domingo, 29 de diciembre de 2013

AVATARES 1






BUSCANDO A DIOS ENTRE LA NIEBLA


Antonio Machado de niño,
representado por su abuela
Cipriana Álvarez Durán.
Juan Ramón Jiménez recibió la noticia de que se le había otorgado el Premio Nobel de Literatura correspondiente a 1956. “Para la Academia sueca - declaró el secretario de la misma, Anders Osterling – “ha sido una satisfacción especial hacer del premio Nobel de este año un tributo a la literatura española, que por varias razones ha tenido poca fortuna en este certamen internacional. Han pasado treinta y cuatro años desde que se concedió el último premio Nobel a un español, el dramaturgo Jacinto Benavente. Por ser un soñador idealista, Juan Ramón Jiménez representa la clase de escritor a quien Alfred Nobel gustaba de apoyar y recompensar. Representa la altiva tradición española y haberle concedido el laurel es también laurear a Antonio Machado y a García Lorca que son sus discípulos y lo elogiaron como un maestro”.

Lorca había sido asesinado vilmente por los franquistas a comienzos de la guerra civil, en agosto de 1936; Machado, huyendo de los mismos bárbaros, murió en Collioure el 22 de febrero de 1939. Juan Ramón recibió la noticia de su triunfo en circunstancias dramáticas junto al lecho de su esposa, Zenobia Camprubrí (traductora de Tagore) que fallecía apenas uno días después. “Mi agradecimiento a todos aquellos que han contribuido a que se me conceda este inmerecido galardón – declaró - Debido a la grave enfermedad de mi esposa, el Premio Nobel me apena profundamente. En cuanto a mí, no tengo nada que decir.” “Es una pena - escribía, contestando a un cuestionario que le fuera sometido a las pocas horas por un periodista español - que la Academia sueca dejase morir a Unamuno, a Antonio Machado y a Ortega, entre otros, sin concedérselo. Porque de los vivos que lo merecen, aún hay remedio. ¿Por qué no Pío Baroja o Menéndez Pidal?” Un apunte más. En una carta dirigida a su amigo, el filólogo Pedro de Mugica, fechada en Salamanca el 31 de octubre de 1919, Miguel de Unamuno reprocha a su amigo que estudie textos de escritores que, según el escritor vasco, no ameritan un severo estudio (Verbigracia, Arturo Farinelli o el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo). Dice además en la carta “Me pide usted que le prologue su Gómez Carrillo. Mándemele. Ahora no sé lo que saldrá, porque también Gómez Carrillo me parece de otra era. ¿Por qué no estudia usted a Antonio Machado, nuestro más grande poeta vivo, o a Pérez de Ayala, nuestro novelista, o a Enrique de Mesa, o a Ortega y Gasset o a Julio Camba? Por Dios, amigo Mugica, por Dios, salgase de esa campana pneumática”.

Estas tres menciones - y tomando nota de quien vienen- nos indican la grandeza poética del andaluz Antonio Machado. Machado es uno de los pocos escritores cuya vida podemos rastrear a través de su obra Muchas facetas de su vida están registradas, algunas veces, con una precisión que asombra. Poeta de una generación de prosistas, sin la facilidad de una forma propensa a la repetición de escuela, ofrece una grandeza severa y en parte aislada, a diferencia de los modos o ricos y fecundos de Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez; pero su sorprendente “monologo íntimo”, su visión y sentimiento del paisaje de Castilla, aparte du su repercusión en la poesía canaria, llega en la Península a unirse con la poesía joven en la figura del orihuelano Miguel Hernández.

Antonio Machado nació en Sevilla el 26 de julio de 1875. Su retrato, su infancia y juventud los conocemos, como ya hemos apuntado, a través de su propia obra. Vino al mundo en el palacio y calle de las Dueñas de Sevilla donde vivió hasta los ocho años. Este palacio estaba subdividido y alquilado a familias de clase media, y allí vivieron los Machado hasta que el abuelo fue repuesto en su cátedra, junto a los demás catedráticos expulsados, y trasladados a la universidad de Madrid.


“MI infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
 y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.”

                                                                   (Retrato)

El limonero lánguido suspende
una pálida rama polvorienta
sobre el encanto de la fuente limpia,
y allá en el fondo sueñan
los frutos de oro…
Es una tarde clara,
casi de primavera,
tibia tarde de marzo
que el hálito de abril cercano lleva;
y estoy solo, en el patio silencioso,
buscando una ilusión cándida y vieja;
alguna sombra sobre el blanco muro,
algún recuerdo en el pretil de piedra
de la fuente dormido, o, en el aire,
algún vagar de túnica ligera.

(El limonero lánguido suspende…)



Antonio y Manuel Machado
(E. Beauchi, Seviila. Archivo
Familia Machado).
Hagamos un alto y retrocedamos un poco para conocer el contexto histórico-social de España en que vino al mundo Antonio Machado y en el cual se va a desarrollar su existencia. Machado vivió entre 1875, año de la Restauración de los Borbones en el trono, después del agitado sexenio revolucionario en el que se proclama la Primera República española, y 1939, año en que termina la agonía de la Segunda República. Machado a llamada Generación del 98, la cual comienza a formarse en la calma de la Restauración monárquica de Alfonso II, entre los años de 1875 y 1885, después del breve lapso de la Primera Republica (11 de febrero de 1873 y 3 de enero de 1874). En el periodo de la Restauración (1874 -1923), el Estado, con pretensiones absolutistas, luego de poner fin a la guerra civil, se aparta cada vez más del pueblo y ocasiona que se agudicen los problemas entre los caciques explotadores y los proletarios explotados. Durante su reinado se organizó el régimen parlamentario y se formaron dos grandes partidos, el Conservador y el Liberal, que alternaron en el poder hasta 1923.

La situación se agrava por el hecho de que España perdió durante esta Regencia sus últimas colonias: en América, Cuba y Puerto Rico, en Asia, Filipinas y la isla de Guam; la más importante de las Marianas, en Oceanía. La Regencia abarca desde la muerte de Alfonso XII (1885) a la mayoría de edad de Alfonso XIII (1902); estuvo a cargo de María Cristina de Habsburgo -Lorena, madre de este último. En este reinado estalló la última insurrección de Cuba (1895). Ya en 1894, y solamente en Cuba, las fuerzas españolas, al mando del general Valeriano Weyler, alcanzaban la cifra de 200 000 hombres. A comienzos de 1898 la tensión entre Estados Unidos que apoyaba la causa cubana y España se agrava. El 11 de abril el presidente estadounidense Mc Kinley amenaza con la intervención en Buba. El gobierno español, para quien la gobernación de la Isla no era un problema serio, no podía, desde luego, medirse con un país como los Estados Unidos de América, cuyo exceso de fuerza sobre España era ya por entonces abrumador.

El crucero norteamericano Maine hizo explosión en La Habana cuando todavía los gobiernos de Estados Unidos y España se hallaban negociando. Con ese pretexto, el 25 de abril de 1898, Estados Unidos declara la guerra a España. Ya el 3 de julio, la escuadra española es hundida por la norteamericana y España capitula. El 10 de diciembre de ese año se firma en París el Tratado de Paz, por el cual España pierde las colonias en conflicto. El desastre sorprende y duele a España. Unos pocos españoles, conscientes de la tragedia, pero también de la culpa de una sociedad ignorante y frívola, y de la responsabilidad de unos gobiernos que no supieron afrontar a tiempo la realidad de una situación, reaccionaron con violencia y amargura y adoptaron una actitud crítica y realista frente al problema de España. También dentro de la Regencia aparecen dos hechos de gran importancia: el surgimiento de las clases obreras al plano político, y la difusión de las ideas anarquistas que dio origen a las leyes restrictivas de 1894 y 1896.

En aquella aparente calma el pueblo español se condujo como si ya hubiesen terminado los problemas entre liberales y conservadores. Con inconsciencia ingenua se anhelaba el bienestar de España; se veía el futuro con optimismo y si gastaba el tiempo en bagatelas, frivolidades y aficiones predilectas: toreros, cantantes y poetas ripiosos. Se divertía la gente haciendo augurios entre las fuerzas partidistas opuestas; se multiplicaban las novelas y el teatro intrascendentes. La unidad de España aparecía en un escenario ficticio, la posibilidad de concordia entre los nacionalismos regionalistas no prosperaba. Los españoles no coincidían en un posible destino histórico; no lograban convivir en concordia, ni una prosperidad eficiente, ni un poder estable, sin partidismos.

El campo, al igual que en otras épocas, estaba desatendido. Las ciudades se veían llenas de desocupados y menesterosos en busca de sustento, que habían sido víctimas de la explotación de caciques, de políticos logreros. En las ciudades. En las ciudades, un proletariado obrero incipiente; la aristocracia, atenida a sus privilegios reales y dueña de la tierra; la Iglesia, aliada con el ejército. En general, las principales actividades industriales, sociales y administrativas estaban centralizadas en la capital. Todo este triste panorama, contemplado por los integrantes de la Generación del 98, les daría un tono acerbo que verterían después en sus obras (Machado, Unamuno, Azorín, etc.) con honda preocupación por el futuro de España. Sus primeros contactos con la realidad nacional los abocan a una triste impresión de oquedad, discordia y amenaza.

Había nacido la Generación del 98 y el noble impulso de guiar batallas de luz y de justicia para la nueva patria. Pero no pasarían muchos años sin que algunos de esos jóvenes se dieran cuenta de que aquel noble impulso fue una romántica quimera que pronto cayó herida por la ceguera y la desidia de una sociedad embotada y rutinaria. Con vaso lleno de amargura supo expresarlo muchos años después Antonio Machado en su poema “Una España Joven”


“Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,
la malherida España, de Carnaval vestida
nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda,
para que no acertara la mano con la herida.
Fue ayer; éramos casi adolescentes; era
con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios,
cuando montar quisimos en pelo una quimera,
mientras la mar dormía ahíta de naufragios.
Dejamos en el puerto la sórdida galera,
y en una nave de oro nos plugo navegar
hacia los altos mares, sin aguardar ribera,
lanzando velas y anclas y gobernalle al mar.
Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño-herencia
de un siglo que vencido sin gloria se alejaba -
un alba entrar quería; con nuestra turbulencia
la luz de las divinas ideas batallaba.
Mas cada cual el rumbo siguió de su locura;
agilitó su brazo, acreditó su brío;
dejo como un espejo bruñida su armadura
y dijo: “el hoy es malo, pero el mañana… es mío.”
Y es hoy aquel mañana ayer… Y España toda,
con sucios oropeles de Carnaval vestida
aún la tenemos: pobre y escuálida y beoda;
mas hoy de un vino: la sangre de su herida”  
    


Antonio Machado, hacia fines
de 1910.
La vida de Antonio Machado parece escueta si no se complementa con aquellos rasgos morales que él mismo nos ha legado en sus poemas y que fueron formándose y fortaleciendo desde su infancia y su niñez. Hay un recuerdo de Machado de cuando tenía seis o siete años y que nos ha quedado como testimonio de primera mano, pues, el poeta nos lo cuenta en “Los complementarios” con el título de “Mi caña dulce”. Pero antes de ir a la anécdota, una acotación que considero importante sobre este libro: con el tiempo, la producción en prosa fue para Machado una actividad compensatoria, sustitutiva de la corriente poética que dejaba de empujarlo con ímpetu. Pero el viejo poeta va a revelar como un gran prosista. Buena parte de esta prosa corresponde a sus crecientes preocupaciones filosóficas; junto a ello, desarrollará problemas estéticos o políticos. Algunos de estos escritos dispersos o inéditos fueron reunidos por Guillermo de Torre en 1957 con el título de “Los Complementarios”. Son páginas del mayor interés. Así, sus cartas a Miguel de Unamuno (1913-1929), en las que se leen confesiones valiosísimas. Son igualmente fundamentales sus “Divagaciones y apuntes sobre la cultura”, el esbozo de su discurso de ingreso en la Academia de la lengua (que nunca llegó a pronunciar), su texto “¿Cómo veo la nueva juventud española?”, en el que enjuicia especialmente las nuevas tendencias poéticas, etc. Hecha la acotación, vayamos a la anécdota en cuestión.

Dice Machado… “Estábame una mañana de sol sentado en compañía de mi abuela, en un banco de la plaza de la Magdalena y tenía una caña dulce en mi mano. No lejos de nosotros pasaba otro niño con su madre. Llevaba también una caña de azúcar. Yo pensaba: “La mía es mucho mayor”. Recuerdo bien cuán seguro estaba yo de esto. Sin embargo, pregunté a mi abuela: “¿No es verdad que mi caña es mayor que la de ese niño?” yo no dudaba de una contestación afirmativa. Pero mi abuela no tardó en responder con un acento de verdad y de cariño que no olvidaré nunca: “Al contrario, hijo mío; la de ese niño es mucho mayor que la tuya.” Parece imposible- concluye Machado - que este trivial sucedo haya tenido tanta influencia en mi vida. Todo lo que soy- bueno y malo -, cuanto hay en mí de reflexión y de fracaso, lo debo al recuerdo de mi caña dulce”. Machado fecha esta nota el 12 de junio de 1914. Bastantes años después vuelve a recordar la anécdota, poniéndola en boca de Juan de Mairena, y llamándola “el acontecimiento más importante de mi historia”.

La de Juan de Mairena es una versión resumida. En ella el poeta niño no está con su abuela sino con su madre, y al final hay esta variante. El niño pregunta a su madre: “La mía es mayor, ¿verdad?” “No - me contestó mi madre -, ¿Dónde tienes los ojos?” “He aquí - termina Juan de Mairena - lo que yo he seguido preguntando toda mi vida”. ¿Pero quién es la abuela que Machado menciona en “Los complementarios”?

Era su abuela paterna, doña Cipriana Álvarez Durán, hija del bisabuelo de Machado, don José Álvarez Guerra, quien fue escritor y filósofo. Pero antes de dedicarse a la filosofía había organizado a sus expensas, en 1803, un grupo de combatientes que lucharon contra las tropas francesas en la guerra de la Independencia, en cuyas luchas estuvo a punto de perder la vida. Machado heredará esa tradición liberal de sus ascendientes. A ello se refiere cuando, en carta a Unamuno fechada en Baeza en 1915, elogia frente a la Francia reaccionaria, la Francia progresista: “… La otra Francia, la de mi familia y aun de mi casa, es la de mi padre, y de mi abuelo y de mi bisabuelo, que todos pasaron la frontera y amaron la Francia de la libertad y el laicismo, la Francia religiosa del affaire [Dreyfus] y de la separación de Roma, en nuestros días”. Esta anécdota dejó una gran lección de humildad a Machado, quien nunca fue vanidoso, quien nunca se sintió superior a nadie, fue sencillo y modesto con todos. Rara avis en un gran artista.

Sus recuerdos de infancia, época de formación del carácter, le presentan las primeras alegrías de los juegos infantiles, a los que era acompañado por sus familiares quienes indudablemente lo vigilaban. Esas evocaciones nostálgicas también ayudan a valorar y a desentrañar en parte la vida del poeta, el retornar una y otra vez a nuestra esencia más genuina. Veamos una de esas evocaciones, está relacionada con la escuela donde Antonio y Manuel Machado asistieron el Sevilla- el colegio de un tal señor Sánchez. Antonio nos dice que aprendió a leer en el Romancero compilado por su ilustre tío don Agustín Durán, que reeditó su padre- don Antonio Machado Álvarez- en la Biblioteca de Tradiciones Populares. Pero de la escuela del señor Sánchez no parece que guardara buenos recuerdos, según deducimos de sus propios versos que evocan la monotonía y el aburrimiento de las clases:


“Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
“mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón”.
Una tarde parda y fría
de invierno. los colegiales
estudian. monotonía
de la lluvia en los cristales”   

(Recuerdo infantil)



El diablo mundo, poema de
Don José de Espronceda,
dedicado a su amigo Don
Antonio Ros de Olano
1880.
Nadie podría dudar de la veracidad de estas evocaciones. La verdad está en la boca de los niños. La infancia es la razón en reposo que la adultez utiliza para reafirmar los recuerdos. “¿Por qué volvéis a la memoria mía, tristes recuerdos del placer perdido?”, dice Espronceda en “El diablo mundo”. Lo mismo parece preguntarse Machado en sus evocaciones poéticas. Machado es prudente en sus reflexiones, consciente de que muchas cosas pasadas al vuelo en la infancia, regresan con los años con la misma intensidad con que se vivieron. Alegrías fáciles del pasado, que complacer en una forma elemental, casi sin esfuerzo, que al existente dan la gloria de la repetición a que es tan afecta la primera infancia. Otro recuerdo infantil que no olvidará nunca Machado es el de los caballitos de una verbena. El poema lleva un sugestivo verso de Verlaine como epígrafe, “Tournez, tournez, Chevaux de bois”.


“Pegasos, lindos pegasos;
caballitos de madera.
Yo conocí, siendo niño,
la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta.
En el aire polvoriento
chispeaban las candelas,
y la noche azul ardía
toda sembrada de estrellas.
¡Alegrías infantiles
que cuestan una moneda
de cobre, lindos pegasos,
caballitos de madera!”



Que Antonio Machado era un niño soñador e indolente que estudioso parece evidente. Pero ¿en qué soñaba este niño? Quizá en el patio de Sevilla donde empezó a jugar con su hermano Manuel, o en la calle llena de luz y de pájaros donde se asomó por primera vez al mundo. O quizá en los héroes homéricos de los que oía hablar a sus profesores en la escuela. El mismo nos lo dice en un breve poema incluido en “Proverbios y cantares”:


“¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!
Áyax era más fuerte que Diómedes.
Héctor, más fuerte que Áyax,
y Aquiles el más fuerte, porque era
el más fuerte… ¡Inocencias de la infancia!
¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!”

(XVIII)



Otras veces alude en sus versos a la habitación de la casa madrileña en que pasaba las noches y en donde empezó a soñar. En esa misma casa- en el cuarto de estar - se reunía la familia al atardecer, o después de la cena, para escuchar a la abuela doña Cipriana, o al padre, lecturas de escritores famosos: novelas de Dickens, dramas de Shakespeare, y sobre todo, las rimas y las leyendas de Bécquer, que eran las preferidas de la abuela y del padre. Aquellas lecturas infantiles aficionaron a Antonio al poeta de las “Rimas”, que desde entonces fue uno de sus poetas más queridos. Ya en su madurez, confesará más de una vez su admiración por Bécquer. En una página de “Juan de Mairena” escribe estas palabras: “¿Un sevillano, Bécquer? Sí, pero a la manera de Velázquez, enjaulador, encantador del tiempo… Recordemos hoy a Gustavo Adolfo, el de las rimas pobres, la asonancia indefinida y los cuatro verbos por cada adjetivo definidor. Alguien ha dicho, con indudable acierto: “Bécquer, un acordeón tocado por un ángel”. Conforme: el ángel de la verdadera poesía”. Veamos esa evocación hogareña que el poeta tituló “Hastío”:


“Pasan las horas de hastío
por la estancia familiar,
el amplio cuarto sombrío
donde yo empecé a soñar.
Del reloj arrinconado,
que en la penumbra clarea,
el tictac acompasado
odiosamente golpea.
Dice la monotonía
del agua clara al caer:
Un día es como otro día;
hoy es lo mismo que ayer.
Cae la tarde. El viento agita,
el parque mustio y dorado…
¡Qué largamente ha llorado
toda la fronda marchita”



Antes de la publicación de su primer libro de poesías a fines de enero de 1903, “Soledades”, aumentado en la segunda edición en 1907 y titulado “Soledades Galerías y otros poemas”, Machado llevaba una vida bohemia, donde una dulce cadena- trenzada por el vino y las mujeres- le impedía estudiar en serio. En París adonde viaja por segunda vez en abril de 1902, gracias a un puesto en el consulado de Guatemala que le había conseguido su amigo, el escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo que era cónsul de su país en París. Machado lleva una vida no muy alineada que digamos. Aunque el puesto tenía un nombre flamante - Canciller del Consulado- estaba sólo modestamente retribuido y le duró muy poco tiempo. Siempre descuidado en su atuendo - el “torpe aliño indumentario”- un día lo echó Gómez Carrillo de la oficina por su descuidada vestimenta. Machado se llevó tal disgusto que cogió una de las mayores borracheras de su vida, hasta el punto que no reconoció a su amigo Ricardo Calvo cuando éste fue a recogerlo para llevárselo a su casa. El buen vestir y la prolijidad nunca fueron su fuerte. Años más tarde, Rafael Laínez Alcalá, uno de sus alumnos del instituto baezano, lo ha recordado así: “avanzando como a pasos renqueantes, apoyado en fuerte cayada rustica, grandes los zapatos, largo el abrigo con cuello de astracán, vestido de negro, camisa blanca de cuello de pajarita y grueso nudo de corbata negra; negro el sombrero blando, mal colocado casi siempre; a veces llevaba destacada la noble cabeza de revuelta cabellera; iba rasurado con pulcritud, pero el traje manchado por las manchas de ceniza del inevitable cigarrillo. Lo veo avanzar por la calle de la Compañía, desde las Barreras, a lo largo del edificio que fue de los jesuitas… Desembocaba en la sosegada plaza de Santa Cruz frente al soberbio edificio gótico- isabelino del seminario conciliar, antiguo palacio de los Benavides, señores de Javalquinto, en la cuesta de la Catedral…”   

Antonio Machado, Soledades,
1903
Pero vayamos a la poética del autor. Las primeras poesías de Machado aparecieron en revistas, Verbigracia, Electra, Helios, Alma española, etc. En las “Soledades” se advierte una clara influencia de Gustavo Adolfo Bécquer. El mismo Machado, en una ocasión, llama “rimas escritas” a sus poesías. Esta influencia inicial de Bécquer nos permite con toda claridad la raíz romántica de la obra del poeta madrileño. El poeta mismo afirma preferir a Bécquer porque la poesía de este autor carece en absoluto de retórica. Esta actitud antirretórica es mantenida por el propio Machado no sólo en su poesía, sino también en sus trabajos de crítica literaria como en “Juan de Mairena” o “Reflexiones sobre la lírica”.

