctima de intelectualismo y
de sentimentalismo, y que cuando quiere ser más espontáneo, más afectado aparece.
Y quiere el pobre racionalizar lo irracional e irracionalizar lo racional. Y
cae en la desesperación íntima del siglo crítico de que fueron las dos más
grandes víctimas Nietzsche y Tolstoi. Y por desesperación entra en el furor
heroico de que hablaba aquel Quijote del pensamiento que escapó al claustro,
Giordano Bruno, y se hace despertador de las almas que duermen, dormilantium
amimorum excubitor, como dijo de sí mismo el exdominicano, el que escribió: “El
amor heroico es propio de las naturalezas superiores llamadas insanas – insane
–, no porque no saben – non sanno –, sino porque sobresaben – soprasanno.”
Pero Bruno creía en el triunfo de sus doctrinas, o
por lo menos al pie de su estatua, en el Campo dei Fiori, frente al Vaticano,
han puesto que se la ofrece el siglo por él adivinado, il secolo da lui
divinato. Mas nuestro Don Quijote, el redivivo, el interior, el conciente de su
propia comicidad, no cree que triunfen sus doctrinas en este mundo porque no
son de él. Y es mejor que no triunfen. Y si le quisieran hacer a Don Quijote
rey, se retiraría solo al monte, huyendo de las turbas regificientes y
regicidas, como se retiró solo al monte el Cristo cuando, después del milagro
de los peces y los panes, le quisieron proclamar rey. Dejó el título de rey
para encima de cruz.
¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy
en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no
oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria
que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con
sus cien mil lenguas cantará un hosana eterno al Señor de la vida y de la
muerte.
Y vosotros ahora, bachilleres Carrascos del
regeneracionismo europeizante, jóvenes que trabajáis a la europea, con método y
crítica… científicos, haced riqueza, haced patria, haced arte, haced ciencia,
haced ética, haced o más bien traducid sobre todo Kultura, que así mataréis a
la vida y a la muerte. ¡Para lo que ha de durarnos todo…!”
(“Del sentimiento trágico de la vida”, págs. 319-320)
Miguel de Unamuno saliendo de un portal. |
Uno de los capítulos más exquisitos, divertidos y profundos del libro es el XLV. Para deleite de mis lectores, transcribo el capítulo en cuestión:
CAPITULO XLV
Donde se acaba de
averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras
sucedidas, con toda verdad
“¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores –dijo el barbero-, de lo que
afirman estos gentileshombres, pues aún porfían que ésta no es bacía sino
yelmo? Y quien lo contrario dijere –dijo Don Quijote- le haré yo conocer que
miente si fuese Caballero, y si escudero, que remiente mil veces.”
Así, así, mi señor Don Quijote, así; es el valor descarado de afirmar en
voz alta y a la vista de todos y de defender con la propia vida la afirmación,
lo que crea las verdades todas. Las cosas son tanto más verdaderas cuanto más
creídas, y no es la inteligencia, sino la voluntad, la que las impone.
Bien hubo de verlo el pobre barbero de quien la bacía fue cuando no era
aún yelmo. Primero fue Sancho, cuando Don Quijote dijo “juro por la orden de
caballería que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber
añadido en él ni quitado cosa alguna”, quien agregó en tímido apoyo de su amo:
“en eso no hay duda, porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha hecho
con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados; y si no
fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de
pedradas en aquel trance”. (Cap. XLIV.)
¿Baciyelmo? ¿Baciyelmo, Sancho? ¡No hemos de ofenderte creyendo que esto
de llamarle baciyelmo fue una de tus socarronerías, no!; es la marcha de tu fe.
No podías pasar de lo que tus ojos te enseñaban, mostrándote como hacía la prenda de la
disputa, a lo que la fe en tu amor te enseñaba, mostrándotela como yelmo, sin
agarrarte a eso del baciyelmo. En esto sois muchos los Sanchos, y habéis
inventado lo de que en el medio está la virtud. No, amigo Sancho, no; no hay
baciyelmo que valga. Es yelmo o es bacía, según quien de él se sirva, o mejor
dicho, es bacía y es yelmo a la vez porque hace a los dos trances. Sin quitarle
ni añadirle nada puede y debe ser yelmo y bacía, todo él yelmo y toda ella
bacía; pero lo que no puede ni debe ser, por mucho que se le quite o se le
añada, es baciyelmo.
Más resueltos encontró el barbero de la bacía al otro barbero, maese
Nicolás, y a don Fernando, el de Dorotea, y al cura y a Cardenio y al oidor, que
con grande asombro de otros de los presentes lo diputaron por yelmo. Como burla
pesada quiso tomarlo uno de los cuatro cuadrilleros allí presentes, incomodóse,
trató de borrachos a los que afirmaban lo contrario, lanzóle un mentís Don
Quijote y fuese sobre él y armóse la de San Quintín, dándose de golpes los unos
a los otros. Y fue Don Quijote quien, con sus voces, y recordando la discordia
del campo de Agramante, apaciguó el cotarro.
¿Qué? ¿Os extraña la general pendencia por si era bacía o si era yelmo? Otras
más entreveradas y más furiosas se han armado en el mundo por otras bacías, y
no de Mambrino. Por si el pan es pan y el vino es vino, y por cosas parecidas.
En torno a caballeros de la fe se arredilan carneros humanos, y por llevarles
el humor o por cualquiera otra cosa sostienen que la bacía es yelmo, como
aquéllos dicen, y se vienen a las manos por sostenerlo, y es lo fuerte del caso
que los más de cuantos pelean sosteniendo que es yelmo, tienen para sí que es
bacía. El heroísmo de Don Quijote se comunicó a sus burladores, quedaron
quijotizados a su pesar, y Don Fernando medía con sus pies a un cuadrillero por
haber éste osado sostener que la bacía no era yelmo, sino bacía. ¡Heroico don
Fernando!
Ved, pues, a los burladores de Don Quijote burlados por él, quijotizados
a su despecho mismo, y metidos en pendencia y luchando a brazo partido por
defender la fe del Caballero, aun sin compartirla. Seguro estoy, aunque Cervantes
no nos lo cuenta, seguro estoy de que después de la tunda dada y recibida
empezaron los partidarios del Caballero, los quijotanos o yelmistas, a dudar de
que la bacía lo fuera y a empezar a creer que fuese el yelmo de Mambrino, pues
con sus costillas habían sostenido tal credo. Cumple afirmar aquí una vez más
que son los mártires los que hacen la fe más bien que la fe a los mártires.
En pocas aventuras se nos aparece Don Quijote más grande que en ésta en
que impone su fe a los que se burlan de ella y los lleva a defenderla a
puñetazos y a coces y a sufrir por ella.
¿Y a qué se debió ello? No a otra cosa sino a su valor de afirmar
delante de todos que aquella bacía, que como tal la veía él, lo mismo que los
demás, con los ojos de la cara, era el yelmo de Mambrino, pues le hacía oficio
de semejante yelmo.
No le faltó esse descarado heroísmo d’afirmar que, batendo na terra com pé
forte, ou pallidamente elevando os olhos ao Ceo cria a traves da universal
illusäo Sciencias e Religiöes, como dice Eça de Queiroz al final de su A
Reliquia.”
Es el valor de más quilates el que afronta, no daño del cuerpo ni mengua
de la fortuna ni menoscabo de la honra, sino el que le tomen a uno por loco o por
sandio.
Este valor es el que necesitamos en España, y cuya falta nos tiene
perlesiada el alma. Por falta de él no somos fuertes, ni ricos, ni cultos; por
falta de él no hay canales de riego, ni pantanos, ni buenas cosechas; por falta
de él no llueve más sobre nuestros secos campos, resquebrajados de sed, o cae a
chaparrones el agua, arrastrando el mantillo y arrastrando a las veces las
viviendas.
Que, ¿también os parece paradoja? Id por esos campos y proponed a un labrador
una mejora de cultivo o la introducción de una nueva planta o una novedad
agrícola y os dirá: “Eso no pinta aquí.” “¿Lo habéis probado?”, preguntaréis, y
se limitará a repetiros: “Eso no pinta aquí.” Y no sabe si pinta o no pinta,
porque no lo ha probado, ni lo ensayará nunca. Lo probaría estando de antemano
seguro del buen éxito, pero ante la perspectiva de un fracaso y tras él la
burla y chacota de sus convecinos, tal vez el que le tengan por loco o por
iluso o por mentecato, ante esto se arredra y no ensaya. Y luego se sorprende
del triunfo de los valientes, de los que arrostran motajos, de los que no se
atienen al “en donde fueres haz lo que vieres” y el “¿adónde vas, Vicente?, ¡adónde
va la gente!”, de los que se sacuden del instinto rebañego.
Hubo en esta provincia de Salamanca un hombre singular, que surgido de
la mayor inteligencia amasó unos cuantos millones. Estos charros del rebaño no
se explican tal fortuna sino suponiendo que había robado en sus mocedades,
porque estos desgraciados, tupidos de sentido común y enteramente faltos de
valor moral, no creen sino en el robo y en la lotería. Mas un día me contaron
una proeza quijotesca de ese ganadero, el Mosco.
Y fue que trajo de las costas del Cantábrico hueva de besugo para
echarla en una charca de una de sus fincas. Y al oírlo me lo expliqué todo. El
que tiene valor de arrostrar la rechifla que ha de atraerle forzosamente el
traer hueva de besugo para echarla en una charca de Castilla, el que hace esto,
merece la fortuna.
¿Qué es ello absurdo, decís? ¿Y quién sabe qué es lo absurdo? ¡Y aunque
fuera! Sólo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible. No
hay más que un modo de dar una vez en el clavo, y es dar ciento en la
herradura. Y, sobre todo, no hay más que un modo de triunfar e veras; arrostrar
el ridículo. Y por no tener valor para arrostrarlo tiene esta gente su
agricultura en la postración en que yace.
Sí, todo nuestro mal es la cobardía moral, la falta de arranque para
afirmar cada uno su verdad, su fe, y defenderla. La mentira envuelve y agarrota
las almas de esta casta de borregos modorros, estúpidos por opilación de
sensatez.
Se proclama que hay principios indiscutibles, y cuando se trata de
ponerlos en tela de juicio no falta quien ponga el grito en el cielo. No ha mucho
pedí que se pidiera la derogación de ciertos artículos de nuestra ley de
Instrucción Pública, y una mazorca de mandrias se pusieron a berrear que era
inoportuno e impertinente, y otras palabrotas más fuertes y más groseras.
¡Inoportuno! Estoy harto de oír llamar inoportunas a las cosas más oportunas, a
todo lo que corta la digestión de los hartos y enfurece a los tontos. ¿Qué se
teme? ¿Que se trabe y se encienda la guerra civil de nuevo? ¡Mejor que mejor!
Es lo que necesitamos.
Sí, es lo que necesitamos: una guerra civil. Es menester afirmar que
deben ser y son yelmos las bacías y que se arme sobre ello pendencia como la
que se armó en la venta. Una nueva guerra civil, con unas o con otras armas.
¿No oís a esos desgraciados de corazón engurruñido y seco que dicen y repiten
que estas o las otras disputas a nada práctico conducen? ¿Qué entienden por
práctico esas pobres gentes? ¿No oís a los que repiten que hay discusiones que
deben evitarse?
No faltan menguados que nos estén cantando de continuo el estribillo de que
deben dejarse a un lado las cuestiones religiosas, que lo primero es hacerse
fuertes y ricos. Y los muy mandrias no ven que por no resolver nuestro íntimo
negocio no somos ni seremos fuertes ni ricos. Lo repito: nuestra patria no
tendrá agricultura, ni industria, ni comercio, ni habrá aquí caminos que lleven
a parte adonde merezca irse mientras no descubramos nuestro cristianismo, el
quijotesco. No tendremos vida exterior, poderosa y espléndida y gloriosa y
fuerte mientras no encendamos en el corazón de nuestro pueblo el fuego de las
eternas inquietudes. No se puede ser rico viviendo de mentira, y la mentira es
el pan nuestro de cada día para nuestro espíritu.
¿No oís a ese burro grave que abre la boca y dice?: “¡Eso no puede
decirse aquí!” ¿No oís hablar de paz, de una paz más mortal que la muerte misma,
a todos los miserables que viven presos de la mentira? ¿No os dice nada ese
terrible artículo, padrón de ignominia para nuestro pueblo, que figura en los
reglamentos de casi todas las sociedades de recreo de España, y que dice: “Se
prohíben discusiones políticas y religiosas”?
¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Croan a coro todas las ranas y los renacuajos todos
de nuestro charco.
¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Sí, sea, paz, pero sobre el triunfo de la
sinceridad, sobre la derrota de
la mentira. Paz, pero no una paz de compromiso, no un miserable convenio como
el que negocian los políticos, sino paz de comprensión. Paz, sí, pero después
que los cuadrilleros reconozcan a Don Quijote su derecho a afirmar que la bacía
es yelmo; más aún: después que los cuadrilleros confiesen y afirmen que en
manos de Don Quijote es yelmo la bacía. Y esos desdichados que gritan “¡paz!,
¡paz!”, se atreven a tomar en labios el nombre de Cristo. Y olvidan que el
Cristo dijo que Él no venía a traer paz, sino guerra, y que por Él estarían
divididos los de cada casa, los padres contra los hijos, los hermanos contra
los hermanos. Y por Él, por el Cristo, para establecer su reinado, el reinado
social de Jesús –que es todo lo contrario de lo que llaman los jesuitas el
reinado social de Jesucristo –, el reinado de la sinceridad y de la verdad y
del amor y de la paz verdadera, para establecer el reinado de Jesús tiene que
haber guerra.
¡Raza de víboras la de esos que piden paz! Piden paz para poder morder y
emponzoñar más a sus anchas. De ellos dijo el Maestro que “ensanchan sus
filacterias y extienden los flecos de sus mantos” (Mat. XXIII, 5). ¿Sabéis qué
es esto? Eran las filacterias unas cajitas que contenían pasajes de la
Escritura y que llevaban los judíos en la cabeza y el brazo izquierdo en
ciertas ocasiones. Eran como esos amuletos que se cuelga al cuello de los niños
para preservarlos de no sé qué mal y consisten en unas bolsitas, bordadas muy
cucamente, con lentejuelas, por alguna monja que, bordándolas, mató el
aburrimiento, y dentro de las cuales bolsas se mete unos papelitos en que van
impresos pasajes del Evangelio que jamás habrá de leer el niño que lleva al
cuello el amuleto, y en latín dichos pasajes para mayor claridad. Eso eran las
filacterias, y llevaban además los fariseos en los flecos o randas de los
mantos pasajes también de las Escrituras. Era como eso que hoy llevan muchos
sobre la solapa de la levita o de la chaqueta: un corazón pintado en un disco
de seco y duro barro. Y estos del amuleto, de la filacteria moderna, éstos y
sus congéneres son los que osan hablar de paz y de oportunidad y de
pertinencia. No, ellos mismos nos han enseñado la fórmula: no caben nefandos
contubernios entre los hijos de la luz y los de las tinieblas. Y ellos, los
cobardes servidores de la mentira, son los hijos de las tinieblas, y nosotros,
los fieles de Don Quijote, somos los hijos de la luz.
Y volviendo a la historia vemos que se sosegaron todos, pero uno de los cuadrilleros
empezó a examinar a Don Quijote, contra quien llevaba el mandamiento de prisión
por haber libertado a los galeotes, y asióle del cuello y pidió ayuda a la
Santa Hermandad, pero revolvióse el Caballero contra él y por poco lo ahoga.
Separáronlos, pero los cuadrilleros pedían su presa, “aquel robador y salteador
de sendas y carretas”.
“Reíase de oír decir estas razones Don Quijote,
reíase y hacía bien en reírse, él, de quien los otros se reían; reíase con risa
heroica y caballeresca, no burlona, y con mucho sosiego les reprendió por
llamar saltear caminos a “acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar
los menesterosos”. Y allí, arrogante y noble, invocó su fuero de caballero
andante, cuya “ley es su espada, sus fueros, sus bríos, sus premáticas, su
voluntad”.
¡Bravo, mi señor Don Quijote, bravo! La ley no se
hizo para ti, ni para nosotros tus creyentes, nuestras premáticas son nuestra
voluntad. Dijiste bien; tenías bríos para dar tú solo cuatrocientos palos a
cuatrocientos cuadrilleros que se te pusieran delante, o por lo menos para
intentarlo, que en el intento está el valor”.
(opus. cit; págs. 120-125)
Unamuno se identifica con el Quijote en cuanto a su “locura”, porque como él, no se resigna ni al mundo, ni a su verdad, ni a la ciencia o lógica, ni al arte o estética, ni a la moral o ética. A él no le importa que sus opositores lo ataquen, tildándolo de loco, de reaccionario y otros adjetivos nada inofensivos. Para el autor de “Niebla”, Don Quijote es parte de ese conjunto de almas que, como Santa Teresa, es uno de los tesoros más sublimes que un pueblo puede legar a la humanidad. Unamuno confiesa que su “Vida de don Quijote y Sancho” fue escrito con la intensión de repensar el Quijote contra cervantistas y eruditos, para hacer obra de vida de lo que era y sigue siendo para una gran mayoría: letra muerta. A él no le interesa lo que Cervantes quiso o no quiso poner en su libro o lo que realmente puso. Lo importante para Unamuno es lo que él es capaz de descubrir, lo haya puesto o no lo haya puesto Cervantes. Lo que Unamuno dice rastrear en el Quijote es la filosofía española, pues abriga cada vez más la convicción de que la filosofía española está líquida y difusa en su literatura, en su mística, sobre todo y no en sistemas filosóficos:
“Aparecéseme la filosofía en el alma de mi pueblo como la expresión de
una tragedia íntima análoga a la tragedia del alma de Don Quijote, como la
expresión de una lucha entre lo que el mundo es según la razón de la ciencia
nos lo muestra, y lo que queremos que sea, según la fe de nuestra religión nos
lo dice. Y en esta filosofía está el secreto de eso que suele decirse de que
somos en el fondo irreductibles a la Kultura, es decir, que no nos resignamos a
ella. No, Don Quijote no se resigna ni al mundo ni a su verdad, ni a la ciencia
o lógica, ni al arte o estética, ni a la moral o ética.
«Es que con todo esto – se me ha dicho más de una vez y más que por uno
– no conseguirías en todo caso sino empujar a las gentes al más loco
catolicismo.” Y se me ha acusado de reaccionario y hasta de jesuita.
¡Sea! ¿Y qué?
Sí, ya lo sé, ya sé que es locura querer volver las aguas del río a su
fuente, y que es el vulgo el que busca la medicina de sus males en el pasado;
pero también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera, aunque parezca
del pasado, empuja el mundo al porvenir, y que los únicos reaccionarios son los
que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta restauración del pasado es
hacer porvenir, y si el pasado ese es un ensueño, algo mal conocido… mejor que
mejor. Como siempre, se marcha al porvenir; el que anda, a él va, aunque marche
de espaldas. ¡Y quién sabe si no es esto mejor!...
Siéntome con un alma medieval, y se me antoja que es medieval el alma de
mi patria; que ha atravesado ésta, a la fuerza, por el Renacimiento, la Reforma
y la Revolución, aprendiendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar al alma,
conservando la herencia espiritual de aquellos tiempos que llaman caliginosos.
Y el quijotismo no es sino lo más desesperado de la lucha de la Edad Media
contra el Renacimiento, que salió de ella.
Y si los unos me acusaren de servir a una obra de reacción católica,
acaso los otros, los católicos oficiales… Pero estos en España apenas se fijan
en cosa alguna ni se entretienen sino en sus propias disensiones y querellas. ¡Y además, tienen unas
entendederas los pobres!
Pero es que mi obra –iba a decir mi misión- es quebrantar la fe de unos
y de otros, y de los terceros, la fe en la afirmación, la fe en la negación y
la fe en la abstención, y esto por fe en la fe misma, es combatir a todos los
que se resignan, sea al catolicismo, sea al racionalismo, sea al agnosticismo;
es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.
¿Será esto eficaz? ¿Pero es que creía Don Quijote acaso en la eficacia inmediata
de su obra? Es muy dudoso, y por lo menos no volvió, por si acaso a acuchillar
segunda vez su celada. Y numerosos pasajes de su historia delatan que no creía
gran cosa conseguir de momento su propósito de restaurar la caballería andante.
Y qué importaba si asía vivía él y se inmortalizaba? Y debió de adivinar, y
adivinó de hecho, otra más alta eficacia de aquella obra, cuál era la que
ejercía en cuantos con piadoso espíritu leyesen sus hazañas.
Don Quijote se puso en ridículo, ¿pero conoció acaso el más trágico
ridículo, el ridículo reflejo, el que uno hace ante sí mismo, a sus propios
ojos del alma? Convertid el campo de batalla de Don Quijote a su propia alma;
ponedle luchando en ella por salvar a la Edad Media del Renacimiento, por no
perder su tesoro de la infancia, haced de él un Don Quijote interior – con su
Sancho, un Sancho también interior y también heroico, al lado – y decidme de la
tragedia cómica.
¿Y qué ha dejado Don Quijote? Diréis. Y os diré que se ha dejado a sí
mismo y que un hombre, un hombre vivo y eterno, vale por todas las teorías y
por todas las filosofías. Otros pueblos nos han dejado sobre todo
instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier
instituto, por cualquier Crítica de la razón pura.
Es que Don Quijote se convirtió. Sí, para morir el pobre. Pero el otro,
el real, el que se quedó y vive entre nosotros alentándonos con su aliento, ése
no se convirtió, ése sigue animándonos a que nos pongamos en ridículo, ése no
debe morir. Y el otro, el que se convirtió para morir, pudo haberse convertido
porque fue loco y fue su locura, y no su muerte ni su conversión, lo que le
inmortalizó, mereciéndole el perdón del delito de haber nacido. ¡Feliz culpa! Y
no se curó tampoco, sino que cambió de locura. Su muerte fue su última aventura
caballeresca; con ella forzó el cielo, que padece fuerza.
Murió aquel Don Quijote y bajó a los infiernos, y entró en ellos lanza
en ristre, y libertó a los condenados todos, como a los galeotes, y cerró sus
puertas, y quitando de ellas el rótulo que allí viera el Dante, puso uno que
decía: ¡viva la esperanza!, y escoltado por los libertados, que de él se reían,
se fue al cielo. Y Dios se rió paternalmente de él y esta risa divina le llenó
de felicidad eterna el alma.
Y el otro Don Quijote se quedó aquí, entre nosotros, luchando a la
desesperada. ¿Es que su lucha no arranca de desesperación? ¿Por qué entre las
palabras que el inglés ha tomado a nuestra lengua figura entre siesta,
camarilla, guerrilla y otras, la de desperado, esto es, desesperado? Ese
Quijote interior que os decía, conciente de su propia trágica comicidad, ¿no es
un desesperado? Un desperado, sí, como Pizarro y como Loyola. Pero, “es la
desesperación dueña de los imposibles”, nos enseña Salazar y Torres (en Elegir
al enemigo, act. I), y es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la
esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca. Spero quia
absurdum, debía decirse, más bien que credo.
Y Don Quijote, que estaba solo, buscaba más soledad aún, buscaba las soledades
de la Peña Pobre para entregarse allí, a solas, sin testigos, a mayores
disparates en que desahogar el alma. Pero no estaba tan solo, pues le
acompañaba Sancho, Sancho el bueno, Sancho el creyente, Sancho el sencillo. Si,
como dicen algunos, Don Quijote murió en España y queda Sancho, estamos
salvados, porque Sancho se hará, muerto su amo, caballero andante. Y en todo
caso, espera otro caballero loco a quien seguir de nuevo.