Influido por su andalucismo nativo y por las corrientes modernistas, hay en este primer poemario una temática que persistirá en el resto de su obra. En primer lugar la tierra, principio y fin de todas las cosas para este poeta, que tiene, en mayor grado que ningún otro, el sentimiento del paisaje:


“La calle en sombra. Ocultan los altos caserones
el sol que muere; hay ecos de luz en los balcones.
¿No ves, en el encanto del mirador florido,
el óvalo rosado de un rostro conocido?
La imagen tras el vidrio de equívoco reflejo,
surge o se apaga como daguerrotipo viejo.
Suena en la calle sólo el ruido de tu paso;
se extinguen lentamente lo ecos del ocaso.
¡Oh, angustia! Pesa y duele el corazón… ¿Es ella?
No puede ser… Camino… En el azul la estrella.”



Nadie mejor que Machado ha pintado, en unos pocos versos, los colores castellanos, sus olivares, sus estaciones, los espectáculos cotidianos de las callejuelas. Pero la realidad terrena no basta al autor que concluye en una visión deísta de la vida en esta primera época:


“Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón

Di, ¿por qué acequia escondida,
agua, vienes hasta mí,
manantial de nuestra vida
de donde nunca bebí?

Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una colmena tenia
dentro de mi corazón;

y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas,
blanca cera y dulce miel.

Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.

Era ardiente porque daba
calores de rojo hogar,
y era sol porque alumbraba
y porque hacia llorar.

Anoche cuando dormía
soñé ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenia
dentro de mi corazón”.



Ahora bien, de las coincidencias entre los dos poetas sevillanos convendría distinguir lo que pudiera constituir una influencia concreta de Bécquer sobre el poeta del 98 (se ha señalado el origen becqueriano de la preferencia en Machado por la palabra “sombra” y por el adjetivo “polvoriento”, y la sugestión que sobre él ejerció la leyenda de Bécquer “La Corza blanca”, de lo que en realidad pudiera ser simple coincidencia en la actitud romántica y en la utilización de tópicos propios del Romanticismo (así el gusto por la vaguedad y la evocación, la exaltación del misterio y del ensueño, la quimera, etc.). Veamos algunos ejemplos que ilustren este acercamiento entre Bécquer y Machado: 
En Bécquer:


“Gigante voz que el caos
ordena en el cerebro,
y entre las sombras hace
la luz aparecer…”

(Rima 3)


“¡Yo, que a tus ojos en mi agonía
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que incansablemente corro y demente
tras una sombra, tras la hija ardiente
de una visión!”

(Rima 15)


“Me ha herido recatándose en las sombras,
sellando con un beso su traición.
Los brazos me echó al cuello, y por la espalda
partióme a sangre fría el corazón”

(Rima 46)


“Al brillar un relámpago nacemos,
y aun dura su fulgor, cuando morimos:
¡Tan corto es el vivir!
La gloria y el amor tras que corremos,
sombras de un sueño son que perseguimos:
¡Despertar es morir!”

(Rima 69)


“La piqueta al hombro,
el sepulturero
cantando entre dientes
se perdió a lo lejos
La noche se entraba,
reinaba el silencio;
perdido en las sombras,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”

(Rima 73)


En Machado:


“Está en la sala familiar, sombría,
y entre nosotros el querido hermano
que en el sueño infantil de un claro día
vimos partir hacia un país lejano”

(El Viajero)


“En una tarde clara y amplia como el hastío
cuando su lanza blande el tórrido verano,
copiaban el fantasma de un grave sueño mío
mil sombras en teoría, enhiestas sobre el llano”

(Horizonte)


“Y dijo: Las Galerías
del alma que espera están
desiertas, mudas, vacías:
las blancas sombras se van”.

(El poeta)


“Crece en la plaza en sombra
el musgo, y en la piedra Vieja y Santa
de la iglesia. En el atrio hay un mendigo…
más vieja que la iglesia tiene el alma”.

(Poema XXXI)



Campos de Castilla de
Antonio Machado
1912.
Pero todo corre para Machado tan de prisa, que queda encerrado en una frase: “… mi juventud, veinte años en tierra de Castilla…”, que transcurren en el largo periodo de la Regencia, mientras se agravaba más la situación de España. Juventud que se mantiene sin cambios. Son los estudios en la Institución Libre de Enseñanza, que le poeta añora como los célebres versos de Rubén Darío: “juventud, divino tesoro / ya te vas para no volver… ” que Machado ve con pesimismo, pero a la que quiere entrañablemente como una edad dorada. Machado ha vivido la vida madrileña a fondo, paladeando gustosamente su sabor popular, sus noches bohemias, sabiendo que la poesía, y quizá el amor, estaban esperándolo, pero al mismo tiempo alimentándose de la mejor literatura, clásica y moderna, y gustando también del primer amargor de la preocupación por el destino de la patria desarbolada y hundida. Se sentía como el limonero de su infancia ofreciendo a todos sus limones, y estos lo lapidaban. Su estado de ánimo se refleja en sus “coplas mundanas”:



“Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.
Sin placer y sin fortuna,
pasó como una quimera
mi juventud, la primera…
la sola, no hay más que una:
la de dentro es la de fuera.
Pasó como un torbellino,
bohemia y aborrascada,
harta de coplas y vino,
mi juventud bien amada.
Y hoy miro a las galerías
del recuerdo, para hacer
aleluyas de elegías
desconsoladas de ayer.
¡Adiós, lagrimas cantoras,
lágrimas que alegremente
brotabais, como en la fuente
las limpias aguas sonoras!
¡Buenas lágrimas vertidas
por un amor juvenil,
cual frescas lluvias caídas
sobre los campos de abril!
No canta ya el ruiseñor
de cierta noche serena:
Sanamos del mar de amor
que sabe llorar sin pena.
Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado” 



Pero luego de tantas amarguras, decepciones, frustraciones y desilusiones, el amor llegará al poeta sorpresivamente. En marzo de 1907 Machado obtiene una cátedra de francés en el Instituto de Soria, para la que es nombrado por Real Orden del 16 de abril. ¿Pero qué llevó a Machado, un andaluz de pura cepa, a escoger una ciudad tan lejana y fría como Soria? Conviene aquí hacer una acotación: los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, comediógrafos costumbristas de gran renombre a comienzos del siglo XX en España, habían estrenado en el Teatro Odeón de Buenos Aires, el 29 de setiembre de 1906, la comedia en 3 actos “El genio Alegre”. Uno de los amigos de Machado, Ángel Lázaro, cuenta que cuando los amigos preguntaban a Antonio por qué había elegido Soria, contestaba socarronamente: “Yo tenía un recuerdo muy bello de Andalucía, donde pasé feliz mis años de infancia. Los hermanos Quintero estrenaron entonces en Madrid El genio Alegre, y alguien me dijo: “Vaya usted a verla. En esa comedia está toda Andalucía.”. Fui a ver El genio Alegre. Y me dije: “Si es esto de verdad Andalucía, prefiero Soria”. Y a Soria me fui”.

El 4 de mayo de 1907 llegaba Antonio a la vieja ciudad de Soria. Desde la estación se dirigió Machado a la pensión que en el Collado - la calle principal de la ciudad - tenia don Isidoro Martínez Ruiz. Después de tomar posesión de su cátedra en el Instituto, Machado permaneció en la ciudad los días suficientes para conocerla; luego regresó a Madrid para atender a la primera publicación de su segundo libro, “Soledades. Galerías. Otros poemas”. Esta permanencia en Soria va a ser decisiva para su vida y para su obra, pues, aquí surge la inspiración de muchos poemas incluidos en Campos de Castilla y conocerá a quien será su esposa, Leonor Izquierdo Cuevas, de 15 años de edad, quien vive en la segunda pensión que habitará Machado en Soria. A él, que le faltaba amor, el encuentro con la muchacha trastornará su vida. En un poema fechado en 1907, Machado nos habla de su soledad y de su hastío:



“Recuerdo que una tarde de soledad y hastío,
¡oh tarde como tantas!, el alma mía era,
bajo el azul monótono, un ancho y terso río
que ni tenía un pobre juncal en su ribera.
¡oh mundo sin encanto, sentimental inopia
que borra el misterioso azoque del cristal!
¡oh el alma sin amores que el Universo copia
con un irremediable bostezo universal!

*

Quiso el poeta recordar a solas,
las ondas bien amadas, la luz de los cabellos
que él llamaba con sus rimas rubias olas.
Leyó… La letra mata: no se acordaba de ellos…
Y un día- como tantos-, al aspirar un día
aromas de una rosa que en el rosal se abría,
brotó como una llama la luz de los cabellos
que él en sus madrigales llamaba rubias olas,
brotó, porque un aroma igual tuvieron ellos…
y se alejó en silencio para llorar a solas.”

(Elegía de un madrigal)

en “Humanismos, fantasías, apuntes”




Fotografía de boda de Antonio
Machado y Leonor. Julio de
1909.
Uno de los testimonios de Machado por su paso por Soria está relacionado con un alienado que gustaba andar deambulando por las llanuras de la ciudad, entre los viejos encinares y los álamos marchitos. El sentir de Machado hacia el “Tufa”, es un sentimiento de conmiseración por ese ser que parece estar pagando con su estado una culpa. Machado, como buen andaluz andariego, solía pasear con el abad de la colegiata, don Santiago Gómez Santacruz, historiador y arqueólogo, conocedor a fondo de la historia y los numerosos monumentos artísticos de la vieja ciudad castellana. Junto al abad, Machado fue descubriendo Soria con ojos de amante. En uno de sus paseos solitarios conoció al “Tufa”, el loco cuya terrible cordura reflejará en el poema “un loco”


“Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.
Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura
va el loco, hablando a gritos.
Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronando los agrios serrijones.
El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.
Huye de la ciudad… Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.
Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
- rojo de herrumbre y pardo de ceniza -
hay un sueño de lirio en lontananza.
Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano.
-¡carne triste y espíritu villano! -.
No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota”

(en: … Campos de Castilla)


    
Instituto Antonio Machado, en la
cuidad  de Soria, España.
A veces, cuando había luna, prefería la noche para sus paseatas por Soria, en solitario y callado diálogo con el silencio y la belleza de la ciudad.

A Leonor Izquierdo Cuevas, Machado la escuchaba diariamente en la pensión; su voz infantil lo cautivaba. Era una muchachita menuda y trigueña, de alta frente y de ojos oscuros. Machado se enamoró de ella desde que la vio. La seguía de lejos cuando ella caminaba por la orilla del Duero en compañía de sus tías y hermanitos, entre los chopos y los álamos, o la observaba tras de su ventana la miraba en el balcón frontero, o escuchaba embelesado sus paliques. Machado, después de algunas vacilaciones, comunicó a su madre sus intenciones de casarse.

El 30 de julio de 1909 se celebró la boda en la iglesia de Nuestra Señora la Mayor, de Soria. Viven en la casa de los padres de Leonor, en la calle Estudios. Quizá por primera vez en su vida, Antonio conoce la felicidad y tiene consciencia de ella. Pero parece que la dicha no puede estar del lado del poeta. Estando en Francia de 1911, Leonor tiene un vómito de sangre como consecuencia de la hemoptisis que la aqueja. Leonor es atendida en un sanatorio. El clima de París no es el más adecuado para una tuberculosa; lo más aconsejable era regresar a Soria. Machado se ha gastado todo el presupuesto del viaje en la cuenta del hotel y del sanatorio. Pero allí estaba Rubén para extender la mano del amigo en desgracia. “Querido amigo y admirado maestro- escribe Machado a Darío en una breve misiva-, le supongo al tanto de nuestras desventuras por Paca (Francisca Sánchez, esposa de Darío) y Mariquita que tuvieron la bondad de visitarme en este sanatorio. Leonor se encuentra algo mejorada y los médicos me ordenaron que me la lleve a España, huyendo del clima de París que juzgan para ella mortal. Así, pues, yo he renunciado a mi pensión y me han concedido permiso para regresar a mi cátedra; pero los gastos de viaje no me los abonan hasta el próximo mes en España. He aquí mi conflicto. ¿Podría usted adelantarse doscientos cincuenta o trescientos francos que yo le pagaría a usted a mi llegada a Soria? Tengo algunos trabajos para la revista que le remitiré si usted quiere. Le ruego que me conteste lo antes posible, y que perdone tanta molestia a su mejor amigo”. Rubén, que se da cuenta de la tragedia de su amigo, lo socorre. Instalados en Soria, los Machado viven en su Vía crucis.

La primavera llega a Soria aromando el aire y verdeando los viejos olmos del Duero. Antonio se halla extasiado por la magia que le imprime el paisaje soriano.

Pero conviene anotar que Soria estaba ligada al recuerdo y a la vida de Gustavo Adolfo Bécquer, el bardo que más amaba Machado. Y la Soria cantada por Bécquer pudo ejercer su hechizo en el alma del nuevo poeta; El monte de las ánimas, Los ojos verdes y Rayo de luna, tres de las más celebradas leyendas de Bécquer tienen como fondo geográfico la ciudad castellana.

Soria se le metió en el alma a Machado desde su primer encuentro con aquella ciudad pequeña, clara e íntima. Ahí llegó el 4 de mayo de 1907. Allí se instaló en la pensión de don Isidoro Martínez Ruiz, quien años más tarde recordaría al poeta como un “hombrachón con alma de niño…, algo desatinado en el vestir…, silencioso y retraído, pero hombre bondadoso y exquisito…” Machado incluyó en “Soledades, Galerías y otros poemas”, que ya estaba en prensa en Madrid, el poema “Orilla del Duero”, que es doblemente importante, pues no sólo es el primer poema de Machado en el que aparece cantado el paisaje de Soria, sino que es, en realidad, el germen de su gran libro Campos de Castilla.


Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.
Girando en torno a la torre y al caserón solitario,
ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,
de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.
Es una tibia mañana.
El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.
Pasados los verdes pinos,
casi azules, primavera
se ve brotar en los finos
chopos de la carretera
y del rio. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.
El campo parece, más que joven, adolescente.
Entre las hierbas alguna humilde flor ha nacido,
azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido,
y mística primavera!
¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
espuma de la montaña
ante la azul lejanía,
sol del día, claro día!
¡Hermosa tierra de España!

(de: Soledades)



Río Duero
España.
Este poema fue publicado por primera vez en “Soledades…” en el verano de 1907. En Campos de Castilla aparece otro poema con el mismo título, pero este poema pertenece, por su temática y su tono, a Campos de Castilla. En él aparecen, en efecto, motivos que van a ser repetidamente cantados por el poeta que renace en Soria con nueva visión trascendida: los “finos chopos”, que bordan el rio; el Duero que corre “terso y mudo, mansamente”; los “álamos de la ribera”, la “azul lejanía de las montañas”, el claro sol de Castilla. Este poema nos permite apreciar además la forma más conocida de los poemas de Machado, la silva arromanzada, esa sucesión de endecasílabos y heptasílabos, libres los impares y asonantados los pares, que podemos decir que trajo Bécquer a la poesía española.


   A ORILLAS DEL DUERO

    Meditaba el mes de julio. Era hermoso día.
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,
buscando los recodos de sombra, lentamente.
A trechos me paraba para enjugar mi frente
y dar algún respiro al pecho jadeante;
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante
y hacia la mano diestra vencido y apoyado
en un bastón, a guisa de pastoril cayado,
trepaba por los cerros que habitaban las rapaces
aves de altura, hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor- romero, tomillo, salvia, espliego-.
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo
cruzaba solitario el puro azul del cielo.
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
y una redonda loma cual recamado escudo,
y cárdenos alcores sobre la parda tierra
-       harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra -,
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de un arquero
en torno a Soria. –Soria es una barbacana,
hacia Aragón, que tiene la torre castellana - .
Veía el horizonte cerrado por colinas
oscuras, coronadas de robles y de encinas;
desnudos peñascales, algún humilde prado
donde el merino pace y el toro, arrodillado
sobre la hierba, rumia; las márgenes del río
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,
y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
¡tan diminutos!- carros, jinetes y arrieros-,
cruzar el largo puente, y bajo las arcadas
de piedra ensombrecerse las aguas plateadas
del Duero.
   El Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla.
    ¡Oh, tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roqueadas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrepitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danza ni canciones
que aún van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
   La madre en otro tiempo fecundaba en capitanes,
madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un día,
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;
o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,
podría la conquista de los inmensos ríos
indianos a la corte, la madre de soldados,
guerreros y adalides que han de tornar, cargados
de plata y oro, a España, en regios galeones,
para la presa cuervos, para la lid leones.
Filósofos nutridos de sopa de convento
contemplan impasibles el amplio firmamento;
y si les llega en sueños, como un rumor distante,
clamor de mercaderes de muelles de Levante,
no acudirán siquiera a preguntar: ¿qué pasa?
Y la guerra ha abierto las puertas de su casa.
    Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.
El sol va declinando. De la ciudad lejana
me llega un armonioso tañido de campana
-       ya irán a su rosario las enlutadas viejas -.
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
de nuevo, ¡tan curiosas!... Los campos se oscurecen.
Hacia el camino blanco está el mesón abierto
al campo ensombrecido y al pedregal desierto.  
   
(de: Campos de Castilla)



Al considerar el paisaje como un telón de fondo, se comprueba la importancia que tiene este segundo texto “A orillas del Duero”. El poeta empieza ascender cualquiera de los dos cerros limítrofes: el Castillo o el Mirón, para desde allí describirnos el paisaje humano y geográfico, celeste y climático. Es importante ver cómo lo hacía Machado: en todas direcciones, desde la altura de Soria, 1,056 metros sobre el nivel del mar. Física y simbólicamente continúa remontándose para contemplar la grandeza y la miseria de España: su pasado y su presente. Quizá, con los ojos del poeta, podamos vislumbrar el futuro. Entre los poemas más representativos entre los que aparece el campo están “A orillas del Duero”, “Orillas del Duero”, “Los encinares”, “En abril, las aguas mil”, “A un olmo seco”, etc., el paisaje va descendiendo de los cerros a la costa: desde las tierras altas, hasta la ribera sevillana o a la huerta valenciana. Aquel campo de Castilla invita a ver el cielo, donde las aves repaces pueblan las alturas y habitan en los cerros colorados. Algunas hierbas montaraces: el espliego, el romero, la salvia y el tomillo, que son utilizadas como medicamentos. Abajo la tierra parda. A lo lejos, sierras sin vegetación. Cercando a Soria, el rio Duero, que es como una extensa espera a través de la larga sequía. En sus márgenes, los álamos verdes entre tanta desolación.

La ciudad, Soria, fortificada como baluarte contra los moros en las antiguas guerras de reconquista. En derredor, el horizonte llega hasta las distantes colinas, cubiertas en la altura por robles y encinares rojizos, y en la base, peñascos y reducidas praderas que el mismo pastor ha quemado para obtener pastos al comienzo de la lejana primavera. Sus rebaños de ovejas, rumbo a Zamora y León. El ganado vacuno es alimentado con los forrajes de la cosecha anterior. Las cigüeñas, que son de regiones frías, anidan en los campanarios de las múltiples iglesias. Por los caminos: pasajeros, arrieros, algunos en carros de caballos y otros en su cabalgadura. Pocos charcos o arroyos y arboledas para las cansadas bestias de carga; los parajes, sin albergues. Los pueblos ruinosos con torreones, antiguas fortalezas y castillos (precisamente por ellos se llama a esta región, Castilla: lugar de los castillos).

Antonio Machado.
A este campo se refiere Antonio Machado como “el alto solar del romancero”, porque en él se llevaron a cabo las antiguas gestas heroicas. De Medinaceli y de San Esteban de Gormaz, poblaciones de Soria, eran los juglares que compusieron “El Cantar de Mio Cid”. Los conventos de órdenes religiosas y militares hacen exclamar al poeta:


Sobre sus campos aún el fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra  



Las tierras abandonadas en aquella época, porque los campesinos van de jornaleros a regiones costeras o a los viñedos. A pesar de todo Machado cree que aún hay esperanza; ama estos lugares y los interroga. Espera que Castilla no desdeñe el progreso, y la increpa porque conoce y estima su glorioso pasado: “Castilla miserable, ayer dominadora” que emprendió “la más osada aventura de la historia”:


ORILLAS DEL DUERO

¡Primavera soriana, primavera
humilde, como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de cansancio en un páramo infinito!
    ¡Campillo amarillento,
como tosco sayal de campesina,
pradera de velludo polvoriento
donde pace la escuálida merina!
    ¡Aquellos diminutos pegujales
de tierra dura y fría,
donde apuntan centenos y trigales
que el pan moreno nos darán un día!
  Y otra vez roca y roca, pedregales
desnudos y pelados serrijones,
la tierra de las águilas caudales,
malezas y jarales,
hierbas monteses, zarzas y cambrones.
  ¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!
¡Castilla, tus decrepitas ciudades!
¡La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades!
 ¡Castilla varonil, adusta tierra,
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte!
  Era una tarde, cuando el campo huía
del sol, y en el asombro del planeta,
como un globo morado aparecía
la hermosa luna, amada del poeta.
  En el cárdeno cielo violeta
alguna clara estrella fulguraba.
El aire ensombrecido
oreaba mis sienes, y acercaba
el murmullo del agua hasta mi oído.
  Entre cerros de plomo y de ceniza
Manchados de roídos encinares,
y entre calvas roqueadas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río,
que surca de Castilla el yermo frio.
  ¡Oh Duero, tu agua corre
y correrá mientras las nieves blancas
de enero el sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas,
mientras tengan las sierras su turbante
de nieve y de tormenta,
y brille el olifante
del sol, tras de la nube cenicienta!...
   ¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?