Hay también una tragedia de Sancho. Aquél, el otro, el que anduvo con el
Don Quijote que murió no consta que muriese, aunque hay quien cree que murió
loco de remate, pidiendo la lanza y creyendo que había sido verdad cuanto su
amo abominó por mentira en su lecho de muerto y de conversión. Pero tampoco
consta que murieran ni el bachiller Sansón Carrasco, ni el cura, ni el barbero,
ni los duques y canónigos, y con éstos es con los que tiene que luchar el
heroico Sancho.
Solo anduvo Don Quijote, solo con Sancho, solo con su soledad. ¿No
andaremos también solos sus enamorados, forjándonos una España quijotesca que
sólo en nuestro magín existe? Y volverá a preguntársenos: ¿qué ha dejado a la
Kultura Don Quijote? Y diré: ¡el quijotismo, y no es poco! Todo un método, toda
una epistemiología, toda una estética, toda una lógica, toda una ética, toda
una religión sobre todo, es decir, toda una economía a lo eterno y lo divino,
toda una esperanza en lo absurdo racional.
¿Por qué peleó Don Quijote? Por Dulcinea, por la gloria, por vivir, por
sobrevivir. No por Iseo, que es la carne eterna; no por Beatriz, que es la
teología; no por Margarita, que es el pueblo; no por Helena, que es la cultura.
Peleó por Dulcinea, y la logró, pues que vive.
Y lo más grande de él fue haber sido burlado y vencido, porque siendo
vencido es como vencía; dominaba al mundo dándole que reír de él.
¿Y hoy? Hoy siente su propia comicidad y la vanidad de su esfuerzo en
cuanto a lo temporal; se ve desde fuera –la cultura le ha enseñado a
objetivarse, esto es, a enajenare en vez de ensimismarse-, y al verse desde
fuera, se ríe de sí mismo, pero amargamente. El personaje más trágico acaso
fuese un Margutte íntimo, que, como el de Pulci, muera reventando de risa, pero
de risa de sí mismo. E riderá in eterno, reirá eternamente, dijo de Margutte el
ángel Gabriel. ¿No oís la risa de Dios?
Don Quijote el mortal, al morir, comprendió su propia comicidad y lloró
sus pecados, pero el inmortal, comprendiéndola, se sobrepone a ella y la vence
sin desecharla.
Y Don Quijote no se rinde, porque no es pesimista, y pelea. No es pesimista
porque el pesimismo es hijo de vanidad, es cosa de moda, puro snobismo, y Don
Quijote ni es vano ni vanidoso, ni moderno de ninguna modernidad –menos
modernista-, y no entiende qué es eso de snob mientras no se lo digan en
cristiano viejo español. No es pesimista Don Quijote, porque como no entiende
qué sea eso de la joie de vivre, no entiende de su contrario. Ni entiende de
tonterías futuristas tampoco. A pesar de Clavileño, no ha llegado al aeroplano,
que parece querer alejar del cielo a no pocos atolondrados. Don Quijote no ha
llegado a la edad del tedio de la vida, que suele traducirse en esa tan
característica topofobia de no pocos espíritus modernos, que se pasan la vida
corriendo a todo correr de un lado para otro, y no por amor a aquel adonde van,
sino por odio a aquel otro de donde vienen, huyendo de todos. Lo que es una de
las formas de la desesperación.
Pero Don Quijote oye ya su propia risa, oye la risa divina, y como no es
pesimista, como cree en la vida eterna, tiene que pelear, arremetiendo contra
la ortodoxia inquisitorial científica moderna por traer una nueva e imposible
Edad Media, dualística, contradictoria, apasionada. Como un nuevo Savonarola,
Quijote italiano de fines del siglo XV, pelea contra esta Edad Moderna que
abrió Maquiavelo y que acabará cómicamente. Pelea contra el racionalismo
heredado del siglo XVIII. La paz de la conciencia, la conciliación entre la
razón y la fe, ya, gracias a Dios providente, no cabe. El mundo tiene que ser
como Don Quijote quiere y las ventas tienen que ser castillos, y peleará con él
y será, al parecer, vencido, pero vencerá al ponerse en ridículo. Y se vencerá
riéndose de sí mismo y haciéndose reír.
“La razón habla y el sentido muerde”, dijo el Petrarca; pero también la
razón muerde, y muerde en el cogollo del corazón. Y no hay más calor a más luz.
“¡Luz, luz, más luz todavía!” dicen que dijo Goethe moribundo. No, calor,
calor, más calor todavía, que nos morimos de frío y no de oscuridad. La noche
no mata; mata el hielo. Y hay que libertad a la princesa encantada y destruir
el retablo de Maese Pedro.
¿Y no habrá también pedantería, Dios mío, en esto de creerse uno burlado
y haciendo el Quijote? Los regenerados (Opvakte) desean que el mundo impío se
burle de ellos para estar seguros de ser regenerados, puesto que son burlados,
y gozar la ventaja de poder quejarse de la impiedad del mundo, dijo
Kierkegaard”.
(en… “Del sentimiento trágico de la vida”, págs.:
312-318)
Resúmenes de Obras Famosas, vol. 3 de Guillermo Delgado. |
VIDA DE DON QUIJOTE Y
SANCHO
Este libro de don Miguel de Unamuno fue publicado
por primera vez en el número de abril de 1905 de la revista “La España
Moderna”. La crítica de gran historia de raza, la marca uno de sus libros más
hondos simbólicamente: “La vida de don Quijote y Sancho”. Capítulo por capítulo
va comentando Unamuno con hondura, con sentido eterno de la raza, con la
verdadera incorporación del mito hispánico a la España de su tiempo. Muy
personal, muy del vasco Unamuno, es el continuo y sugestivo paralelo que hace
entre las vicisitudes de don Alonso Quijano y otros parecidos que, en la vida
real, acontecieron a San Ignacio de Loyola. En el capítulo I de la primera
parte Unamuno nos manifiesta que nada sabemos del nacimiento del Quijote, nada
de su infancia y juventud. Nada sabemos de sus padres, linaje y abolengo. Se
nos aparece el hidalgo cuando frisaba los cincuenta años, en un lugar de la
Mancha, pasándolo pobremente. La ociosidad y un amor desgraciado por Aldonza
Lorenzo (hija de Aldonza Nogales y Lorenzo Corchuelo) le llevaron a leer libros
de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó el ejercicio de la caza y
aún la administración de su hacienda. El deseo de la gloria fue su resorte de
acción. Y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera
que vino a perder el juicio.
Perdió Alonso Quijano el juicio, para ganarlo en
Don Quijote, un juicio glorificado. En el capítulo II, donde el Quijote es
armado caballero por un bellaco, don Alonso Quijano realiza su primer entuerto
al tratar de doncellasa dos rameras que le dieron de comer. Humilladas de
continuo en su fatal profesión, penetradas de su propia miseria y sin siquiera
el orgullo hediondo de la degradación, fueron adoncelladas por el “Caballero de
la triste figura”, como le llamó Sancho, y llevadas por él a la dignidad de
doñas. Para Unamuno estas dos pecadoras, al ver tan extraño caballero, debieron
de sentirse conmovidas en lo más hondo de sus entrañas de maternidad, y al
sentirse madres, viendo en don Quijote al niño, como las madres a sus hijos, le
preguntaron si quería comer. En el Capítulo IV, camino de Monserrate, se encuentra
con un grupo de mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Don
Quijote quiere imponerles que reconozcan las dotes de Dulcinea, pero éstos se
niegan alegando que no pueden dar una opinión sin conocer a la mencionada dama.
Don Quijote se enfrenta a los mercaderes y, como la mayoría de las veces, lleva
la peor parte. Aquí Unamuno ve simbolizado el drama fatal de quien hace
triunfar la verdad del espíritu, contra el mundo sometido a un craso
materialismo. Don Quijote quería hacer confesar a aquellos hombres, cuyos
corazones amonedados sólo veían el reino material de las riquezas, que hay un
reino espiritual, y redimirlos así, a pesar de ellos mismos. En el Capítulo VI,
aquel donde el barbero maese Nicolás y el cura Pero Pérez hacen una recensión de
los libros que llenaban la biblioteca del hidalgo, es pasado por alto por Unamuno
porque considera que todo lo que él contiene no es más que crítica literaria y
que por eso debe importarnos muy poco; “trata de libros y no de vida”. En este
capítulo se aprecia a la sobrina de don Quijote, Antonia Quijano, muy presta a
que se haga una hoguera en el patio de la casa, donde ardan todos aquellos
libros que han perturbado la cabeza de su tío.
Los libros que fueron quemados son: “Sergas de
Esplandián” de Garci Rodríguez de Montalvo; “Amadís de Grecia” de Feliciano de
Silva; “Don Olivante de Laura” de Antonio de Torquemada; “Florismarte de
Hircania” de Melchor Ortega; “El caballero Platir” de autor anónimo; “El
caballero de la cruz” de autor anónimo; “Espejo de caballerías” de López de
Santa catalina; “Bernardo del Carpio” de Agustín Alonso; “Roncesvalles” de
Francisco Garrido Vicena; “Palmerín de Oliva” de Francisco Vásquez; “La Diana”
(llamada segunda del salmantino, continuación desafortunada de la obra de Montemayor,
hecha por Alonso Pérez, médico de Salamanca); “El pastor de Iberia” de Bernardo
de la Vega, “Ninfas de Henares” de Bernardo Gonzáles de Bobadilla, y “Desengaño
de celos” de Bartolomé López Enciso. Los que se salvaron de la hoguera fueron:
“Amadís de Gaula” de Garci Rodríguez de Montalvo; “Don Belianés” de Jerónimo
Fernández; “Historia del famoso caballero Tirante el Blanco” de Johanot de
Martorell; “Diana” de Jorge de Montemayor; “Diana enamorada” de Gaspar Gil
Polo; “Los diez libros de fortuna de amor” de Antonio de Lofraso; “El pastor de
Fílida” de Luis Gálvez de Montalvo; “Tesoro de varias poesías” de Pedro
Padilla; “El cancionero” de López Maldonado; “La Galatea” de Miguel de
Cervantes; “La Araucana” de Alonso de Ercilla y Zúñiga; “La Austriada” de Juan
Rufo; “El Monserrate” de Cristoal de Virúes y “Las lágrimas de Angélica” de
Luis Barahona de Soto. En el Capítulo VII, quince días estuvo sosegado en su
casa Don Quijote después que regresó de su primera salida. En este tiempo
solicitó a un labrador, vecino suyo, llamado Sancho Panza para que fuese su
escudero. Sancho, dejando a su mujer, Teresa Panza, y a sus hijos, parte con
aquel hombre de complexión recia y rostro enjuto. Necesitaba a Sancho para
hablar, para oírse a sí mismo. Unamuno destaca la fe del escudero, la fe que
por el camino de creer sin haber visto le lleva a la inmortalidad de la fama,
antes ni aún soñada por él siquiera. Por toda la eternidad puede decir: “Soy
Sancho Panza, el escudero de Don Quijote”. Y ésta es y será su gloria por los
siglos de los siglos. En el Capítulo VIII, Don Quijote y Sancho descubrieron
treinta o cuarenta molinos, que son tomados por desaforados gigantes por Don
Quijote, que sin hacer caso a Sancho, se encomienda de todo corazón a su señora
Dulcinea y arremetió a ellos, dando otra vez con su cuerpo en tierra. Tenía
razón el Caballero: el miedo y sólo el miedo le hacía a Sancho y nos hace a los
demás simples mortales, ver molinos de viento en los desaforados gigantes que
siembran mal por la tierra. Para Unamuno hoy ya no se nos aparecen como
molinos, sino como locomotoras, dinamos, turbinas, buques de vapor,
automóviles, telégrafos con hilos o sin ellos, ametralladoras y herramientas de
ovariotomía, pero conspiran al mismo daño. El miedo, según el autor, y sólo el
miedo sanchopancesco nos inspira el culto y veneración al vapor y a la
electricidad, el miedo, y sólo el miedo sanchopancesco nos hace caer de hinojos
ante los desaforados gigantes de la mecánica y la química implorando de ellos
misericordia. Así, para Unamuno, el ataque a los molinos de viento es elevado a
símbolo de la lucha del espíritu contra la brutalidad de la máquina. En los
Capítulos XII y XIII Don Quijote discurre con Vivaldo sobre lo de encomendarse
los caballeros andantes a su dama antes que a Dios, y dando las razones que
había leído llegó a la de no poder ser caballero andante sin dama, “porque tan
propio y tan natural les es a los mortales enamorarse como al cielo tener
estrellas”. Para Unamuno Don Quijote amó a Dulcinea con amor acabado y
perfecto, con amor que no corre tras deleite egoísta y propio; entregóse a ella
sin pretender que ella se le entregara. Salió a conquistar gloria y laureles
para ir luego a depositarlos a los pies de su amada. Su amor no es el amor
interesado de Don Juan Tenorio quien sólo busca saciar su apetito carnal. Don
Quijote amó a Dulcinea con amor acabado, sin exigir ser correspondido, dándose
todo él y por entero a ella. El mismo le declara a Sancho en Sierra Morena
(Capítulo XXV), que sus amores con Dulcinea fueron siempre platónicos, sin extenderse
a más que a un honesto mirar. En doce años sólo la ha podido ver cuatro veces,
de soslayo y a la distancia. En el Capítulo XV, cuando Rocinante se fue a
refocilar con unas jacas gallegas de unos arrieros yangüenses, éstos lo
recibieron a coces y mordiscos, y dos arrieros lo remataron a palos. Viendo Don
Quijote que no eran caballeros, sino “gente soez y de baja ralea”, demandó
ayuda de Sancho, quien le hizo ver que no podían vengarse de más de veinte sólo
dos. Don Quijote replica, “yo valgo por ciento”, dicho esto, echó mano a su
espada y arremetió a los Yagüenses, y lo mismo hizo Sancho, incitado y movido
del ejemplo de su amo.
Unamuno no sabe que es más digno de admirar, si el
heroísmo quijotesco bajo la fe de “yo valgo por ciento” o el heroísmo
sanchopancesco bajo la fe de que su amo valía por cien. La fe de Sancho en Don
Quijote es aún más grande, si cabe, que la de su amo en sí mismo. La fe
verdadera no razona ni aún consigo misma. En el Capítulo XXII, Don Quijote
libera a unos galeotes que iban presos “de por fuerza y no de su voluntad” y
esto le bastó a don Alonso Quijano para liberarlos. Pidió a sus opresores que
los libertaran, y como se opusieron, arremetió contra ellos, y ayudado por Sancho
y los galeotes mismos, logró liberarlos. Bien habría estado que al prender a
cada uno de aquellos galeotes se les hubiera dado una tanda de palos, pero…
¿Llevarlos a galeras? “parece duro caso –como dijo Quijote – hacer esclavos a
los que Dios y la naturaleza hizo libres”. Para Unamuno está bien seguir a la
culpa su natural consecuencia, el golpe de la cólera de Dios o de la cólera de
la naturaleza, pero la última y definitiva justicia es el perdón. Dios, la
naturaleza y Don Quijote castigan para perdonar. Castigo que no va seguido de
perdón, ni se endereza a otorgarlo a cabo, no es castigo, sino odioso
ensañamiento. La liberación de los galeotes por parte de Don Quijote da
ocasión, a don Miguel, de desarrollar la doctrina de una justicia más humana y
espontanea que la legal. Cervantes, en su libro inmortal, separó en absoluto la
justicia española de la justicia vulgar de los Códigos y Tribunales; la primera
la encarnó en Don Quijote y la segunda en Sancho Panza. En el Capítulo XLV,
aquél “donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino”, Unamuno
analiza magistralmente, una de las aventuras quijotescas más bellas de las
cuantiosas que se suceden en la célebre obra cervantina. Cabe aquí dar una
mirada retrospectiva al Capítulo XXI del Quijote, donde éste, en compañía de
Sancho, encuentra en un camino a un hombre montado sobre un asno, que traía
sobre la cabeza un objeto reluciente, que no era más que una bacía de latón.
Este hombre era un barbero que se dirigía a un pueblo cercano para realizar una
labor referida a su profesión. Ante una lluvia intempestiva, el hombre, para
que no se manchase el sombrero nuevo que traía puesto, colocóse la bacía sobre
la cabeza; y como estaba limpia relumbraba. Pero esto, a los ojos de nuestro
amado Don Quijote, aparecía como el famoso de Mambrino, del cual había tenido
noticias a través de sus libros de caballería. El célebre yelmo, del cual se
hace alusión en el “Quijote”, es el mismo que aparece en un episodio del
“Orlando furioso” de Ludovico Ariosto. El yelmo pertenecía a Dardinel, a quien
Reinaldo de Montalbán quitó la vida y el famoso yelmo encantado, que el primero
había conquistado al rey Moro, Mambrino. Don Quijote no duda en arremeter
contra el sorprendido barbero, quien espantado ante tal aparición, huye dejando
bacía y asno. Satisfecho de su hazaña, don Quijote se coloca el “yelmo de
Mambrino” sobre su cabeza.
Regresando al Capítulo XLV, encontramos al barbero
discutiendo con don Quijote. El primero afirma que aquello que “el Caballero de
la triste figura” luce es su bacía; pero para el caballero es un yelmo, y así
lo manifiesta ante todos los presentes. “¡Sublime fe que afirmo en voz alta,
bacía en la mano, y a la vista de todos, que era yelmo”. Cuando Sancho dice en
apoyo de su amo: “En eso no hay duda, porque desde que mi señor le ganó hasta
ahora no ha hecho con el más de una batalla, cuando libró a los sin ventura
encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasar entonces muy bien,
porque hubo asaz de pedradas en aquel trance”. A esto replica Unamuno…
¿Baciyelmo? ¿Baciyelmo, Sancho? ¡No hemos de ofenderte creyendo que esto de
llamarle baciyelmo fue una de tus cosarronerías, no!; es la marcha de tu fe. No
podias pasar de lo que tus ojos te enseñaban, mostrándote como bacía la prenda
de la disputa, a lo que la fe en tu amo te enseñaba, mostrándotela como yelmo,
sin agarrarte a éso del baciyelmo.
En esto sois muchos los sanchos, y habéis inventado
lo de que en el medio está la virtud. No, amigo Sancho, no; no hay baciyelmo
que valga. Es yelmo o es bacía, según quien de él se sirva, o mejor dicho, es
bacía y es yelmo a la vez porque hace a los dos trances. Sin quitarle ni
añadirle nada, puede y debe ser yelmo y bacía, todo él yelmo y toda ella bacía;
pero lo que no puede ser ni debe ser, por mucho que se le quite o se le añada,
es baciyelmo”. En pocas aventuras se nos aparece don Quijote más grande que en
ésta en que se impone su fe a los que se burlan de ella y los lleva defenderla
a puñetazos y a coces y a sufrir por ella. Como dice don Miguel de Unamuno.
“Son los mártires los que hacen la fe más bien que la fe a los mártires”. Es
admirable su valor al afirmar delante de todos que aquella bacía era el yelmo
de Manbrino; para Unamuno, es ese valor el que necesitan los españoles y cuya
falta les tiene perlesiada el alma; “Por falta de él, no somos fuertes, ni
ricos, ni cultos, por falta de él no hay canales de riego, ni pantanos, ni
buenas cosechas”. Y agrega… “Nuestra patria no tendrá agricultura, ni
industria, ni comercio, ni habrá aquí camino que lleven a parte adonde merezca
irse mientras no descubramos nuestro cristianismo, el quijotesco. No tendremos
vida exterior poderosa y espléndida y gloriosa y fuerte, mientras no encendamos
en el corazón de nuestro pueblo el fuego de las eternas inquietudes. No se
puede ser rico viviendo de mentira, y la mentira es el pan de cada día para
nuestro espíritu”.
Unamuno invoca para su España una aguerra civil que
encienda en el corazón del pueblo el fuego de las eternas inquietudes. En el
Capítulo VI de la segunda parte, hubo de oír el buen caballero que una rapaza
como su sobrina, Antonia Quijano, que apenas si sabía menear doce palillos de
randas, se atreviera a negar que haya habido caballeros andantes en el mundo y,
que más aún, osara decir a su tío… “y que con todo esto dé una ceguera tan
grande y en una sandez tan conocida que se dé a entender que es valiente siendo
viejo, que tiene fuerzas entando enfermo, y que endereza tuertos estando por la
edad agobiado y sobre todo que es caballero no lo siendo, porque aunque lo
puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres”.
Don Miguel de Unamuno se lamenta de que rapazas
como Antonia Quijano sean las que dominen y lleven hoy a los hombres de España,
ella, la muy simplona, no comprende que pueda un viejo ser valiente y tener
fuerzas un enfermo y enderezas tuertos el agobiado por la edad y sobretodo no
comprende que pueda un pobre ser caballero. Duda Unamuno que sus comentarios
caigan bajo los ojos de alguna Antonia Quijano, porque las mujeres así no
gustan leer cosa para la que tengan que fruncir la atención y rumiar algo lo
leído; les bastan noveluchas de diálogo muy cortado o de argumento que suspenda
el ánimo por lo terrible, o ya libricos devotos tupidos de superlativos
acaramelados o de desabridas jaculatorias. En elCapítulo X, Unamuno no puede
reprimir su pesadumbre y angustia de analizar el contenido del mismo. En él,
Don Quijote y Sancho llegan a Toboso, donde nuestro hidalgo llevará a cabo,
después de doce años de espera e ilusiones su más grande sueño: el de ver a su
amada Dulcinea del Toboso. Cuando el hidalgo “Caballero de la triste figura”
envía a su escudero a buscar a Dulcinea él se queda esperando en un bosque en
las afueras de Toboso. Y aquí se da el soliloquio de Sancho al pie de un árbol
y el declararse que su amo era un loco de atar y él no se quedaba atrás, siendo
más mentecato que aquél, pues, le seguía y servía, y aquí se decide engañarle
haciéndole creer que una labradora, la cual llevaría a su presencia, era su
dulce amada, y en caso de que su amor dudara, él estaría dispuesto a jurar
cuantas veces fuera necesario para convencerlo. Y así nos encontramos al fiel
Sancho decidido a engañar a su amo y convertirse así en uno más de sus
burladores. Aconteció, pues, que al volverse Sancho a su amo salían del Toboso
tres labradoras sobre tres pollinos o pollinas, y se las presentó a don Quijote
como Dulcinea y dos doncellas, diciendo que venía a verle. Sancho hizo su
comedia, teniendo de cabestro al jumento de una de las tres labradoras,
hincándose de rodillas y enderezándole aquel saludo que nos ha conservado la
historia. Don Quijote miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que
Sancho llamaba reina y señora, y en que él, don Quijote, esperó ver a Dulcinea,
y debajo de él, Alonso Quijano esperaba a Aldosa Lorenzo. Para el hidalgo
caballero aquella mujer no era más que una aldeana y de no buen rostro, porque
era carirredonda y chata.
La interpelada reaccionó groseramente ante aquellos
dos desconocidos, de quienes ella creía ser motivo de burla. Llegado a este
punto, don Quijote dijo a Sancho que se levantara, y dirigiéndose a la mujer le
dijo: … “Y tú, ¡Oh extremo del valor que puede desearse, término de la humana
gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el
maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y
para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura
y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado
en el de algún vestigio, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de
mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y
arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi
alma te adora”. Este es el lamento infinito de Alonso el Bueno, el más
desgarrador quejido que jamás haya brotado del corazón del hombre.
¿No nos entran ganas de llorar oyendo este
plañidero ruego? De este Lamento brota la voz agorera y eterna del eterno
desengaño humano. Esperar doce largos años y… ¿Para qué? ¡Ni la locura te valió
buen caballero! Cuando al cabo de doce años ibas a tocar la gloria, la brutal
realidad te da en el rostro. Entre los Capítulos XII, XIII, XIV y XV se
desarrolla el encuentro de don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos,
que no resultó ser otro, que el bachiller por Salamanca, Sansón Carrasco, que
de acuerdo con el cura y el barbero ideó aquella traza para obligar a don
Quijote a que se redujese a su casa. Don Quijote concertó un duelo con el
bachiller, bajo condición de que el vencido quedase sujeto a obedecer al
vencedor. Salió vencedor don Quijote, y con ésto, el bachiller hubo de
retractarse de una serie de cosas que había dicho y que habían enfadado a nuestro
hidalgo, como aquella en que afirmaba que su amada Casildea de Vandalia
aventajaba en hermosura a Dulcinea del Toboso. Pero… ¡Qué razón había para ir a
pelear Sansón Carrasco contra don Quijote?, se pregunta Unamuno “es que fuiste
y eres generoso caballero, su enemigo, como lo es todo hidalgo heroico y
generoso de todo bachiller socarrón y rutinero, le diste ocasión de ojeriza,
pues cobraste con tus locas hazañas una fama que él nunca alcanzó con sus
cuerdos estudios y bachillerías salamanquesas, y era tu rival y te tenía
envidia. Y aunque declaró, y acaso así lo creyese el mismo, que salió al campo
con la mira a reducirte a cordura, la verdad es que le movió a ello, tal vez
sin él percatarse del motivo, su deseo de unir su nombre al tuyo y de andar
junto contigo en lengua de la fama, como lo consiguió”. En el Capítulo LXXIV,
último de la inmortal obra cervantina, llegamos al final de esta lastimosa
historia; “a la coronación de la vida de don Quijote, o sea a su muerte, y a la
luz de la muerte es como hay que mirar la vida” dice Unamuno. Seis días estuvo
en cama con calentura, desahucióle el médico, quedóse solo y durmió más de seis
horas de un tirón. Llamó don Quijote a sus buenos amigos el cura, al bachiller
Sansón Carrasco y a Maese Nicolás el barbero y pidió confesarse y hacer
testamento. Apenas vio entrar a los tres
dijo: “Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la
Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de
bueno” …” ¡Pobre don Quijote! A lindero de morir, y a la luz de la muerte,
confiesa y declara que no fue su vida sino sueño de locura! ¡La vida es sueño!
Tal es, en resolución última, la verdad es que con su muerte llega don Quijote,
y, en ella se encuentra con su hermano Segismundo”. Sancho, henchido de fe y
loco de remate cuando su amo se moría cuerdo, díjole llorando: “¡Ay, no se
muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años,
porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir
sin más ni más!”. “¿La mayor locura Sancho?” replica Unamuno, y prosigue: …
“pudo contestarte tu amo, con palabras del maestre Rodrigo Manrique, tales
cuales en su boca las pone su hijo don Jorge, el de las coplas inmortales… Y
consiento en mi morir/ con voluntad placentera/ clara y pura/ que querer hombre
vivir, / cuando Dios quiere que muera, / es locura!, y así se apagó la vida de
aquel valeroso hidalgo de la Mancha, cuya fama ha superado largamente la de su
creador. Si fue sueño y vanidad su ansia de vida eterna, toda la verdad se
encierra en aquellos versos de “La Odisea”: “Los dioses traman y cumplen la
perdición de los mortales para que los venideros tengan algo que cantar” (Canto
VIII, 579-580).”
(en… “Resúmenes
de Obras Famosas”, Volumen 3, primera edición –Febrero 1985,
Gabrielle Editores).
Comentarios certeros y elogiosos a “Vida
de Don Quijote y Sancho” surgieron de la exquisita prosa de Antonio
Machado, quien sintió por Unamuno una admiración pocas veces vista entre
escritores: los celos juegan a veces un papel travieso. En las obras completas
de Antonio Machado publicadas por el Instituto Cervantes el 2006, en el
apartado IV - Prosas sueltas de preguerra,
entramos 14 cartas dirigidas por Machado a Unamuno. Todas ellas con una
deferencia y cariño evidente, fechadas entre 1904 hasta 1934, dos años antes de
la muerte del escritor vasco. “Querido
maestro”, “Querido, admirado
maestro”, “Queridísimo don Miguel”,
son algunos de los encabezados con que se inician las misivas. Cuando muere
Concepción Lizárraga, Machado, a través de una breve nota, se aúna al dolor del
viudo:
“Sr. D. Miguel de Unamuno.
Queridísimo maestro: con
toda el alma lele acompaña en
su dolor y le envía un fuerte
abrazo su viejo amigo”.
Antonio Machado
Madrid, 17-5-1934.
Yendo al artículo de Machado sobre el libro “Vida de Don Quijote y Sacho”, extraemos algunos fragmentos:
“Él es también un caballero andante, bueno al fin,
para amar y comprender a Don Quijote.
Sabe de quijoterías. En
el ambiente de triste paz en que vivimos sólo Unamuno y unos cuantos guerrean –
que no hemos de llamar guerra a disputas de comadres y pedreas de golfos. (…)
sirve honradamente a su dulcinea este caballero, siempre dispuesto a todo noble
combate. (…) El libro “Vida de Don Quijote y Sancho es, sin duda, lo mejor que
se ha escrito en español sobre los héroes de Cervantes, aunque recientemente se
han publicado obras estimabilísimas, con el mismo o parecido tema. Empezando
por lo que menos importa, os diré que el libro de Unamuno está muy bien
escrito; Unamuno escribe muy bien. ¿Y cómo no, si piensa y siente bien? Tiene
además de la lengua que emplea profundo conocimiento, que yo no he sondeado,
pero sospecho. (…) cierta rudeza y montuosidad hay, no obstante, en la prosa de
Unamuno, que nos hace pensar en la tierra vasca, pero esto de que un escritor
recuerde a su tierra, más es virtud que defecto. Y para indicar algo de lo
esencial del libro, dice que está impregnado de tan profundo y potente
sentimiento que la ideal del pensador adquieren fuerza y expresión de imágenes
de poeta. Esto es lo que importa. Sólo el sentimiento es creador. Las ideas se
destruyen y pasan. En realidad, ni las ideas de los pensadores, ni las imágenes
de los poetas, son nada fuera del sentimiento de que nacen. Una idea no vale
más que una metáfora; generalmente vale menos. La pura ideología y la fría
imaginativa son deleznables. (…) Nació para durar mucho tiempo el libro “Vida
de Don Quijote y Sancho” de Miguel de Unamuno. ¿Y cómo no, si en él alienta un
poeta, quiero decir un hombre que siente y piensa, y sueña y ama, sufre, cosas
que poco o nada tienen que ver con la literatura?”.
(“Divagaciones (en torno al último libro de
Unamuno), Antonio Machado, en Obras Completas, Volumen 2,
Instituto Cervantes, 2006”)
Unamuno publicó artículos en La Nación de Buenos Aires, recopilados en este libro por Urrutia Salaverri. |
“No pienso yo que a Unamuno se le desconozca entre nosotros ni que se le escatime la admiración que merece; pero sí que sus obras no alcanzan el número de lectores a que están destinadas. (…) Siempre tuve al ilustre Rector de Salamanca por un gran patriota, y sus trabajos publicados en América son los que más me confirman en esta opinión. Su patriotismo, más invasor que conservador, es una avanzada espiritual de nuestra patria en tierras de Ultramar. Son muchos los periódicos y revistas que me llegan de América, donde reconozco una influencia más o menos patente del pensamiento de Unamuno (…) El patriotismo de Miguel de Unamuno tiene una firme base religiosa, como él mismo declara en el capítulo “Educación por la historia”, consagrado a comentar un libro de Ricardo Rojas [Escritor argentino, cuya “Historia de la literatura argentina” bastaría para acreditarlo de erudito, y proclama la justicia que se le hizo al concedérsele el primer premio nacional de literatura otorgado en su patria. Tuvo alguna intervención en la política, destacándose por su intransigencia ante la dictadura de Juan Domingo Perón. Murió el 29 de julio de 1957]. “Por mi parte – dice Unamuno en este capítulo – no acierto a explicarme un sólido patriotismo sin una cierta base religiosa. Claro está que no quiero decir base dogmática de una Iglesia determinada, sino que no me explico una patria que sea tal, un pueblo que tenga un cierto vislumbre de su misión y papel en el mundo, no siendo que su conciencia colectiva responda, aunque sea por manera obscura, a los grandes y eternos problemas humanos de nuestra finalidad última y nuestro destino”. (…) Los artículos que dedica Unamuno a comentar las conferencias de Le maitre sobre Roussean son, a mi juicio, de lo mejor que este libro contiene. Pero sigamos oyendo a nuestro egregio compatriota. “Siempre en el seno del catolicismo ha habido dos tendencias. Una, la genuinamente religiosa, la mística si se quiere, la no pervertida por el moralismo mundano, la que floreció con los Jansenistas – la que muestra el lado por donde el catolicismo puede entenderse y concordarse con las más confesiones cristianas, y de otra parte la tendencia política, la específicamente católica, la escéptica. Los católicos de la primera tendencia han sentido simpatía por Roussean, aun deplorando los que estiman sus honores y aversión a Voltaire, mientras que los católicos de la segunda tendencia han tenido a Roussean y se han recreado con las polissonneires de Voltaire. (…) M. Lemaitre parece acercarse a este segundo y horrendo catolicismo Volteriano, resucitado por motivos políticos, y sobre todo, por francesismo, a este catolicismo nacionalista que es la ruina de toda verdadera piedad. Y este catolicismo se está poniendo de moda en Francia”.
(Obras completas, Volumen 2, págs. 1538-1541)
En este artículo sobre el libro de Unamuno. “Contra esto y aquello”,
Machado arremete con acritud contra la Francia literaria. Ironía del destino,
Machado moriría en Francia, en el pueblo de Collioure, el 22 de febrero de
1939. Escuchemos la voz del poeta:
“Es evidente que la Francia actual literaria y
filosófica se caracteriza por una carencia de originalidad, por una tendencia
mezquinamente reaccionaria y por una farsantería que sería cómica si no
estuviese mezclada con terrores de Apocalipsis. Los que hemos vivido en Francia
algún tiempo en estos últimos años sabemos que este gran pueblo espiritualmente
agotado no tiene hoy otra fuerza de cohesión que el miedo. El miedo se llama
hoy allí patriotismo, nacionalismo, catolicismo, clasicismo, etc.; etc. En el
alma de todo francés de mediana conciencia están escritas las palabras
fatídicas del festín de Baltasar. He aquí el secreto de tantas conversaciones.
Y nosotros que formamos un pueblo lleno de vitalidad, de barbarie y de
porvenir, simpatizamos con este viejo verde, podrido hasta la médula, por su
maestría en el arte cosmética. Error gravísimo y afición nefanda. Nuestras
almas necesitan quien les enseñe a lavarse la cara, no a pintarse de colorete.
¿Qué absurda ceguedad nos lleva a imitar todo lo francés? ¡Oh, si los Pirineos
se convirtiesen en el Himalaya! ¿Negaremos por esto que a Francia debemos las
tres cuartas partes de nuestra cultura en los dos siglos pasados? De ningún
modo. No es menos cierto que hoy recibimos de Francia solamente productos de
desasimilación, toda clase de géneros averiados y putrefactos: sensualismo,
anarquismo, pornografía, decadentismo y pedantería aristocrática”.
(Ibídem, Volumen 2, págs. 1542-1563)
Uno de los mejores artículos de “Contra
esto y aquello” es el que lleva por título “Prosa aceitada”. Aquí Unamuno arremete contra los escritores que
están pegados al estilo, a la gramática, que a la creación propiamente dicha,
tan lejana de la preceptiva que “obstaculiza el pensamiento, el sentimiento, la
natural creatividad. Así como hizo alusión a Ricardo Rojas cuando hablaba de patriotismo y religión, ahora nombra a Domingo Sarmiento, el gran educador
argentino, a quien considera un prosista superior a muchos que tienden a volcar
en sus escritos muchas “palabrejas” para,
según ellos, hacerlos más interesantes. La literatura ha caído en manos de
profesionales, quienes tratan de imponer modas, “buen gusto”, viciosas
fraseologías. Veamos el artículo en mención:
No hay nada más deplorable, desde el punto de vista
estético, que eso que llaman estilo los estilistas. Por regla general, da
sueño. Sueño, y un sueño profundísimo, me da la prosa de hamaca de cierto
prosista nuestro, cuya preocupación es ayuntar por primera vez dos palabras que
antes no se han visto juntas.
Cuando he tenido que aguantar algo de esta prosa
aceitada, prosa de ebanistería, me vuelvo a leer a Platón o Benvenuto Cellini
en aquellos sus párrafos negligentemente sueltos, llenos de anacolutos o cabos
sueltos, de repeticiones, de construcciones según sentido y no según gramática;
me vuelvo a leer esa prosa “hablada”, hastiado de la prosa escrita.
Porque, en efecto, aquello parece dictado de
palabra a un escribiente – y a un escribiente taquígrafo no pocas veces – o
escrito al correr de la pluma sin volver atrás los ojos, olvidando una línea
cuando se está en la siguiente, en libre charla. Y es lo único que da la
sensación de la vida.
Cuando me dicen de un hombre que habla como un
libro, contesto que prefiero los libros que hablan como los hombres.
Y este es uno de los encantos que para mí tiene
Sarmiento: su prosa, su prosa hablada, y a las veces agitada.
Ya sé que a muchos de esos… ¿les llamaré
modernistas? les parecerá una herejía literaria el que trate de presentar a
Sarmiento como un prosista, y, sin embargo, así es. Le tengo por un gran
prosista, inmensamente superior a todos los que andan tachando de los párrafos
asonancias y repeticiones y buscando discordancias gramaticales, y no digo
superior a los que vuelcan el diccionario en sus escritos y hacen un artículo
para colocar una palabreja, porque éstos no son prosistas, ni buenos ni malos.
Son otra cosa.
Lo que hay es que la buena prosa, quiero decir, la
prosa natural y viva, la prosa hablada, hay que saber leerla, y la inmensa
mayoría de los lectores no saben leer.
No han perdido el tornillo que cogieron en la
escuela, ni son capaces de leer de modo que uno que no les vea que lo hacen
ignore si es que leen o que dicen.
Diciéndome un día un amigo que ciertos versos – míos,
por cierto – no le sonaban, hube de replicarle: si los has leído tú mismo, no
lo extraño. Cierta música si ha tardado en entrar en los gustos del público es
porque la cantaban o la tocaban en un principio cantores y tocadores educados a
cantar y tocar otra música. Y así pasa con el verso y con la prosa. Y aquí, en
España por lo menos – y supongo sucederá ahí lo mismo- priva un sistema de
recitación verdaderamente deplorable.
Es un canturreo que da sueño. Y de ello tienen
mucha culpa los actores.
Decíame en cierta ocasión un sujeto que no había
entendido bien un artículo mío, y entonces le invité a que, leyéndoselo yo,
cuando llegase al pasaje o pasajes oscuros me lo advirtiera, para procurar yo
aclarárselos. Empecé a leer mi artículo, continué leyéndolo y lo terminé sin
que el buen señor hubiese chistado, y como al concluir le dijera: “y bien, ¿qué
es lo que usted no ha entendido?”, me replicó: “No, no, esta vez lo he entendido
todo muy bien.” Y entonces yo: “¿Sabe usted lo que es esto? Que usted, como
tantos otros, no sabe leer.”
Estoy completamente convencido de que si se
recogiesen con toda fidelidad taquigráfica los discursos y se publicaran luego,
impidiendo que sus autores los corrigiesen, como acostumbran hacer, habrían de
aparecer a muchos confusos y oscuros párrafos que al ser pronunciados fueron
entendidos perfectamente por los oyentes. Y si se hiciese un estudio de
sintaxis castellana “hablada”, es decir, viva y natural, sobre la base de
discursos así recogidos y de conversaciones tomadas a fonógrafo, se vería
cuánto discrepa de la sintaxis preceptiva a que ajustan los estilistas su prosa aceitada.
La prosa de Platón no resiste la crítica de un
maestro de escuela o de un prosista modernista. (Después de leído esto, me ha
asaltado por un momento el prurito de cambiar la voz “prosista” por la de
“prosador”, para evitar así algo que se sigan dos palabras aconsonantadas; pero
luego he desechado la tentación, ateniéndome a mi sistema de ir en lo posible
hablando lo que escribo.)
En lo posible, digo, porque la lengua escrita o
literaria –literario deriva de “litteras”, letra equivaliendo, por tanto,
literatura a escritura –se insinúa y mete en la lengua hablada o conversacional,
querámoslo o no.
Coleridge, en aquella su Biographia literaria, de
la que dice Arturo Symons que es el libro más grande de la crítica que hay en
inglés y uno de los más aburridos que haya en cualquier idioma, nos dice: “Dudo
de si es siquiera posible conservar nuestro estilo enteramente limpio de la
viciosa fraseología que se nos cuela de todas partes, desde el sermón al
periódico, desde la arenga del legislador al brindis de un banquete. Rechinan
nuestras cadenas mientras estamos quejándonos de ellas”.
Y así tal vez rechine en esta mi prosa la cadena
literaria, mientras me estoy quejando de ella.
Y al hablar de literario y de literatura con un
cierto desdén, no vaya a creer el lector que desdeño la belleza, la hermosura y
la poesía, no. Es que son cosas muy diversas, y hay excelentes, excelentísimos
literatos, tanto en prosa como en verso, y hasta artistas que tienen muy poco
oi nada de poetas. Y, en cambio, en no pocas de las más rudas e incorrectas
décimas del Martin Fierro – para poner en ejemplo de esa tierra – hay mucha más
poesía, muchísima más que en tantas composiciones de eso que llaman rima rica,
y llenas de garambainas artificiosas y de musiquilla de bandolín.
El literatismo, tal es la plaga de la actual
literatura española e hispanoamericana, o si se quiere la literatura, es hoy
entre nosotros el verdugo de la poesía. O por otro nombre, eso que con vocablo
de origen italiano se llama el “virtuosismo”.
El pianista “virtuoso” se presenta al público a
ejecutar difíciles “estudios”, y los pianistas, buenos y malos y medianos que
hay en el público salen exclamando. ¡qué ejecución!, ¡qué dedos!, ¡qué
artistazo! Y el resto del público se aburre soberanamente al oír
prestidigitación en vez de música. Y yo digo: “a estudiar a casa; aquí no se debe
venir a darnos estudios ni a mostrarnos la dificultad vencida, sino a
recrearnos el ánimo o a excitárnoslo”.
Y es lo más curioso que esos señores virtuosos de
las letras se entretienen en crear dificultades nada más que para darse luego
pisto por haberlas vencido. No son otra cosa las más de las reglas de nuestra
preceptiva llamada poética, y las más de las reglas del arte de escribir.
En el fondo de todo esto que nos está pasando no
hay sino una completa carencia de ideales, no ya éticos, sino estéticos y aun
puramente literarios. Los más están haciendo literatura de literatura, novelas
sacadas de otras novelas, dramas extraídos de dramas, lírica que no es sino eco
de otras líricas. Y lo que hacen falta son bárbaros.
El ser bárbaro no implica el ser ignorante ni
indocto, no. Un bárbaro puede ser doctísimo y hasta sapientísimo. El bárbaro es
el que irrumpe en un campo desde otro campo, con otras preocupaciones, con
otros prejuicios – ¿pues quién no los tiene? –, con otra visión y otro
sentimiento de la vida, que aquellos que privan en el campo por él irrumpido.
Juan Jacobo Rousseau irrumpió en el campo del derecho y la jurisprudencia como
un bárbaro, como un extraño a las ciencias jurídicas y las reanimó con nuevo
soplo de vida.
La literatura ha caído entre nosotros casi por
completo en manos de profesionales de ella, y las profesionales se hacen en
manos de los profesionales terriblemente conservadoras. Lo cual, si bien tiene
sus ventajas, tiene muchos más inconvenientes. Ellos imponen o tratan más bien
de imponer una cierta quisicosa que llaman buen gusto y no es más que la
consigna de los profesionales agremiados. Porque se agremian.
¡Vaya si se agremian! Aunque luego los veáis
riñendo unos con otros y mordiéndose y arañándose como mujerzuelas que pelean
por unos trapos. Hay dentro del gremio prácticas y doctrinas libres, y en éstas
puede cada cual hacer y decir lo que se le antoje, pero hay principios sagrados
e intangibles. Y al que los quebranta se le hace el vacío y se le declara
indigno de pertenecer al gremio.
Hay que haber entrado en un cotarro literario para
ver todo lo que en él rebosa de vanidad, de tontería y de vulgaridad
disfrazada. Dios os libre, con un profesional de las letras, con un ebanista de
prosa barnizada. Será una de las mayores desgracias que pueda sobreveniros.
Me explico que Plutarco, en el prólogo a su vida de
Pericles, nos diga que ningún joven bien nacido desearía ser Anacreonte,
Filetas o Arquiloco, por mucho que se recreara con sus composiciones.”
(en…: “Contra esto y aquello”, Madrid,
1911)
VI
San Manuel Bueno mártir, novela de Unamuno publicada por primera vez en 1931. |
“Tendría él, nuestro santo, entonces (en la niñez
de Ángela) unos treinta siete años. Era alto, delgado, erguido, llevaba la
cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y había en sus ojos toda
la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las miradas de todos, y tras ella
los corazones, y él, al mirarnos, parecía traspasando la carne como un cristal,
mirarnos al corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas
nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se
sentía lleno y embriagado de su aroma”.
(págs. 44-45)
No había entuerto en aquel exiguo pueblo donde no se sintiera la voz de
don Manuel: matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o
reducir los padres a sus hijos y, sobre todo, consolar a los amargados y atediados. En la mente del bondadoso
sacerdote martillea como un retintín su “yo no debo vivir solo; yo no debo
morir solo. Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar
mi alma si no salvo la de mi pueblo?”
Al cura lo atormenta el hecho de que después de la muerte ya no haya
nada:
“He asistido a bien morir – dice – a pobres
aldeanos, ignorantes, analfabetos que apenas si habían salido de la aldea, y he
podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera causa de su
enfermedad de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces
peor que el hambre!”
(Página 86).
La angustia que corroe a don Manuel es cuidadosamente ocultada a su
pueblo “la angustia por la vida perdurable,
cuya fe siente que se le está yendo día a día”. Aun con esta angustia que
va minando sus fuerzas, el sacerdote vela para que los aldeanos no pierdan la
fe en la otra vida y con ello las ganas y la alegría de vivir. Congregados en
la Iglesia, todo el pueblo recita con una sola voz el Credo.
“Y al llegar a lo de “creo en la resurrección de la
carne y la vida perdurable” la voz de Don Manuel se zambullía, como en un lago,
en la del pueblo todo, y era que él se callaba. Y yo oía las campanadas de la
villa que se dice aquí que está sumergida en el lecho del lago… y eran las de
la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo, oía la voz de
nuestros muertos, que en nosotros resucitaban en la comunión de los santos.
Después, al llegar a conocer el secreto de nuestro santo, he comprendido que
era como si una caravana en marcha por el desierto, desfallecido el caudillo al
acercarse al término de su carrera, le tomaran en hombros los suyos para meter
su cuerpo sin vida en la tierra de promisión”.
(Páginas 50-51)
Lleno de congoja, don Manuel intenta que sus hermanos crean por él
cuando él siente quebrarse su fe, puesto que ellos creen porque él ha
corroborado en esa meta. Se siente desolado e impotente y busca salvar su
personalidad en la de su pueblo. Cuando siente que sus últimos momentos están
por llegar, sostiene una íntima conversación con el hermano de Ángela, Lázaro
Carballino. Casi en su agonía, pide ser llevado a su iglesia para orar junto a
los suyos y bendecirlos.