(de: Campos de Castilla)



Por eso el Duero que atraviesa esa región semidesértica es un símbolo de la constancia exigida para hacer prosperar aquellos áridos campos. Las tierras del sur, que también canta el poeta en este libro, contrastan con las tierras altas, por ser menos austeras. En gran parte de Andalucía se ha utilizado el agua, no muy abundante, con rigurosa economía en huertos de naranjos y limeros. Hay cosechas de trigo como el centro. Jardines cuidados con esmero donde se desarrolla la agricultura en forma más favorecida. En su natal Sevilla, ciudad fluvial y puerto, hay palmeras, fuentes de agua clara, jardines con nardos, claveles, albahaca y hierbabuena. Olivares que abundan en toda esta región:


“¡Viejos olivos sedientos
bajo el claro sol del día,
olivares polvorientos
del campo de Andalucía!
¡El campo andaluz, peinado
por el sol canicular,
de loma en loma rayado
de olivar y de olivar!
Son las tierras
soleadas,
anchas lomas, lueñes sierras
de olivares recamadas”

“Los olivos”

(en: Campos de Castilla)



Pero, además, el poema “Orillas del Duero” contiene, también por primera vez, un tema entrañable para Machado: el de la primavera soriana, tema que le imperó algunos de sus más bellos poemas; bastaría citar sólo uno de ellos: “A José María Palacio”, fechado en Baeza, el 29 de abril de 1913…


A JOSÉ MARÍA PALACIO

Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, primavera tarda,
¡pero es tan bella y duce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entre las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en la sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
Y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra…

(en: Campos de Castilla)



Antonio Machado (a la izquierda), con su
hermano José, la mujer de éste, Matea
Monedero, las tres hijas de ambos, Carmen,
María y Eulalia; y la madre de los Machado,
Ana Ruiz, Madrid, hacia 1933.
En esta interrogación al amigo, nos cabe preguntar, si es que el poeta evoca los parajes castellanos imaginándolos en primavera. Esta es ya una visión tamizada por el recuerdo. Pero quizá las acacias aún no tengan sus flores amarillas y los montes continúen nevados. Y el Moncayo en tierra de Aragón tendrá su nieve blanca y rosa; las espinosas Zarzas quizá ya florecieron junto con los ciruelos. Más que  preguntar, afirma, acudiendo a sus recuerdos. Los trigales estarán verdecidos, las abejas estarán libando el romero y el tomillo, los labriegos sembrando con mulas los terrenos de secano. Tal vez los cazadores furtivos anden tras las perdices.

Las riberas ya estarán habitadas por ruiseñores, habrá rosas y lirios en los jardines. Cuán distinto este paisaje del anterior en tiempo de sequía, de aquellos páramos donde casi no se advertía vida ni movimiento. Ahora sabemos que las pocas y reducidas sementeras son de trigo; además, existen chopos, árboles de las regiones húmedas y templadas. Nos damos cuenta de que no todo es yermo, hay trabajo y cosechas.

Pero el éxito de “Campos de Castilla”, aunque lo halague, no deslumbra a Machado, a quien sólo preocupa en esos días la enfermedad de su mujer. La muerte llega al lecho de Leonor el día 1 de agosto de 1912. Antonio la toma entre sus brazos y no quiere aceptar que ha muerto: “¡Es un colapso!”, grita “Mi niña quedó tranquila / dolido mi corazón”, recordaría más tarde el poeta en un conmovedor romance evocando ese instante en que la muerte entró en su casa:


“Una noche de verano
- estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa -
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
-ni siquiera me miró -,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón.
¡Ay, lo que la muerte ha roto
Era un hilo entre los dos!

(CXXIII, en Campos de Castilla)




La muerte de Leonor hundió a Machado en un estado de desesperación que le costó trabajo superar. Es el momento en que se escucha su desgarrador dolor en cuatro desolados versos:


“Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye esta vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”

(CXIX, en Campos de Castilla)



Leonor, foto de 1909.
Muerta Leonor, Machado no deseaba ya vivir y a punto estuvo de suicidarse. Meses más tarde, desde Baeza, se lo confesaría a Juan Ramón Jiménez en una carta:

“Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro [Campos de Castilla] me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil no tenía derecho a aniquilarla”.

Entre los poemas añadidos, años más tarde, al núcleo inicial de Campos de Castilla, hay que citar las conmovedoras evocaciones por la esposa muerta. He aquí cuatro remembranzas que hace el poeta a la memoria de Leonor:


“Dice la esperanza: un día
la verás, si bien esperas.
Dice la desesperanza:
sólo tu amargura es ella.
Late, corazón… No todo
se lo ha tragado la tierra.”

(CXX, en Campos de Castilla)


“Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando en sueños…
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.”

(CXXI, en Campos de Castilla)



El dolor lo lleva a Machado por un sendero de ensueños y nostalgia. La ausencia de la amada cobra corporeidad en esa magín que oscila entre el recuerdo y la ausencia:


“Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras
hacia los montes azules
una mañana serena
sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de una alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!”

(CXXII, en Campos de Castilla)



El transcurrir del tiempo va, de alguna manera, apaciguando el dolor primero; la resignación por la ausencia de la esposa se va asentando en el alma del poeta, moderando el ánimo tan convulsionado otrora. El paso del tiempo se refleja en la naturaleza, en el verdor de las vegas, en la desaparición de la nieve, en las zarzas blanquecinas, en el florecimiento de los ciruelos:


“Al borrarse la nieve, se alejaron
los montes de la sierra,
la vega ha verdecido
al sol de abril, la vega
tiene la verde llama,
la vida, que no pesa;
y piensa el alma en una mariposa,
atlas del mundo, y sueña
con el ciruelo en flor y el campo verde,
con el glauco vapor de la ribera,
en torno de las ramas,
con las primeras zarzas que blanquean,
con este dulce soplo
que triunfa de la muerte y de la piedra,
esta amargura que me ahoga fluye
en esperanza de Ella…” 

              (CXXIV, en Campos de Castilla)




Antonio Machado, en el Café
de las Salesas, Madrid, enero
de 1934
Poco tiempo después de la carta de Juan Ramón, una carta dirigida a Miguel de Unamuno refleja el calvario que la muerte de Leonor provocó en Machado.


“La muerte de mi mujer dejó un espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella, pero sobre el amor está la piedad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir. Hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada extraordinario en este sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo. Pensando en esto me consuelo algo. Tengo a veces esperanza. Una fe negativa es también absurda. Sin embargo, el golpe fue terrible y no creo haberme repuesto. Mientras luché a su lado contra lo irremediable me sostenía mi consciencia de sufrir mucho más que ella, pues ella, al fin, no pensó nunca en morirse y su enfermedad no era dolorosa. En fin, hoy vive en mí más que nunca, y algunas veces creo firmemente en que la he de recordar. Paciencia humanidad”



Soria se convirtió en una paradoja para Machado: allí fue dichoso con Leonor Izquierdo Cuevas, pero también aquello rincón de España con frescos naranjales, con su Guadalquivir corriendo entre los campos, con sus campanarios y sus cigoñinos, con sus pastores y sus rebaños, fue testigo del golpe más duro que recibiría el poeta. El recuerdo de la esposa fallecida sería más lacerante si continuaba viviendo y recorriendo los mismos lugares donde había sido tan feliz, donde cada piedra, cada camino, cada jardín, cada calle, le traería recuerdos de aquella felicidad, trocada luego en penosa agonía. Una semana después de la tragedia, Antonio coge el tren para Madrid. El porvenir castellano. El “periodiquillo” soriano que el contribuyó a fundar -, en su edición del 8 de agosto: “En el tren de la noche de hoy salen para Madrid nuestro querido amigo don Antonio Machado y su buena madre, la respetable señora doña Ana Ruiz”.

Doña Ana había acudido a Soria para estar al lado de su hijo y de la enferma “porque el amar a un hijo más que a todo / es la gran ley de Dios de las mujeres”, versa Campoamor. Y hasta Soria siguió doña Ana al poeta como lo seguiría años más tarde hasta su tumba en Collioure. En Madrid gestiona Machado en el Ministerio su traslado a otro Instituto. Y fue así como llegó a Baeza el 29 de octubre de 1912. Pero si el poeta huye de Soria, porque Soria sin su esposa sería la más horrible de las soledades, siempre llevará a esa ciudad en su corazón, y el recuerdo punzante de la ciudad del Duero va a hacerse en el inseparable del doloroso recuerdo de Leonor. “Se canta lo que se pierde”, dice una copia del poeta, y ahora que ha perdido a Soria como perdió a Leonor, el poeta necesitará cantarla en sus versos inmortales:


RECUERDOS

Oh Soria, cuando miro los frescos naranjales
cargados de perfume, y el campo enverdecido,
abiertos los jazmines, maduros los trigales,
azules las montañas y el olivar florido;
Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles;
y al sol de abril los huertos colmados de azucenas,
y los enjambres de oro, para libar sus mieles
dispersos en los campos, huir de sus colmenas;
yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares,
barriendo el cierzo helado tu campo empedernido;
y en sierras agrias sueño- ¡Urbión, sobre pinares!
¡Moncayo blanco, al cielo aragonés, erguido!-
Y pienso: Primavera, como un escalofrío
irá a cruzar el alto solar del romancero,
ya verdearán de chopos las márgenes del río.
¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero?
Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas,
y la roqueda parda más de un zarzal en flor;
ya los rebaños blancos, por entre grises peñas,
hacia los altos prados conducirá el pastor.
¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas
que vais al joven Duero, rebaños de merinos
con rumbo hacia las altas praderas numantinas,
por las cañadas hondas y al sol de los caminos;
hayedos y pinares que cruza el ágil ciervo,
montañas, serrijones, lomazos, parameras,
en donde reina el águila, por donde buscara el cuervo
su infecto expoliario; menudas sementeras
cual sayos cenicientos, casetas y majadas
 entre desnuda roca, arroyos y hontanares
donde a la tarde beben las yuntas fatigadas,
dispersos huertecillos, humildes abejares!...
¡Adiós, tierra de Soria; adiós el alto llano
cercado de colinas y crestas militares
alcores y roqueadas del yermo castellano,
fantasmas de robledos y sombras de encinares!
En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.
Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,
por los floridos valles, mi corazón te lleva.

                             En el tren, abril de 1912
                         (en, Campos de Castilla)



Dentro de la obra de Machado cobra gran importancia “La tierra de Alvargonzález”, poema prosificado que fue publicado en la revista Mundial, de París, núm. 9, enero de 1912. La vida de la tierra y la tragedia de sus hombres nos las ha retratado el poeta en este texto que ha sido desarrollado en dos formas: en prosa, como un cuento leyenda, a la manera de Bécquer, alternando el dialogo con la descripción y la acción. El mismo tema, en verso, lo aprovecha Machado, a la manera de romance, pero sin arcaísmos. En el prólogo de Campos de Castilla, escribe Machado:


“Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde La tierra de Alvargonzález Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. La confección de nuevos romances viejos- caballerescos o moriscos- no fue nunca de  mi agrado, y toda simulación de arcaísmo me pareció ridícula… Pero mis romances no emanan de heroicas gestas, sino del pueblo que los compuso y de la tierra donde se cantaron”.



Manuel Machado, la actriz Margarita
Xirgu y Antonio Machado, en el Teatro
Español, 26 de marzo de 1932.
El tema del texto es el asesinato que cometen dos de los tres hijos de Alvargonzález, Juan y Martín, contra su padre, con la intención de apoderarse de sus tierras y otras propiedades. Al final, los homicidas al caer en la Laguna Negra, lugar donde habrían arrojado el cadáver de su padre después de matarlo. El desenlace tiene un fondo de misterio y vergüenza, de dolor y tardío arrepentimiento para quienes saben que no pueden esperar perdón.

He aquí una breve síntesis sobre este bello romance. Alvargonzález, padre de tres hijos varones y poseedores de una hacienda mediana, tiene una pesadilla en la que sus dos hijos mayores le dan muerte, envidiosos del amor que siente por el más pequeño. El sueño se hace realidad y los asesinos lo arrojan a la Laguna Negra, con una piedra atada a los pies para que se hunda y el crimen quede oculto. La madre muere de pena. Juan y Martín, los asesinos, heredaron la hacienda, pues el menor- Miguel- había sido destinado a la Iglesia.

El primer año obtienen buena cosecha, pero después la tierra, como castigo, ya no produce y se ven reducidos a la miseria. El menor, que se supone había emigrado a América, regresa una noche de invierno, como indiano rico, a la casa donde se reúne la familia. Se aparece la imagen del padre abriendo misteriosamente la puerta, con un haz de leña al hombro y un hacha en la mano. No obstante este aviso, los mayores venden a Miguel parte de las tierras y malgastan el dinero. Las de Miguel producen con abundancia, en tanto que las de sus hermanos se resisten a ser cultivadas, por lo cual le vuelven a tener envidia. Un día que Juan y Martín emprendieron un viaje, aquél le cuenta a su hermano que la noche anterior había visto a un anciano cultivar el huerto de Miguel con un haz de plata, en un ambiente sobrenatural. Cuando al atardecer los homicidas pasan por la Laguna Negra, acosados por el remordimiento y el miedo, sienten que el campo y el bosque cobran vida, y en una visión de pesadilla los obligan a arrojarse desde la alta peña a la laguna.

Como anécdota diremos que cuando Machado residía en Baeza, llegó a esta ciudad un grupo de estudiantes de la Universidad de Granada, en viaje de estudios. Estamos a 8 de junio de 1916. Los estudiantes acuden a visitarlo, bajo la custodia de un profesor, que presenta a uno de ellos con el nombre de Federico. Comenta que éste tiene buena disposición para la música (ha estudiado con el gran compositor Manuel de Falla) y que toca muy bien el piano. Esa misma tarde se organiza un recital en el Instituto de la localidad, con asistencia del profesorado. Allí se acerca el joven a Antonio y le confiesa: “A mí me gusta la poesía y la música”. La concurrencia pide a Machado que lea alguna de sus composiciones; el poeta lee el romance La tierra de Alvargonzález. Al terminar recibe una calurosa ovación del público impresionado por la lectura en voz del autor.

De izquierda a derecha Antonio Machado,
Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y
Ramón Pérez de Ayala; en el Teatro Juan
Bravo, de Segovia, el 14 de febrero de 1931.
Uno de los integrantes de ese grupo –el joven pianista Federico- ha de hacer sentido profundamente aquel poema, pues en su obra aparecerán después varios romances, algunos con imágenes evocadoras del escuchado en aquella velada emotiva en que, luego de escuchar a Machado, se desfogó tocando el piano. Ese joven de 18 años, piel aceitada y pelo denso era Federico García Lorca. Veamos el romance Las tierras de Alvargonzález en sus dos versiones; para ello echaremos mano a dos fragmentos:


En prosa:

Siendo Alvargonzález mozo, heredó de sus padres rica hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar, dos prados de fina hierba, campos de trigo y de centeno, un trozo de encinar no lejos de la aldea, algunas yuntas para el arado, cien ovejas, un mastín y muchos lebreles de caza.

Prendóse de una linda moza en tierras del Burgo, no lejos de Berlanga, y al año de conocerla la tomó por mujer. Era Polonia, de tres hermanas, la mayor y la más hermosa, hija de labradores que llaman los Peribáñez, ricos en otros tiempos, entonces dueños de menguada fortuna.

Famosas fueron las bodas que se hicieron en el pueblo de la novia y las tornabodas que celebró en su aldea Alvargonzález. Hubo vihuelas, rabeles, flautas y tamboriles, danza aragonesa y fuegos al uso valenciano. De la comarca que riega el Duero, desde Urbión, donde nace, hasta que se aleja por tierras de Burgos, se habla de las bodas de Alvargonzáles y se recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el pueblo no olvida nunca lo que brilla y truena.


En verso:

Siendo mozo Alvargonzález,
dueño de mediana hacienda,
que en otras tierras se dice
bienestar y aquí, opulencia,
en feria de Berlanga
prendóse de una doncella,
y la tomó por mujer
al año de conocerla.
Muy ricas las bodas fueron
y quien las vio las recuerda;
sonadas las tornabodas
que hizo Alvar en su aldea;
hubo gaitas, tamboriles,
flauta, bandurria y vihuela,
fuegos a la valenciana
y danza a la aragonesa.


En prosa:

Mala muerte dieron al labrador los malos hijos a la vera de la fuente. Un hachazo en el cuello y cuatro puñaladas en el pecho pusieron fin al sueño de Alvargonzález. El hacha que tenían de sus abuelos y que tanta leña cortó para el hogar, tajó el robusto cuello que los años no habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen padre cortaba el pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa, hendido había el más noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era bueno para su casa, pero era también mucha su caridad en la casa del pobre. Como padre habían de llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o alguna vez le vieron en los umbrales de las suyas.

Los hijos de Alvargonzález no saben lo que han hecho. Al padre muerto arrastran hacia un barranco por donde corre un río que busca al Duero. Es un valle sombrío lleno de helechos, hayedos y pinares.

Y lo llevan a la Laguna Negra, que no tiene fondo, y allí lo arrojan con una piedra atada a los pies. La laguna está rodeada de una muralla gigantesca de rocas grises y verdosas, donde anidan las águilas y los buitres. Las gentes de la sierra en aquellos tiempos no osaban acercarse a la laguna ni aun en los días claros. Los viajeros, como usted, visitan estos lugares han hecho que se les pierda el miedo.


En verso:

A la vera de la fuente
quedó Alvargonzález muerto.
Tiene cuatro puñaladas
entre el costado y el pecho,
por donde la sangre brota,
más un hachazo en el cuello.
Cuenta la hazaña del campo
el clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.
Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan el muerto, dejando
detrás un rastro sangriento;
y en la laguna sin fondo,
que guarda bien los secretos,
con una piedra amarrada
a los pies, tumba le dieron.



Estatua de Antonio Machado en la calle
San Pablo de Baeza.
En Baeza empieza una nueva etapa en la vida y la obra de Antonio Machado. El paisaje de sus campos le impulsó algunas bellas canciones. Pero él amaba el paisaje, los campos alegres de Baeza, no gustaba de la ciudad, de sus gentes, de su pobreza espiritual, de su barbarie. “Aquí no se puede hacer nada - escribe a Miguel de Unamuno -. Las gentes de esta tierra - lo digo con tristeza, porque, al fin, son de mi familia - tienen el alma absolutamente impermeable”.
En la misma carta, fechada en 1943, compara Baeza con Soria, y destaca la superioridad espiritual de la ciudad castellana sobre la andaluza: “Reconozco la superioridad espiritual de las tierras pobres del Duero. En lo bueno y en lo malo supera aquella gente. Esta Baeza, que llaman Salamanca Andaluza, tiene un Instituto, un Seminario, una Escuela de Artes, varios Colegios de Segunda Enseñanza, y apenas sabe leer un 30 por ciento de la población. No hay más que una librería donde se venden tarjetas postales, devocionarios y periódicos clericales y pornográficos. Es la comarca más rica de Jaen y la ciudad está poblada de mendigos y de señoritos arruinados en la ruleta. La profesión de jugador de monte se considera muy horrorosa. Es infinitamente más levítica y no hay un átomo de religiosidad. Se habla de política- todo el mundo es conservador- y se discute con pasión cuando la Audiencia de Jaen viene a celebrar un juicio por jurados… Por lo demás el hombre del campo trabaja y sufre resignado o emigra en condiciones tan lamentables que equivalen al suicidio”.

A estos “señoritos” andaluces ya había retratado en un poema, revelando el desprecio que sentía por ellos. A estos tipejos los retrata sarcásticamente en su poesía “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido”, un reverso esperpéntico de las Coplas de Jorge Manrique:


Al fin, una pulmonía
mató a don Guido, y están
las campanas todo el día
doblando por él: ¡din-dan!
Murió don Guido, un señor
de mozo muy jaranero,
muy galán y algo torero;
de viejo, gran rezador.
Dicen que tuvo un serrallo
este señor de Sevilla;
que era diestro
en manejar el caballo
y un maestro
en refrescar manzanilla.
Cuando mermó su riqueza,
era su monomanía
pensar que pensar debía
en asentar la cabeza.
Y asentóla
de una manera española,
que fue casarse con una
doncella de gran fortuna;
y repintar sus blasones,
hablar de las tradiciones
de su casa,
escándalos y amoríos
poner tasa,
sordina a sus desvaríos.
Gran pagano,
se hizo hermano
de una santa cofradía;
el Jueves Santo salía,
llevando un crio en la mano
-¡aquel trueno!-,
vestido de nazareno.
Hoy nos dice la campana
que han de llevarse mañana
al buen don Guido, muy serio,
camino del cementerio.
Buen don Guido, ya eres ido
y para siempre jamás…
Alguien dirá: ¿Qué dejaste?
Yo pregunto: ¿Qué llevaste
al mundo donde hoy estas? 
¿Tu amor a los alamares
y a las sedas y a los oros,
y a la sangre de los toros
y al humo de los altares?
Buen don Guido y equipaje,
¡buen viaje!...
El acá
y el allá,
caballero,
se ve en tu rostro marchito, lo infinito:
cero, cero.
¡Oh las enjutas mejillas,
amarillas,
y los parpados de cera,
y la fina calavera
en la almohada del lecho!
¡Oh fin de una aristocracia!
La barba canosa y lacia
sobre el pecho;
metido en tosco sayal,
las yertas manos en cruz,
¡tan formal!
el caballero andaluz.

(en: … Campos de Castilla)



Este severo juicio del ambiente y las gentes de Baeza no le impidió, sin embargo, hacer algunas amistades con las cuales disfrutaba de acaloradas tertulias y placenteras caminatas. Aunque los años de Baeza fueron importantes en la evolución espiritual de Machado, y literalmente fecundos, es evidente que no se hallaba a gusto en la vieja ciudad andaluza, tan muerta espiritualmente, en contraste con el vigor de la mística Soria. En cartas a Unamuno y a Juan Ramón Jiménez manifiesta su sentimiento: “Yo sigo este poblachón moruno, sin esperanzas de salir de él; es decir, resignado, aunque satisfecho”, escribe a Unamuno en diciembre de 1914. Pero como no hay mal que dure cien años, al fin el autor de Campos de Castilla logra una plaza de profesor en el Instituto de Segovia, ciudad en la que se instala el 28 de noviembre de 1919. Manuel Muñoz López, alumno de Machado, ha evocado una breve semblanza del poeta:


“La figura de don Antonio era importante. Tenía los pies grandes y juanetudos; al andar los arrastraba un poco con sus botas negras de punta redonda. Era bastante desaliñado, y los trajes, siempre de color oscuro, los llevaba algo arrugados, y el pantalón un poco largo y con rodilleras. Solía usar una chaqueta cruzada con los bolsillos abultados, llenos de papelotes, el Heraldo de Madrid y el paquete de tabaco de cuarterón. Cuando en clase liaba sus cigarros, desparramaba por la mesa gran cantidad de tabaco que luego arrojaba al suelo de un manotazo. Usaba camisa de pechera y cuello de pajarita, corbata larga, puños almidonados de brillo, grande y ancho, que en invierno permitían ver por debajo los de la camiseta larga de punto inglés. Llevaba siempre sombrero flexible que, aunque algo haldudo, era de los que entonces se estilaban”.