“Y al llegar a la “resurrección de la carne y la
vida perdurable”, todo el pueblo sintió que su santo había entregado su alma a
Dios. Y no hubo que cerrarle los ojos, porque se murió con los ojos cerrados”.
(pág. 101).
Después de partir don Manuel, no tarda en seguirle Lázaro Carballino.
Ante la ausencia de estos, Ángela, depositaria de la caridad del sacerdote y
del hermano desaparecido, se aúna más a los habitantes de ese pueblo que se
siente desvalido. Al final de la novela, Ángela escribe:
“Y ahora al escribir esta Memoria, esta confesión
íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que Don Manuel Bueno, que
mi San Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más
nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y
resignada”. “Y es que creía y creo que Dios Nuestro Señor, por no sé qué
sagrados y no escudriñaderos designios, les hizo creerse incrédulos. Y que
acaso en el acabamiento de su tránsito se les cayó la venda”.
(págs. 110 - 111)
VII
Casa en la que vivió Unamuno en su época de rector de la Universidad de Salamanca, entre 1900 y 1914. |
“Pues si no es hombre, quiero yo hacerle tal. Es
verdad, tiene el defecto que usted dice, tía, pero acaso es por eso por lo que
le quiero. Y ahora, después de la nombrada de don Augusto…, ¡quererme comprar a
mí, a mí!... Después de eso estoy decidida a jugarme el todo por el todo
casándome con Mauricio”.
Augusto Pérez, al enterarse que la casa en que vive Eugenia está
hipotecada y que en cualquier momento puede ser desalojada, paga la hipoteca
sin exigir nada a cambio. La muchacha ve esto como una “falta de respeto”. Augusto vive de sus rentas y puede permitirse
ese gesto. Augusto, que parece olvidar a Eugenia, inicia un cortejo con una
planchadora que se ocupa de su ropa; al ver esto, Eugenia arrebata a Augusto de
brazos de la muchacha y acepta casarse con él, aceptando la sucia e indecente
propuesta de Mauricio de un “menage a
trois” (matrimonio de tres). Pero Mauricio, que de decencia no tiene ni un
pelo, corre tras las faldas de la desairada Rosario, vuelve a los brazos del
sinvergüenza a quien verdaderamente ama. La carta que le deja a Augusto Pérez
lo dice todo: la muchacha, en cuestiones de honorabilidad, no anda lejos de su
amante.
“apreciable Augusto. Cuando leas estas líneas yo
estaré con Mauricio camino del pueblo adonde éste va destinado gracias a tu
bondad, a la que debo también poder disfrutar de mis rentas, que con el sueldo
de él nos permitirá vivir juntos con algún desahogo. No te pido que me
perdones, porque después de esto creo que te convencerás de que ni yo te
hubiera hecho feliz ni tú mucho menos a mí. Cuando se te pase la primera
impresión volveré a escribirte para explicarte por qué doy este paso ahora y de
esta manera. Mauricio quería que nos hubiéramos escapado el día mismo de la
boda, después de salir de la iglesia; pero su plan era muy complicado y me
pareció, además, una crueldad inútil. Y como te dije en otra ocasión, creo
quedaremos amigos. Tú amiga.
Eugenia Domingo del Arco”.
Eugenia Domingo del Arco”.
Como se ve por la misiva, Eugenia era toda una “joyita” a tener en cuenta. Augusto queda consternado, hundido en
su llanto y en la desesperación; y en ese llanto se le presentaban las imágenes
de Mauricio, Eugenia y Rosario, los tres burlándose de él. Ante tanta
desolación, Augusto Pérez decide suicidarse. Antes decide visitar a don Miguel
de Unamuno, escritor que vive en Salamanca que ha escrito un discurso sobre el
suicidio. El penúltimo capítulo del libro es de vital importancia para la
compresión de la construcción novelística del libro; considero que es
refractario al extracto por lo que prefiero transcribirlo íntegramente.
“Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en
decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus
desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago
que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor
de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que,
aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así
como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme
conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a
Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a
mi despacho – librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al
óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó
frente a mí.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos,
demostrando conocerlos bastante bien, lo que dejó, ¡claro está!, de halagarme,
y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que
se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto
como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía
más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser
increíble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que
hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
-¡Parece mentira! –repetía –. ¡Parece mentira! A no verlo no lo creería…
No sé si estoy despierto y soñando…
-Ni despierto ni soñando –le contesté.
-No me lo explico…, no me lo explico – añadió –; mas puesto que usted
parece saber sobre mi tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito…
-Si –le dije –, tú – y recalqué este tú con un tono autoritario –, tú,
abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y
antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos,
vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído
miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de
sus fuerzas.
-¡No, no te muevas! –le ordené.
-Es que…, es que… – balbuceó.
-Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
-¿Cómo? – exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
-Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? – le
pregunté.
-Que tenga valor para hacerlo – me contestó.
-No – le dije, ¡que esté vivo!
-¡Desde luego!
-¡Y tú no estás vivo!
-¿Cómo que no estoy vivo? ¿Es que he muerto? – y empezó, sin darse clara
cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
-¡No, hombre, no! – le repliqué –. Te dije antes que no estabas ni
despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
-¡Acabe usted de explicarme de una vez, por Dios! ¡Acabe de explicarme! –
me suplicó consternado-. Porque son tales las cosas que me estoy viendo y
oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
-Pues bien: la verdad es, querido Augusto – le dije con la más dulce de
mis voces-, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni
tampoco muerto, porque no existes…
-¡Cómo que no existo! –exclamó.
-No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto,
más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas
venturas y malandanzas de escrito yo; tú no eres más que un personaje de
novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas
perforadoras que parecen atravesar la mira e ir más allá, miró luego un momento
a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y aliento,
fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que
estaba arrimado frente a mí, y, la cara en las palmas de las manos y mirándome
con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
-Mire usted bien, don Miguel…, no sea que esté usted equivocado y que
ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
-Y ¿qué es lo contrario? – le pregunte, alarmado de verle recobrar vida
propia.
-No sea, mi querido don Miguel –añadió –, que sea usted, y no yo, el
ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto. No sea que
usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo…
-¡Eso más faltaba! –exclamé algo molesto.
-No se exalte usted así, señor de Unamuno – me replicó –, tenga calma.
Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia…
-Dudas, no – le interrumpí –; certeza absoluta de que tú no existes
fuera de mi producción novelesca.
-Bueno; pues no se incomode tanto si yo, a mi vez, dudo de la existencia
de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que, no
una, sino varias veces, ha dicho que Don Quijote y Sancho son, no ya tan
reales, sino más reales que Cervantes?
-No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era…
-Bueno, dejémonos de esos sentires, y vamos a otra cosa. Cuando un
hombre dormido e inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él
como conciencia que sueña, o su sueño?
-¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? –le repliqué a mi vez.
-En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera
existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese,
además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia
independiente de sí.
-¡No, eso no! ¡Eso no! –le dije vivamente-. Yo necesito discutir, sin
discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me
discuta y contradiga, invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son
diálogos.
-Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos…
-Y yo vuelvo a insinuarle a usted
la idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes
a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión
don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio…
-No mientes a ese…
-Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi
suicidio?
-Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito,
y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da
la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!
-Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es
muy feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de
veras y usted sí, de que yo soy más que un ente de ficción, producto de la
fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido
a lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de
ficción tienen su lógica interna…
-Sí, conozco esa cantata.
-En efecto: un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo
que se les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no
puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hiciese…
-Un ser novelesco, tal vez…
-¿Entonces?
-Pero un ser nivolesco…
-Dejemos esas bufonadas, que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo,
sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone
usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta lógica me
pide que me suicide…
-¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!
-A ver, ¿por qué me equivoco? ¿En qué me equivoco? Muéstreme usted en
qué está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de
conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el
suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted.
Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo,
hay otro conocimiento que me parece no menos difícil que él…
-¿Cuál es? –le pregunté.
Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa, y lentamente me dijo:
-Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un
novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree
fingir…
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto y a perder mi
paciencia.
-E insisto –añadió – en que, aun concedido que usted me haya dado el
ser, y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé
la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
-¡Bueno, basta!, ¡basta! – exclamé, dando un puñetazo en la camilla –. ¡Cállate!,
¡no quiero oír más impertinencias!... ¡Y de una criatura mía! Y como ya me
tienes harto, y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo, no ya que
no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto!, ¡muy pronto!
-¿Cómo? – exclamó Augusto, sobresaltado –, ¿Qué me va usted a dejar, a
hacerme morir, a matarme?
-¡Sí, voy a hacer que mueras!
-¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! – gritó.
-¡Ah! – le dije, mirándole con lástima y rabia –, ¿conque estabas
dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la
vida y te resistes a que te la quite yo?
-Sí, no es lo mismo…
-En efecto, he oído contar casos. He oído de uno que salió una noche
armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones a
robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al
ver que había comprado su vida por la de otro, renuncio a su propósito.
-Se comprende – observó Augusto –; la cosa era quitar a alguien la vida,
matar a un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de
los suicidas son homicidas frustrados, se matan a sí mismo por falta de valor
para matar a otro…
-Ah, ya te entiendo, Augusto, te entiendo. Tú quieres decir que si
tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio, o a los dos, no pensarías en
matarte a ti mismo, ¿eh?
-¡Mire usted, precisamente a ésos…no!
-¡A quién, pues!
-¡A usted! – y me miró a los ojos.
-¿Cómo? – exclamé, poniéndome en pie –, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por
la imaginación matarme? ¿Tú?, ¿y a mí?
-Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que
sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a
aquel a quien creyó darle ser… ficticio?
-¡Esto ya es demasiado! – decía yo, paseándome por mi despacho –. ¡Esto
pasa de la raya! Esto no sucede más que…
-Más que en las nivolas – concluyó él, con sorna.
-¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! Vienes a
consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después
el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como
suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de…
-No sea usted tan español, don Miguel.
-¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí soy español! Español de nacimiento, de
educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio;
español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en
que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios, un Dios español,
el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español
dijo: “¡Sea la luz!”, y su verbo fue verbo español…
-Bien, ¿y qué? – me interrumpió, volviéndome a la realidad.
-Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir
yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y
esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has
venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás
¡Te morirás, te lo digo, te morirás!
-¡Pero, por Dios!... – exclamó Augusto, ya suplicante y tembloroso y
pálido de miedo.
-No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
-Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…
-¿No pensabas matarte?
-Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que
no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro… Ahora que
usted quiere matarme, quiero yo vivir, vivir, vivir…
-¡Vaya una vida! – exclamé.
-Sí, la que sea, Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra
Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir…
-No puede ser ya…, no puede ser…
-Quiero vivir, vivir…, y ser yo, yo, yo…
-Pero si tú no eres sino lo que yo quiera…
-¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! – y le lloraba la voz.
-No puede ser…, no puede ser.
-Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más
quiera… Mire que usted no será usted…, que se morirá… Cayó a mis pies de
hinojos, suplicante y exclamando:
-¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero vivir, quiero ser yo!
-¡No puede ser, pobre Augusto – le dije, cogiéndole de una mano y
levantándole –, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes
vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de
nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme…
-Pero si yo, don Miguel…
-No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato
pronto, acabes por matarme tú.
-Pero ¿no quedamos en que…?
-No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya
escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la
vida…
-Pero… por Dios…
-No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
-¿Conque no, eh? – me dijo –, ¿conque no? no quiere usted dejarme ser
yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme,
dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción?
Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted,
y se volverá a la nada de que salió…! ¡Dios dejará de soñarle! Se morirá usted,
sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que
lean mi historia, todos, todos, todos, sin quedar uno. ¡Entes de ficción como
yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto
Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque
usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y
entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su
víctima…
-¿Víctima? – exclamé.
-¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir! ¡Usted también se morirá! El
que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá
usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!
Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la cual salió cabizbajo. Luego se tanteó
como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.”
(“Niebla”, Miguel de Unamuno; 1975 by Santillana S.A. Capítulo
XXXII, págs. 196-203)
Antes de suicidarse, Augusto Pérez envía un escueto telegrama a Unamuno.
“Salamanca.
Unamuno
Se salió usted con la suya.
He muerto.
Augusto
Pérez”
VIII
Novela de Unamuno, publicada en 1917. |
Mediante dos técnicas literarias, el diálogo y la inserción de
fragmentos de la “Confesión”,
supuesto diario íntimo de uno de los protagonistas (procedimiento también usado
en San Manuel Bueno, Mártir), se nos narra la historia cuyo verdadero
protagonista es el odio o la envidia – el autor los identifica – que Joaquín
Monegro, como Caín, siente por Abel Sánchez. Joaquín y Abel son amigos desde la
infancia; a medida que crecen, el destino se le presenta favorable a Abel y
adverso a Joaquín. El odio de Joaquín hacia el amigo va creciendo
paulatinamente. Joaquín estudia medicina y Abel proseguirá su vocación de
pintor, logrando, sin mucho esfuerzo, grandes satisfacciones como artista. Esto
genera en Joaquín una envidia cada día más compulsiva. Esta crisis se ahonda
cuando Joaquín presenta a Abel a su enamorada para que la pinte; Helena, que
así se llama la muchacha se enamora de Abel y este de ella. Los jóvenes
enamorados se casan. Joaquín, como para olvidar, se casa con una muchacha
llamada Antonia, con quien tendrá una hija: Joaquina.
El éxito del retrato de Helena por Abel fue clamoroso, por ello, para
continuar con su racha de éxitos, decide pintar un cuadro de temática bíblica:
la muerte de Abel por Caín, el primer fratricidio. El día del banquete en el
cual se presentará el nuevo cuadro de Abel, corresponde a Joaquín dar un
discurso de orden.
“Llegó el día del banquete. Joaquín no durmió la
noche de la víspera.
-Voy a la batalla, Antonia –le dijo a su mujer al
salir de casa.
-Que Dios te ilumine y te guíe, Joaquín.
-Quiero ver a la niña, a la pobre Joaquinita…
-Sí, ven, mírala…, está dormida…
-¡Pobrecilla! ¡No sabe lo que es el demonio! Pero
yo te juro, Antonia, que sabré arrancármelo. Me lo arrancaré, lo estrangularé y
lo echaré a los pies de Abel. Le daría un beso si no fuese que temo
despertarla…
-¡No, no! ¡Bésala!
Inclinóse el padre y besó a la niña dormida, que
sonrió al sentirse besada en sueños.
-Ves Joaquín, también ella te bendice.
-¡Adiós, mujer! –y le dio un beso largo, muy largo.
Ella se fue a rezar ante la imagen de la Virgen.
Corría una maliciosa expectación por debajo de las
conversaciones mantenidas durante el banquete. Joaquín, sentado a la derecha de
Abel, e intensamente pálido, apenas comía ni hablaba. Abel mismo empezó a tener
algo.
A los postres se oyeron siseos, empezó a cuajar el
silencio, y alguien dijo: “¡Que hable!” Levantóse Joaquín. Su voz empezó
temblona y sorda, pero pronto se aclaró y vibraba con un acento nuevo. No se
oía más que su voz, que llenaba el silencio. El asombro era general. Jamás se
había pronunciado un elogio más férvido, más encendido, más lleno de admiración
y cariño a la obra y a su autor. Sintieron muchos asomárseles las lágrimas
cuando Joaquín evocó aquellos días de su común infancia con Abel, cuando ni uno
ni otro soñaban lo que habrían de ser.
«Nadie le ha conocido más adentro que yo – decía –:
creo conocerte mejor que me conozco a mí mismo, más paramente, porque de
nosotros mismos no vemos en nuestras entrañas sino el fango de que hemos sido
hechos. Es en otros donde vemos lo mejor de nosotros y lo amamos, y eso es la
admiración. Él ha hecho en su arte lo que yo habría querido hacer en el mío, y
por eso es uno de mis modelos; su gloria es un acicate para mi trabajo y es un
consuelo de la gloria que no he podido adquirir. Él es nuestro, de todos; él es
mío sobre todo, y yo, gozando de su obra, la hago tan mía como él la hizo suya
creándola. Y me consuelo de verme sujeto a mi medianía…»
Su voz lloraba a las veces. El público estaba
subyugado, vislumbrando oscuramente la lucha gigantesca de aquel alma con su
demonio.
«Y ved la figura de Caín – decía Joaquín dejando
gotear las ardientes palabras –, del trágico Caín, del labrador errante, del
primero que fundó ciudades, del padre de la industria, de la envidia y de la
vida civil, ¡vedla! Ved con qué cariño, con qué compasión, con qué amor al
desgraciado está pintada. ¡Pobre Caín! Nuestro Abel Sánchez admira a Caín como
Milton admiraba a Satán, está enamorado de su Caín como Milton lo estuvo de su
Satán, porqué admirar es amar y amar es compadecer. Nuestro Abel ha sentido
toda la miseria, toda la desgracia inmerecida del que mató al primer Abel, del
que trajo, según la leyenda bíblica, la muerte al mundo. Nuestro Abel nos hace
comprender la culpa de Caín, porque hubo culpa, y compadecerle y amarle… ¡Este
cuadro es un acto de amor!»
Cuando acabó Joaquín de hablar, medió un silencio
espeso, hasta que estalló una salva de aplausos. Levantóse entonces Abel y,
pálido, convulso, tartamudeante, con lágrimas en los ojos, le dijo a su
amigo:
-Joaquín, lo que acabas de decir vale más, mucho
más que mi cuadro, más que todos los cuadros que he pintado, más que todos los
que pintaré… Eso, eso es una obra de arte y de corazón. Yo no sabía lo que he
hecho hasta que te he oído. ¡Tú y no yo has hecho mi cuadro, tú!
Y abrazáronse llorando los dos amigos de siempre
entre los clamorosos aplausos y vivas de la concurrencia puesta en pie. Y al
abrazarse le dijo a Joaquín su demonio: “¡Si pudieras ahora ahogarle en tus
brazos!...”
-¡Estupendo! – decían –. ¡Qué orador! ¡Qué
discurso! ¿Quién podía haber esperado esto? ¡Lástima que no haya traído
taquígrafos!
-Esto es prodigioso – decía uno –. No espero volver
a oír cosa igual.
-A mí – añadía otro – me corrían escalofríos al
oírlo.
-¡Pero mírale, mírale qué pálido!
Y así era. Joaquín, sintiéndose, después de su
victoria, vencido, sentía hundirse en una sima de tristeza. No, su demonio no
estaba muerto. Aquel discurso fue un éxito como no lo había tenido, como no
volvería a tenerlo, y le hizo concebir la idea de dedicarse a la oratoria para
adquirir en ella gloria con que oscurecer la de su amigo en la pintura.
-¿Has visto cómo lloraba Abel? – decía uno al
salir.
-Es que este discurso de Joaquín vale por todos los
cuadros del otro. El discurso ha hecho el cuadro. Habrá que llamarle el cuadro
del discurso. Quita el discurso y ¿qué queda del cuadro? ¡Nada!, a pesar del
primer premio”.
(opus. cit.; págs. 63-65)
Su dicha no es verdadera. Para librarse del odio y la envidia que lo
corroe se refugiará en los brazos de Antonia, en el amor de su hija, en la fe
en Dios, en la tertulia de un casino al que asiste.
“Huyendo de sí mismo, y para ahogar con la
constante presencia del otro, de Abel, en su espíritu, la triste conciencia
enferma que se le presentaba, empezó a frecuentar una peña del Casino. Aquella
conversación ligera le serviría como de narcótico, o más bien se embriagaría
con ella. ¿No hay quien se entrega a la bebida para ahogar en ella una pasión
devastadora, para derretir en vino un amor frustrado? Pues él se entregaría a
la conversación casinera, a oírla más
que a tomar parte muy activa en ella, para ahogar también su pasión. Sólo que
el remedio fue peor que la enfermedad.
Iba siempre decidido a contenerse, a reír y
bromear, a murmurar como por juego, a presentarse a modo de desinteresado
espectador de la vida, bondadoso como un escéptico de profesión, atento a lo de
que comprender es perdonar, y sin dejar traslucir el cáncer que le devoraba la
voluntad. Pero el mal le salía por la boca, en las palabras, cuando menos lo
esperaba, y percibían todos en ellas el hedor del mal. Y volvía a casa irritado
contra sí mismo, reprochándose su cobardía y el poco dominio sobre sí y decidido
a no volver más a la peña del Casino. “¡No –se decía –, no vuelvo, no debo
volver; esto me empeora; me agrava; aquel ámbito es deletéreo; no se respira
allí más que malas pasiones retenidas; no, no vuelvo; lo que yo necesito es
soledad, soledad! ¡Santa soledad!”
Y volvía.
Volvía por no poder sufrir la soledad. Pues en la
soledad, jamás lograba estar solo, sino que siempre allí el otro. ¡El otro!
Llegó a sorprenderse en dialogo con él, tramando lo que el otro le decía. Y el
otro, en estos diálogos solitarios, en estos monólogos dialogados, le decía
cosas indiferentes o gratas, no le mostraba ningún rencor. “¡Por qué no me
odia, Dios mío! – llegó a decirse –. ¿Por qué no me odia?”
Y se sorprendió un día a sí mismo a punto de pedir
a Dios, en infame oración diabólica, que infiltrase en el alma de Abel odio a
él, a Joaquín. Y otra vez: “¡Ah, si me envidiase… si me envidiase!...” Y a esta
idea, que como fulgor lívido cruzó por las tinieblas de3 su espíritu de
amargura, sintió un gozo como de derretimiento, un gozo que le hizo temblar
hasta los tuétanos del alma, escalofriados. ¡Ser envidiado!... ¡Ser
envidiado!...
“¿Mas no es esto – se dijo luego – que me odio, que me envidio a mí
mismo?...” Fuése a la puerta, la cerró con llave, miró a todos lados, y al
verse solo arrodilóse murmurando con lágrimas de las que escaldan en la voz:
“Señor, Señor. ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no amo al
prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí
mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?”
Fue luego a coger la Biblia y la abrió por donde dice: “Y Jehová dijo a
Caín: ¿dónde está Abel tu hermano?” Cerró lentamente el libro, murmurando: “¿Y
dónde estoy yo?” Oyó, entonces, ruido fuera y se apresuró a abrir la puerta.
“¡Papá, papaíto!”, exclamó su hija al entrar. Aquella voz fresca pareció
volverle a la luz. Besó a la muchacha y rozándole el oído con la boca le dijo
bajo, muy bajito, para que no lo oyera nadie: “¡Reza por tu padre, hija mía!”
-¡Padre! ¡Padre! –gimió la muchacha, echándole los brazos al cuello.
Ocultó la cabeza en el hombro de la hija y rompió a llorar.
-¿Qué te pasa, papá, estás enfermo?
-Sí, estoy enfermo. Pero no quieras saber más.”
(“Abel
Sánchez”, Miguel de Unamuno; Espasa Calpe, Argentina. S.A.,
Buenos Aires 1940. Págs. 89-91)
Pero toda su vida
diaria, rutinaria, estéril, agudizan la conciencia de su dolor y de su pasión.
Ambos adquieren una gran nombradía en sus campos: Joaquín en el campo médico y
Abel en las artes plásticas. Abel y Helena tienen un hijo, a quien bautizan con
el nombre del padre, pero que será
conocido con el nombre de Abelín, que con el tiempo estudiará medicina y será
el discípulo predilecto de Joaquín, quien verá en él el instrumento más eficaz
de su venganza. Abelín siente un afecto extraordinario hacia Joaquín, llegando
a preferirle a su padre.
“Con el casamiento de su hija pareció entrar el sol, un sol de ocaso de
otoño, en el hogar antes frío de Joaquín, y éste empezar a vivir de veras. Fue
dejándole al yerno su clientela, aunque acudiendo, como en consulta en los
casos graves y repitiendo que era bajo su dirección como aquél ejercía.
Abelín, con las notas de su suegro, a quien llamaba su padre, tuteándole
ya, y con sus ampliaciones y explicaciones verbales, iba componiendo la obra en
que se recogía la ciencia médica del doctor Joaquín Monegro, y con un acento de
veneración admirativa que el mismo Joaquín no habría podido darle. «Era mejor,
sí – pensaba éste –, era mucho mejor que escribiese otro aquella obra, como fue
Platón quien expuso la doctrina socrática». No era él mismo quien podía, con
toda libertad de ánimo y sin que ello pareciese, no ya presuntuoso, mas un
esfuerzo para violentar el aplauso de la posteridad, que se estimaba no
conseguible; no era él quien podía exaltar su saber y su pericia. Reservaba su
actividad literaria para otros empeños.
Fue entonces, en efecto, cuando empezó a escribir su Confesión, que así
la llamaba, dedicada a su hija y para que ésta la abriese luego que él hubiese
muerto, y que era el relato de su lucha íntima con la pasión que fue su vida,
con aquel demonio con quien peleó casi desde el albor de su mente dueña de sí
hasta entonces, hasta cuando lo escribía. Esta confesión se decía dirigida a su
hija, pero tan penetrado estaba él del profundo valor trágico de su vida de
pasión y de la pasión de su vida, que acariciaba la esperanza de que un día su
hija o sus nietos la dieran al mundo, para que éste se sobrecogiera de
admiración y de espanto ante aquel héroe de la angustia tenebrosa que pasó sin
que le conocieran en todo su fondo los que con él convivieron. Porque Joaquín
se creía un espíritu de excepción, y como tal torturado y más capaz de dolor
que los otros, un alma señalada al nacer por Dios con la señal de los grandes
predestinados.
«Mi vida, hija mía – escribía en la Confesión –, ha sido un arder
continuo, pero no la habría cambiado por la de otro. He odiado como nadie, como
ningún otra ha sabido odiar, pero es que he sentido más que los otros la
suprema injusticia de los cariños del mundo y de los favores de la fortuna. No,
no, aquello que hicieron conmigo los padres de tu marido no fue humano ni
noble; fue infame, pero fue peor, mucho peor, lo que me hicieron todos, todos
los que encontré desde que, niño aún y lleno de confianza, busqué el apoyo y el
amor de mis semejantes. ¿Por qué me rechazaban? ¿Por qué me acogían fríamente y
como obligados a ello? ¿Por qué preferían al ligero, al inconstante, al
egoísta? Todos, todos me amargaron la vida. Y comprendí que el mundo es
naturalmente injusto y que yo no había nacido entre los míos. Esta fue mi
desgracia, no haber nacido entre los míos. La baja mezquindad, la vil
ramplonería de los que me rodeaban, me perdió».
Y a la vez que escribía esta Confesión, preparaba, por si ésta marrase,
otra obra que sería la puerta de entrada de su nombre en el panteón de los
ingenios inmortales de su pueblo y casta. Titularíase Memorias de un médico
viejo y sería la mies del saber del mundo, de pasiones, de vida, de tristeza y
alegrías, hasta de crímenes ocultos, que había cosechado de la práctica de su
profesión de médico. Un espejo de la vida, pero de las entrañas, y de las más
negras, de ésta; una bajada a las simas de la vileza humana; un libro de alta
literatura y de filosofía acibarada a la vez. Allí pondría toda su alma sin
hablar de sí mismo; allí, para desnudarlas almas de los otros, desnudaría la
suya, allí se vengaría del mundo vil en que había tenido que vivir. Y las
gentes, al verse así, al desnudo, admirarían primero y quedarían agradecidas
después al que las desnudó. Y allí, cambiando los nombres a guisa de ficción,
haría el retrato que para siempre habría de quedar de Abel y Helena. Y su
retrato valdría por todos los que Abel pintara. Y se regodeaba a solas pensando
que si él acertaba aquel retrato literario de Abel Sánchez, le habría de
inmortalizar a éste más que todos sus propios cuadros, cuando los comentaristas
y eruditos del porvenir llegasen a descubrir, bajo el débil velo de la ficción,
al personaje histórico. «Sí, Abel, sí – se decía Joaquín a sí mismo –, la mayor
coyuntura que tienes de lograr eso por lo que tanto has luchado, por lo único
que has luchado, por lo único que te preocupa, por lo que me despreciaste
siempre o, aún peor, no hiciste caso de mí, la mayor coyuntura que tienes de
perpetuarte en la memoria de los venideros, no son tus cuadros, ¡no!, sino es
que yo acierte a pintarte con mi pluma tal y como eres. Y acertaré, acertaré
porque te conozco, porque te he sufrido, porque has pesado toda mi vida sobre
mí. Te pondré para siempre en el rollo y no serás Abel Sánchez, no, sino el
nombre que yo te dé. Y cuando se hable de ti como pintor de tus cuadros, dirán
las gentes: “¡Ah, sí, el de Joaquín Monegro!” Porque serás de este modo mío,
mío y vivirás lo que mi obra viva, y tú nombre irá por los suelos, por el
fango, a rastras del mío, como van arrastrados por el Dante los que colocó en
el Infierno. Y serás la cifra del envidioso».
¡Del envidioso! Pues Joaquín dio en creer que toda la pasión que bajo su
aparente impasibilidad de egoísta animaba a Abel, era la envidia, la envidia de
él, a Joaquín, que por envidia le arrebatara de mozo el afecto de sus
compañeros, que por envidia le quitó a Helena. ¿Y cómo, entonces, se dejó
quitar el hijo? «¡Ah – se decía Joaquín –, es que él no se cuida de su hijo,
sino de su nombre, de su fama, no cree que vivirá en las vidas de sus
descendientes de carne, sino en las de los que admiren sus cuadros, y me deja
su hijo para mejor quedarse con su gloria! ¡Pero yo le desnudaré!».
Inquietábale la edad a que emprendía la composición de esas Memorias,
entrado ya en los cincuenta y cinco años, ¿pero no había acaso empezado
Cervantes su Quijote a los cincuenta y siete de su edad? Y se dio a averiguar
qué obras maestras escribieron sus autores después de haber pasado la edad
suya. Y a la par se sentía fuerte, dueño de su mente toda, rico de experiencia,
maduro de juicio y con su pasión, fermentada en tantos años, contenida, pero
bullente.
Ahora, para cumplir su obra, se contendría. ¡Pobre Abel! ¡La que le
esperaba!... Y empezó a sentir desprecio y compasión hacia él. Mirábale como a
un modelo y como a una víctima, y le observaba y le estudiaba. No mucho, pues
Abel iba poco, muy poco a casa de su hijo.
-Debe de andar muy ocupado tu padre – decía Joaquín a su yerno –; apenas
parece por aquí. ¿Tendrá alguna queja? ¿Le habremos ofendido yo, Antonia o mi
hija en algo? Lo sentiría…
-No, no, papá – así le llamaba ya Abelín –, no es nada de eso. En casa
tampoco paraba. ¿No te dije que no le importa nada más que sus cosas? Y sus
cosas son las de su arte y qué sé yo…
-No, hijo, no exageras…, algo más habrá…
-No, no hay más.
Y Joaquín insistía para oír la misma versión.
-¿Y Abel, cómo no viene? –le preguntaba a Helena.
-¡Bah, él es así con todos! –respondía ésta. Ella, Helena, sí solía ir a
casa de su nuera”.
(opus. Cit., págs. 125-128)
En su afán de vengarse
de Abel, Joaquín casa a su hija Joaquina con Abelín: esa es la forma en que
según Joaquín, su odio podrá penetrar en la sangre de su rival. El hijo de este
matrimonio, también llamado Joaquín, frustra su última esperanza: la
predilección del nieto se dirige al abuelo Abel.
En un arrebato de celos,
Joaquín amenaza a Abel, a consecuencia de lo cual fallece éste. Muere también
Joaquín, después de pedir perdón por la muerte de su amigo.
"Caín", obra de Byron que influye a Unamuno. |
Caín es el rebelde que
se subleva contra una condena impuesta por Dios. ante esta injusticia, Caín se
aleja del creador y busca en el Diablo el fin de sus inquietudes, respuesta a
sus interrogantes desesperadas, una ayuda a las miserias que envuelven la
condición humana. Las conversaciones con Lucifer no calman las inquietudes de
Caín, por el contrario, le crean más turbación, más angustia. En un estado de
crisis espiritual, exasperado por la resignación de su hermano Abel y por la
devoción incondicional que éste siente hacia Dios, Caín siente a su hermano
como un enemigo y lo mata. Aquejado por los remordimientos y por el desprecio
divino marcha al destierro sin consuelo, seguido por su esposa Ada, que en su
doloroso afecto hacia el gran pecador nos aparece como una de las más
conmovedoras figuras femeninas de Byron.
CAÍN (Solo). ¡Y es ésta la Vida!... ¡Trabajar!... ¿Y por
qué debo yo trabajar?... ¿Por qué a
tomar mi padre su puesto en el Edén no
se atreviera? ¿Qué culpa tuve yo? Yo era innacido. Yo no pedí el nacer, ni amo
el estado a que ese nacimiento me condujo. Mas ¿por qué a la mujer y a la
Serpiente débil cedió? ¿Por qué, ya que cediera, tiene que padecer? ¿Qué mal
había? Plantado estaba el árbol. ¿Por qué causa para él no estaba allí? ¿Por
qué motivo, no estándolo, le puso allí tan cerca, en el centro brotando, el más
hermoso? A todas las preguntas, una sola repuesta dan: “Su voluntad tal era, y
él es bueno”. Mas ¿cómo sé que es bueno? ¡Qué! ¿Tal vez porque sea omnipotente
que es la suma bondad ha inferirse? Yo juzgo por los frutos (bien amargos) que
han de nutrirme por ajena culpa. ¿Quién miro aquí venir? Es una sombra idéntica
a los ángeles, empero de un aspecto muy triste y más sombrío es su espiritual y
pura esencia. ¿Por qué tiemblo? ¿Por qué
más me intimida que los otros espíritus que miro blandir diariamente entre sus
manos sus espadas de fuego ante las puertas en torno de las cuales me detengo
del plácido crepúsculo a las horas a echar una mirada a aquellos vastos
jardines, mis legitimas herencias, antes de que la noche se difunda por cima de
los muros prohibidos y árboles eternales, que superan a la almenas que querubes
guardan? Y si aquellos flamígeros y armados ángeles no me espantan, ¿por qué
ahora tiemblo al mirar el ángel que se acerca a este lugar? Empero más potente
que ellos parece, y no menos hermoso; mas no todo lo hermoso, sin embargo, que
habrá sido tal vez, que ser pudiera. Parece que el dolor la mitad forma de su
inmortalidad. ¿Será posible? Salvo la humanidad, ¿hay quién padezca? Llega.
(Entra Lucifer).
LUCIFER ¡Mortal!
CAÍN Espíritu, ¿quién eres?
LUCIFER Señor de los espíritus.
CAÍN ¿Tal siendo dejarlos puedes para andar con polvo?
LUCIFER Del polvo sé los pensamientos;
pena por él siento y por ti.
CAÍN ¡Cómo!... ¿Tú sabes mis pensamientos?
LUCIFER Son los
pensamientos de cuanto digno de pensar existe; es tu parte inmortal la que
razona entro de ti.
CAÍN ¿Parte inmortal?... ¿Cuál? Esto no nos fue revelado; de mi padre la
necedad, del árbol de la vida nos privó, mientras luego el de la Ciencia, por
la fatal premura de mi madre, cogido fue muy pronto; y dio tal sólo el doloroso
fruto de la muerte.
LUCIFER Te han engañado; vivirás.
CAÍN Sí, vivo, mas es para morir, vivo, y viviendo, no miro nada que a mis
ojos haga la muerte odiosa, salvo aquel innato apego; un degradante, aunque
invencible instinto de la vida, que aborrezco tanto cual me desprecio, y que, no obstante, no puedo
dominarle. Y así vivo… ¡Ojalá nunca, nunca yo viviera!
LUCIFER ¡Vives y vivirás eternamente! No pienses que la tierra, tu envoltura
exterior, constituye la existencia; ésta se ha de acabar, y, sin embargo, no menos que eres
hoy, serás.
CAÍN ¡No menos! ¿Y por qué no ser más?
LUCIFER Serás, acaso, cual nosotros.
CAÍN ¿Qué sois?
LUCIFER Eternos somos.
CAÍN ¿Sois felices?
LUCIFER Potentes.
CAÍN ¿Sois felices?
LUCIFER No: ¿lo eres tú?
CAÍN ¿Cómo he de serlo? ¡Mira!
LUCIFER ¡Pobre arcilla!... ¡Y te juzgas desdichado! ¡Tú!
CAÍN Sí, lo soy; y tú, dime, ¿quién eres con todo tu poder?
LUCIFER Uno, que quiso ser el que te ha formado, y no te habría hecho lo que
eres.
CAÍN ¡Ah! Casi pareces un dios; y…
LUCIFER No lo soy: ya que no pude lograr el serlo, nada
ser quisiera sino el mismo que soy. Venció ¡que reine!
CAÍN ¿Quién?
LUCIFER De tu padre y de la tierra toda el Autor.
CAÍN Y del cielo y cuanto se
halla dentro del cielo. Tal sus serafines lo cantan, y lo dice así mi padre.
LUCIFER Dicen… lo que decir y
cantan deben bajo pena de ser aquello mismo que somos, yo entre espíritus
alados, y entre los hombres tú.
CAÍN ¿Qué es lo que somos?
LUCIFER ¡Almas que a usar se atreven animosas de su
inmortalidad; almas que, audaces,
afrontan del tirano omnipotente la sempiterna faz, y osan decirle que su mal no
es un bien! Si lo hizo todo, como nos
dice…, cosa ciertamente que ni sé, ni la creo… Mas si, acaso, fue verdad que
nos hizo…, deshacernos no podrá nunca: ¡somos inmortales! ¡Ah! Mas nos hizo así
para a su antojo poder atormentarnos: mas ¡qué importa! Es grande… y, sin
embargo, en su grandeza no es más feliz que en nuestra propia lucha somos
nosotros! La Bondad no habría creado el mal; ¿y qué otra cosa él hizo? Mas, que
en su vasto y solitario trono se asiente, mundos sin cesar creando, para menos
hacer abrumadora la eternidad a su existencia inmensa e incompartida soledad;
que raudos planetas y planetas amontone; está solo, tirano, indisoluble,
indefinido; si pudiera él mismo aniquilarse, el don este sería mejor que hallar
pudiera: mas ¡que reine, y él propio multiplique su miseria! Los espíritus y
hombres, a lo menos, simpatizamos… ¡Padeciendo juntos nuestras innumerables
pesadumbres, conseguimos hacer más soportables con aquella fecunda ilimitada
simpatía de todos hacia todos! ¡Más Él!… tan infeliz en su alturas e inquieto
en su miseria, sólo debe crear y re-crear…
CAÍN Me dices cosas que vagan hace tiempo cual visiones a través de mi
mente: nunca logro conciliar lo que oí con lo que veo; mis padres me hablan
sólo de serpientes, y de frutos, y de árboles: yo miro las puertas del lugar
que su Edén llaman, guardadas por celestes querubines con espadas de fuego, que
les niegan la entrada, cual a mí; siento la carga de un trabajo diario, y un
constante pensamiento: alrededor un mundo veo donde nada parezco, mientras
surgen pensamientos en mí, cual si debiera dominar y regir todas las cosas.
Pero yo imaginé que tal miseria era mía tan sólo. Resignado mi padre está; mi
madre aquel deseo poderoso olvidó, que le inflamaba en la sed de la ciencia, aun
con peligro de eterna maldición; mi hermano sólo es un joven pastor que,
diligente, ofrece las primicias del rebaño a quien manda a la tierra no dar
nada sino a nuestro sudor; mi hermana Zillah canta un himno más dulce y más
temprano que el de las aves matutinas; Adah, mi esposa, mi adorada, ella
tampoco comprende el insondable
pensamiento que me abruma: jamás hallé hasta ahora ninguno que conmigo
simpatice. Está bien… Desde ahora solamente trataré con espíritus.
LUCIFER Si el alma que en ti se alberga no te hiciese
digno de tales compañeros, no estuviera ante ti cual estoy; una serpiente para
tu seducción hubiera sido suficiente, cual antes.
CAÍN ¡Ah! ¿Tú fuiste el que tentó a mi madre?
LUCIFER Yo no tiento sino con la verdad: ¿no era aquel
árbol el árbol del saber? Qué, ¿todavía no daba el árbol de la Vida fruto?
¿Mandé yo no plantarlos? ¿Yo, vedadas cosas planté al alcance de inocentes
seres a quienes su inocencia misma debía hacer curiosos? Yo, al crearos, os
hubiera hecho dioses; y hasta Él mismo que os
arrojó, fue sólo porque, audaces, “No comieseis los frutos de la vida, y
dioses os tornaseis cual nosotros”. ¿No fueron estas mismas sus palabras?
CAÍN Esas fueron, según oí a los mismos que las oyeron con el trueno.
LUCIFER Entonces el demonio, ¿cuál era? ¿El que dejaros vivir no quiso, o bien
el que por siempre os hiciera vivir en la alegría y el poder de la
ciencia?
CAÍN ¡Que no hubieran cogido entrambos frutos o ninguno!
LUCIFER El uno es vuestro ya, y el otro puede aún serlo.
CAÍN ¿Cómo?
LUCIFER Lo que sois mostrando por vuestra rebeldía. Nada
logra extinguir el espíritu, si quiere el espíritu ser lo que es, y el centro
de cuanto le circunda… Soberano, nació para imperar.
CAÍN ¿Pero tú fuiste el tentador que fascinó a mis padres?
LUCIFER ¿Yo? ¡pobre barro! ¿Para qué ni cómo había de tentarlos?
CAÍN Dicen ellos que un espíritu había en la serpiente.
LUCIFER ¿Quién dice tal? Escrito no está arriba. El
Soberbio no habrá mentido tanto, aunque del hombre los temores grandes y su
mezquina vanidad achacan a la espiritual naturaleza su propia y vil caída. La
serpiente era serpiente…, nada más; empero no inferior a los mismos a que supo
tentar, siendo, cual ellos, frágil tierra, y superior por su saber a ellos,
puesto que al fin logró sobrepujarlos y previó que el saber, fatal sería para
sus breves dichas. ¿Te figuras que habría yo de revestir la forma de las cosas
que mueren?
CAÍN Mas aquella, ¿no albergaba en sus formas un demonio?
LUCIFER Uno supo evocar dentro de aquellos a que habló con
su lengua bifurcada. Te lo repito: la serpiente sólo era mera serpiente; si lo
dudas, pregúntalo a los ángeles guardianes del árbol tentador. Cuando el
torrente de edades mil y mil haya rodado sobre tus muertas frágiles cenizas y
las de tu progenie que por entonces poblará aquel mundo, podrá tornar en fábula
el relato de su primera falta, y una forma me habrá de atribuir, que yo
desprecio, como desprecio a todo el que se inclina ante Aquel que formó todas
las cosas para que se dobleguen ante aquella su eternidad sombría y solitaria;
mas nosotros que vemos claramente la luz de la verdad, hablar debemos. Tus
locos padres a una abyecta cosa dieron oídos, y cayeron. Dime, ¿para qué los
espíritus habían de tentarlos? ¿Qué había en los angostos lindes del Paraíso,
que anhelaran los espíritus, ellos que atraviesan la inmensidad? Pero te digo
cosas que de tu ciencia con el árbol todo ignoras.
CAÍN Mas hablarme tú no puedes de ciencia alguna, de la cual no sea capaz de
comprender, o esté sediento de comprender, o lleve un poderoso espíritu capaz
de comprenderla.
LUCIFER ¿Y corazón, también, para mirarla?
CAÍN Probemos.
LUCIFER ¿Osas contemplar la muerte?
CAÍN Por aquí no se ha visto todavía.
LUCIFER Pues la debéis sufrir.
CAÍN Mi padre dice que es algo pavoroso; si la nombran, llora mi madre; Abel
alza sus ojos al firmamento; Zillah clava triste los suyos en la tierra,
murmurando una plegaria, y Adah me contempla, mas sin hablar.
LUCIFER ¿Y tú?
CAÍN Yo… pensamientos indecibles agólpanse y abrasan mi corazón al escuchar
el nombre de esa muerte terrible, omnipotente, y que es al parecer inevitable.
¡Ah! ¿No podría yo luchar con ella? Siendo niño, jugando, yo luchaba con el
fiero león, hasta que huía con rugidos, sintiendo las presiones de mis brazos.
LUCIFER No tiene forma alguna; mas ella absorberá todas las
cosas que forma tengan de terrenos seres.
CAÍN ¡Ah! Yo un ser la juzgaba: ¿quién podría a los seres causarles otros
males sino otro ser?
LUCIFER Al Destructor pregunta.
CAÍN ¿A quién?
LUCIFER O al Hacedor… Tú dale el nombre que quieras darle;
pero si hace, sólo es para de igual modo destruirlo.
CAÍN Lo ignoraba; mas he pensado en ello desde que hablar he oído de la
muerte: aunque ignoro lo que es, parece horrible. Yo penetré, buscándola, en la
vasta desolación de la callada noche, y cuando entre la sombra de los muros del
Edén, vi fantasmas gigantescos huir de las espadas fulgurantes de los querubes,
observé afanoso, pensando que era aquello su llegada, pues con terror, un
invencible anhelo surgió en mi corazón de ver lo que era esa cosa fatídica que
a todos nos hace estremecer; mas nadie vino. Entonces aparté mis ojos tristes
del natal y vedado Paraíso, y los volví a las puras luminarias que en el azul
sobre nosotros brillan y que son tan hermosas… ¿También ellas deben morir?
LUCIFER Tal vez: más largo tiempo a los
tuyos y a ti sobreviviros.
CAÍN Me place: no querría que murieran; ¡son tan encantadoras! ¿Qué es la
muerte? Temo, comprendo que es horrible cosa; pero lo que es en sí, decir no
puedo; nos amenaza a todos igualmente, a quien pecó y a los que pecaron, como
un mal. Mas, ¿qué mal?
LUCIFER Volverse tierra.
CAÍN ¿Mas yo sabré lo que es?
LUCIFER Como la muerte desconozco, no puedo contestarte.
CAÍN Volverme tierra inerte, no sería un mal; ojalá nunca hubiese sido más
que polvo.
LUCIFER Rampante vil deseo, peor que el de tu padre; él
anhelaba saber.
CAÍN Mas no vivir, o si quería vivir, ¿por qué razón no probó el árbol de la
Vida?
LUCIFER Le estaba prohibido.
CAÍN ¡Mortal error!..., el no coger primero el fruto aquel: mas antes que probase
la Ciencia, él ignoraba que hay la muerte. ¡Ay! Apenas conozco en qué consiste,
y la temo…, y no sé qué es lo que temo.
LUCIFER Yo que todo lo sé, no temo nada: mira lo que es la
verdadera ciencia.
CAÍN ¿Y no querrías enseñarme todo?
LUCIFER Sí, mas
con una condición.
CAÍN Al punto, dímela.
LUCIFER Que te postres y me adores por tu señor.
CAÍN Mas el Señor que adoran mis padres no eres tú.
LUCIFER No.
CAÍN ¿Su igual eres?