Carta de Machado a Juan
Ramón Jiménez.
Estos años segovianos son para Machado más fecundos en páginas de prosa-crítica, ensayo- que de verso. El golpe de Estado del general Primo de Rivera, que instauró la dictadura en España en setiembre de 1923, fue recibido por la mayoría de los intelectuales españoles, Machado entre ellos, con sorpresa y disgusto. El destierro de don Miguel Unamuno a Fuerteventura, decretado por el dictador Primo de Rivera, indigna a Machado.

La causa del destierro fue el haberse publicado en Buenos Aires, sin permiso de su autor, una carta particular de don Miguel de Unamuno criticando en términos violentos la dictadura de Rivera. Años después, Unamuno, como otros hombres de primera fila en la cultura española, padecería también en su espíritu a causa de la Guerra Civil. Unamuno, a quien los errores de los republicanos habían alejado de la República, acogió primero con entusiasmo la rebelión del general Franco, pero murió de pena al ver a su bien amada Salamanca plagada de nazis.

¿Cómo sucedió este cambio de actitud de los más eminentes intelectuales que antes de la guerra estaban a favor de la República? Veamos.


En su mayor parte se encontraban en la España republicana al ocurrir el alzamiento. Firmaron un manifiesto en el que se pedía apoyo para la Republica. Las firmas de este manifiesto incluían las del médico y biógrafo doctor Marañón, el embajador y novelista Pérez de Ayala, el historiador Menéndez Pidal, y el prolífico escritor y filósofo José Ortega y Gasset. Sin embargo, el efecto de las atrocidades republicanas y de la creciente influencia de los comunistas hizo que estos hombres, que habían tenido una parte tan importante en la creación de la Republica en 1931, aprovecharán cualquier oportunidad que tuvieran a su alcance para marchar al extranjero. Una vez allí, retiraron su apoyo a la Republica. Un camino enteramente contrario fue el seguido por el filósofo vasco Miguel de Unamuno, autor de Del sentimiento trágico de la vida y portaestandarte de la generación del 98. Como rector de la Universidad de Salamanca, se encontró al principio de la guerra civil en territorio nacionalista.

Todavía el 15 de septiembre, continuaba apoyando al movimiento nacionalista en “su lucha por la civilización contra la tiranía”. Pero el 12 de octubre había cambiado. En esta fecha, día de la Fiesta de la Raza, se celebró una gran ceremonia en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Estaba presente el obispo de Salamanca. Se encontraba allí el gobernador civil. Asistía la señora de Franco. Y también el general Millán Astray. En la presidencia estaba Unamuno, rector de la Universidad. Después de las formalidades iniciales, Millán Astray atacó violentamente a Cataluña y a las provincias vascas, describiéndolas como “cánceres en el cuerpo de la nación. El fascismo, que es el sanador de España, sabrá cómo exterminarlas, entrando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”. Desde el fondo del paraninfo, una voz gritó el lema de Millán Astray: “¡Viva la muerte!” Millán Astray dio a continuación los habituales gritos excitadores del pueblo: “¡España!”, gritó.

Automáticamente, cierto número de personas contestaron: “¡Una!”. “¡España!”, volvió a gritar Millán Astray. “¡Grande!”, replicó su auditorio, todavía algo remiso. Y al grito final de “¡España!” de Millán Astray, contestaron sus seguidores “¡Libre!”. Algunos falangistas, con sus camisas azules saludaban con el saludo fascista al inevitable retrato sepia de Franco que colgaba de la pared sobre la silla presidencial. Todos los ojos estaban fijos en Unamuno, que se levantó y dijo: “Estáis esperando más palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso de- por llamarlo de algún modo- del general Millán Astray que se encuentra entre nosotros. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo - y aquí Unamuno señaló al tembloroso prelado que se encontraba a su lado - lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona.” Se detuvo.

En la sala se había extendido un temeroso silencio. Jamás se había pronunciado discurso similar en la España nacionalista. ¿Qué iría a decir a continuación el rector? “Pero ahora- continuó Unamuno - acabo de oír el necrófilo e insensato grito, “Viva la muerte”. Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de alguien que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que le general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carece de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”.

En este momento, Millán Astray no se pudo detener por más tiempo, y gritó: “¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, clamoreado por los falangistas. Pero Unamuno continuó: “Este es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitamos algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”. Siguió una larga pausa. Luego, con un valiente gesto, el catedrático de derecho canónico salió a un lado de Unamuno, y la señora de Franco al otro. Pero esta fue la última clase de Unamuno. En adelante, el rector permaneció arrestado en su domicilio.

Sin duda hubiera sido encarcelado, si los nacionalistas no hubieran temido las consecuencias de tal hecho. Unamuno moría con el corazón roto de pena el último día de 1936. La tragedia de su últimos meses constituyó la expresión natural de una sociedad en la que, por una ley publicada en septiembre, todos los libros de “tendencias socialistas o comunistas habían de ser destruidos como medida de salud pública”. En diciembre, todos estos libros, o cualesquiera en los que se tratase de materias “generalmente subversivas”, hubieron de ser entregados a las autoridades en un plazo de cuarenta y ocho horas.



Antonio Machado.
Cuando el 1 de junio de 1912 perdió Machado a Leonor, su esposa, era un hombre aún joven, pues tenía sólo treinta y siete años. Pero esa dolorosa pérdida y los años de soledad y tristeza que siguieron - sobre todo los años de Baeza - lo hicieron envejecer prematuramente.

Lo cierto es que ya en sus años de Baeza, si el corazón de Machado sufría de ausencia y soledad, también estaba abierto a la esperanza, y acaso soñaba con nuevas primaveras. En “Proverbios y Cantares” leemos:


“Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón”    

(LXVI)



Y esta primavera llegó. Tenía Machado cincuenta y tres años cuando apareció Guiomar en su vida, la misma bella Guiomar a la que canta en sus canciones. La mujer se llamaba, como se supo después, era Pilar de Valderrama y se conocieron en Segovia en junio de 1928, lugar a donde Guiomar había acudido para curarse de una depresión nerviosa por consejo de su médico. Como ella escribía poesía no tuvieron inconveniente en reunirse para intercambiar opiniones; Machado quedó deslumbrado ante la bella dama. Por las cartas existentes, parece evidente que la relaciones entre el poeta y “su diosa”, como la llama, no pasaron nunca de lo que pudiéramos llamar una amistad amorosa, en la que lo espiritual predominaba sobre lo físico, si alguna vez lo hubo, pues, Guiomar, era una mujer casada, de ahí que el poeta, hasta su muerte, mantuviera escondida la identidad de Pilar.

La proclamación de la República el 14 de abril de 1931 sorprende a Machado en Segovia. La instauración de la República va a tener una consecuencia favorable para Machado: su traslado, en octubre de 1931, a Madrid, para ocupar la cátedra de francés de un nuevo Instituto, el Calderón de la Barca. Atrás queda el sufrimiento como huésped de humildes pensiones provincianas. A Guiomar suele verla una vez a la semana; única gran ilusión capaz de curar sus dolencias. Cuando Unamuno viaja a Madrid, visita siempre a Machado. “Vengo a saludar al hombre más descuidado de cuerpo y más limpio de alma de cuantos conozco”, comenta el escritor vasco. En abril de 1934 visita al poeta de “Campos de Castilla”, su amigo Juan Guerrero Ruiz. El amigo llega a la casa de la calle general Arrando: “Unos momentos y aquí está saludándome con amable atención el poeta”, cuenta Guerrero en una página evocadora. “Muchas veces me había dicho desde su verso: “ya conocéis mi torpe aliño indumentario”; pero sinceramente, yo no creía que fuera tanto, ni aun para andar por casa. Un guardapolvo de dril usado, que sólo abotona hasta la cintura, deja ver lo que si yo fuera una dama me hubiera hecho enrojecer: el pantalón todo desabotonado y entreabierto. Yo alzo la mirada olvidando este desaliño para fijarla en la cabeza soñolienta del poeta admirado, que me invita a sentarme cerca de él, quien ocupa otra mecedora contigua a la mía…”

Pilar de Valderrama, Guiomar
Musa de Antonio Machado.
Al llegar el año 1935, los encuentros de Machado y Guiomar se hacen menos frecuentes. A fines de año, ante el temor de una convulsión revolucionaria, la familia de Guiomar decide salir de España e instalarse en Portugal, en Estoril, donde permaneció hasta bien entrada la guerra española (febrero de 1937). Guiomar se despide del poeta con unas líneas, y Machado le escribe esta última carta: “Ya se fue mi diosa ¿la volveré a ver? Quisiera apartar de mi pensamiento toda tristeza para que mis letras no lleguen a ti impregnadas de una melancolía que por nada del mundo quisiera yo que fuese contagiosa. Hay que buscar razones para consolarse de lo inevitable. (…) Ahora te veo yo diciéndome adiós con la mano, el día de nuestra última entrevista, y tras esa imagen se me va el corazón tantas veces como la evoco. (…) Adiós,, mi diosa, Dios contigo y el corazón de tu poeta…”    

El año 1936 es una época de recrudecimiento del clima político y de la lucha entre las derechas y las izquierdas en España. La Republica, casi recién nacida, sufre fuertes ataques de los extremistas de ambos bandos y sus esfuerzos por resistir a unos y otros no parecen muy eficaces. La politización de los intelectuales es casi total, en su gran mayoría inclinados a la izquierda, desde el republicanismo liberal al marxismo.

El 6 de enero muere Valle-Inclán, una de las grandes figuras del 98 y una de las grandes admiraciones de escritores como Machado y García Lorca. Machado escribe en una de las notas de su Juan de Mairena: “… un santo de las letras fue Valle - Inclán, el hombre que sacrifica s humanidad y la convierte en buena literatura, la más excelente que pudo imaginar. Hemos de leer y estudiar sus libros y admirar muchas de sus páginas incomparables… y del buen don Ramón del Valle, el amigo querido, siempre maestro, digamos que fue también el que quiso ser un caballero, sin mendiguez ni envidia”.

En abril otro de los viejos amigos de Machado, el poeta Francisco Villaespesa. En mayo llega a las librerías otro libro de Machado, “Juan de Mairena”. Pero los críticos no tienen mucho tiempo para comentarlo. La tragedia ensombrece a España, cuando el 18 de julio estalla la guerra civil. Las privaciones de la guerra afectan a la familia de Machado. El 16 de agosto, al amanecer, fue fusilado Manuel Fernández Montesinos, marido de Conchita, hermana de García Lorca. Ese mismo día, Lorca es detenido en casa del poeta Luis Rosales. El amanecer del 19 Federico García Lorca es fusilado en la Colonia, antigua residencia veraniega, en Viznar. Machado soporta con estoicismo tan trágica muerte y escribe su hermoso poema “El Crimen en Granada”:

Federico García Lorca



1.     El crimen

    Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frio,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
Rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
-sangre en la frente y plomo en las entrañas-
… Que fue en Granada el crimen
sabed- ¡pobre Granada!, en su Granada.   


2.    El poeta y la muerte

Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
-Ya el sol en torre y torre, los martillos
en yunque- yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
“Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban…
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!”


3.
Se le vio caminar…
Labrad, amigos,
de piedra y sueño en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!



Entretanto, Madrid continuaba sitiado y sometido al tormento del hambre. Los bombardeos eran frecuentes. Ernest Hemingway se apresuraba a terminar su obra. La quinta columna, mientras su hotel, el Florida, recibía más de treinta impactos de bombas. Durante el verano de 1937, se celebró en Madrid un congreso de escritores con la finalidad oficial de discutir la actitud de los intelectuales ante la guerra. Pero una de las finalidades ocultas de los comunistas organizadores del congreso era condenar a André Gide, quien, en su reciente libro “Retour de l’URSS”, había atacado a la Unión Soviética por cuyo gobierno había sido recibido como un amigo. Acudieron a este congreso Hemingway, el poeta inglés Stephen Spender y la mayor parte de los apologistas de la República. El congreso estuvo dominado por el escritor francés André Malraux, con su característico tic nervioso de arrugar la nariz.

Los delegados comunistas, muy modestos ellos, se pasearon en Rolls Royce y charlaron con los poetas españoles de la guerra: allí estaban Antonio Machado, Rafael Alberti, José Benjamín y Miguel Hernández. Entre ellos, Alberti era sin duda el más prolífico. Pocos números de Volunteer for liberty, el periódico de la XV Brigada internacional, dejaban incluir algún poema suyo. Probablemente el más notable de estos poetas era Miguel Hernández, comunista y miembro del Quinto Regimiento al comienzo de la guerra. Era un pastor al que había  enseñado a leer un sacerdote en las colinas de su provincia con ejemplos de la literatura de los siglos XVI y XVII.

El comienzo de la guerra civil hizo brotar en él un repentino estallido de actividad poética, como lo expresara en su poema “Vientos del pueblo me llevan…”, evidente exhortación a los españoles de espíritu libre que pueblan toda España; allí llama a asturianos, castellanos, andaluces, gallegos, catalanes, aragoneses, leoneses, navarros y a todo aquel que sienta en su alma un grito profundo de libertad contra toda tiranía:…


Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblos me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.

Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos
los leones los levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.

No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.

Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.

Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.

Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantas
encima de los fusiles
y en medio de las batallas
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?

Asturianos de braveza,
vasco de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la   tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpago,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragonés de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada;
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.

(en: “Otros poemas”[1935-1936])




Antonio Machado en Villa
Amparo, Rocafort (Valencia)
hacia invierno de 1937 - 1938.
En el congreso se leyó un discurso de Bertold Brecht, quien poco después de esta reunión, escribiría su obra Los fusiles de la señora Carrara, en la que satirizaba la idea de la neutralidad, en el estilo de la obra del irlandés John Millington Synge, Jinetes hacia el mar. La eficacia teatral de la obra no disminuye a pesar del error que supone haber dado a los personajes nombres italianos en lugar de españoles.

La muerte de García Lorca y otros hechos más hicieron que el gobierno de la República decida invitar a las figuras más importantes de las letras y las artes a que se trasladaran a Valencia, donde serían alojados en la Casa de la Cultura. Rafael Alberti y León Felipe visitan a Machado para comunicarle la invitación. Al comienzo el poeta se niega, pero después acepta y se instala en Valencia, en un pueblito llamado Rocafort.

Por ese entonces Machado andaba encorvado y arrastrando los pies. Su cansancio y su abatimiento trascendían en el vacilante puso con que firmaba libros. Para escribir ya se ponía gafas porque ya no tenía la visión suficiente para trabajar sin ellas. Enfermo y triste, Machado continuaba, sin embargo, trabajando. Escribía de noche, y dejaba en la mesa de trabajo sus cuartillas con artículos o poemas, que a la mañana siguiente ponía en limpio su hermano José. La vena poética de Machado se encendió de nuevo en esos meses de Rocafort, produciendo una seria de emocionados sonetos y canciones. García Lorca solía decir a los jóvenes, poetas que se le acercaban: “No puedes ser poeta hasta que no hagas sonetos. Debes dominar el secreto, y no permitir que el soneto te domine a ti”.

En los primeros libros poéticos de Machado escasean los sonetos; en Soledades encontramos el soneto “Es una forma juvenil que un día” y en Campos de Castilla, “Esta leyenda en sabio romance campesino”. Los sonetos no aparecen en realidad en buen número en la poética de Machado hasta Nuevas Canciones (1924), donde podemos encontrar alrededor de una veintena si bien no tienen un valor igual, algunos de ellos pueden considerarse entre los mejores de la producción machadiana. Una vez convertido en sonetista, el poeta continuó por esta línea, de ahí que en Los complementarios y en los poemas que escribió durante la guerra para la revista Hora de España, que se publicaron en junio de 1938, encontremos sonetos de gran factura.

Machado fue un creador muy libre en materia de formas expresivas y lleno de desdén hacia toda clase de rígidas y formalismos, de ahí que muchos críticos se asombren de que haya encontrado placer estético al plegarse a los preceptos que regulan el soneto. Machado fue un hombre pulcro en todos los aspectos creativos, amante de la nitidez y de la obra bienhecha, por ello sentía desdén hacia cualquier clase de chapucería. Gran conocedor de la literatura española, lector de los clásicos españoles, era lógico, que conociera y admirara los grandes sonetos escritos por los líricos de la Edad de Oro como Garcilaso, Herrera, Boscán, Góngora, Quevedo, Lope o Cervantes. No es de extrañar entonces que un estudioso o como Machado se sintiera tentado a probar fortuna con este tipo de composiciones.

En lo que atañe a la independencia del verso se muestra más disciplinado que otros poetas sonetistas, que Unamuno por ejemplo, ya que en sus poemas son escasos los encabalgamientos.

Veamos algunos de sus más celebrados.


¡Cómo en alto llano tu figura
se me aparece!... Mi palabra evoca
el prado verde y la árida llanura,
la zarza en flor, la cenicienta roca.
    Y al recuerdo obediente, negra encina
brota en el cerro, baja el chopo al rio;
el pastor va subiendo a la colina;
brilla un balcón en la ciudad: el mío,
    el nuestro. ¿Ves? Hacia Aragón, lejana,
la sierra de Moncayo, blanca y rosa…
Mira el incendio de esa nube grana,
   y aquella estrella en el azul, esposa.
Tras el Duero, la loma de Santana
se amorata en el tarde silenciosa.   

(de: Los sueños dialogados I)   



Nuevas Canciones de Antonio
Machado.
En esta composición nos encontramos ante el paisaje de Castilla, que se nos ofrece a través de una serie de rasgos típicamente machadianos: alto llano, prado verde, árida llanura, zarza en flor, roca cenicienta, negra encina, mole del Moncayo, loma de Santana.

No cabe duda que estamos ante una presentación más del paisaje castellano, de esa Castilla de la meseta del Duero que tanto atrajo a los hombres del 98. Pero aquí la evocación paisajística se constituye en una especie de marco, de medio ambiente, que sirve de fondo para recordar a la amada, en este caso, a Leonor. Resulta interesante ver como el verso octavo termina con “el mío”, y el noveno comienza con “… el nuestro”. Hay una gradación, una especie de peso gradual que nos hace pensar en un Machado soltero (verso octavo) a un Machado a quien ha ocurrido algo importante, maravilloso: su matrimonio con Leonor. Ese paseo, implícito en el texto, debe haberlo hecho Machado muchas veces y solo, con amigos, con Leonor; soltero o casado. Y creo que es precisamente esto, junto con el paso del tiempo, lo convierte en un recuerdo vago, suave, de una melancolía, en el que aparecen, ya estéticamente superado; el amor y la pena. Otra cosa seria el juicio si se tratase solamente de una tarde precisa y única.

Analicemos este otro:


    Tuvo mi corazón, encrucijada
de cien caminos, todos pasajeros,
un gentío sin cita ni posada,
como en andén ruidoso de viajeros.
    Hizo a los cuatro vientos su jornada,
disperso el corazón por cien senderos
de llana tierra o piedra aborrascada,
y a la suerte, en el mar, de cien veleros.
   Hoy, enjambre que torna a su colmena
cuando el bando de cuervos enronquece
en busca de su peña denegrida,
vuelve mi corazón a su faena,
con néctares del campo que florece
y el luto de tarde desabrida.

                   (de:.. “Nuevas canciones”)



Este soneto nos ofrece dos partes claramente diferenciadas. En los ocho primeros versos que, en este caso forman dos serventesios, se refiere el poeta a sus devaneos amorosos, a su accidentada y movida historia sentimental, a las numerosas veces en que su corazón se interesó de un modo pasajero. Cundo pone punto al verso octavo considera que ya sabemos bastante sobre sus devaneos amorosos, que en no pocos casos no pasó de ser un puro juego de imaginación. El primer terceto comienza con una palabra, “hoy”, separada por una coma del resto del verso, que recalcada de este modo indica claramente que nos encontramos en presencia de una nueva situación.

Todo lo que el poeta nos ha dicho hasta ahora empezando por la frase “tuvo mi corazón” se refiere a su pasado, es ya historia cancelada. Lo que resta hace relación al presente- presente en que se escribió el soneto, claro-, y el poeta nos dice que su corazón es como un enjambre que vuela a su colmena, para dedicarse a su tarea que es crear miel con néctares del campo que florece. Todo esto ocurre en el atardecer, cuando el bando de cuervos va en busca de su “peña denegrida”, en medio del “luto de la tarde desabrida”.

Estas dos últimas notas, muy machadianas, tienen como un reflejo de sus paisajes castellanos. Parece, pues, que el poeta considera que su vida sentimental, digamos activa, ha terminado y que ahora le quedan sus recuerdos, con los que va a quedarse a solas y a los que va a elaborar. El resultado ha de ser forzosamente poesía. Y Machado lo expresa en forma delicada y con una vaguedad que aumenta su valor poético.

Veamos este último, uno de los más bellos escritos por el poeta. “De mar a mar, entre los dos la guerra”,


“De mar a mar, entre los dos la guerra,
más honda que la mar. Es mi parterre
miro a la mar, que el horizonte cierra.
Tú, asomada, Guiomar, a un finisterre,

miras hacia otro mar, la mar de España
que Camoens cantara, tenebrosa.
Acaso a ti mi ausencia te acompaña.
A mí me duele tu recuerdo, diosa.
La guerra dio al amor el tajo fuerte.
y es la total angustia de la muerte,
con la sombra infecunda de la llama

y la soñada miel de amor tardío,
y la flor imposible de la rama
que ha sentido del hacha el corte frio.”        



Antonio Machado y su musa
por Leandro Oroz en 1924.
Para analizar este soneto, conviene hacer una síntesis de la vida amorosa que marcó la vida de Antonio Machado. La vida sentimental del poeta está marcada por dos etapas ben definidas: su matrimonio con Leonor Izquierdo. Y la otra etapa, cuando conoce a Pilar de Valderrama, musa y amor tardío del poeta quien la inmortalizó bajo el nombre de Guiomar. Parece ser que Guiomar no fue la mujer física como si lo fue Leonor, sino la mujer poética, como Dulcinea lo fue para el Quijote. Si analizamos una de las canciones dedicadas a ella, encontraremos un asidero bastante consistente de esta apreciación:


“Guiomar, Guiomar
mírame en ti castigado:
Reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar…
Todo amor es fantasía,
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía:
inventa el amante, y más
la amada. No prueba nada
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás”



Parece que las relaciones entre Antonio y Guiomar no pasaron de una amistad espiritual. Libre el camino de certezas y suposiciones, vayamos al poema. El amor y la guerra son los dos temas principales de este poema, pero la contingencia bélica sólo se contempla aquí en cuanto impedimento, causa de separación del poeta y su amada. Se trata de una composición de gran intensidad lírica y gran contenido estético, por cuanto pocas veces ha logrado expresarse en poesía la imposibilidad de un amor, al que la distancia primero y el paso del tiempo después, hacen irrealizable, con mayor ternura y delicadeza.