LUCIFER No lo soy… De común no
tengo nada con él, ni lo quisiera ser tampoco. Yo sería más alto que él…, más
bajo, todo, menos partícipe o cobarde siervo de su poder. Aparte vivo, pero soy
grande. Muchos ya me adoran; otros me adorarán. Sé tú el primero.
(“Caín”, Gordon
Byron en “Obras escogidas”, Librería “El Ateneo” Editorial 340 –
Florida – 344, Buenos Aires, 780 - 788)
Caín siente que es poseído por un destierro que no le corresponde.
Reprocha a Dios que haya dispuesto las cosas de tal forma para generar un “pecado original”. El árbol del cual
toma Eva el fruto prohibido ha sido colocado en el centro del Edén, hermoso,
atractivo, provocativo, invitando a lo prohibido. Caín no se deja convencer de
la suma bondad que se le atribuye al Omnipotente, él juzga por los frutos
amargos de los que se debe nutrir por culpa ajena. En su encuentro con Lucifer,
Caín se termina de convencer que el Creador no es más que un ser que ha hecho al hombre para
atormentarlo, un ser que en su grandeza
no es más feliz que en nuestra propia lucha somos nosotros, dice Lucifer.
Los juicios de Lucifer sobre Dios son tajantes, viendo el mundo con los ojos de
hoy, no queda más que otorgarle la razón tirano, solitario, indisoluble,
indefinido, son algunos de los adjetivos de grueso calibre con que Lucifer
juzga a Dios con la anuencia de Caín quien escucha complacido. Lucifer
desprecia a todo aquel que se inclina
ante aquel que formó todas las cosas para que se dobleguen ante aquella su
eternidad sombría y solitaria, a todos aquellos que se prosternan ante Él… tan infeliz en sus alturas e inquieto en
su miseria…”
La afinidad entre Caín y Joaquín Monegro salta a la vista. De aquí quizá
la confesión que hace éste después de su lectura del Caín byroniano, libro que
Abel Sánchez le había recomendado y que aquel había usado como modelo para
pintar un cuadro: La muerte de Abel por Caín.
Leyó Joaquín el Caín de lord Byron. Y en su
Confesión escribía más tarde:
«Fue terrible el efecto que la lectura de aquel
libro me hizo. Sentí la necesidad de desahogarme y tomé unas notas que aún
conservo y las tengo ahora aquí presentes. ¿Pero fue sólo por desahogarme? No;
fue con el propósito de aprovecharlas algún día pensando que podrían servirme
de materiales para una obra genial. La vanidad nos consume. Hacemos espectáculo
de nuestras más íntimas y asquerosas dolencias. Me figuro que habrá quien desee
tener un tumor pestífero como no le ha tenido antes ninguno para hombrearse con
él. ¿Esta misma Confesión no es algo más que un desahogo?
»He pensado alguna vez romperla para librarme de
ella. ¿Pero me libraría? ¡No! vale más darse un espectáculo que consumirse. Y
al fin y al cabo no es más que espectáculo la vida.
»La lectura del Caín de lord Byron me entró hasta
lo más íntimo. ¡Con qué razón culpaba Caín a sus padres de que hubieran cogido
de los frutos del árbol de la ciencia en vez de coger de la del árbol de la
vida! A mí, por lo menos, la ciencia no ha hecho más que exacerbarme la herida.
» ¡Ojalá nunca hubiera vivido! –digo con aquel
Caín. ¿Por qué me hicieron? ¿Por qué he de vivir? Y lo que no me explico es
cómo Caín no se decidió por el suicidio. Habría sido el más noble comienzo de
la historia humana. Pero, ¿por qué no se suicidaron Adán y Eva después de la
caída y antes de haber dado hijos? ¡Ah, es que entonces Jehová habría hecho
otros iguales y otro Caín y otro Abel! ¿No se repetirá esta misma tragedia en
otros mundos, allá por las estrellas? ¿Acaso la tragedia tiene otras
representaciones, sin que baste el estreno de la tierra? ¿Pero fue estreno?
»Cuando leí cómo Luzbel le declaraba a Caín cómo
era éste, Caín, inmortal, es cuando empecé con terror a pensar si yo también
seré inmortal y si será inmortal en mi odio. “¿Tendré alma –me dije entonces –,
será este mi odio alma?”, y llegué a pensar que no podría ser de otro modo, que
no puede ser función de un cuerpo un odio así. Lo que no había encontrado con
el escalpelo en otros lo encontré en mí. Un organismo corruptible no podía
odiar como yo odiaba. Luzbel aspiraba a ser Dios, y yo, desde muy niño, ¿no
aspiré a anular a los demás? ¿Y cómo podía ser yo tal desgraciado si no me hizo
tal el creador de la desgracia?
»Nada le costaba a Abel criar sus ovejas, como nada
le costaba a él, al otro, hacer sus cuadros; ¿pero a mí?, a mí me costaba mucho
diagnosticar las dolencias de mis enfermos.
»Quejábase Caín de que Adah, su propia querida
Adah, su mujer y hermana, no comprendiera el espíritu que a él le abrumaba.
Pero sí, sí, mi Adah, mi pobre Adah comprendia mi espíritu. Es que era
cristiana. Mas tampoco yo encontré algo que conmigo simpatizara.
»Hasta que leí y releí el Caín byroniano, yo, que
tantos hombres había visto agonizar y morir, no pensé en la muerte, no la
descubrí. Y entonces pensé si al morir me moriría con mi odio, si se moriría
conmigo o si me sobreviviría; pensé si el odio sobrevive a los odiadores, si es
algo substancial y que se transmite; si es el alma, la esencia misma del alma.
Y empecé a creer en el Infierno y que la muerte es un ser, es el Demonio, es el
Odio hecho persona, es el Dios del alma. Todo lo que mi ciencia no me enseñó me
enseñaba el terrible poema de aquel gran odiador que fue lord Byron.
»Mi Adah también me echaba dulcemente en cara
cuando yo no trabajaba, cuando no podía trabajar. Y Luzbel estaba entre mi Adah
y yo.
»¡No vayas con ese Espíritu!” –me gritaba mi Adah.
¡Pobre Antonia! Y me pedía también que le salvara de aquel Espíritu. Mi pobre
Adah no llegó a odiarlos como los odiaba yo. ¿Pero llegué yo a querer de veras
a mi Antonia? ¡Ah! si hubiera sido capaz de quererla me habría salvado. Era
para mí otro instrumento de venganza. Queríala para madre de un hijo o de una
hija que me vengaran. Aunque pensé necio de mí, que una vez padre se me curaría
aquello. ¿Mas acaso no me casé sino para hacer odiosos como yo, para transmitir
mi odio, para inmortalizarlo?
»Se me quedó grabada en el alma como con fuego
aquella escena de Caín y Luzbel en el abismo del espacio. Vi mi ciencia a
través de mi pecado y la miseria de dar vida para propagar la muerte. Y vi que
aquel odio inmortal era mi alma. Ese odio pensé que debió de haber precedido a
mi nacimiento y que sobreviviría a mi muerte. Y me sobrecogí de espanto al
pensar en vivir siempre para aborrecer siempre. Era el Infierno. ¡Y yo que
tanto me había reído de la creencia en él! ¡Era el Infierno!
»Cuando leí cómo Adah habló a Caín de su hijo, de
Enoc, pensé en el hijo, o en la hija que habría de tener; pensé en ti, hija
mía, mi redención y mi consuelo; pensé en que tú vendrías a salvarme un día. Y
al leer lo que aquel Caín decía a su hijo dormido e inocente, que no sabía que
estaba desnudo, pensé si no había sido en mí un crimen engendrarte, ¡pobre hija
mía! ¿Me perdonaras haberte hecho? Y al leer lo que Adah decía a su Caín,
recordé mis años de paraíso, cuando aún no iba a cazar premios, cuando no
soñaba en superar a todos los demás. No, hija mía, no; no ofrecí mis estudios a
Dios con corazón puro, no busqué la verdad y el saber, sino que busqué los
premios y la fama y sr más que él.
ȃl, Abel, amaba su art y lo cultivaba con pureza
de intención, y no trató nunca de imponérseme. No, no fue él quien me la quitó,
¡no! ¡Y yo llegué a pensar en derribar el altar de Abel, loco de mí! Y es que
no había pensado más que en mí.
»El relato de la muerte de Abel tal y como aquel
terrible poeta del demonio nos lo expone, me cegó. Al leerlo sentí que se me
iban las cosas y hasta creo que sufrí un mareo. Y desde aquel día, gracias al
impío Byron, empecé a creer…
(opus. Cit.
Págs. 55-58)
IX
"La tía Tula", novela escrita en 1907 y publicada en 1921. |
“¡Y murió!; aunque pareciese mentira, se murió.
Vino la tarde terrible del combate último. Allí estuvo Gertrudis, mientras el
cuidado de la pobrecita niña que desfallecía de hambre se lo permitió,
sirviendo medicinas inútiles, componiendo la cama, animando a la enferma,
encorazonando a todos. Tendida en el lecho que había sido campo de donde
brotaron tres vidas, llegó a faltarle el habla y las fuerzas, y cogida de la
mano a la mano de su hombre, del padre de sus hijos, mirábale como el navegante,
al ir a perderse en el mar sin orillas, mira al lejano promontorio, lengua de
la tierra nativa, que se va desvaneciendo en la lontananza y junto al cielo; en
los trances del ahogo miraban sus ojos, desde el borde de la eternidad, a los
ojos de su Ramiro. Y parecía aquella mirada una pregunta desesperada y suprema,
como si a punto de partirse para nunca más volver a tierra, preguntase por el
oculto sentido de la vida. Aquellas miradas de congoja reposada, de acongojado reposo, decían: “Tú, tú, que eres
mi vida; tú, que conmigo has traído al mundo nuevos mortales; tú, que me has
sacado tres vidas; tú, mi hombre, dime: ¿esto, qué es?” Fue una tarde
abismática. En momentos de tregua, teniendo Rosa entre sus manos, húmedos y
febriles, las manos temblorosas de Ramiro, clavados en los ojos de éste sus
ojos henchidos de cansancio de vida, sonreía tristemente, volviéndolos luego al
niño, que dormía allí cerca, en su cunita, y decía con los ojos, y alguna vez
con un hilito de voz: “¡No, despertarle, no! ¡Que duerma, pobrecillo! ¡que
duerma…, que duerma hasta hartarse, que duerma!” llególe por último el supremo
trance, el del tránsito, y fue como si en el brocal de las eternas tinieblas,
suspendida sobre el abismo, se aferrara a él, a su hombre, que vacilaba sintiéndose
arrastrado. Quería abrirse con las uñas la garganta la pobre, mirábale
despavorida, pidiéndole con los ojos aire; y luego, con ellos le sondeó el
fondo del alma y, soltando su mano, cayó en la cama donde había concebido y
parido sus tres hijos. Descansaron los dos; Ramiro, aturdido, con el corazón
acorchado, sumergido como en un sueño sin fondo y sin despertar, muerta el
alma, mientras dormía el niño. Gertrudis fue quien, viniendo con la pequeñita
al pecho, cerró luego los ojos a su hermana, la compuso un poco y fuese después
a cubrir y arropar al niño dormido, y a trasladarle en un beso la tibieza que
con otro recogió de la vida que aún tenía sus últimos jirones sobre la frente
de la rendida madre.
Pero ¿murió acaso Rosa? ¿Se murió de veras? ¿Podía
haberse muerdo viviendo en él, Ramiro? No; en sus noches, ahora solitarias,
mientras se dormía solo en aquella cama de la muerte y de la vida y del amor,
sentía a su lado el ritmo de su respiración, su calor tibio, aunque con una
congojosa sensación de vacío. Y tendía la mano, recorriendo con ella la otra
mitad de la cama, apretándola algunas veces. Y era lo peor que, cuando
recogiéndose se ponía a meditar en ella, no se le ocurrieran sino cosas de
libro, cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le escocía que aquel
robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su espíritu, no se le cuajara
más que en abstractas lucubraciones. El dolor se le espiritualizaba, vale
decir, que se le intelectualizaba, y sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa,
cuando entraba Gertrudis.”
(págs. 56-57)
(págs. 56-57)
Antes de morir, Rosa le había pedido a Ramiro y Gertrudis que se casen
para que se mantenga vivo el hogar familiar. Gertrudis, ya ausente su hermana,
pide a Ramiro un año de plazo para tomar una decisión; para cuando ya las almas
se hayan sosegado y sean dueños de sus actos. Tula está enamorada de Ramiro,
pero ella ha querido ser la tía Tula, virginal siempre, madre espiritual de los
hijos de Rosa y de Ramiro, y aún de ellos mismos, fundamento de su hogar clave
de una convivencia que ella ha creado y a la que se consagra. Pero el diablo de
la carne desvela a Ramiro, quien no tarda en caer en tentación. Y de pronto
observó Gertrudis que su cuñado era otro hombre, que celaba algún secreto, que
andaba caviloso y desconfiado, que salía mucho de casa; pero aquellas más
largas ausencias del hogar no le engañaron. El secreto estaba en él, en el
hogar. Y a la fuerza de paciente astucia logró sorprender miradas de
conocimientos íntimos entre Ramiro y la criada de servicios, Manuela, una
hospiciana de diecinueve años, enfermiza y pálida, de un brillo febril en los
ojos, de maneras sumisas y mansas, de muy pocas palabras, triste casi siempre.
A ella, a Gertrudis, ante sin saber por qué temblaba, llamábale “señora”. Ramiro quiso hacer que le
llamase “señorita”. Para Gertrudis, a
quien las medias tintas no convergen con su forma de ser, sencilla e
imperiosamente, hace que Ramiro se case con la muchacha, para que su nuevo hijo
tenga padre y madre, y ser ella madre espiritual para todos. Cuando Manuela va
a dar a luz a su segundo hijo, que será una niña, Ramiro cae enfermo y muere.
Gertrudis no renuncia a nada; en ella perdurarán los que se han ido, a los que
quiere hacer según viviendo en la casa. Corrieron unos años apacibles y serenos.
La orfandad daba a aquel hogar, en el que nada de bienestar se carecía, una
íntima luz espiritual de serena calma. Apenas si había que pensar en el día de
mañana. Y seguían en él viviendo, con más dulce imperio que cuando espirando
llenaban con sus cuerpos sus sitios, los tres que le dieron a Gertrudis con qué
fraguarlo. Ramiro y sus mujeres de carne y hueso. Manuela también había muerto
ya. Dios le había quitado la vida de un beso, posando sus infinitos labios
invisibles, los que se cierran formando el cielo azul sobre los labios,
azulados por la muerte de la pobre muchacha, y sorbiéndole el aliento así. De
continuo hablaba Gertrudis a los cinco huérfanos. “¡Mira que te está mirando tu madre!” o “¡Mira que te ve tu padre!”. Eran sus dos más frecuentes amonestaciones.
Y los retratos de los que se fueron presidian el hogar de los tres. Los niños,
sin embargo, íbanlos olvidando. Para ellos no existían sino en las palabras de
mamá Tula, que así la llamaban todos. Los recuerdos directos del mayorcito, de
Ramirín, se iban perdiendo y fundiendo en los recuerdos de lo que de ellos oía
contar a su tía. Sus padres eran ya para él una creación de ésta. Tula se
dedica a los huérfanos con ímpetu, sobre todo, a Manolita, la última la que no
hubiera nacido de no haber obligado a Ramiro a casarse con Manuela, la niña que
no ha tenido madre, la que criará a su imagen y que será en el futuro la
sucesora de Tula en la familia. También centra su atención en Ramirín, al que
quiere y pretende salvar de la ley general de los hombres y que cuando sea
mayor sepa elegir no a una Rosa, sino a una Gertrudis como ella, es por ello
que prepara su matrimonio con Caridad. Y cuando Tula hubo lleva a Caridad a su
casa, como esposa de su sobrino, es a ella a quien confía sus confidencias: la obligó,
ya desde un principio, a que la tutease y le llamase madre; y le recomendaba
que cuidara sobre todo de Manolita: la más mansa, tranquila y medrosa. Tula
envejece y enferma, pero aún saca fuerzas para dirigirlo todo en la casa, hasta
el día en que Dios decide llevarla a su lado.
“Luego llamó a todos, y Caridad entre ellos.
-Esto es, hijos míos, la última fiebre, el
principio del fuego del Purgatorio…
-Pero qué cosas dices, mamá…
-Sí; el fuego del Purgatorio, porque en el Infierno
no hay fuego…, el Infierno es de hielo y nada más que de hielo. Se me está
quemando la carne… Y lo que siento es irme sin ver, sin conocer, al que ha de
llegar…, o a la que ha de llegar…, o a
los que han de llegar…
-Vamos, mamá…
-Bueno, tú, Cari, cállate, y no nos vengas ahora
con vergüenza… Porque yo quería contarlo todo a los que me llaman… Vamos, no
lloréis así… Allí están… los tres…
-Pero no digas esas cosas…
-¡Ah!, ¿queréis que os diga cosas de reír? Las
tonterías ya nos las hemos dicho Manolita y yo, las dos tontas de la casa, y
ahora hay que hacer esto como se hace en los libros…
-Bueno, ¡no hables tanto! El médico ha dicho que no
se te deje hablar mucho.
-¿Ya estás ahí tú, Ramiro? ¡El hombre! ¿El médico,
dices? ¿Y qué sabe el médico? No le hagáis caso… Y, además, es mejor vivir una
hora hablando que dos días más en silencio. Ahora es cuando hay que hablar.
Además, así me distraigo, y no pienso en mis cosas…
-Pues ya sabes que el padre Álvarez te ha dicho que
pienses ahora en tus cosas…
-¡Ah!, ¿ya estás ahí tú, Elvira, la juiciosa?
Conque el padre Álvarez ¿eh?..., el del remedio…, ¿Y qué sabe el padre Álvarez?
¡Otro médico! ¡Otro hombre! Además, yo no tengo cosas mías en qué pensar…, yo
no tengo mis cosas… Mis cosas son las vuestras… y las de ellos…, las de los que
me llaman… Yo no estoy ni viva ni muerta…, no he estado nunca ni viva ni
muerta… ¿Qué? ¿Qué dices tú ahí, Enriquín? Que estoy delirando…
-No, no digo eso…
-Sí has dicho eso; te lo he oído bien…, se lo has
dicho al oído a Rosita… No ves que siento hasta el roce en el aire de las alas
quietas de Manolita. Pues si deliro…, ¿qué?
-Que debes descansar…
-Descansar…, descansar…, ¡tiempo me queda para
descansar!
-Pero no te destapes así…
-Si es que me abraso… Y ya sabes, Caridad, Tula,
Tula como yo…, y él, el otro, Ramiro… Sí, son dos, él y ella, que estarán ahora
abrazaditos al calorcito…
Callaron todos un momento. Y al oír la moribunda
sollozos entrecortados y contenidos, añadió:
-Bueno, ¡hay que tener ánimo! Pensad bien, bien,
muy bien, lo que hayáis de hacer, pensadlo muy bien… que nunca tengáis que
arrepentiros de haber hecho algo y menos de no haberlo hecho… Y si veis que el
que queréis se ha caído en una laguna de fango y aunque sea en un pozo negro,
en un albañal, echaos a salvarle, aun a riesgo de ahogaros, echaos a salvarle…,
que no se ahogue él allí… o ahogaos juntos… en el albañal; servidle de remedio,
sí, de remedio…; ¿que morís entre légamo y porquerías?, no importa… Y no
podréis ir a salvar al compañero volando sobre el ras del albañal porque no
tenemos alas, no, no tenemos alas…, o
son alas de gallina, de no volar…, y hasta las alas se mancharían con el
fango que salpica el que se ahoga en él… No, no tenemos alas, a lo más de
gallina…, no somos ángeles…, lo seremos en la otra vida…, ¡donde no hay fango ni
sangre! Fango hay en el Purgatorio, fango ardiente, que quema y limpia…, fango
que limpia, sí… En el Purgatorio les queman a los que no quisieron lavarse con
fango…, sí, con fango… Les queman con estiércol ardiente…, les lavan con
porquería… Es lo último que os digo, no tengáis miedo a la podredumbre… Rogad
por mí, y que la Virgen me perdone.
Le dio un desmayo. Al volver de él no coordinaba
los pensamientos. Entró luego en una agonía dulce. Y se apagó como se apaga una
tarde de otoño cuando las últimas razas del sol, filtradas por nubes
sangrientas, se derriten en las aguas serenas de un remanso del río en que se
reflejan los álamos –sanguíneo su follaje también –que velan a sus
orillas.”
(págs. 123-125)
X
Retrato de Unamuno acompañado de su familia. |
AL AMOR DE LA LUMBRE
Dulcissim vanus Homerus.
SAN AGUSTIN (Confesiones)
Al amor de la lumbre cuya llama
como una cresta de la mar ondea.
Se oye fuera la lluvia que gotea
sobre los chopos. Previsora el ama
supo ordenar que se me temple la cama
con sahumerio. En tanto la Odisea
montes y valles de mi pecho orea
de sus ficciones con la rica trama,
preparándome al sueño. Del castaño
que más de cien generaciones de hoja
criara y vio morir cabe el escaño
abrasándome el tronco con su roja
brasa me reconforta. Dulce engaño
la ballesta de mi inquietud afloja.”
Su amor a la familia,
con un consumado respeto y fidelidad a la mujer que pregonó en no pocas
ocasiones, nos pintan a un hombre hecho para la monogamia. Su catolicismo vasco
y la influencia del “krausismo”
(sistema filosófico ideado por el alemán Krause), ardientes defensores de los
derechos de la familia y de la dignidad de la mujer, parecen haber calado hondo
en don Miguel. También se percibe en él cierto desprecio hacia el “donjuanismo”
de los caballeritos de la época; ese “donjuanismo” del que se mofa Machado en
su “Retrato”…
“Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido – ya conocéis mi torpe
aliño indumentario –, y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en
el buen sentido de la palabra, bueno”.
En otro soneto que lleva
por título “Dulce silencioso
pensamiento”, encontramos un cuadro familiar y hogareño; el poema se inicia
con un epígrafe – tomado de un verso de Shakespeare –. Como afirma José Onrubia
de Mendoza, “Estos poemas familiares, en
los que a veces puede encontrarse una ligera nota paisajista, explican también
la afición que sentía Unamuno hacia los poetas hogareños regionales del último
cuarto del siglo XIX, como José María Gabriel y Galán y Vicente W. Querol, a
quienes siempre elogió”. La influencia del poema de Shakespeare sobre el de
Unamuno queda limitada al comienzo del primero, lo cual queda en evidencia al
leer el primer verso del texto original que dice textualmente:
“When to the sessions of
sweet silent thought”
Comparemos ambos poemas
(recurriré al texto del soneto de Shakespeare, en la traducción de Manuel
Mujica Lainez “Sonetos” (Editorial Lozada, S.A., Buenos Aires, 1964)
“Cuando en sesiones dulces y calladas
hago comparecer a los recuerdos,
suspiro por lo mucho que he deseado
y lloro el bello tiempo que he perdido,
la aridez de los ojos se me inunda
por los que envuelve la infinita noche
y renuevo el plañir de amores muertos
y gimo por imágenes borradas.
Así, afligido por remotas penas,
puedo de mis dolores ya sufridos
la cuenta rehacer, uno por uno,
y volver a paga lo ya pagado.
Pero si entonces pienso en ti, mis pérdidas
se compensan, y cede mi amargura”
Apreciemos ahora el de don
Miguel:
DULCE SILENCIOSO
PENSAMIENTO
Sweet silent thought.
SHAKESPARE (Sonnet XXX)
En el fondo,
las risas de mis hijos;
yo, sentado al amor de la
camilla;
Heródoto me ofrece rica
silla
del eterno saber, y entre
acertijos
de la Pitia venal,
cuentos prolijos,
realce de la eterna
maravilla,
de nuestro sino. Frente a
mí, en su silla,
ella cose, y teniendo un
rato fijos
mis ojos de sus ojos en la gloria,
digiero los secretos de la historia,
y en la paz santa que mi casa cierra,
al tranquilo compás de un quieto aliento,
ara en mí, como un manso buey la tierra,
el dulce silencioso pensamiento.”
Pedro de Mugica Ortíz de Zárate, amigo y confidente de Unamuno. |
Vuelvo a ti, mi niñez, como volvía
a tierra, a recobrar fuerzas, Anteo,
cuando en tus brazos yazgo en mí me veo;
es mi asilo mejor tu compañía.
De mi vida en la senda eres el guía
que me aparta de torpe devaneo;
purificas en mí todo deseo,
eres el manantial de mi alegría.
Siempre que voy en ti a buscarme, nido
de mi niñez, Bilbao, rincón querido
en que ensayé con ansia el primer vuelo,
súbeme de alma a flor mi edad primera
cantándome recuerdos, agorera,
preñados de esperanza y de consuelo.”
Muchas veces, Unamuno
sintió el afán de fijar un momento concreto de su vida con una precisión
curiosa. Anotemos algunos: “En el tren,
de Bilbao a Salamanca, frente a Orduña, 20-IX-10”, se lee como acotación de
algún poema suyo. “Será luna nueva el 1
de diciembre, dentro de seis días”, 18-XII-1929; en una acotación a un poema
publicado en su “Diario poético”,
leemos: “El 1-6-1930 visitó el lago de
San Martín de Castañeda en Sanabria, y en cuyo lecho yace sumergida, según la
leyenda, la villa de Valverde de Lucerna; encabezando otro poema del mismo
libro, con una dosis tanática, leemos: “Después
de la muerte de mi Concha (15-V-34), clara alusión al fallecimiento de su
entrañable esposa, Concepción Lizárraga. Algunas acotaciones tienen una
intimidad extrema: “Hoy, 24 Nov. 1929,
bautizan a mi primer nieto, Miguel Quiroga”… Otras veces, un epígrafe puede
estar reflejando un estado de ánimo, o la solidaridad de pensamiento con algún
otro escritor, como es el caso que se da con Francisco de Quevedo, de quien
habla en un poema publicado en Cancionero
y que precede con un epígrafe citando una sentencia del autor de “Vida del Buscón”: “La misma tristeza inventa por sí misma muchos motivos de sentimiento”,
sentencia 44. En un soneto, “De Vuelta a
Casa”, entramos una acotación interesante: “Al salir de Bilbao, lloviendo, el 20-IX-10”. Indagando en su
agitada vida descubrimos que en esa fecha Unamuno deja Bilbao para marchar a
Salamanca. Van a comenzar los exámenes finales y se avecina un nuevo curso.
Hace años que el bilbaíno es rector de Salamanca. Su nombramiento en 1901 cayó,
al decir de H. Benitez, “Con tanto
escándalo del claustro como júbilo del alumnado”. ¿Qué produjo tanto
malestar entre sus compañeros de universidad? Sus Ensayos, sus artículos en la prensa, sus conversaciones de toda
hora y su ausencia absoluta de la iglesia, en una sociedad tan religiosa como
Salamanca tenía que ser como una espina incómoda en la garganta de muchos. La
reacción de gran parte de la juventud estudiantil, un tanto rebelde y
desconforme por lo general, vio con gran complacencia su llegada a la rectoría:
Un hombre que hacía ostentación de su insubordinación, de su marginación de la
despreciable “masa” y de su
autodeterminación de pensar. Esa Salamanca que tantas alegrías y satisfacciones
le había dado, también sería la de sus desgracias. En 1914 don Miguel escribía
en periódicos extranjeros no pocos artículos donde el rey Alfonso XIII quedaba
mal parado. Esta joyita de monarca se vio inmiscuido en varios escándalos
políticos. Acorralado y falto de apoyo político, favoreció el golpe de Estado
del general Primo de Rivera, el cual asumió el gobierno en setiembre de 1923.
Los ucases de Unamuno contra este gamberro estaban bien justificados. Pero un
tirano es tirano siempre y no le caben razones ni críticas, por lo que Alfonso
XIII condenó a seis años de cárcel y multa de mil pesetas, nada de lo cual
cumple, por haber sido condonada la pena. El ministro e Instrucción Pública,
Bergamín, lo priva del cargo de rector de la universidad salmanticense. Este
hecho truncó el viaje que tenía proyectado Unamuno a América. Veamos el poema “De Vuelta a Casa”
DE VUELTA A CASA
Al salir de Bilbao, lloviendo, el 20-IX-10.
Desde mi cielo a despedirme llegas
fino orvallo que lentamente bañas
los robledos que visten las montañas
de mi tierra y los maíces de sus vegas.
Compadeciendo mi secura riegas
montes y valles, los de mis entrañas,
y con tu bruma el horizonte empañas
de mi sino y así en la fe me anegas.
Madre Vizcaya, voy desde tus brazos
verdes, jugosos, a Castilla enjuta,
donde fieles me aguardan los abrazos
de costumbre, que el hombre no disfruta
de libertad si no es preso en los lazos
del amor, compañero de la ruta.
En los primeros cuatro
versos nos topamos con una bella y profunda nota paisajística: la tierra de
Vizcaya se encuentra bañada por una lluvia menuda (orvallo) que forma una
especie de bruma sobre las poblaciones de robles y sobre las vegas. Como poeta
es que es, Unamuno siente su espíritu invadido también por esa ligera bruma,
impidiéndole percibir con claridad las cosas que lo rodean e incluso el destino
que le aguarda. Más adelante, en el primer terceto, canta al tránsito de
Vizcaya a Castilla, dos tierras queridas por el poeta. También la alusión a la
satisfacción y el amor que lo aguardan en su hogar, algo tan primordial para un
hombre como él para sentirse gozosamente libre. Es destacable la forma como
Unamuno encabalga los versos 1, 2 y 3 y con la finalidad de darle continuidad a
la descripción.
Decíamos que penetrar en
la intimidad de Unamuno es conocer al hombre en su profundidad. La relación con
su madre, doña Salomé Jugo, fue una afinidad profunda y serena. Su amor hacia
su madre fue más allá del discurso, fue una relación de ternura; su madre es su
isla de reposo cuando sobre su espíritu se empoza la duda. Su madre es el
sedante para sus extravíos espirituales. Doña Salomé, con su sola presencia, es
el catalizador que regresa al poeta a su infancia y su cristianismo católico.
¿Quién sino su madre fue quien lo empapó de religión cuando niño? En una carta
a Mugica le confiesa la deuda religiosa para con su madre:
“Aunque no creamos en el Hombre-Dios, aunque consideremos la vida del
Cristo como una hermosa leyenda, llevamos todos, creyentes y no creyentes, la
obra secular del cristianismo en la conciencia, la hemos heredado y la vivimos.
Yo, hoy por hoy, no creo en dogma alguno religioso, pero siempre recordaré con
cariño lo que me dio de chiquillo alimento al espíritu, las doctrinas que han
formado mis costumbres… Debo a la religión de mi madre lo mejor que tengo y no
sé burlarme ni despreciar lo que me ha hecho hombre…”
(6 de mayo de 1890)
Por eso doña Salomé
estará ante él siempre viva; cuando el hijo vuelva los ojos hacia atrás,
buscando serenidad, paz, auxilio para su alma en constante turbulencia, ella
permanecerá como un monolito presta a auxiliar al hijo en desvarío. En 1928,
desde Hendaya, Unamuno escribe:
“Fui educado por mi madre viuda en la más íntima y profunda piedad
cristiana y católica; yo… he refrenado mis labios toda mi vida y a diario, para
mantener en mi vida mi santa niñez, con el Ave María”.
Cuando muere doña Salomé
el discurso del hijo se mantiene sereno, guardándose las corrientes tormentosas
de dolor para los momentos de soledad y privacidad.
El otro ser, femenino,
que marcará la vida de don Miguel de Unamuno es doña Concepción Lizárraga a
quien el escritor vasco conociera a los catorce años: sin peligro de caer en
una visión huachafa y romántica, podemos decir a boca llena, la honda
significación que para un hombre debe tener este hecho. Porque doña Concepción
es parte de Unamuno; parte de su espíritu y de su carne. Mientras vivió su
mujer, ésta fue para Unamuno un campo de fecundo pensamiento, un lago
inagotable donde flota una gran parte de su existencia. En las cartas a Pedro
de Mugica encontramos abundantes y bellas frases acerca de su novia-esposa:
“Sólo deseo ganar con qué traer a mi casa a mi pobre novia. Usted sabe
qué duro es ganar dando lecciones privadas, sujeto a un programa y un método
extraños y casi siempre disparatados, dependiendo de cualquier maestro oficial,
sin iniciativa, sin gusto. Tengo pendientes oposiciones a griego (al que me
dedico mucho) y a metafísica, mientras lleguen veré de vivir para mí y para
ella. Le repito a usted que es un carácter bendito, en nada parecida a otras
muchas. La pobre quedó huérfana de muy joven y ha visto la vida; aún no hace
mucho perdió todas las noches durante dos meses por cuidar a su abuelo, que le
idolatraba y que murió sin querer recibir más cuidados que los de su nieta. Y
ahora está en Tudela acompañando a un tío que quedó viudo con 5 niños pequeños.
Se alegrará de saber que he hallado en usted un nuevo solaz y nuevo consuelo”.
(en Bilbao, a 6 de mayo de 1890)
Unamuno y Concepción Lizárraga |
“Querido amigo: Le doy mil gracias por el Slevers, pero debo suplicarle
me indique el precio, a pesar de lo que en su carta me dice. Bien sé yo lo que
es franqueza y cómo y cuándo debe usarse de ella; le agradezco infinito su
buena voluntad, pero usted, poniéndose en mi caso comprenderá que me obliga con
su fineza a no volver a molestarle con pedidos semejantes, pues no gusta a
nadie ser gravoso. Si usted quiere que le vuelta a dar la no pequeña molestar de
enviarme alguna obra, que aquí es tan difícil adquirirlas y hacerlas venir de
ahí, déjese de eso y dígame el precio del libro. (…) A mi novia que es lo que
más quiero y la que pongo sobre los cielos y la tierra; a mi novia, que me
representa en el pasado muchos años de recuerdos y en el porvenir muchos más de
esperanzas; a mi novia, que desde que tengo uso de razón llena mi vida, la
quiero así, no sé cómo decirlo, analíticamente, y perdone usted lo bárbaro de
la expresión. Con ella gasto especie de observaciones y experimentos
psicológicos, estudio sus hechos, sus palabras, sus cartas, sus gestos, los
anoto, los comparo y gozo en ella”.
(en Bilbao, 4 de junio de 1890)
(en Bilbao, 4 de junio de 1890)
La amada comienza a absorber sus pensamientos; fuera de sus estudios nada hay más importante para Unamuno que Concepción Lizárraga. Mugica es el amigo íntimo que, a través de una comunicación epistolar ininterrumpida, se hace confesor de la felicidad amorosa que vive su amigo.
“Mi muy querido amigo: Voy a contestar a sus dos últimas cartas. Ahora
resulto más ocupado, porque mi novia vino hace tres días de Tudela a Guernica y
haré frecuentes viajes a ésta. Ayer mañana, día de Santiago (fiesta en España),
fui a Guernica; he llegado esta mañana para dar hoy, sábado, mis lecciones y
mañana, domingo, saldré de aquí a las 7 de la mañana para llegar allí a las 8 y
media y volver el lunes por la mañana. Voy allá todos los días de fiesta, es mi
mayor sedativo, el calmante de mis berrinches. Tiene un carácter hermosísimo,
más hermoso que sus ojos, que es la más alta ponderación. La pobre se ha
educado en la escuela de la desgracia, huérfana a los 12 años, más tarde con
sus abuelos, enfermera de su abuelo, recibiendo disgustos de sus hermanos y
siendo en su casa la verdadera administradora. Y todo alegremente, siempre la
he conocido de buen humor, un buen humor espontaneo y sin artificio. Ahora fue
con un tío que quedó viudo con cinco hijos pequeños, y el pobre, afectadísimo,
me decía que gracias a ella lo ha podido pasar, que ha llevado la alegría a su casa.
Es imposible, absolutamente imposible hallar una muchacha que con la
instrucción disparatada y deficientísima de nuestras españolas de la clase
media, viviendo en un pueblecito y haciendo vida de casa, tenga más
perspicacia, mejor juicio, más penetración y más gusto. Lee lo que yo le elevo,
lo comprende, razona su gusto, y sobre todo tiene el corazón más sencillo y más
entero que se puede hallar. Es una niña (no por su edad) alegre, parece un
canario o un jilguero, y sin un átomo de desenvoltura. Juega con sus primitos
que le quieren con delirio, les entretiene y lleva el peso de la casa”.
(en Bilbao, a 26 de julio de 1890)
Gracias a estas cartas
conocemos no sólo los sentimientos de Unamuno a doña Concepción sino también
sus arrebatos, sus manías, sus temores y tantos otros “fantasmas” tan propios del hombre de talento y de acción. ¿Pero
que vería doña Concepción Lizárraga en ese hombre de rostro de lechuga? A
Salvador de Madariaga se debe uno de los mejores retratos escritos que se
conservan del escritor vasco: “Grande,
ancho de espaldas, huesudo, de pómulos salientes, nariz aguileña, barba gris,
tez del color de los hematites que Bilbao arranca de su seno para venderlas a
precio de oro en los mercados del mundo, bajo su gran frente agresiva se destacan
sus ojos en unas órbitas profundas, ojos que miran intensamente al mundo a
través de unos anteojos que parecen enfocar el objeto como microscopio; tiene
la expresión de un combativo, pero es, por nobles combates, por otros premios
que los del siglo, hacia los cuales manifiesta su desprecio mediante la
elección de trajes oscuros, encegueciendo, incluso, ese triángulo de blancura
que los hombres arreglan sobre sus pechos para los instantes frívolos e
insignias de la vanidad y describiendo escasamente un trazo de cuello blanco
para concluir de dar al conjunto una apariencia sacerdotal”.
(Salvador de Madariaga, citado por Lenka Franulic en “Cien autores
contemporáneos”)
En una carta a Mugica
don Miguel, el que era tan trabajador e impetuoso en sus estudios, no estaba
libre de sus “ataques de pigricia”:
“Mi buen amigo: Vergüenza debiera darme tomar la pluma para contestar a
usted después de tres cartas recibidas. Si usted conociera el estado de mi
espíritu estos días lo comprendería y acaso lo disculparía; me ha atacado una
pertinaz hipocondría con una tendencia a la pereza casi invencible; no hago
nada, no estudio nada, nada trabajo y me consumo en las ansias de un paso que
no me resuelvo a dar. Es cosa la más terrible este carácter tímido e irresoluto
que me gusta en imaginar sin objeto, en deliberar, en proyectar y en no hacer
nada. Mi casa parece una tumba, hace ya bastante tiempo que apenas hablo una
palabra y hay empeñada una lucha sorda y triste de la que yo tengo toda la
culpa. Es la lucha entre mi madre y yo a quien reventara a hablar antes; ella
sabe lo que yo quiero, pero, yo no encuentro jamás decisión para abrir la boca.
Mi pobre novia que es la que sufre todas mis cosas y la que aguanta las peores
consecuencias de mi abulia (aboulía o como usted quiera), está en Bermeo, he
estado allí a verla. No encuentro energía en mí más que para proseguir mis
estudios sobre la guerra civil y el carácter de este mi pueblo; alterno esto
con mi obligado estudio del griego. De filología ni una palabra, ni pizca, hace
tiempo que lo tengo olvidado. La guerra civil es mi salvación, ella mi saca de
la apatía, me sacude un poco y es con mis visitas a la pobre Concha lo único
que me alivia”.
(en Bilbao, a 1 de setiembre de 1890)
A medida que el tiempo
transcurre, Concepción se irá convirtiendo en lo imprescindible, en la fuerza
creadora, en el ser que lo protegerá de las crisis espirituales que lo
aquejarán en el futuro.
“Ni por ahora, ni por nunca, ni puedo, ni quiero, ni debo dejarlo. Ella
es lo primero, ante todo y sobre todo, y si me exigiera el sacrificio de mis
estudios favoritos lo haría, si para alcanzarla pronto tuviera que quemar mis
apuntes de todas clases, mis notas, mi tesoro, la labor de tantos años de
reclusión y meditación terca, los quemaría. Ella representa para mí 12 años de
vida, doce que hace la conozco, los
sueños y los anhelos de 12 años, día tras día; en fin, es toda mi vida y lo
mejor de ella”.
(en Bilbao en 1890)
(en Bilbao en 1890)
En 1897, año en que había aparecido su primera novela, “Paz en la guerra”, recuerdos de la guerra carlista, de la que, en su infancia, fue testigo, Unamuno entra en una severa crisis espiritual. Trata de recuperar la fe perdida y vuelve a las prácticas de la infancia. El doctor Areilza decía que la crisis religiosa puso a Unamuno “a las puertas de la Santa Eucaristía con carácter casi patológico”. En marzo, de 1897, después de una noche de llanto, buscó refugio en el convento dominicano de San Esteban, y en él permaneció en retiro durante tres días. Esta crisis inspiró su ensayo Nicodemo, el fariseo, la primera de unas Meditaciones que no llegó a terminar. En una nueva carta a su amigo Federico Urales le dice que lo que realmente ha vuelto es… al cristianismo llamado protestantismo liberal, y cita como sus inspiradores a algunos alemanes y franceses, acentuando el nombre del teólogo evangélico, filósofo y predicador alemán, Friedrich Schleirmacher. Enfrentado a su propia muerte, Unamuno clama por un Padre que lo salve, o por una Madre que se apiade de él. Es en su libro “Como se hace una novela” donde Unamuno escribe al respecto:
“Mi verdadera madre, sí. En un momento de suprema, de abismática
congoja, cuando me vio en las garras del Ángel de la Nada, llorar con un llanto
sobrehumano, me gritó desde el fondo de sus entrañas maternales, sobrehumanas,
divinas, arrojándose en mis brazos: “¡hijo mío!”. Entonces descubrí todo lo que
Dios hizo para mí en esta mujer, la madre de mis hijos, mi virgen madre, que no
tiene otra novela que mi novela, ella mi espejo de santa inconsciencia divina,
de eternidad”.
(Miguel
de Unamuno: “Cómo se hace una novela”; “Obras completas”, Ed. Afrodisio Aguado, Madrid, 1961, tomo X, págs.
884-885)
Unamuno aprende a conocerse más a medida en que conoce al prójimo. El conocimiento del prójimo se funda en el de mí mismo, pero en el de mi vida real, en sus actos que apuntan a realidades distintas de mí. Eso es la gravitante. En “Cómo se hace una novela” apunta Unamuno:
“Yo quiero contarte, lector, cómo se hace una novela, cómo haces y has
de hacer tú mismo tu propia novela. El hombre de dentro, el intrahombre, cuando
se hace lector, contemplador si es viviente ha de hacerse lector, contemplador
del personaje a quien va a la vez que leyendo, haciendo; creando; contemplador
de su propia obra. El hombre de dentro, el intra – hombre – y éste es más
divino que el tras-hombre o sobre – hombre nietzscheniano –, cuando se hace
lector hácese por lo mismo autor, o sea actor. Cuando lee una novela se hace
novelista; cuando lee historia, historiador – y todo lector que sea hombre de
dentro, humano, es, lector, autor de lo que lee y está leyendo. Esto que lees
aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si
no es así es que ni lo lees”.
(op. cit., pág. 801)
Unamuno con su esposa y sus ocho hijos. |
“Querido amigo: El día 3, a las 5 y media de la mañana, me dio mi mujer
mi primer hijo. El parto fue felicísimo, así es que tanto ella como el niño
siguen perfectamente bien… Ayer le bautizaron y le pusimos por nombre Fernando,
que era el del padre de mi mujer, su abuelo materno. Me parece que le criará su
madre. Ya me tiene V. padre. Espero que el niño me proporcione motivos de
nuevas y más sutiles observaciones y de reflexiones más profundas.”
(Carta a Pedro de Mugica, Bilbao, 5 de agosto de
1892)
El nacimiento de su hijo
parece disipar las sombras de las crisis que lo rondan siempre. El niño crece y
don Miguel narra a su amigo la emoción y la ternura que lo embarga. El niño
recibe el nombre de Fernando, ya lo dice don Miguel en su carta:
“Querido amigo: He perdido ya la cuenta del tiempo que hace escribí a
usted y hasta hoy no me ha dado fe de vida. Conste que no soy yo el perezoso
(…) con estos trabajos, el Poema [del Cid] y mi clase de griego se me va el
tiempo sin sentir, añadiendo el obligado e imprescindible paseo de 3 a 5 o 5 y
media que por nada ni nadie dejo. (…) Mi niño está hermosísimo, más colorado
que un tomate, de un humor excelente, parrandero incansable y mal hallado no
siendo bajo el techo del campo libre. Aun no come nada; hace días cumplió los 6
meses. Mientras mi mujer se encuentre tan sana y bien como hoy y tenga, como
tiene, leche abundante y a juzgar por el resultado buena, no tengo empeño en
que coma”.
(Carta a Mugica en Salamanca, 9 de febrero de 1893)
El entusiasmo por el
hijo nacido lo lleva a confesiones íntimas propias entre familiares muy
cercanos; la alta consideración a Pedro de Mugica lo lleva a convertirlo en su
frecuente confesor, así le dirá en una carta:…
“Mi niño [Fernando] coloradote, alegre como unas castañuelas, todo el día
al aire. Me alegro siga la suya tan bien. A su señora mis respetos, a la niña
un beso. Sabe cuánto le quiere su amigo”
(Carta a Mugica, Salamanca, 6 de marzo de 1893)
(Carta a Mugica, Salamanca, 6 de marzo de 1893)
La espiritualidad de don Miguel lo llevó siempre a asumir la paternidad como algo divino, como un encargo que Dios otorga a quienes sienten que están llamados a su servicio. En su “Diario Íntimo” recogemos esta oportuna reflexión:
“Así como puso Dios deleite en la procreación y la nutrición para que
hagamos de grado lo que por deber no haríamos, puso deleite de vanagloria en
los trabajos de arte y ciencia para que los llevemos a cabo. Mas así como aquel
deleite carnal, aquella concupiscencia, es causa de la muerte de muchos, así es
causa de muerte este deleite espiritual, cuando se nutre de soberbia del
espíritu. ¡Feliz quien cría hijos puesta su mira en la gloria y servicio de
Dios, y feliz quien esparce sus pensamientos para gloria del Señor y bien del
prójimo!”
(Cuaderno 1, apartado 13)
Unamuno conjuga su trabajo intelectual con el cuidado de su hijo. La experiencia paterna es algo indescriptible para aquel hombre rodeado siempre de libros, muchas veces en diferentes lenguas. Cuando su júbilo estalla es Pedro de Mugica el destinatario de sus emociones pueriles:…
“Si usted viera ¡qué hermoso tengo al niño! [Fernando] ¡Cómo abre los
ojos para ver los árboles de Dios, que ya han brotado, qué gritos da cuando se
ve al aire libre, bajo el techo de la tierra libre! Esos gritos son una
oración, una verdadera oración, ¡un himno poético!”