Machado comienza diciéndonos que él y su amada se encuentran en dos zonas costeras diferentes, el litoral este y el oeste de la península, separados por la guerra, cuya hondura como trinchera divisoria le parece mayor que la del mar (verso 1 y parte del 2). Tras esta comparación se presenta a sí mismo; en el jardín de su casa, mirando hacia el mar cerrado por la tierra del horizonte (verso 2 y 3). Estaba luego la figura de Guiomar, la amada que se asoma a un finisterre (ventana), sinécdoque que consiste en el empleo del nombre propio con valor de nombre común, a través de la cual se nos comunica que Guiomar se encuentra en el oeste, en Galicia o acaso en Portugal, ya que asomada a ese “finisterre” mira hacia otro mar, el mar de las conquistas y de los descubrimientos españoles cantados por Camoens en “Las Lusiadas”, aquella hermosa epopeya lusitana que describe las hazañas de Vasco de Gama a través del Cabo de Buena Esperanza. Es de notar el acierto con que en estos versos juega el poeta con el género ambiguo de la palabra mar, aplicándole en tres ocasiones el artículo femenino y en la restante un indefinido masculino (“otro”). Todo esto ocupa los primeros seis versos del poema. El sétimo verso conjetura sobre cómo reaccionará ella ante esa separación, para llegar a la suposición de que, tal vez, el recuerdo del poeta le sirva de compañía.

A Machado, en cambio, la ausencia se le hace insoportable y el recuerdo de la amada le produce dolor, un dolor inevitable que acepta con entereza varonil, sin llantos, sin gritos desgarradores, aunque sabe que ya no queda ninguna esperanza posible de unión, porque la guerra, al separarlos, cortó ese amor (verso 9). Y el poeta siente una angustia mortal, pues, está seguro de que la llama de tal amor es infecunda y que la rama no puede dar flor, ya que ha sentido el golpe del hacha. Con ello se desvanece “la soñada miel de amor tardío”, una melancolía y una resignada denuncia, ambas muy a la manera de Machado, impregnan los últimos versos, cada uno de los cuales expresa un pensamiento completo a través de una metáfora: “Tajofuerte”, “total angustia de la muerte”, “sombra infecunda”, “soñada miel”, “flor imposible”, menos el último que cierra el soneto dándonos la impresión del final cercano del poeta a través de ese adjetivo, “frío”, aplicado a la palabra “corte”, que pone punto final a la ya imposible unión y cierra el poema por medio de un hipérbaton, que si obedece a la idea de poner al final la palabra que rima, sirve también en este caso para dejarnos la sensación terrible de que algo va a morir inevitablemente.

Artículo de Antonio Mchado
en "Hora de Epaña",  07 de
noviembre de 1937.
Es rarísimo encontrar en la lírica poética el sufrimiento amorosos de un hombre separado de su amada en el espacio por una barrera infranqueable y que sabe que a su edad (Machado tiene ya 64 años) no le deja esperanza alguna de una futura unión. El poeta se expresa con una gran sinceridad viril, con la más suave melancolía y con una belleza poética pocas veces vista. Rubén Darío retrató a Machado con gran certeza en su “Oración por Antonio Machado”


“Misterioso y silencioso
iba una y otra vez.
Su mirada era tan profunda
que apenas se podía ver.
Cuando hablaba tenía un dejo  
de timidez y de altivez.
Y la luz de sus pensamientos
casi siempre se veía arder.
Era luminoso y profundo
como era hombre de buena fe.
Fuera pastor de mil leones
y de corderos a la vez.
Conduciría tempestades
o traería un panal de mil.
Las maravillas de la vida
y del amor y del placer,
cantaba en versos profundos
cuyo secreto era de él.
Montado en un raro Pegaso,
un día al imposible fue.
Ruego por Antonio a mis dioses,
ellos le salven siempre. Amen.



El gobierno, reconociendo la valía de ese gran artista que era Machado, lo nombró presidente del Patronato de la Cultura; pocas veces asistió a las reuniones de la Junta, tremendo esfuerzo le costaba dejar su tranquilo retiro para ir a Valencia. Su enfermedad - la arteriosclerosis - progresaba, y tenía que andar arrastrando los pies. Pero la adversidad para el poeta sabía llegar por otros caminos. En abril de 1938 Machado y su familia deben trasladarse a Barcelona ante el posible avance de las hordas franquistas. Instalado en un hermoso palacete al pie de una montaña, desde donde podía contemplarse el mar, el poeta reanuda su actividad intelectual y continúa enviando sus colaboraciones a revistas y periódicos.

Última fotografía de Antonio
Machado, hacia 27 de enero de
1939.
Deshecho físicamente, el vigor de su mente y de su pluma no amenguaba, como lo muestran algunas páginas que escribió entonces. Cuando no escribía, leía el Quijote, de que nunca se separaba, a Shakespeare, Dickens, Tolstoi. Dostoievski. Releía a Bécquer y a Rubén Darío. Los amigos lo visitan y lo notan físicamente decaído, pero con la cabeza firme y el espíritu sano, lleno de bondad. José Machado recuerda a su hermano en ese entonces: “A veces una bella joven amiga cantaba canciones populares, y Machado escuchaba entusiasmado”.

Fueron los últimos ratos felices del poeta, que olvidaba entonces la guerra y sus sufrimientos. Pero incluso esos ratos eran interrumpidos bruscamente por los bombardeos. “Las eléctricas oscilaban - continúa José - y perdían poco a poco su claridad hasta llegar a convertirse en un hilo de luz que acaba extinguiéndose. El gran salón se llenaba entonces de sombras. Se oían los disparos de los cañones antiaéreos y en seguida el cielo era cruzado por multitud de ráfagas luminosas que iban y venían escudriñando el espacio. Solamente los viejos espejos del salón reflejaban momentáneamente los haces de luz de los movibles focos luminosos”. La fortuna, tan pródiga en favores, ese firme disponer del ciclo, nos ha permitido, a través de muchos testimonios de primera mano, reconstruir los últimos días de la vida del poeta que, ya con las maletas listas, sabía que se aproximaba lo inevitable. Así lo había escrito en uno de sus más bellos poemas en 1906:


“Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontrareis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.”

            (en:… Retrato, de Campos de Castilla)    



En diciembre del 38 lo visita el escritor ruso Ilya Ehrenburg, quien en sus memorias ha dejado testimonio de este encuentro.

“Al poco de haber llegado a Barcelona - me parece que era en vísperas de Año Nuevo - fui a visitar a Antonio Machado, a quien había traído de Francia café y cigarrillos. Vivía con su anciana madre en una fría casa de las afueras. Machado tenía mal aspecto, y su espalda se encorvaba; se afeitaba una vez, y ello le hacía parecer más viejo, contaba sesenta y tres años y caminaba con dificultad, pero sus ojos conservaban su brillo y su viveza… Me leyó las famosas estrofas de las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre.


Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar,
que es el morir…



Monumento de Antonio
Machado.
Luego me dijo, hablando de la muerte: “Todo consiste en cómo morir. Hay que saber reír, escribir buenos versos, llevan una buena vida, tener una buena muerte”. De pronto, una sonrisa infantil afloró a sus labios, y añadió: “Si el actor se ha compenetrado con su personaje, le es fácil retirarse de la escena.”
El único médico que veía a Machado era el doctor Puche, entonces director general de Sanidad, que ha contado sus recuerdos del poeta en aquellos días trágicos: “Pronto me di cuenta de que tenía ante mí una maquina gastada… Fui prestando a don Antonio una asistencia más de amigo que de médico, teniendo él la comprensión de un paciente inteligente y yo ciertas tolerancias para el enfermo, llegando incluso a un acuerdo para que pudiese transgredir a veces mis disposiciones… En él creí ver, por su calma, por su sinceridad en aquellas horas dramáticas, la más auténtica expresión del alma española”.

Debido al avance de los ejércitos nacionalistas, que se acercaban a Barcelona el doctor Puche dispuso lo necesario para evacuar a Machado y su familia. El 22 de enero de 1939, Machado inicia su último tramo hacia el exilio, pisa tierra francesa seis días después. El camino no pudo ser más triste y trágico. Como en un éxodo bíblico el poeta tuvo que ver por los caminos como se arrastraban millares de hombres, mujeres y niños con sus ajuares y sus animales domésticos, venidos de todas partes, algunos de lejos, en toda clase de automóviles o en carros: era un río humano que iban abandonando baúles y maletas buscando acelerar la marcha debido a la inclemencia del tiempo.

El mismo Machado perdió para siempre el pequeño tesoro que guardaba en un viejo y sucio maletín: las cartas de Guiomar, y los poemas que consagraba a su diosa, con los que había pensado formar un nuevo libro.

Al principio, el gobierno francés se había negado por razones económicas a permitir la entrada de refugiados en Francia. Propusieron en cambio la creación de una zona neutral en el lado español de la frontera, donde los refugiados podrían ser mantenidos con ayuda extranjera. Los nacionalistas, sin embargo, se negaron a tomar en consideración este plan. Y así, el gobierno francés, en contra de su voluntad, permitió que se abriera la frontera aunque, en un principio, solamente para el personal civil y los heridos. Con estas condiciones, comenzó el cruce de la frontera en la noche del 27 al 28 de enero.

El 28 de enero pasaron la frontera 15 000 personas. En los días siguientes, esta cifra fue ampliamente superada. En la primera semana de febrero resultó evidente que el ejército republicano no tenía ni intensiones ni medios para oponerse al avance nacionalista. Los franceses, por tanto, se vieron enfrentados con el problema de permitir la entrada de los soldados o negarles el paso por la fuerza. El 5 de febrero, el gobierno francés decidió recibir también al ejército, con la condición de que entregara sus armas. Por tanto, a los 10 000 heridos, 170 000 mujeres y niños y 60 000 hombres que habían cruzado la frontera desde el 28 de enero, se añadieron, entre el 5 y el 10 de febrero, unos 250 000 hombres del ejercito republicano.

Casa Quintana, donde murió Antonio
Machado, Collioure. Francia.
La frontera ofrecía escenas de absoluta tragedia. Los fugitivos estaban agotados por el hambre y la fatiga. Sus ropas, caladas por la nieve y la lluvia. Sin embargo, se oían pocas quejas. Aplastados por el desastre, los republicanos españoles caminaban firmes, erguidos y dignos. Los niños llevaban juguetes rotos: una cabeza de muñeca, una pelota deshinchada, como símbolo de una feliz niñez perdida. Y en la frontera, ¡qué risas! ¡Qué alegría! Pero ¡qué desilusión!

En el lado francés de la frontera, se estableció un gran campo en Le Boulou, como centro de clasificación. En este campo, no existía el menor abrigo, aunque las mujeres y los niños fueron trasladados prontamente, así como los heridos, a otros lugares de Francia. Hubieron de separarse familias que siempre habían permanecido juntas, hasta en el desastre de la huida. Se establecieron grandes campos en Argelés, en St. Cyprien y en otros cuatro pequeños lugares de la región para recibir al ejército republicano. Estos campos consistían simplemente en espacios abiertos en las dunas, junto al mar, rodeados por alambre de púas. Los hombres se vieron obligados a cavar agujeros en el suelo con el fin de procurarse algún abrigo, como bestias.

Finalmente quedaron establecidos quince de estos campos, vigilados por senegaleses y miembros de la guardia móvil. Algunos refugiados cruzaron la frontera con un puñado de tierra recogida antes de la huida de sus pueblos. Un guardia móvil abrió por la fuerza uno de estos entumecidos y cerrados puños y arrojó con desprecio la tierra de España en una sucia charca francesa.
En los campos no hubo agua ni alimentos adecuados durante diez días, y los heridos que se encontraban entre los soldados fueron dejados sin cuidado alguno. Entre ellos se encontraba el poeta Machado.

El viaje a Collioure lo hicieron en tren, pero al llegar a la estación del pintoresco pueblo se encontraron con que estaban arreglado el pavimento en la avenida de la estación, y los vehículos no podían acercarse a ella. Corpus Barga, que fue el ángel de la guarda del poeta y su familia en aquellos días aciagos, cogió en brazos a la madre, que apenas podía moverse. Pesaba menos que una niña. “En cuanto a Machado, evoca Corpus Barga, sentado cómodamente en una butaca y con el bastón entre las piernas, conversaba con ese ademán grave que tuvo siempre, y que suele ennoblecer a los españoles cuando envejecen”.

Machado y su familia se instalaron en dos habitaciones del hotel Bougnol - Quintana: una para el poeta y su madre, y la otra para José y su esposa. A la mujer que los atendía, Madame Quintana, el poeta solía decirle a veces: “No nos trate usted tan bien, no necesitamos que nos dé tan buena comida; basta con que nos dé patatas, un poco de pan y un vasito de vino. Antes podíamos pagar, pero ahora somos pobres”. Ya por ese entonces Machado se hallaba herido de muerte, no sólo por la enfermedad del corazón, agravada con la tragedia del éxodo, sino por la hondísima pena de haber dejado España.

En sus recuerdos, evoca José Machado lo que fueron los últimos días del poeta: “Transcurrieron unos días en que el reposo material pareció aliviarle la afección del corazón que venía minando su existencia hacía ya largo tiempo. No obstante veía claramente que se aproximaba el fin de su vida. Pensando casi me decía: “Cuando ya no hay porvenir por estar cerrado el horizonte a toda esperanza, es ya la muerte lo que llega”. Su última caminata fue hacia el mar. Ya no pudo sobreponerse al hecho de ver a España desgarrada de cuajo por una absurda guerra civil y a la angustia de verse en el destierro. El 22 de febrero se llamó al doctor Cazaben, pues el poeta sentía una gran angustia en su pecho: se le diagnosticó una pulmonía y un gran debilitamiento del corazón. Murió al atardecer y su noble rostro quedó sereno y hundido en la blanca almohada. A la mañana siguiente seis soldados del vencido ejército de la República llevaron el ataúd, cubierto con la bandera republicana, hasta el humilde cementerio de Collioure. Los restos del poeta yacen en el cementerio de un pueblo de Francia, como símbolo del más doloroso exilio, consecuencia de una guerra civil que llevó a tantos poetas españoles a morir en tierra ajena.

Sepultura de Antonio Machado, Collioure, Francia.


Se ha acabado el tormento
poeta andaluz.
Ya las tinieblas velaron tu rostro;
¿habrá un lugar en el cielo,
de paz, consuelo y de luz?
Que suene tu lira,
que se oiga tu voz,
que abran de nuevo
tus ojos al sol.


Wolfsschanze, marzo - octubre del 2011.








LA CASA AMARILLA



«En esta casa puedo verdaderamente
vivir, respirar, reflexionar y
pintar».
  
 VINCENT VAN GOGH






Autorretrato
Saint - Remy, setiembre de 1889
Óleo sobre lienzo, 65 x 54 cm.
París, Musée d´Orsay
A todo lo que el mundo llama gloria, siempre va junto a ella la tristeza, la frustración, la desesperación, porque la gloria reclama del que la busca, consciente o inconscientemente, sacrificio, fe, constancia, terquedad.

Cuando veo el cuadro «Florero con doce girasoles» (Arles, agosto de 1888. Óleo sobre lienzo, 91 x 72 cm. Munich, Bayerische Staatsgema/ de sammlungen, Newe Pinakothek) me viene a la memoria las biografías que he leído sobre el pintor holandés Vincent Van Gogh, ese atormentado que cuando vio el mar Mediterráneo sintió que todavía no había llevado el calor hasta su último extremo. Más conocido entre el Vulgo por el hecho de haberse mutilado la parte inferior de la oreja izquierda que por sus geniales pinturas, Van Gogh es el ejemplo típico del genio incomprendido por la sociedad de su época. «Cuando uno goza de buena salud, es preciso poder vivir de un trozo de pan, trabajando toda la jornada y teniendo todavía la fuerza de fumar y beberse una copa; esto es necesario en esas condiciones. Y al mismo tiempo, sentir claramente en lo alto las estrellas y el infinito. Entonces la vida puede llegar a ser, a pesar de todo, casi fabulosa», escribe Van Gogh en uno de sus pocos momentos de alegría y optimismo. Ese «a pesar de todo» debe ser tomado con pinzas y llevado a un análisis exhaustivo. Porque en esas cuatro palabras se hallan prisioneros los demonios que persiguieron al holandés desde su nacimiento en el pueblo de Groot - Zundert el 30 de marzo de 1853, hasta su incomprensible muerte el 29 de julio de 1890 en Auvers. Sus enamoramientos frustrados siempre fueron desencadenantes de sus crisis nerviosas: en Goupil se enamora de la hija de su patrona quien lo rechaza; hacia 1881 se enamora sin esperanza de Kee, su prima Kate Vos - Stricker que acababa de enviudar. Kee, que tiene un hijo no quiere oír las propuestas de matrimonio que más tarde en Amsterdam, le hará Van Gogh. El predicador Theodorus Van Gogh, padre del pintor, no quiere oír hablar de aquella pecaminosa petición; delante de sus padres, para demostrar la intensidad de su amor por Kee, Vincent pone la mano en la llama de una lámpara. Este gesto ya avizora la enajenación mental que se apoderaría del célebre pintor de girasoles y sauces Siguiendo por los intersticios amorosos del pintor, diremos que a mediados de 1882 conoce a Clasina María Hoornik, llamada Sien, una alcohólica que se ganaba la vida como prostituta y modelo. Estaba embarazada y Vincent la cuida. Con Sien vivirá casi año y medio, presionado por su hermano Theo, Van Gogh toma la dura decisión de separarse de ella. En agosto de 1884, instalado en Nuenen con sus padres, conoce a una vecina, Margot Begemann, con quien mantiene una corta relación; ambas familias se oponen al romance. El intento de suicidio de la muchacha manda al pintor a una de sus más fuertes crisis.

La casa presbiterial (en medio) en Groot - Zundert,
donde nacieron Vincent y Theo Van Gogh, Vincent
nació en la pequeña buhardilla donde ondea una bandera.
Sólo sus lecturas de Dickens, Víctor Hugo, Shakespeare, Zola y los textos de Delacroix y Fromenten sobre la teoría del arte logran sacarlo de sus desvaríos depresivos.

Van Gogh fue un socialista convencido. Conocía la miseria de los trabajadores por experiencia personal, considerando su propia producción artística como mera artesanía.

En una carta a Theo, escribe...


«El que vive sinceramente y encuentra penas verdaderas y desilusiones, que no se deja abatir por ellas, vale más que el que tiene siempre el viento de popa y que sólo conoce una prosperidad relativa. Porque en quienes se comprueba de la manera más visible un valor superior, son aquellos a quienes se aplican las palabras: «Trabajadores, vuestra vida es triste; trabajadores, vosotros sufrís en la vida, trabajadores sois felices», son aquellos que llevan los estigmas de «toda una vida de lucha y de trabajos sostenida sin doblegarse jamás». Es necesario hacer esfuerzos para semejarse a ellos»

(Amsterdam, 3 de abril de 1878).



Instalado nuevamente, inserta en varios periódicos londinenses un anuncio ofreciéndose como maestro. Las posibilidades de que le contestasen eran mínimas, pero estaba decidido a esperar un pequeño golpe de suerte: ya no aspiraba a ser un marchante de arte como sus tíos Cent o Cornelius Marines, ni artista, como quería su hermano Théo.

Vincent en el año 1866 a la edad de 13 años.
La foto se hizo probablemente al terminar su
estancia en el internado en Zevenbergen antes
de que ingresara en la escuela superior de Tilburg.
El 4 de abril de 1876 un tal míster Stokes, director de un pensionado en Ramsgate lo toma a sus servicios. En el pensionado  tendrá que arreglárselas con 25 muchachos de edades comprendidas entre los diez y los catorce años. Tendrá que enseñarles ortografía, aritmética y francés. Era mucho trabajo, pero se dio íntegro a su labor. A las tres semanas escribió a Théo: «Son días felices éstos que paso aquí, todos, uno tras otro; sin embargo, me asalta el miedo y desconfío de esta felicidad. Pero una cosa puede traer otra. El hombre nunca está suficientemente satisfecho; en cuanto le parece haber tenido suerte, empieza otra vez a desconfiar. Sin embargo, todo esto lo pongo entre paréntesis: vale más no hacer comentarios. Sigamos nuestro camino en silencio». Pero esta armonía en su ánimo sólo duró hasta julio; abandonó su trabajo en el pensionado y entró a trabajar como evangelizador bajo la dirección del reverendo Jones, pastor de Isleworth. Con esta decisión, se ponía en la misma senda que habían seguido sus padres, su abuelo y su bisabuelo. El reverendo Jones lo enviaba a predicar a las iglesias de los suburbios. Todo marchó bien hasta que el reverendo le hizo saber que debía ocuparse cada semana de ir a cobrar a los padres de los pensionistas del internado que él dirigía. A Van Gogh le bastó hacer una sola cobranza para comprender que todos sus sermones y esfuerzo altruistas no le compensarían jamás el amargo trago de ir a cobrar dinero a casa de familias que no lo tenían ni para comer ellas. A finales de año renunció; dejó Inglaterra a la que no volvería nunca más.

Theo, el hermano de Vincent,
hacia 1890.
A primeros días de enero entró como vendedor de libros en la gran librería Blusse y Van Braat, en Dordrecht. No duró mucho. Pasaba más tiempo traduciendo la Biblia –su ejemplar estaba en latín – al francés, al alemán y al inglés, a cuatro columnas. Al margen añadía el texto holandés. En Amsterdam trató de estudiar para recibir el título de evangelizador pero fracasó. Fiel a la que creía su vocación, Vincent escribe a Théo: “La experiencia ha demostrado que a los que trabajan en las tinieblas, en las entrañas de la tierra – como, por ejemplo, los mineros – la palabra del Evangelio los conmueve y se aferran a ella. Pues bien, al sur de Bélgica, en Hainaut, desde cerca de Mons hasta la frontera francesa e incluso más allá, hay una comarca que llaman el Borinage, donde vive una población de mineros y obreros que trabajan en la hulla. Me gustaría ir allí como evangelista”.

El Borinage era una de las regiones más castigadas de la Europa del siglo XIX, una región maldecida, infortunada. Si antes de que la Revolución Industrial alcanzase a Bélgica (lo que ocurrió hacia 1823), no había sido una región rica, con el auge del industrialismo se convirtió en una región miserable. Y esto, ¿por qué? La explicación es simple: en el Borinage no había grandes riquezas agrícolas o ganaderas. Había, en cambio, un mineral cuya importancia aumentaba incesantemente. Había carbón. El carbón era más necesario que nunca para Bélgica y para Europa entera. Sin carbón la Revolución Industrial habría sido imposible. El Borinage era el lugar trágico donde miles de hombres, sumidos en la mayor de las miserias, descendían día a día al fondo de la tierra a sacar ese carbón. Este era el revés trágico de la esplendorosa Revolución Industrial – de sus locomotoras, de sus barcos. Su símbolo eran los enormes montículos de escoria que se iban acumulando en torno a las minas, dando a la región el aspecto de un gigantesco hormigueo. Aquí llegó Vincent Van Gogh a finales de 1878, y tenía 25 años.    

Vincent hacia 1872.
Van Gogh comenzó su nueva vida en esta miseria. Visitaba enfermos, andaba de pueblo en pueblo. Donde podía - generalmente en los bares - se dedicaba a leer y comentar la Biblia para los que quisieran escucharlo. Daba clases por la tarde. Su entusiasmo carecía de límites; por fin se encontraba haciendo algo verdaderamente útil; por fin se encontraba viviendo una vida auténtica, con sentido. Desarrollaba su labor bajo la supervisión del Comité de Bruselas.

Vivía en una casucha donde ni siquiera tenía cama. Dormía sobre un elemental montón de paja húmeda. Este montón era el símbolo de todas sus privaciones. Van Gogh rehuía todas las comodidades, aun las más elementales, a excepción de su pipa. Desde el primer momento se dedicó, sistemáticamente, a dar todo su dinero. Poco más tarde, empezó a regalar sus ropas. La desnudez del prójimo le resultaba intolerante. Su proceso de identificación con el sufrimiento de los mineros fue muy rápido y muy sincero si sus fieles vivían en la miseria, ¿cómo iba él, el pastor, a vivir rodeado de comodidades? Por allí se le veía andar con una vieja guerrera de soldado raída por el uso y una gorra sin forma, sucio él mismo de carbón de pies a cabeza. Y pronto se le vería sin la guerrera, pues la había regalado. Y lo mismo que con esa prenda ocurriría con sus zapatos. A los pocos meses Van Gogh iba descalzo. Pronto se quedaría sin camisa. Consta que el panadero Denis y su mujer, que lo hospedaron un tiempo en Wasmes, se asombraron tremendamente cuando lo descubrieron haciéndose una camisa con papel de embalaje. Su amor al prójimo lo hacía actuar así, porque su vida no le importaba, porque así creía actuar de acuerdo a la Biblia. Que la miseria en que vivía esa gente en Borinage era extrema y que inclusive carecían de la más elemental asistencia queda demostrado por el hecho de que, para vendar a varios heridos, tuvo que cortar pedazos de su propia ropa.

Sus convicciones, en cuanto a ayudar al prójimo, son firmes; nada logra sacarlo de aquello que él considera un deber para con sus semejantes; así se lo hace saber su hermano Theo a quien le expone sus ideales con reflexiones profundas y sumamente calibradas… “En lo que me concierne, debo tornarme un buen predicador, que tenga algo bueno que decir y que pueda ser útil al mundo, y tal vez me convendría conocer un periodo de preparación relativamente largo que quedará sólidamente confirmado en una firme convicción antes de ser llamado a hablar a otros (…) Es bueno amar tanto como se pueda, porque ahí radica la verdadera fuerza, y el que mucho ama realiza grandes cosas y se siente capaz, y lo que se hace por amor está bien hecho (…) si se continúa amando sinceramente lo que es en verdad digno de amor y no se derrocha el amor en cosas insignificantes y nulas e insípidas, se logrará, poco a poco, más luz y se llegará a ser más fuerte (…) A veces conviene ir hacia el mundo y frecuentar los hombres, pues, uno se siente allí obligado y llamado, pero el que prefiere permanecer solo y tranquilamente en la obra y sólo quisiera tener muy pocos amigos, es el que circula con más seguridad entre los hombres y en el mundo. No hay que fiarse jamás al hecho de no tener dificultades y preocupaciones y obstáculos de ninguna naturaleza, pero no hay que hacerse la vida demasiado fácil. Y hasta en los ambientes cultivados y en las mejores sociedades y en las circunstancias más favorables, hay que conservar algo del carácter original de un Robinson Crusoe o de un hombre de la naturaleza, jamás dejar apagar el fuego de su alma sino avivarlo. Y el que continúa guardando la pobreza para sí y la ama, posee un gran tesoro y oirá siempre con claridad la voz de su conciencia; el que escucha y sigue esta voz interior, que es el mejor don de Dios, concluirá por encontrar en ella un amigo y no estará jamás solo. Que esté allí nuestro destino, muchacho, que tu camino sea próspero y que Dios esté contigo en todas las cosas y te haga triunfar, es lo que desea con un cordial apretón de manos en tu partida, tu hermano que te quiere Vincent” (Amsterdam, 3 de abril de 1878). 

En la playa de Scheveningen.
Scheveningen, agosto de 1882. Óleo sobre
papel y sobre cartón, 34,5 x 51 cm. Amsterdam,
Van Gogh Museum (Fundación Vincent Van Gogh),
donación de E. Ribbius Peletier.


La riqueza no alcanza a los que ya son ricos y Van Gogh posee una riqueza espiritual a prueba de todo. Su empeño enturbia el alma de sus superiores que no le prolongan el contrato con la excusa de su ineptitud retórica. Si no se procede con mucho tino se puede acarrear más desgracia sobre el desgraciado; y esto le sucede a Van Gogh. Pero su espíritu es más grande que la mezquindad de los envidiosos y, ya sin sueldo, vuelve a la zona minera a continuar con su cruzada.

Naturalmente, no podía volver a Wasmes, donde ya estaba instalado su sucesor. Van Gogh eligió como centro de operaciones el pueblo de Cuesmes. Allí se alojó en casa del minero Charles Decrucq. Para un espíritu sensible como el de Vincent, lo que se veía en el fondo de la mina Marcasse – francesa por sus explosiones-, a setecientos metros de profundidad, no podía ser más brutal. Los obreros trabajaban doce horas en esa profundidad, encorvados como esclavos en las estrechas galerías. Van Gogh estuvo allí dentro varias horas. Y consta que, cuando regresó a la superficie, estaba furioso su cólera justiciera, sin embargo, no se refleja en la descripción que hizo para Théo: “He hecho una excursión muy interesante: he pasado seis horas en una mina. Y además en una de las minas más viejas y peligrosas de los contornos, la llamada Marcasse. Esta mina tiene muy mala fama a causa de los muchos accidentes que se producen en ella, tanto en el descenso como en el ascenso, tanto a causa del aire asfixiante o de las explosiones de grisú como del agua subterránea o del hundimiento de antiguas galerías. Es un lugar sombrío; a primera vista todo en su proximidad tiene un aspecto melancólico y fúnebre. Los obreros de esta mina son personas demacradas y pálidas de fiebre; tienen el aspecto fatigado y gastado, ajado y viejo antes de tiempo”.

La grandeza de los hombres magnos es como la fuerza de los viejos robles, sobreviven a los envidiosos y a los imbéciles que los vieron florecer. Vincent parece no querer preocupar al hermano amado. El tono de esta carta no tiene nada que ver con el estado de ánimo con que regresó Van Gogh a la superficie. Se sabe que lo primero que hizo fue ir a ver a los dueños de la mina, quienes, desde luego, no vivían como sus empleados. Sin medir sus palabras, impulsivo como era, sin contenerse lo más mínimo, cargado de razón, Van Gogh hizo responsables a estos caballeros de la trágica vida de los mineros. Su arranque de ira no sirvió para nada. Amenazaron con encerrarlo en un manicomio.

El tejedor en el telar
Nuenen, mayo de 1884. Óleo sobre lienzo,
70 x85 cm. Otterlo, Köller - Müller Museum.
A ojos muchos, Van Gogh empezaba a aparecer como un loco. Pocos podían comprender a un hombre que sin tener ninguna obligación concreta en el Borinage, se empeñaba en vivir como uno más. Vestido de harapos se le veía casi todos los días en su ir y venir de pueblo en pueblo, de enfermo en enfermo. Pero también se le veía revolver en los basureros en busca de comida. En afecto, Van Gogh, que se alimentaba casi exclusivamente de pan y que pasaba días enteros sin comer, buscaba en los basureros alguna patata despreciada pero comestible cierto que Théo le mandaba, de tarde en tarde, algo de dinero. Pero en sus manos el dinero no duraba un instante: lo daba al primer indigente que se cruzara por su camino. Esta era su manera de hacer el bien y de ayudar al prójimo. Entonces comenzó a cuestionarse.

¿Con qué autoridad podía predicar el evangelio? Con ninguna, evidentemente. Además, los mineros estaban demasiado cansados como para dedicarle atención. Por su parte los niños no tenían la mínima paciencia para aprender a leer. He aquí la negra realidad: Van Gogh no era ni pastor, ni maestro, ni médico. En suma: desde un punto de vista social, Van Gogh no era nadie.

Así como los mineros de Marcasse descendían a las profundidades de la tierra en busca de su sustento, así Vincent desciende a las inmensidades de su espíritu en busca de comprensión y respuestas. La carta a Théo, fechada en Cuesmes, en julio de 1880, nos revela hasta qué punto Vincent era consciente de su situación. Es una carta escrita con cierta ironía, con cierto recelo, en la que, sin embargo, confesaba a su hermano sus sentimientos más profundos: “¿Para qué podría yo servir? ¿No podría yo ser útil de alguna manera? ¿Cómo podría yo saber más y ahondar tal o cual tema? Ya ves, esto me atormenta continuamente, y además, uno se siente prisionero de su tormento, excluido de participar en tal o cual obra; y tales y cuales cosas necesarias están lejos del alcance a causa de eso no se vive sin melancolía, después se sienten vacíos allí donde podría haber amistades y altos sentimientos y afectos, y se experimenta cómo el terrible decaimiento roe hasta la misma energía moral, y la fatalidad parece poder poner una barrera a los instintos afectivos y una barrera de náuseas sube a la garganta. Y en seguida se dice: ¿Hasta cuándo, Dios mío?”.

Vista de la casa rectoral en Nuenen.
Ya Van Gogh ha reconocido su fracaso. Pero algo importante se estaba gestando dentro de él de manera inconsciente: su acercamiento a lo que estaba destinado, la pintura. Esto se vislumbra en otra carta que dirige a Théo: “Alguien habrá asistido durante un corto tiempo solamente a los cursos gratuitos de la gran universidad de la miseria y habrá prestado atención a lo que haya pasado bajo sus ojos y a lo que hayan escuchado sus oídos. Habrá reflexionado sobre ello y habrá terminado también por creer y aprender tal vez más de lo que podría decir. Trata de comprender la última palabra de lo que dicen en las obras de arte los grandes artistas, los maestros serios, y verás a Dios allí dentro. Alguien lo ha escrito o dicho un libro y alguien en un cuadro”.

Si en un cuadro se puede expresar la realidad, si Dios no está ausente de los cuadros, los cuadros sirven a los hombres y el artista que los pinta tiene razón de ser, es útil a sus semejantes. Poco a poco, Van Gogh se iba acercando, a través de un complicado laberinto mental, a una concepción del arte que sería capaz de apasionarlo por completo. El universo de la pintura comenzó a atraerlo cada vez más poderosamente. En el invierno de 1880, siguiendo los dictados de un impulso irreprimible, Van Gogh se dirigió a Courriéres donde vivía el pintor Jules Breton, quien lo había impresionado por la sencillez de sus cuadros, por sus campesinos y campesinas.

Montmartre. París, octubre - diciembre
de 1886. Óleo sobre lienzo, 44 x 33,5 cm.
Chicago, Art Institute of Chicago.
Hombre sensible hasta lo inconcebible, Van Gogh sufrió una gran decepción: Breton vivía en una casa esplendida, casa que le hizo pensar que se trataba de un perfecto hipócrita. ¿Cómo conciliar el lujo de la casa con sus cuadros? Estas contradicciones le resultaban absolutamente insoportables: la decepción, unida a cierta timidez, le impidió llamar a la casa ese mismo día se dedicó a contemplar la campiña. Paseando encontró alivio: el paisaje le encantaba. El cielo era limpio, tan distinto del cielo brumoso y lleno de humo del Borinage. Van Gogh contempló las piedras del molino, la gleba negra, las granjas, los cobertizos. Vio nubes de cuernos y recordó que estas mismas nubes de cuernos se habían hecho famosas en los cuadros de Charles Dubigny y de Francois Millet vio labradores, leñadores y mineros y fue entonces que Van Gogh tomó la decisión de hacerse artista. De vuelta en Cuesmes, escribe a Théo: “Pues bien, ha sido, sin embargo, en esta miseria cuando he sentido renacer mis energías y me he dicho: de cualquier modo, yo me levantaré, volveré a coger el lápiz que abandoné en mi decaimiento, y volveré nuevamente al dibujo. Así lo hice y, por lo que parece, todo ha cambiado para mí, y mi lápiz se ha vuelto más dócil y para volverse más y más cada día. Era la prolongada miseria lo que me había descorazonado hasta ese punto y yo no podía hacer nada más…”.

Hasta entonces el dibujo había sido poco más que pasatiempo. Ahora sería la justificación de su vida. Veremos la progresión. Van Gogh decidió ser artista a los veintisiete años. Desde el punto de vista de la generalidad, era una decisión tardía. En el caso de los grandes artistas, lo normal es que la vocación artística se manifieste definidamente en los años de la adolescencia, tomando ya desde entonces la fuerza de una pasión incontenible. Van Gogh, por su parte, empezó el camino de aprender a dibujar cuando los artistas de su generación – salvo contadísimas excepciones - habían terminado sus estudios y se encontraban en plena actividad creadora.

A los 27 años Cézanne ya conoció a Manet que alabó sus bodegones; a esa edad Degas ya había estudiado en la Escuela de Bellas Artes. Ecole des Beaux – Arts; a los 27 años Toulouse – Lautrec ya ha expuesto con lo “Impresionistas” y “Simbolistas” en Le Barc de Boulteville “Ala Mie”; en el año en que cumple 27 años Monet ya ha maravillado a muchos críticos y pintores con su famoso cuadro “La dama del vestido verde”.

Pero Van Gogh es de los que sienten y piensan que nunca es tarde para empezar algo que se desee en verdad.

Campesinos, tejedores y mineros fueron las figuras predilectas en su primera etapa artística. Son los representantes del proletariado campesino, en modo alguno son habitantes de la ciudad, a pesar de que Van Gogh los conocía bien de cerca por haber vivido en Londres y París. Sentía, como lo documenta su pintura, una profunda antipatía hacia la industrialización y el mundo de las máquinas que degradan al ser humano convirtiéndolo en mero eslabón de un engranaje. Al igual que los ingleses William Morris y John Ruskin, Van Gogh contemplaba el progreso con peculiar pesimismo.

En mayo de 1884 Van Gogh pintó. “El tejedor” (Nuenen, mayo de 1884. Óleo sobre lienzo, 70 x 85 cm. Otterlo, Kröller – Müller Museum). Sobre este cuadro, Van Gogh escribe meses antes… “En cuanto al trabajo, tengo entre manos un cuadro de grandes dimensiones sobre un tejedor. Con el telar de frente y la figura – una silueta oscura - recostada contra la pared blanca… Estos telares me van a dar todavía muchos quebraderos de cabeza, pero son unos temas tan hermosos, toda esa vieja madera de encina contra una pared grisácea; estoy plenamente convencido de que es bueno pintarlos”.

Los comedores de patatas
Nuenen, abril de 1885. Óleo sobre lienzo, 81,5 x
114,5 cm. Amsterdam, Van Gogh Museum (Fundación
Vincent Van Gogh).
A su modo de ver, el trabajador que se también su propio público. El arte del pueblo y para el pueblo: una máxima que marcó el impulso social de su obra. Cuadros como “Lotería estatal” (La Haya, setiembre de 1882. Acuarela, 38 x 57 cm. Amsterdam, Van Gogh Museum – Fundación Vincent Van Gogh) o “Recogedores de patatas” (Nuenen, abril de 1885. Óleo sobre lienzo, 33 x 41 cm. Zurich, Kunothaus Zürich) son un buen ejemplo de ello. Las figuras centrales de estas obras son seres anónimos del pueblo, labriegos y obreros tan dignos de protagonismo como antes lo fueron los gloriosos héroes de la Historia y la Mitología. Una única vez, fueron los campesinos de Van Gogh tema y público al mismo tiempo. Con la ayuda de su hermano hizo imprimir veinte litografías de “Los comedores de patatas” (Nuenen, abril de 1885. Óleo sobre lienzo, 81.5 x 114.5 cm. Amsterdam, Van Gogh Museum – Fundación Vincent Van Gogh) que la gente de los alrededores pudo comprar a precio asequible. Este cuadro representa un compendio de su primera época. En la frugal comida que comparten las cinco figuras, enjutas y agotadas por el trabajo, se trasluce un ambiente de compañerismo y pobreza. Con toda naturalidad se van ofreciendo patatas y malta; este sentimiento de solidaridad carente de envidia refleja un patetismo casi religioso. “He puesto mi mayor empeño, escribe Vincent a Theo, en que, al contemplar el cuadro, se piense que esa gente bajo la lámpara que come sus patatas metiendo las manos en el plato, ha trabajado también con esas manos la tierra; mi cuadro exalta, pues, el trabajo manual y el alimento que ellos mismos se han ganado con toda honestidad… Pero el que prefiera ver aldeanos almibarados, allá él con sus pensamientos”.

Vincent, que llevaría posteriormente consigo a París esta pintura, había enviado antes una litografía del cuadro a su amigo el pintor Van Rappard, quien le hizo la siguiente crítica: “Me darás la razón en que no se puede tomar en serio un trabajo así. Afortunadamente sabes hacerlo mejor. Pero ¿por qué todo lo observas y lo tratas superficialmente, de la misma forma? ¿Por qué no estudias cuidadosamente los movimientos? En este cuadro los personajes posan. La mano coqueta de la mujer del fondo... ¡qué poco real! ¿Y qué relación hay entre la cafetera, la mesa y la mano que toca el asa? ¿Qué hace en realidad esta cafetera? No se mantiene, tampoco la sujetan; pues entonces, ¿qué? ¿Y por qué el hombre de la derecha no puede tener rodillas, ni vientre, ni pulmones? ¿O acaso los tiene en la espalda? ¿Por qué a su brazo le falta un metro de largo, por qué le falta la mitad de la nariz? ¿Por qué la mujer de la izquierda tiene por nariz ese mango de pipa terminado en un clavo? ¿y todavía te atreves, con esta forma de trabajar, a citar a Millet y a Breton?. El arte es demasiado elevado como para tratarlo con tanta negligencia”.

Naturalmente, hoy día no hay historiador del arte que ose negarle al cuadro su fama de obra maestra o no, se trata de la gran obra con la que Vincent cerró sus años de aprendizaje en Holanda. Aunque en París no hubo nadie que lo destruyera con la sutileza y la hostilidad cáustica de Van Roppard, tampoco encontró pura admiración. Se dice que Camile Pissarro, que lo comprendía todo, fuera lo que fuera, se quedó profundamente impresionado por la fuerza expresiva del cuadro. Emile Bernard, que pudo ver toda la obra de Vincent de la época de Holanda, escribió en un artículo: “Me quedé consternado, en esta confusión, por la comida de los pobres en una chabola inquietante a la débil luz de la lámpara. Lo llamó Los comedores de patatas”. Era grandioso en su fealdad y estaba lleno de una vida inquietante”.

Vincent (de espaldas a la cámara) con su
amigo Emile Bernard a orillas del Sena
en Asniéres, 1886)
Pero, mucho antes, Theo había escrito a Vincent que su amigo, el pintor Serret, había estudiado cuidadosamente el cuadro y tenía mucho que criticar. Vincent le contestó: “Dile a Serret que estaría desesperado si mis figuras fueran buenas; dile que no las quiero académicamente correctas, que mi gran anhelo es aprender a realzar tales inexactitudes, tales deformaciones, transformaciones, cambios de la realidad, para que se conviertan – si quiero - en mentiras, que, no obstante, son más reales que la realidad misma”. Estaba en su pleno derecho cuando consideró la carta de su antiguo amigo, Van Rappard, como una ofensa. No discutió que el dibujo de las figuras fuese defectuoso ni que estos “defectos” sobresalieran aún más en la litografía que le había enviado del cuadro, que llamaba la “composición”. Reconoció: “Seguramente aquí hay defectos; sin embargo, también hay cosas que no me arrepiento de haber pintado”. Es comprensible que este cuadro significa mucho para Van Gogh. Había trabajado en él durante meses, realizando un sinfín de estudios de retratos antes de introducirlos en la composición. Otro asunto respecto a este cuadro es el de los colores cuando el joven Bernard hablaba de la fealdad grandiosa del cuadro, su juicio se refería seguramente también a los colores que habían de causar impacto en un hombre que había desarrollado su sentido del color en la obra del impresionismo. De este cuadro, Van Gogh decía: “tiene aproximadamente el color de una buena patata llena de polvo”, añadiendo, de forma bastante ingenua, “Naturalmente sin pelar”; esto es cierto, el color que domina en todo el cuadro es el de una patata recién cosechada que todavía tiene algo de tierra adherida.

Al igual que Gauguin en “Avant et aprés”, Van Gogh nos ha dejado bastante testimonio escrito, sobre todo en las cartas a su hermano Theo. Eso facilita la exégesis de vida, ayuda a limar las aristas y a alisar el camino que lleva a la verdad.