(Carta a Mugica, Abril de 1893)
Lo más mínimo en el acontecer del pequeño Fernando es anotado cuidadosamente en sus misivas a Mugica. El 11 de agosto de 1893 escribe, que el pequeño “anda fastidiado”, “con sus dientes y estos tremendos calorazos que tenemos estos días”. Un hombre reflexivo como Unamuno no podía escapar a la inquietud que despierta el pensar en el futuro del hijo amado. Es algo natural en todo padre, pero en don Miguel la preocupación va hasta los más mínimos detalles: la educación que se impartirá al pequeño Fernando, su educación social, etc.:
“… Y pensar que a esta alma humana – expresa –, porque es una verdadera
alma humana, podría estropearla entre maestro y maestrillos. Créame V., no ha
de ir a colegio ni escuela, no. yo le enseñaré todo, volveré a aprenderlo. Lo
malo es que así se priva de la educación social, de la que adquieren en el roce
y trato con sus compañeros. Sobre todo hay que cuidarse mucho estos primeros
años, los creo de una acción inmensa sobre la vida. Así como creo poco en la
herencia psicológica de cualidades meramente individuales, pues conforme éstas
son menos específicas son más inestables, creo mucho en la acción de las
primeras impresiones, de ese torrente que entra por los sentidos cuando el
cerebro y la razón se están haciendo, que moldea el lecho del alma, que forma
el empavesado de su último fondo, lecho, sobre el cual rodará más tarde el
flujo, de las impresiones fugitivas. Lo que vemos de niños, de uno, de dos, de
tres y de cuatro años, y lo olvidamos, vive, vive y alienta, y aunque no se
muestra con color y contornos en nuestra conciencia, obra más eficazmente que
las ideas claras. Hay que tener mucho cuidado en los tres o cuatro años
primeros. Cuántos no tienen desgracia más grande que llevar en lo hondo del
alma al coco, a ese repugnante coco.”
(Carta a Mugica el 2 de abril de 1893)
Después de Fernando vino
Pablo. Ambos muchachos crecen y se desarrollan dentro de una total normalidad.
La familia aumenta y don Miguel debe ingeniárselas para sacar adelante a la familia
económicamente.
“Querido amigo: Vamos con usted. Ahora sí que puedo decirle sin que sea
metáfora ni excusa que estoy agobiado de trabajo. A mi cátedra, mis lecturas y
trabajos en telar se une la tarea de traducción, de la que me dan constante
labor y a la que saco de 10 a 12 pesetas diarias. Ahora estoy traduciendo del
alemán los “Estudios Acerca de las Literaturas Española y Portuguesa” de
Fernando Wolf. Me darán por ello unos 3,000 reales. Amigo, hay que ingeniarse
porque la familia aumenta. En efecto, el día 13 de enero dio a luz mi mujer un
niño, mi segundo hijo, al que llamamos Pablo. Fue un parto felicísimo, cuando
llegó el médico el niño estaba fuera. Madre e hijo, sin complicación alguna y
con toda normalidad, se encuentran en excelente estado”.
(Carta a Mugica, en Salamanca, 1 de febrero de
1894)
La tristeza se posará en
los Unamuno-Lizárraga durante seis años. El 7 de enero de 1896 nace un tercer
hijo a quien llamarán Raimundo Jenaro. En los primeros meses empiezan a
aparecer los síntomas de una hidrocefalia. Unamuno, un hombre de íntegra fe,
confía por un tiempo en una recuperación milagrosa; el pasar de los meses y los
años lo llevará por el camino de la resignación.
“Querido amigo: Pocas temporadas para mí tan de tarea y de contratiempos
a la vez como la que estoy pasando. He estado unos días con alteraciones en la
vista a consecuencia de la congestión crónica de la retina en que consiste mi
miopía; gracias a Dios estoy ya bien. Y a esto algo que añadir el que a mi
tercer hijo, el que nació a primeros de enero, se le ha declarado una
hidrocefalia. Hasta hoy es pequeño el aumento de la cabeza y parece que la
enfermedad se ha detenido; no se le cierra, sin embargo, la fontanela ni se le
encajan y sueldan las suturas de los frontales y parietales, y está muy
atontado y sin muestras de atención. Usted sabe cuan escasas son las
probabilidades de cura y como no es el peor resultado la muerte sino que ésta
se dilata años que son años de imbecilidad e idiotismo para el pobre niño.
Oímos, sin embargo, casos de curación y mamá me escribía que estuvo así de niño
Gorostiza el médico, el cual ha sanado y no ha sufrido lo más mínimo en sus
facultades mentales, antes bien es inteligente como usted sabe. Con esta
desgracia hemos estado mi mujer y yo sin ganas para cosa alguna”.
(Carta a Mugica, de febrero de 1896)
(Carta a Mugica, de febrero de 1896)
El estado de desolación
e incertidumbre se ha apoderado de Unamuno, hay otros hijos que atender, y el
enfermo no puede captar la atención permanente de sus padres. Nadie como don
Miguel conoce los escollos y los sinsabores que la vida nos depara a veces.
Hombre de lucha, en su vida interior como exterior, Unamuno seguirá en la brega
a pesar de las vicisitudes y contra toda adversidad por más dura que sea esta.
“Querido amigo Mugica: Encalmada un poco la avalancha de los exámenes,
la gran lata, voy a escribir a usted. Estos días no me dejan en paz porque con
eso del colegio de Deusto se descuelga por aquí medio Bilbao. Han dado en
acompañar a los chicos sus padres, hermanos mayores o parientes y esto parece
por estos días colonia bilbaína y yo cónsul. Desgraciadamente no creo suceda
con mi niño lo que usted dice pues no es solo atontamiento sino hidrocefalia
muy bien definida y diagnosticada. Hemos perdido toda esperanza que no sea la
de una muerte redentora”.
(Carta a Mugica en Salamanca, 3 de mayo de
1896)
Don Miguel con su primer nieto, hijo del poeta José María Quiroga y Salomé Unamuno. |
“Por fin la muerte tuvo piedad de nosotros, y nos llevó hace cosa de 15
días, al pobre niño hidrocéfalo e imbécil. Ahora nos quedan seis sanos,
robustos y alegres. Estoy enseñando alemán a unos amigos y compañeros”.
(Carta a Mugica en Salamanca, el 9 de diciembre de
1902)
XI
Se ha discutido mucho
sobre la calidad poética de Unamuno; una cosa es cierta, tanto llegó a apasionarse por el género poético que
terminó prefiriendo sus poesías a toda su demás obra. No lo atraían los versos
de sonsonete, en uno de sus Ensayos decía: “El
consonante me repugna, me parece un artificio de música tamborilesca, de
hotentotes o de bachuanas”. Haciendo una directa alusión a Leopoldo Lugones
escribió: “No se debe tolerar que un
virtuoso de la métrica, en vez de darnos poesía, nos dé juegos malabares de
rima, como un pianista prestidigitador en vez de darnos música venga a lucir la
agilidad y destreza, de sus manos”.
Ya el 19 de abril de
1928, Unamuno escribe un poema donde la mofa contra la rima es evidente.
“¿QUE DE QUÉ SIRVE la rima?
Unas veces de tarima
para alzarse; ya de lima;
cabos sueltos enracima;
ya nos eleva a la cima;
ya nos sumerge en la sima,
si hay poema que redima,
muchos más hay en que gima;
encadenada si mima
la vacuidad, mas si anima
a hurgar en la legua opima
al vagabundear oprima,
que al fin nos encauza y prima
mejor libertad. Estima
lo que ley de forma ultima.
Quien a buen árbol se arrima…”
(en “Cancionero”, Diario poético,
(1928-1936); 1953)
Pero, don Miguel no escapó a la tentación y se cuentan por cientos sus versos rimados, con rima consonante y difícil, buscada de propósito para que el verso no cante. Veamos algunas pesquisas:
I.
Con rima consonante
“Oh Señor, Tú que sufres del mundo
sujeto a tu obra,
es tu mal nuestro mal más profundo
y nuestra zozobra.
Necesitas uncirte al infinito
si quieres hablarme,
y si quieres te llegue mi grito
te es fuerza escucharme.”
(Salmo III, en… “Poesías” (1907))
“Macizas ruedas en pesado carro,
al eje fijas, rechinante rima,
con que trabajo llegas a la cima
si al piso se te pone algún guijarro”
(“Soneto a la rima”, en… “Poesías” (1907))
“Vuelvo a ti, mi niñez, como volvía
a tierra a recobrar fuerzas Anteo,
cuando en tus brazos yazgo, en mí me veo,
es mi asilo mejor tu compañía”
(“Soneto
a la niñez”, en… “Poesías” (1907))
“Tranquilos ecos del hogar lejano,
grises recuerdos del fugaz sosiego,
suaves rescoldos de apacible fuego,
cansada ante ellos, tiémblame la mano”
(“Soneto
XVII”, en… “De Fuerteventura a París” (1925))
II.
Con rima asonante
Mira, amigo, cuando libres
al mundo tu pensamiento,
cuida que sea ante todo
denso, denso. (…)
Dinos en pocas palabras
y sin dejar el sendero,
lo más que decir se pueda,
denso, denso
(“Denso,
denso”, en… “Poesías” (1907))
“Corral de muertos, entre pobres tapias
hechas también de barro,
pobre corral donde la hoz no siega,
sólo una cruz en el desierto campo
señala tu destino.
Junto a esas tapias buscan el amparo
del hostigo del cierzo las ovejas
al pasar tras humantes en rebaño,
y en ellas rompen de la vana historia,
como las olas los rumores vanos.
Como un islote en junio
te ciñe el mar dorado
de la espigas que a la brisa ondean,
y canta sobre ti la alondra el canto
de la cosecha.
Cuando baja en la lluvia el cielo al campo
baja también sobre la santa hierba
donde la hoz no corta,
de tu rincón ¡pobre corral de muertos!
y sienten en sus huesos el reclamo
del riesgo de la vida.”
(“En
un cementerio de lugar Castellano” (fragmento), en… “Andanzas
y visiones españolas” (1922)).
III.
Versolibrismo
¿Arte? ¿Para qué arte?
Canta, alma mía,
canta a tu modo…,
pero no cantes, grita,
grita tus ansias
sin hacer caso alguno de sus músicas,
y déjales que pasen,
¡son los artistas!
Redondas conclusiones
quieren los pobres;
tú busca, busca sin descanso, busca
donde no encuentres.
(“Caña
Salvaje” (fragmento), en… “Rimas de dentro” (1923))
“Tu cuerpo de hombre con blancura de hostia
para los hombres es Evangelio.
dieron sus cuerpos los helenos dioses
de la rosada niebla del Olimpo
para la vista en pasto de hermosura,
regocijo de vida que se escurre;
mas sólo tú, la carne que padece,
la carne de dolor que se desangra,
a las entrañas nos la diste en pábulo,
pan de inmortalidad a los mortales.
¡Tú eres el Hombre-Dios, hijo del Hombre!
(“Ecce
Homo” (fragmento), en… “El Cristo de Velásquez” (1920)).
IV.
Con rima forzada
AGRANDA la puerta, padre, – porque no puedo pasar;
la hiciste para los niños, – yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta, – achícame, por piedad;
vuélveme a la edad bendita – en que vivir es soñar.
Gracias, padre, que ya siento – que se va mi pubertad;
vuelvo a los días rosados – en que era hijo no más.
Hijo de mis hijos ahora – y si masculinidad
siento nacer en mi seno – maternal virginidad.
14-III-1928
(en… “Cancionero”)
SUPER FLUMINA BABYLONIS
ES EL DESTIERRO mi tierra, – donde llueve manso orvallo
sin duro sol de justicia – en la mocedad del año.
Es el destierro mi patria, – junto a la mar que cantando
va la verdad escondida – sin palabras, sin engaños.
De un sauce de la frontera – he recogido estos cantos,
dormían en su follaje, – brisa de la mar brizábalos.
Junto a este río que corta – como una daga a los largo
el corazón de Vasconia, – mi tierra de mayorazgo.
Es el destierro mi tierra, – donde llueve manso orvallo
sin duro sol de justicia –en la mocedad del año.
31-III-1928
31-III-1928
(en… “Cancionero”)
Estatua de Unamuno, en Salamanca: la casa del regidor Ovalle Prieto. |
“Sólo quedaste con tu Padre – solo
de cara a ti-, mezclasteis las miradas
– del cielo y de tus ojos los
azules –,
y al sollozar la inmensidad su pecho,
tembló el mar sin orillas y sin fondo
del Espíritu y Dios, sintiéndose hombre,
gustó la muerte, soledad divina.
Quiso sentir lo que es morir tu Padre,
y sin la Creación vióse un momento
cuando doblando tu cabeza diste
al resuello de Dios tu aliento humano.
¡A tu postura gemido respondía
sólo a lo lejos el piadoso mar!”
(“El Cristo
de Velázquez”, segunda parte, II)
La espera de la muerte,
la realidad de una cita inevitable, la incertidumbre de no saber cuándo ha de llegar
lo que tiene que llegar, se revela, se hace sentir en el poema “Vendrá de
noche”. La muerte está implícita en el poema, el autor no la nombra, cada verso
construye el ámbito de su llegada, la inminencia de su arribo, el inevitable
encuentro entre la vida que se va y la muerte que llega. El verso anafórico “Vendrá de noche” es una letanía
insistente que nos indica esa llegada que nadie quiere, “encuentro del que nadie quiere hablar”. Unamuno descree de la “nada”. Muerte es ya no existir,
privación de la razón, del pensamiento, del sentimiento. Unamuno se aferra a la
permanencia, a la inmortalidad ¿A la resurrección, temática ontológica a la que
tantas horas y páginas ha dedicado? Parece ser que sí. Unos versos finales
abren una abertura a esta suposición. La alusión a la “calma” y las dos suspensiones de los dos versos finales parecen
confirmarlo:
“Vendrá de noche sin hacer ruido,
se apagará a lo lejos el ladrido,
vendrá la calma…
vendrá la noche…”
Veamos el poema para
tener una visión panorámica de su contenido:
“¿Vendrá de
noche, cuando todo duerma;
vendrá de
noche, cuando el alma enferma
se emboce en vida;
vendrá de
noche, con su paso quedo;
vendrá de
noche, y posará su dedo
sobre la herida.
Vendrá de
noche, y su fugaz vislumbre
volverá
lumbre la fatal quejumbre;
vendrá de noche,
con su
rosario; soltará las perlas
del negro
sol que da ceguera verlas,
¡todo un derroche!
Vendrá de
noche, noche nuestra madre,
cuando a lo
lejos el recuerdo ladre
perdido agüero;
vendrá de
noche, apagará su paso
mortal
ladrido, y dejará al ocaso
largo agujero…
¿Vendrá una
noche recogida y vasta?
¿Vendrá una
noche maternal y casta
de luna llena?
Vendrá
viniendo con venir eterno;
vendrá una
noche del postrer invierno…,
noche serena…
Vendrá como
se fue, como se ha ido
– suena a lo lejos el fatal ladrido –,
vendrá a la cita,
será de
noche mas que sea aurora;
vendrá a su
hora, cuando el aire llora,
llora y medita…
Vendrá de
noche, en una noche clara,
noche de
luna que al dolor ampara,
noche desnuda;
vendrá…,
venir es porvenir…, pasado
que pasa y
queda y que se queda al lado
y nunca muda…
Vendrá de
noche, cuando el tiempo aguarda,
cuando la
tarde en las tinieblas tarda
y espera al día;
vendrá de
noche, en una noche pura,
cuando del
sol la sangre se depura
del mediodía.
Noche ha de
hacerse en cuanto venga y llegue,
y el corazón
rendido se le entregue,
noche serena,
de noche ha
de venir… ¿él, ella o ello?
De noche ha
de sellar su negro sello,
noche sin pena.
Vendrá de
noche, la que da la vida,
y en que la
noche al fin el alma olvida,
traerá la cura;
vendrá la noche
que lo cubre todo
y espeja al
cielo en el luciente lodo
que lo depura.
Vendrá de
noche, sí, vendrá de noche,
su negro
sello servirá de broche
que cierre al alma;
vendrá de
noche sin hacer ruido,
se apagará a
lo lejos el ladrido,
vendrá la calma…
vendrá la noche…”
(citado
en… “Miguel
de Unamuno”, Julián Marías; Espasa – Calpe Argentina, S.A.,
Segunda edición, 1951, págs. 127-128).
Unamuno ha creído encontrar en la muerte de Cristo nuestra liberación, en ese sacrificio sobrehumano está la permanencia de nuestra conciencia tras la muerte.
XI
PAZ EN LA TIERRA
¡YA ESTÁS EN PAZ, LA DE LA MUERTE, AMIGO!
Tú que a traernos guerra descendiste
a nuestro mundo, guerra creadora,
manantial de deseos desmedidos,
huracán de las almas que levantan
como olas sus ahíncos con la tema
de anegar las estrellas en su seno;
guerra con Dios, como Jacob cuando iba
en busca de su hermano, pues padece
fuerza la gloria; guerra que es la base
del que ansía la paz; guerra que es gloria.
Sólo en tu guerra espiritual nos cabe
tomar la paz, tu beso de saludo;
sólo luchando por el cielo, Cristo,
vivir la paz podremos los mortales.
Pero tu paz, Hermano, y no el embuste
que como tal da el mundo, hasta aquel día
en que el león con paja se apaciente,
y anide el gavilán con la paloma,
porque guerra de paz fue tu pasión.
XIV
ARROYO – FUENTE
COMO UN ARROYO AL SOL TU CUERPO BRILLA,
vena de plata viva en la negrura
de las rocas que ciñen su encañada;
las aguas corren y el caudal es uno
sobre el alma del cauce duradero.
Nos bañamos en Ti, Jordán de carne,
y en Ti de agua y de espíritu nacimos.
De tu haz en el cristal –ondas de plata-
de la paloma el blanco vuelo vemos:
sus alas se confunden con las ondas,
pareciendo volar en lo profundo
del lecho de tus aguas. Tú bautizas
con Espíritu Santo y nos sumerges
en la mar increada, que es luz pura.
La visión del espíritu en tu pecho
se espeja, y a nosotros su paloma,
blanca lengua de fuego, como copo
vemos que nieva desde tu regazo.
Eres, Jesús, cual una fuente viva
que canta en la espesura de la selva
cantares vírgenes de eterno amor.
"El Cristo de Velázquez", obra de Unamuno de carácter religioso, publicada en 1920. |
IV
Mi amado es blanco…
CANTARES, V, 10
Questo occhio vede in quella bianchezza
tucto Dio e tucto uomo, la natura
divina uñita con la natura umana.
(SANTA CATERINA DA SIENA:
“Libro della Divina Dotrina”,
capítulo CXI.)
¿EN QUÉ
PIENSAS TÚ, MUERTO, CRISTO MÍO?
¿Por qué ese
velo de cerrada noche
de tu
abundosa cabellera negra
de nazareno
cae sobre tu frente?
Miras dentro
de Ti, donde alborea
El sol
eterno de las almas vivas.
Blanco tu
cuerpo está como el espejo
del padre de
la luz, del sol vivifico;
blanco tu
cuerpo al modo de la luna
que muerta
ronda en torno de su madre
nuestra
cansada vagabunda tierra;
blanco tu
cuerpo está como la hostia
del cielo de
la noche soberana,
de ese cielo
tan negro como el velo
de tu
abundosa cabellera negra
de nazareno.
Que eres,
Cristo, el único
Hombre que
sucumbió de pleno grado,
triunfador
de la muerte, que a la vida
por Ti quedó
encumbrada. Desde entonces
por Ti nos
vivifica esa tu muerte,
por Ti la
muerte se ha hecho nuestra madre,
por Ti la
muerte es el amargo dulce
que azucara
amargores de la vida;
por Ti, el
Hombre muerto que no muere,
blanco cual
luna de la noche. Es sueño,
Cristo, la
vida, y es la muerte vela.
Mientras la
tierra sueña solitaria,
vela la
blanca luna; vela el Hombre
desde su
cruz, mientras los hombres sueñan,
vela el
Hombre sin sangre, el Hombre blanco
como la luna
de la noche negra;
vela el
Hombre que dio toda su sangre
porque las
gentes sepan que son hombres.
Tú salvaste
a la muerte. Abres tus brazos
a la noche,
que es negra y muy hermosa,
porque el
sol de la vida la ha mirado
con sus ojos
de fuego: que a la noche
morena la
hizo el sol y tan hermosa.
Y es hermosa
la luna solitaria,
la blanca
luna en la estrellada noche
negra cual
la abundosa cabellera
negra del
nazareno. Blanca luna
como el
cuerpo del Hombre en cruz, espejo
del sol de
vida, del que nunca muere.
Los rayos,
Maestro, de tu suave lumbre
nos guían en
la noche de este mundo,
ungiéndonos
con la esperanza recia
de un día
eterno. Noche cariñosa,
¡oh noche,
madre de los blancos sueños,
madre de la
esperanza, dulce Noche,
noche oscura
del alma, eres nodriza
de la
esperanza en Cristo salvador.
El libro está dividido
en cuatro partes: La parte primera 39
párrafos, la segunda de 14, la tercera de veintisiete y la cuarta de ocho. Todo el poemario está
escrito en versos endecasílabos de rima libre y el final de cada párrafo
encontramos un endecasílabo agudo. Este poema religioso de sobrecogedora
belleza, se caracteriza por su bronquedad, por la frecuencia del concepto, la
dureza de la expresión, características tan peculiares en don Miguel.
X
LA VIDA ES SUEÑO
¿ESTÁS MUERTO, MAESTRO, O BIEN TRANQUILO
durmiendo estás el sueño de los justos?
Tu muerte de tres días fue un desmayo,
sueño más largo que los otros tuyos,
pues Tú dormías, Cristo, sueños de Hombre,
mientras velaba el corazón. Posábase,
ángel, sobre tu sien esa primicia
del descanso mortal, ese pregusto
del sosiego final de aqueste tráfago;
cual pabellón las blandas alas negras
del ángel del silencio y del olvido
sobre tus párpados, lecho de sábana
parda la tierra nuestra madre, al borde,
con los brazos cruzados, meditando
sobre sí mismo el Verbo. Y di, ¿soñabas?
¿Soñaste, Hermano, el reino de tu Padre?
¿Tu vida acaso fue, como la nuestra,
sueño? ¿De tu alma fue en el alma quieta
fiel trasunto del sueño de la vida
de nuestro Padre? Dí, ¿de qué vivimos
sino del sueño de tu vida, Hermano?
¡No es la sustancia de lo que esperamos,
nuestra fe nada más que de tus obras
el sueño, Cristo! ¡Nos pusiste el cielo,
ramillete de estrellas de venturas;
hicístenos la noche para el alma
cual manto regio de ilusión eterna!
Por Ti los brazos del Señor nos brizan
al vaivén de los cielos y al arrullo
del silencio que tupe por las noches
la bóveda de luces tachonada.
¡Y tu sueño es la paz que da la guerra,
y es tu vida la guerra que da paz!
XVI
CORDERO
CORDERO BLANCO DEL SEÑOR, QUE QUITAS
los pecados del mundo y que restañas
la sangre de Caín con la que corre
de tu hendido costado, es mansedumbre
divina la blancura de tu cuerpo,
resignación la luz del foco ardiente
de tu fiel corazón: que eres hoguera
que a toda la ciudad de Dios alumbra.
Sobre tu cuerpo, ya arrecido, lágrimas
de tu madre la tierra han escarchado,
como el rocío que en vellones cándidos
del cordero arrecido en noche helada,
como el rocío que en el vellón que puso
Gedeón en la era, a Dios pidiéndole
señales en la lucha por su pueblo.
El vellocino tras el cual surcaron
los argonautas los remotos mares
más tenebrosos nos los dan tus manos
empapado en la sangre de tus venas,
y es vellocino de oro verdadero
que ni se gasta ni ladrón alguno
nos puede robar, ¡del oro puro
de tu sangre sin mancha, de que se hizo
con el fuego de amor la luz del sol!
Tumba de Miguel de Unamuno, muere en 1936. |