En el cuadro, totalmente abstraído en su trabajo, el tejedor se encuentra sentado ante su telar, mientras que, situado en primer plano, el monumental mecanismo domina la totalidad del cuadro. Da la impresión de ser un marco de gigantescas dimensiones que, con su enrejado de líneas horizontales y verticales, parece absorber el delgado cuerpo del tejedor, haciéndolo formar parte de su propia máquina. Juntos se destacan también sus oscuras siluetas de la claridad del fondo que nunca podría llegar a iluminar la escasa luz de la lámpara. En esta representación conjunta del obrero y su instrumento de trabajo queda excluido todo lo pintoresco y todo lo anecdótico. No sólo la dureza y el esfuerzo, sino también la dignidad de la vida del trabajador, encuentran aquí una diáfana expresión.

La muerte de su padre el 26 de marzo de 1885 de un ataque de apoplejía afecta considerablemente a Van Gogh quien trata de recuperar, con largos paseos, su endeble salud constantemente maltratada por el alcohol, el abuso del tabaco y una deficiente alimentación.

La calle Lepic en Montmartre, París. Theo 
Van Gogh se mudó ala casa N° 7 en junio de
1886, donde acogió a su hermano, que pudo 
instalar un estudio allí.
Hacia 1887, los hermanos Van Gogh vivían juntos en París en la rue Lepic. Vincent pintaba sus primeras impresiones parisienses. Frecuentaba el taller Cormon, regentado por el pintor Fernand Cormon, seudónimo de Fernand - Anne Piestre (1845-1924). Cormon desarrolló una carrera de gran éxito, como pintor y como profesor, contándose entre sus discípulos Henri Matisse, Toulouse – Lautrec y Vincent Van Gogh; sin embargo su reputación no ha pervivido en la misma medida. De su obra pueden destacarse las decoraciones para el Museo de Historia Natural y el Petit Palais de París, y algunos excelentes retratos; asimismo, tuve gran predilección por los temas inspirados en la prehistoria (La Edad de Piedra, 1884, Museo du Prieuré, Saint – Germain – en - Laye).

El aspecto sombrío, y huraño y sobre todo su madurez de hombre que ha pasado por amargos trances, desentonaba algo entre el tumulto optimista de los jóvenes ilusionados. La casa de los Van Gogh estaba ornada de cuadros antiguos o de la época romántica, de grabados y crespones japoneses de lienzos, también, de Vincent pintados en Amsterdam, en Amberes; en Drenthe: evocaciones de lugares y tipos holandeses hechos con ese afincamiento característico de los principiantes que llegan tarde al prurito creador. Cuadros negros, tristes y ásperos, donde el evangelista de los mineros flamencos proseguía por un sendero distinto su deseo de acercamiento a los humildes, su fervor místico hacia la naturaleza.

Van Gogh amaba aquel París de fin de siglo, colmado de los ecos zolescos y agitado en sus afueras y su colinas por los pintores del “claro sobre claro” abolicionistas del negro y escapados del ambiente enrarecido del estudio. “Trabajamos por el Renacimiento francés – decía aludiendo al esfuerzo coincidente y fraternal - y me siento más francés que nunca. Estamos aquí en una patria”. Ciertamente era así. Como un parisién conocía y recorría los lugares típicos, los rincones característicos. Desde el amanecer hasta bien avanzado el crepúsculo vespertino, Vincent Van Gogh trabajaba febrilmente sobre los motivos mismos que acuciaban a los impresionistas, los bulevares y su gentío polícromo; los “molinos” montmartreses, las “guinguettes”, las márgenes del Sena, los pequeños restoranes y tabernas al aire libre “con una gran tela sobre la espalda se ponía en camino –dice Emile Bernard - y luego la iba dividiendo al azar de los temas. Por la noche volvía con ella cubierta por completo de pintura. Era como un pequeño museo ambulante, donde se hubieran captado todas las emociones de la jornada. Había trozos de río plenos de barcas, islas con columpios azules, merenderos pimpantes con sus cortinas multicolores y sus laureles rosa, rincones de parques abandonados, o casas viejas en venta. Una poesía primaveral emanaba de aquellos fragmentos conseguidos a punta de pincel y como robados a las horas fugitivas”.

Merendero "La Guinguette" en Montmartre
París, octubre de 1886. Óleo sobre lienzo,
49 x 64 cm. París, Musée d´Orsay.
Aún está lejos aquel sentido fulgurante de su pintura cocida, esmaltada bajo el sol provenzal; todavía no canta el amarillo sus ululantes romanzas, ni giran las nubes ni se convulsionan los divos milenarios en paisajes inflamados. Es la de Van Gogh, entonces, una visión plácida, sentimental y alegre. Momentos de primavera y de otoño, gamas de grises en los perlinos y nacarados ambientes próximos al río. El gozo de las meriendas y de las discusiones artísticas en los restoranes populares. Es en unos de estos de la Avenue de Clichy donde intenta crear una serie de Exposición permanente de cuadros suyos, de Gauguin, de Bernard y de otros amigos. Cuando se sueños se trata, Van Gogh siempre está lanza en ristre; los girasoles de su dicha siempre están listos para florecer en su sueño. No deja pasa un instante en la vida sin entregar hasta su último esfuerzo por alcanzarlo. “Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne”, dice Hamlet en su famoso soliloquio. Este es el tiempo en que un poco asombrado, entre el respeto y la ironía escuchaba las apasionadas lecciones de Pissarro, y acechaba, al lado de Claude Monet, en las márgenes del Sena o del Marne, las ondas fluviales, las ondas vegetales en el viento, los círculos de sol sobre la carne y la tierra, y la vibración del aire en el silencio estival.

Si en la pintura de Van Gogh la época holandesa es como la noche y el invierno, y la época provenzal es como el mediodía y el verano, la época parisiense tiene la diafanidad sonriente y afable de una mañana vernal. No importa que luego reniegue de esa época y atribuya “al maldito vino de París y a las sucias grasas de los bisteques” el estado de cosas a que llegó, en que la sangre “no marchaba”.

No importa que salto sobre ella para buscar, nostálgico, la añoranza de los cimientos en la tierra natal. “Aunque conservemos siempre una cierta pasión por el impresionismo, yo me siento volver cada día más dentro de las ideas que tenía ya antes de venir a París”, escribe a su hermano Theo, tiempo después.

Luego de deambular por Amberes, Ámsterdam y París durante un gran tiempo, Vincent se instala en Arles. La clara luz meridional y los colores cálidos le atraen; probablemente Toulouse - Lautrec influyó en esta decisión. Su amistad con artistas del momento y de su vuelo se ha implementado: Monet, Renoir, Sisley, Pissarro, Degas, Signac, Seurat y Gauguin engrosan una nutrida y variopinta lista.

En Arles, el canal del sur, parece recordarle su patria holandesa. Aquí se dedica a hacer estudios del puente y los alrededores. Las dos versiones que pintó del puente datan de marzo y mayo de 1888.


El puente de Langlois con lavanderas.
Arles, marzo de 1888. Óleo sobre lienzo,
54 x 65 cm. Otterlo, Köller - Müller Museum.

En “El puente de Langlois con lavanderas” (Arles, marzo de 1888; óleo sobre lienzo, 54 x 65 cm. Otterlo, Kröller – Müller Museum), la calma apacible del tema, con las grandes extensiones del cielo y agua y la escasez de objetos, cobran fuerza a través de los experimentos que Van Gogh realiza con el color; los objetos del cuadro son simplemente el decorado sobre cual el colorido se extiende como una segunda piel. La segunda versión, “El puente de Langlois con dama con paraguas” (Arles, mayo de 1888, óleo sobre lienzo, 49,5 x 64 cm. Colonia, Wallraf – Richartz - Museum), puede decirse que es más discreta. Desde los arbustos de la orilla se nos ofrece a la vista un amplio cielo azul y menos agua en su parte inferior. Contemplamos también a contraluz el puente, sobre el que se pueden reconocer, como meras sombras, a las personas que lo cruzan; el colorido es limitado y claro, con abundante mezcla de blanco. Todo ello nos recuerda el impresionismo al que Van Gogh somete aquí su visión personal. La primera versión, “El puente de Langlois con lavanderas” es muy distinta. El pintor se halla directamente en la orilla. Todos los objetos del cuadro se destacan con punzante agudeza de un horizonte elevado y parecen estar iluminados por sí mismos, lo que se acentúa por el tono rojizo mezclado en todos los colores.

Van Gogh crea una nueva forma de color en la pintura, dejando atrás de modo admirable a su maestro Delacroix. La autonomía del color y el “tonalismo” se unifican. Aunque, como antes, el colorido sigue basándose en variaciones de un color, en tonos, pero ese color que sirve de pauta ya no está en relación alguna con la realidad. Un amarillo intenso o un rojo fuerte ya no tienen la misión de representar una imagen. El color es ahora el único soporte de la expresión individual y de la idea de la realidad tal y como está concebida en la psique del pintor. Se refrenan la luz y la sombra, los reflejos y el fraccionamiento del color, ya que su origen gráfico hay que buscarlo en la percepción visual y no en la imaginación. Ya no se utiliza un color determinado por el solo hecho de representar la realidad adecuadamente, sino porque refuerza la vehemencia de lo que se quiere transmitir. Ese color ya no puede analizarse objetivamente, es una experiencia puramente subjetiva.

"La casa amarilla", cuya parte derecha habia
alquilado Vincent en Arles.
En Arles, Vincent alquila por 15 francos al mes cuatro habitaciones que forman el ala derecha de la “Casa amarilla” en la Place Lamartine. Allí quiere materializar su sueño de la comunidad de artistas. Como la vivienda aún no está acabada, duerme entretanto en el “Café de l´Alcazar” que está enfrente, y come en el café de la estación de Madame Giroux. Tardó casi medio año en lograr entablar relaciones con sus semejantes, en encontrar personas de su gusto y, sobre todo, que pudieran servirle de modelo. El retrato significa para Van Gogh una confrontación artística con la gente, con la amistad y el afecto que sentía por los demás, sentimientos que en la vida tan a menudo le fueron negados.
Así vivía este excéntrico pelirrojo entre la gente de Arles: parco en palabras, reservado, y en constantes apuros económicos, pues como artista no tenía un trabajo que pudiera calificar como profesión; y además con un nombre impronunciable, lo que desde muy pronto ya lo había llevado a firmar sus trabajos solamente con su nombre de pila.

Pintar al aire libre fue una innovación del siglo XIX. Pintar con luz artificial había sido un pasatiempo artístico muy de moda en el barroco. Pintar de noche, al aire libre y además con luz artificial se puede considerar como un invento personalísimo de Van Gogh. El cuadro, “La casa amarilla” (Arles, setiembre de 1888; óleo sobre lienzo, 72 x 91.5 cm. Amsterdam, Van Gogh Museum – Fundación Vincent Van Gogh), no lo pintó de noche, pero sí con la misma tonalidad. Al poco tiempo de haber alquilado esta casa Van Gogh hizo revocar la fachada de amarillo, el color sin duda más importante para él y más cargado de simbología. En una de sus cartas a Theo, Vincent escribe… “Ahora tenemos por aquí un calor esplendido, intenso y sin viento, lo que me viene muy bien. Un sol, una luz que a falta de mejor cosa no pudo llamar más que amarilla; amarillo de azufre pálido, limón pálido oro. ¡Qué hermoso es el amarillo!”.

Durante mucho tiempo estuvo vacía por falta de dinero para amueblarla. Por fin, al enviarle Theo 300 francos, Vincent pudo permitirse decorarla con modesta y a mediados de setiembre se instala en ella definitivamente. El hecho de considerarse “propietario” y de tener una casa le daba una fuerte sensación de seguridad y libertad, abriéndole, además, la posibilidad de poder fundar allí la comunidad de artistas con la que soñaba desde hacía tanto tiempo. Embriagado de sentimientos pintó de amarillo todas las cosas que figuran en el cuadro, como si todas ellas estuvieran a su disposición. Durante algún tiempo la “casa amarilla” representó todo lo que él consideraba importante y le garantizaba una pequeña felicidad, ella se había convertido, sencillamente, en su símbolo individual. En la carta a su hermano manifiesta lleno de regocijo… “Mi casa aquí está pintada por fuera de un amarillo manteca y las contraventanas son de un verde fuerte. Está situada a pleno sol, en una plaza donde también hay un parque verde con plátanos, adelfas y acacias. Por dentro todas las paredes están blanqueadas y el suelo es de baldosas rojas. Por encima, el cielo de un azul intenso. En esta casa puedo verdaderamente vivir, respirar, reflexionar y pintar”. Un hombre de ilusiones y esperanzas es este Van Gogh que escribe estas líneas. Pero a veces la razón nos lleva a pensar si vale la pena fatigar el espíritu con proyectos eternos o aferrarnos a esperanzas lisonjeras y vanas que después se transforman en crueles tormentos.

Bodegón con limones y botella.
París, primavera de 1887. Óleo
sobre lienzo, 46 x 38,5 cm. Amsterdam,
Van Gogh Museum (Fundación Vincent
Van Gogh). 
Van Gogh se vio influenciado por las teorías del crítico de arte inglés John Ruskin, quien había defendido como un bravío león a los prerrafaelistas (John Everett Millois, William Holman Hunt y Dante Gabriel Rossetti), grupo de artistas jóvenes ingleses que compartían su desaliento ante lo que consideraban situación moribunda de la pintura inglesa y aspiraban a conseguir de nuevo la sinceridad y sencillez del primitivo arte italiano (es decir, anterior al tiempo de Rafael, a quien consideraban fuente del academicismo). El movimiento tuvo un fuerte componente literario desde sus comienzos, eligieron temáticas religiosas y morales y mostraron un deseo de fidelidad a la naturaleza expresado a través de una detallada observación de la flora, etc.; y el empleo de una técnica clara y brillante de contundente precisión. En 1850 el grupo fue objeto de violentas críticas y de muertos. Charles Dickens encabezó el ataque calificando el cuadro “Cristo en casa de sus padres” de Millais (Tate Gal Londres) de “mediocre, odioso, repugnante y repulsivo”. Dickens se sintió ultrajado por el rechazo implícito de Rafael (aún considerado por muchos críticos como el supremo pintor jamás había existido), y consideraba la aspiración de retroceder a la época anterior a Rafael como una regresión antiprogresista al primitivismo y al mal gusto. La defensa de Ruskin fue demoledora a favor de los prerrafaelistas. El gran interés de Ruskin por las reformas sociales y su preocupación siempre creciente por las cuestiones económicas y políticas durante la segunda mitad de su vida (empleó una gran parte de su herencia en obras filantrópicas) le impidieron aceptar la autonomía del arte al margen de las cuestiones de moral social. Él mismo, con obstinación, se puso en contra de los efectos de la Revolución Industrial al suplantar la mano de obra tradicional; se opuso a todos os esfuerzos para elevar el nivel del diseño en la industria y crear escuelas para aplicar buenos principios de diseño a la producción en masa. “Mientras haya seres humanos que trabajen como personas y hagan las cosas de corazón poniendo su mejor voluntad, no importará lo deficientes que sean como artesanos, pues, algo quedará adherido a su obra que no puede pagarse con dinero” escribe el acuarelista inglés en uno de los 39 volúmenes que conforman su obra completa.

Van Gogh es el primer artista que en su obra pone en práctica la teoría de Ruskin a favor de la expresión individual frente a una ejecución aparentemente perfecta, y del gesto expresivo frente a la belleza academicista; no como la consciente interpretación pictórica de un teórico sino como una, llamémosle así, combinación congenial, nacida del trato cotidiano con el color y el pincel.

En un ambiente de indiferencia que, como una constante en su vida, también en Arles oprimía a Van Gogh, los impulsos positivos eran cada vez más escasos. El repertorio de temas estimulantes como el paisaje y algunos retratos ya estaba agotado desde hacía ya mucho tiempo. Los debates artísticos con otros pintores, que tanto lo habían entusiasmado en París ya no era factible en su enclave provinciano. Para Van Gogh, que consideraba el estímulo del mundo exterior tan decisivo para su vida y para su arte, significaba una catástrofe recibir cada día menos este accésit. Su única tabla de salvación la constituía la utopía que le dejaba el arte: el viejo ideal de una comunidad de artistas, libre y autónoma.

El Sena con el puente "Grande Jatte"
París, verano de 1887. Óleo sobre lienzo,
32 x 40,5 cm. Amsterdam, Van Gogh Museum
(Fundación Vincent Van Gogh).
Esta utopía se había concretado desde hacía tiempo en Paul Gauguin. Prácticamente el único tema de sus cartas desde Arles es la fundación con éste del “Atelier du Midi” y de ser los precursores de una institución en la que también deberían participar Émile Bernard, Georges Seurat y Paul Signac. Todos los lienzos que salen de su pincel desde el verano de 1888 están marcados por la ilusión de la “comunidad”, servirán para adornar la “casa amarilla”, su estudio común, y significación el punto de partida y el inicio de una fructífera  confrontación artística. El único que irá a Arles será Gauguin, dando comienzo entonces la “tragedia de Arles” que para muchos estudiosos del pintor holandés representa el origen del derrumbamiento de Van Gogh. Gauguin será la manzana podrida que estropeará el barril de la lucidez de Vincent, la ficha que derrumbará el dominó de su vida.

Gauguin se había marchado de París casi al mismo tiempo que Van Gogh. Pero no se había retirado al sur, sino a la Bretaña, más barata, con un paisaje más duro y, en opinión de Gauguin, más auténtico. Allí, en el pueblo de Pont - Aven, vivía casi al día, agobiado permanentemente por las deudas y recibiendo de vez en cuando la visita de algunos amigos. Siempre, al igual que Vincent, andaba sin un centavo. Theo Van Gogh era el galerista de Gauguin. A medida que aumentaban las deudas de éste, mayor era su dependencia económica de Theo una situación idéntica a la de su hermano en el lejano Arles. Vincent, cuesta decirlo, quería servirse de la miseria de Gauguin para sus propios fines, así que no hacía más que insistir a su hermano para que convenciera a Gauguin de irse a vivir a Arles. Las vacilaciones de Gauguin eran motivadas por las extravagancias de Van Gogh. Tampoco se fiaba mucho de Theo. En una carta a Émile Bernard fechada en octubre de 1888, Gauguin se queja de que… “por mucho que me aprecie, no creo que Theo se preste a mantenerme en el Midi solamente por mi cara bonita. Con su frío carácter holandés ha estudiado el terreno y proyecta llevar la cosa lo más lejos posible y en exclusiva”. Gauguin presiente que en el interés se ocultaba ante todo una artimaña comercial. Gauguin confiaba en Bernard. A él se había unido en Pont - Aven; Bernard afirmaba que él había introducido a Gauguin en su manera sintética. Ciertamente ambos trabajaron en estrecha colaboración entre 1888 y 1891 en Pont - Aven y París, y parece que Bernard, veinte años más joven que Gauguin, ejerció un fuerte estimulo en su gran colega.

Vincent tenía un alto concepto sobre la obra pictórica de Gauguin, así lo manifiesta en una anotación que data de finales de mayo de 1888… “Todo lo que hace tiene algo de delicado, de conmovedor, de asombroso. La gente todavía no lo entiende, y él sufre porque no vende nada – al igual que otros poetas auténticos”. Quien mejor para expresar este desaliento, esta angustia ante la incomprensión que Vincent Van Gogh, el genial pintor que sólo vendió un cuadro en toda su vida: “El viñedo rojo. Montmajour”, pintado en Arles en 1888 y adquirido por cuatrocientos francos por la pintora belga Anna Boch en Bruselas, en la exposición de Les Vingt de febrero de 1890 (hoy en el Museo Pushkin de Moscú).

Viñedo rojo, Arles, noviembre de 1888.
Óleo sobre lienzo, 75 x 93 cm. Museo
Estatal de Bellas Artes Pushkin, Moscú
La espera terminó con la llegada de Gauguin a Arles la mañana del 23 de octubre de 1888; ya Theo había terminado de pagar todas las deudas del recién llegado. Vincent hizo todo lo posible para que Gauguin se sintiera cómodo, llegando incluso a cederle con gusto la dirección artística y asumiendo él, el papel de alumno aplicado. Pero ello no duró mucho, pues, Gauguin se sentía víctima de las maquinaciones de los dos hermanos y tenía la sospecha de que quería rebajarlo en su importancia artística.

Gauguin también tenía sus demonios. En una carta a Theo, Gauguin se queja de que… “Vincent y yo no podemos vivir juntos en paz debido a la incompatibilidad de nuestros caracteres”, y acto seguido añade con insistencia: “Es necesario que me vaya”. El desengaño corrió el velo de la ciega ilusión en la mente de Van Gogh “… e´l conocer chiaramente che quanto piace al mondo é breve sogno” cantó Petrarca en uno de sus más famosos sonetos. Y así se desintegró el sueño de Vincent de formar la comunidad de artistas que había querido intentar con Gauguin. El estado de ánimo de Van Gogh está reflejado en los dos famosos cuadros de las sillas que pintó en diciembre de 1888. Dos cuadros que simbolizan la soledad que lo embarga. Ambas sillas están vacías, metáforas de los dos artistas que ya no están en el lugar en el que en otro tiempo hablaron juntos. La silla de madera de Van Gogh es muy sencilla, sobre ella vemos una pipa y el saquito de tabaco, emblemas de lo sencillo y lo natural, “La silla de Van Gogh en Arles” (Arles, diciembre de 1888, óleo sobre lienzo, 93 x 73.5 cm. Londres, National Gallery). La silla de Gauguin tiene brazos y es más elegante, en ella descansan unos libros y una vela, indicándonos cultura y ambición, “La silla de Gauguin en Arles” (Arles, diciembre de 1888. Óleo sobre lienzo, 90.5 x 72.5 cm. Amsterdam, Van Gogh Museum. Fundación Vincent Van Gogh). Para pintar su silla Van Gogh empleó el amarillo y el violeta, los colores que en el cuadro de la “casa amarilla” expresaban la claridad del día y la esperanza de entonces. En cambio en la silla de Gauguin vemos el contraste complementario verde - rojo, los mismos colores del café nocturno, verde y rojo, que nos transmiten la oscuridad y la esperanza perdida. Día y noche están frente a frente, en el interior de los dos artistas y también como alternativa de una vida futura. Gauguin, este parece ser el mensaje, ha llevado la noche a la vida de Van Gogh. Mal augurio. Un firmamento se derrumba con la fragilidad de un techo de cristal, y con él, las últimas gotas de lucidez de una mente prodigiosa: la de Van Gogh. Para un hombre que decía que… “el mundo parece más alegre si, cuando nos despertamos por la mañana, descubrimos que ya no estamos solos  y que hay otro ser humano a nuestro lado en la semioscuridad. Eso resulta más alegre que las estanterías de libros edificantes y las paredes enjalbegadas de una iglesia…”, la decisión de Gauguin de marcharse le cayó como un rayo maléfico en su espíritu contrariado.


Jarrón con margaritas y anémonas.
París, verano de 1887. Óleo sobre
lienzo, 61 x 38 cm. Otterlo, Kröller -
Müller Museum.
A pesar de sus frecuentes ataques depresivos Vincent conserva la lucidez para escribir las ideas que se agolpan en su mente como piedras que ruedan por una pendiente para posarse en el fondo de un abismo. “Tanto en la vida como en la pintura, escribe, puedo prescindir muy bien de Dios, pero sin embargo soy una persona que sufre y no puedo prescindir de algo superior a mí mismo y que representa toda mi vida – la fuerza creadora. Quisiera pintar a hombres y mujeres con un algo de eternidad, lo que en otro tiempo estaba simbolizado por la aureola de los santos y que nosotros tratamos de representar con la luminosidad y el movimiento oscilante de nuestros colores expresar el amor de dos enamorados mediante el enlace de dos colores complementarios, mediante su mezcla y su contraste, mediante la misteriosa vibración de tonos aproximados entre sí. Expresar lo espiritual de una frente a través de la luminosidad de un tono claro sobre un fondo oscuro. La esperanza por medio de una estrella. La pasión de una persona mediante una resplandeciente puesta de sol”. Estas no son las reflexiones que está en vísperas de perder la razón, son las reflexiones de un espíritu ingente, de un poeta que hace versos al óleo sobre lienzos.    

La decisión de Gauguin de abandonar Arles tensa al máximo la relación entre ambos artistas. “Desde el momento en que quise marcharme de Arles se puso tan raro que apenas me atrevía a respirar. “Usted, quiere irse, me dijo, y al contestarle que sí arrancó un pedazo del periódico y me lo dio. Allí ponía: “El asesino ha huido”, recordará Gauguin más tarde en una carta. Si interpretamos las palabras de Vincent, podríamos transformarlas así: “Gauguin asesino, asesino de las esperanzas y del optimismo.” Este desliz en la vida de Van Gogh acontece cuando el pintor estaba disfrutando su voluntario y ardiente retiro en Provenza la luminosa, en Arles, donde se cumplen sus máximas revelaciones estéticas. Van Gogh está creando lo más considerable y definitivo de su obra. Se consume y sobreexcita bajo el sol implacable, se baña en la enfática luz de los amarillos, se abrasa con los rojos, nada en los cobaltos, se sumerge en los verdes, se embriaga en los lilas, y empieza la zarabanda de ritmos epilépticos de los árboles, las nubes, los soberbios cipreses, los nostálgicos girasoles los olivos milenarios, las flores rutilantes, los interiores expresivos, los jardines recoletos, la Camarga violenta y la Crau palpante.

El anuncio de la partida de Gauguin de Arles parece ser el factor desencadenante que hundirá a Vincent en una especie de locura. Era tanta su obsesión por la partida del amigo que por la noche se levantaba varias veces para entrar subrepticiamente en la habitación de Gauguin para comprobar si éste todavía estaba allí. Sin embargo la enfermedad de Vincent mantuvo a Gauguin en Arles. “Pese a algunas diferencias no puedo enfadarme con un hombre que está enfermo, sufre y quiere tenerme a su lado”, escribe Gauguin. Hay momentos en que Gauguin parece descubrir a través del pintor, del enfermo, al hombre. Parece percibir sus contradicciones, no tan sólo distintas, sino opuestas, con explosiones que manifiestan los muchos seres que cohabitan en Vincent y que le van dictando la violencia y la ternura, la rebelión y la fe, la humildad y la independencia, la inquietud y la exaltación. Parece que Gauguin logra percibir que el combate que libra el amigo enfermo no solo es contra la sociedad, contra el arte, contra Dios, se libra en primer lugar contra el propio Vincent; y es acaso el más intenso, el más desgarrador, puesto que quizá nunca hubo hombre más sincero que él.

El 23 de diciembre de 1888 el amenazante estado en que se encuentra Vincent adquiere proporciones alarmantes. Paul Gauguin sale por la noche a dar un paseo, a tomar el aire de los laureles en flor. “Ya casi había cruzado la plaza Víctor Hugo, cuenta Gauguin, cuando noté detrás de mí el ruido de un paso, rápido e irregular que conocía bien. Me di vuelta en el momento en que Vincent se precipitaba contra mí con una navaja de afeitar abierta en la mano. Mi mirada debió ser muy poderosa en aquel instante, puesto que se paró y, bajando la cabeza, volvió a casa corriendo”. Gauguin no lo sigue. “¿Fui cobarde en aquel momento? ¿Tenía que haberlo desarmado y procurar calmarlo?, se interroga Gauguin; quien toma una habitación en un hotel de Arles y se acuesta, apenado, a las tres de la madrugada.

Florero con doce girasoles. Arles,
agosto de 1888. Óleo sobre lienzo,
91 x 72 cm. Munich, Bayerische
Staatsgemälde - sammlungen,
Neue Pinakothek.
¿Esta versión dramática es exacta?, escribe en 1903, mucho tiempo después del suceso no ha sido confirmado por ningún testigo. Sin embargo, en una carta dirigida, pocos días después de los acontecimientos, a su amigo Aurier, Emile Bernard escribe: “Fui a ver a Gauguin, que me dijo: “La víspera de mi partida, Vincent corrió hacia mí – era de noche - , me volví, porque desde hacía tiempo estaba muy extraño, pero desconfié”. Entonces me dijo: “Estás taciturno y yo también lo estaré”. Me fui a dormir al hotel y, cuando volví, todo Arles estaba delante de nuestra casa. Los gendarmes me detuvieron porque la casa estaba llena de sangre. Había pasado lo siguiente: al volver después de mi partida, Vincent había cogido la navaja de afeitar y se había cortado la oreja”.

En este relato, Gauguin, no dice nada de la amenaza homicida, con la navaja de afeitar en la mano. No hay ninguna razón por la cual Emile Bernard tenga que falsear voluntariamente o no, el relato de Gauguin. ¿Se inventa éste, desde las islas. Marquesas, quince años más tarde, la historia? Es posible que en este relato posterior, Gauguin haya querido justificar su partida precipitada por la amenaza de que fue objeto.
Tranquilizado tal vez por unas buenas palabras por parte de Gauguin, Van Gogh se pierde en la noche corriendo en discreción a la “Casa amarilla”. Estupefacto, asustado, Gauguin, se queda instalado en un hotel de Arles. En la “Casa Amarilla” – mientras Gauguin no puede conciliar el sueño en el hotel – Van Gogh termina de precipitarse en el abismo que lo llevará a la muerte. ¿Había estado a punto de atacar a su amigo? Si no es así, porqué llevaba la navaja. Acaso no llegó a comprenderlo. Fue vertiginoso, hor


rible. Toda su violencia cambió de dirección y se cortó con la navaja una poción de la oreja izquierda. Al ver que pierde abundantemente, intenta parar la hemorragia con servilletas mojadas. Después se envuelve la cabeza con una venda, limpia la parte de la oreja seccionada y la mete en un sobre. Va a una casa de tolerancia regentada por una tal Virginie. Le da el sobre a una prostituta llamada Gaby, joven pupila que en el lupanar se hace llamar Rachel y le dice: “Guarda este objeto como si fuera un tesoro, en recuerdo mío”. Regresa a su casa, se queda dormido hasta que llega la gendarmería alertada por los vecinos.

Gauguin llega a la escena. Es interrogado, luego se marchará. Vincent no lo volverá a ver jamás. La explicación más lógica a la mutilación de la oreja la da J. Olivier, un escritor provenzal, en una carta dirigida a Vincent Willem Van Gogh, hijo de Theo y sobrino del pintor. Hay que recordar antes, que Van Gogh frecuentaba la plaza de toros de Arlés y que asistió a numerosas corridas de toros – representaciones de la muerte al término de las cuales el matador ofrecía la oreja del toro a “su dama”. Dice J. Olivier en la misiva: … “Estoy absolutamente convencido que Van Gogh quedó vivamente enamorado por esta práctica. De manera que los dos actos (seccionarse la oreja y después ofrecida a una dama) no son incoherentes. Y mantienen un encadenamiento normal para quien conoce esta costumbre. Van Gogh se cortó su oreja, su propia oreja, como si fuera a la vez el toro vencido y el matador triunfante. Confusión en una sola persona del vencido y del vencedor. Muy a menudo es un caso común a muchos de nosotros. Era también el caso de Van Gogh cuando fue sobreexcitado por Gauguin y rechazó su dominio”.

El modo en que Gauguin se escabulló del asunto, sin siquiera tomarse la molestia de ver a Vincent, nos lo presenta en una postura muy poco honrosa. No parece probable ya que en su fuga – ésta es la palabra adecuada - ni siquiera se preocupa de llevarse sus maletas, telas y máscaras y guantes de esgrima, que más tarde reclamará a Vincent.

El patio del hospital de Arles.
Arles, abril de 1889. Óleo sobre lienzo,
73 x 92 cm. Winterthur, Colección Oskar
Reinhart "Am Römerholz"
Van Gogh fue internado en el Hospital Principal de Arlés. Theo quedó horrorizado. Había correas para atar al enfermo y barrotes en la pequeña ventana. Todo se mezclaba en el delirio de su hermano: la filosofía, la teología, el arte. Hablaba de la eternidad y las estrellas. Aratos, caía en un delirio espantoso: sufría, se angustiaba terriblemente, quería llorar y no podía. Aratos, sin embargo, parecía volver a la normalidad. Pero los momentos de paz duraban sólo un momento, y todo volvía a comenzar. Como si Vincent se negara a una paz prolongada, capaz de acabar con sus fuerzas y corromper sus costumbres. Theo sólo pasó un par de días en Arlés. Absorto por sus negocios y el viaje que tiene que hacer a Holanda para casarse con Johanin Bonger, debe abandonar a su hermano, con la seguridad de que el doctor Félix Rey, joven médico que llegó al Hospital Principal de Arlés reemplazando al doctor Urpar, después de haber sido interno en Aviñón. Aunque el doctor Rey supo comprender a su paciente y ganar rápidamente su confianza, no apreciaba en absoluto al pintor. El retrato que dejó de él Vincent se hizo rápidamente en la primera quincena de enero de 1889. Vincent hizo que Theo le enviara al doctor una copia de “La lección de Anatomía” de Rembrandt para agradecerle sus cuidados. Este grabado quedó siempre alzado en la pared del despacho del médico.

Félix no aprecio mucho su retrato y no admitía – como lo confirman Victor Doitean y Edgar Leroy - médicos que publicaron en 1928 en Éditions Aesculape una obra que intenta definir a través de los exámenes de los orígenes, de la vida y del carácter patológico de Vincent, la forma exacta de la enfermedad que sufrió –“que teniendo en aquella época la barba y el pelo moreno, el pintor le hiciera la barba verde y el pelo rojo”- por la cuestión de los complementarios. La tela desapareció por un tiempo. El pintor Charles Camoin, en la guarnición de Arlés en 1900, encontró la pintura. Después de haber permanecido en el granero, entonces ¡servía para tapar el paso al gallinero! El hecho ha sido confirmado por la hija de una antigua clienta del doctor Rey que vio esta pintura – que la señora Rey trataba con indignación de caricatura - tapando, efectivamente, ¡un agujero del gallinero! Charles Camoin hizo comprar la tela por el marchante Ambroise Vollard por 150 francos, más tarde la adquirió en 1908 por 4,600 francos, J. Stchoukine, un gran coleccionista ruso. Hoy la tela se encuentra en el museo Pushkin de Moscú. La justicia, esa vieja sabia que aunque tarde siempre llega, ha hecho lo suyo, dándole a Vincent Van Gogh y a su pintura del doctor Rey, lo que corresponde.

Los médicos de Arlés señalaron el hecho de que se trataba de un enfermo y no un loco –pues, en tal caso, lo hubieran encerrado en un asilo. El diagnóstico del médico jefe Urpar indica una crisis nerviosa de origen epileptoide con alucinaciones y delirio. El doctor Rey comunica a Theo las condiciones de Vincent… “El pastor protestante, señor Salles, ha venido a mi encuentro esta tarde y los dos hemos ido a visitarlo. Estaba muy tranquilo y parecía perfectamente bien”. De todas maneras, cuando entran, Vincent se muestra huraño y dice al doctor Rey que desearía tener las mínimas relaciones con él. “Entonces le he asegurado que era un amigo para él y que deseaba verlo pronto restablecido. Hemos estado hablando un buen rato y hemos quedado como buenos amigos. Me ha rogado que le escribiera y que le diera noticias suyas, cosa que no quería al principio de nuestra entrevista”. Rey encuentra que el estado de Vincent va mejorando: “Come bastante bien y sus fuerzas físicas le permiten soportar la crisis”.

Autorretrato con la oreja vendada.
Arles, enero de 1889. Óleo sobre lienzo,
60 x 49 cm. Londres, Courtauld Institute
Galleries.
Vincent permanece catorce días en el hospital. Al regresar a su estudio se dedica a pintar el resultado de la catástrofe: su “Autorretrato con la oreja vendada”. Toda la parte derecha de la cabeza está cubierta por un ancho vendaje que hace aparecer aún más seria la mirada triste y casi fija del pintor. Van Gogh se ha envuelto en una gruesa y áspera capa, como queriendo protegerse de un ambiente hostil. La parte izquierda de su cabeza está enmarcada por una xilografía japonesa de alegre colorido, en rudo contraste con la mancha blanca en la zona de la herida. Pero la normalidad de un trabajo sin complicaciones, que nos evoca la xilografía recordando el retrato de “Pére Tanguy” (París, invierno de 1887-88. Óleo sobre lienzo, 65 x 51 cm. Colección Stavros S. Niarchos), ya no existe. La aventura con Gauguin había rozado los límites de lo soportable.

Van Gogh ya no es el de antes. La soledad ya no lo abandonará en el futuro. La comunidad de artistas no es más que un sueño roto. “Ya no me atrevo a pedirles a otros pintores que vengan aquí después de lo que me ha ocurrido; arriesgarían perder la razón, como me ha pasado a mí”, escribe en un mar de resignación a su hermano en febrero de 1889. El Estudio del Sur ha fracasado… “Es algo ya definitivo – escribe Vincent - y mi impulso por fundar algo muy simple pero duradero, me había ilusionado tanto… me quedan remordimientos graves, difíciles de definir. Yo creo que ésta ha sido la causa de que haya gritado tanto en la crisis, que yo quería defenderme y ya no podía más. Porque no era para mí, era justamente para los pintores… desgraciado… que el estudio hubiera podido pensar”. Esta entrega de Van Gogh hacia el compañero de profesión es sincera; esa entrega hacia el otro, ese altruismo que raya en la bonhomía, esa desaprensión por ayudar a otros pintores marcó siempre su vida y su conducta.

Cuando Theo le envía el artículo de Albert Aurier aparecido en el primer número de Mercure de France, el primer gran artículo que un crítico dedica a su obra en unos términos que le aportan tanto placer como orgullo, la primera reacción de Vincent es de sorpresa. Albert Aurier es un simbolista que se expresa en el lenguaje de su escuela, pero que ha comprendido perfectamente, y lo expresa con verdadero entusiasmo, todo lo que aporta al arte de su tiempo la prodigiosa obra de Van Gogh: “… se trata de la universal y loca y cegadora fulguración de las cosas, se trata de la materia, de la naturaleza entera retorcida frenéticamente, paroxizada, subida al punto más alto de la exacerbación, se trata de la forma que se convierte en pesadilla, del color que se convierte en llamas, lavas y pedrerías, la luz que se convierte en incendio; la vida, fiebre alta (…) su brocha opera con enormes empastamientos de tonos muy puros, con regueros curvos, interrumpidos por toques rectilíneos… con amontonamientos, a veces torpes, de una rutilante albañilería y todo esto da, a ciertas telas suyas, la apariencia sólida de deslumbradores murallas hechas de cristales y de sol” (citado en Louis Pierard “Van Gogh an pays noir”, Mercure de France, julio de 1913. Testimonios recogidos en el Borinage y nuevamente publicados en su obra: “La vida trágica de Vincent Van Gogh”; Cres, 1924-Corréa, 1939).

De este comentario, Vincent concluye que esas palabras no son más que una expresión de su arte, el deseo de lo que debería ser, pero sobre todo se admira y casi se irrita porque los comentarios elogiosos – y que encuentra “exagerados” -  sólo se dirigen a él cuando deberían dirigirse a todos los que actúan hacia el mismo sentido. Esta necesidad de dar a los demás lo que sólo le pertenece a él es una forma de altruismo que siempre ha tenido, de este espíritu de comunión que lo hace unirse a una cadena de esfuerzos del que se considera un eslabón, y dado el mismo título del artículo de Aurier, “Un aislado…” seguro que se ha sentido herido. Vincent es sincero hasta el extremo en sus opiniones. En una carta a Théo, meses más tarde, deja entrever el tormento que siente por lo que han dicho de sus obras, de los elogios de Aurier sobre todo: “Dile [a Aurier] con insistencia que se equivoca conmigo porque realmente me siento demasiado cargado de tristeza como para poder enfrentarme a la publicidad”… “Pintar cuadros me distrae, pero oír hablar de ellos me produce mucha más pena de la que se pueda imaginar”.

Melocotonero en flor (Recuerdo
de Mauve). Arles, marzo de 1888
Óleo sobre lienzo, 73 x 59,5 cm.
Otterlo, Köller - Müller Museum.
Esos comentarios elogiosos que para Monet o Cezanne hubieran significado perlas caídas del cielo, para Vincent no es más que una dolorosa tortura. Es comprensible, quizá, para quien durante toda su vida tuvo que beber de la copa de la decepción, este tipo de actitud. Pocos días antes de su muerte, en un gran estado de lucidez, escribió: “Me siento fracasado. Acepto mi suerte y sé que no va a cambiar”. Huelgan los comentarios.

Los mejores y los más tiernos sienten a veces, en lo más profundo, una necesidad masoquista de sufrir el dolor de los otros, o, ser infligidos del dolor de los otros. Hay ciertas mieses que sólo germinan en nosotros gracias al llanto del dolor que nosotros mismos provocamos, ese parece ser el caso de Vincent Van Gogh. Sin embargo, esas semillas producen buenas flores y frutos saludables. Es una ley que nos hemos hecho nosotros, y nadie sabe si está en la capacidad de amar al hombre que jamás hubiese hecho llorar a otro. Esas buenas flores y frutos saludables en el caso de Vincent, serán esos valiosos cuadros que pintará después que el 8 de mayo de 1889 traspuso las puertas del asilo de Saint – Paul –de - Mausole, cerca de Saint - Remy. ¿Pero cómo sucedió esto?

El 7 de enero, el doctor Rey lo autorizó a abandonar el hospital para volver a la “Casa Amarilla”. Ya estaba bien… ¡Pero nunca más Vincent Van Gogh podría respirar tranquilo! Era inútil considerar lo ocurrido como “cosa pasada”. La tranquilidad no volvía. Se sentía completamente lúcido, cierto, ¿pero cómo tranquilizarse respecto al porvenir? Le preocupa su manutención:… “Tú te has empobrecido para alimentarme, pero yo te devolveré el dinero o te devolveré el alma”, escribe a su hermano Théo. “El único deseo que tengo es poder seguir ganando con mis manos lo que gasto”, le confiesa al doctor Rey. Las crisis volverán una y otra vez como olas de mar que se estrellan incansablemente contra un promontorio que se mantiene inmóvil, pronto a ceder. Quebrado, Van Gogh entrará en el último año de su vida.

Salido del hospital trata de llevar una vida como la que había anhelado siempre, una vida serena llena de margaritas y terrores removidos, viendo las ramas de los matorrales que germinan en la primavera y as ramas de los árboles despojadas que tiemblan en invierno y los cielos serenos azules límpidos y los grandes nubarrones de otoño, y el cielo gris uniforme de invierno y el sol cuando salía por encima del jardín de las tías, y el sol rojo en su puesta, en el mar en Schveningen, y la luna y las estrellas en una hermosa noche de verano o de invierno. Pero toda esta ilusión como todas las de su vida está lejos. No sabe que se está tramando un complot contra él. Espíritus, sin duda más temerosos que mezquinos, hacen circular una petición al alcalde de Arlés para que se encierre a ese loco que anda suelto. Se recogen ochenta firmas y la súplica es enviada a la alcaldía. Se han producido incidentes con los vecinos. Vincent se defiende. Más tarde confesaría al pastor Salles “Si la policía protegiera mi libertad impidiendo que los niños e incluso los mayores se agruparan a mi alrededor y escalaran las ventanas como han hecho, como si yo fuera una bestia curiosa, yo estaría más calmado; de todas maneras nunca he hecho mal a nadie”. La petición gana. El comisario jefe da orden al hospital de internar al enfermo y todo se realiza fácilmente cuando el doctor Rey está ausente del hospital.

Bajo los cuidados del pastor Salles y del doctor Rey permanecerá en el hospital de Arlés hasta principios de Mayo como paciente y prisionero. El pastor Salles, con fecha dos de marzo de 1889, comunica a Théo esa mala noticia. “Los actos que se reprochan a su hermano (aun suponiendo que sean exactos) no permiten tachar a un hombre de loco y reclamar su reclusión”. Quince días más tarde, el dieciocho de marzo, escribe nuevamente: “Su hermano me ha hablado con calma y lucidez perfectas sobre su situación y también de la demanda firmada por los vecinos. Su estado tiene algo de indefinible y es imposible darse cuenta de los cambios tan bruscos y completos que se operan en él. Es evidente que mientras esté en la situación en que acabo de verlo, no puede estar internado nadie, que yo sepa, puede hacer una cosa así”.

El sembrador (según Millet)
Arles, junio de 1888. Óleo sobre lienzo,
64 x 80,5 cm. Otterlo, Kröller - Müller Museum.
La respuesta de Théo está llena de una ternura admirable, respuesta que parece cambiar las posiciones y que no hace más que afirmar la comunión entre ambos hermanos: … “Has hecho tanto por mí que estoy tan desolado que ahora que voy a pasar unos días felices con mi querida Johanna, tú tendrás que pasar por un mal momento. Ella se había hecho la ilusión de que, al ver que tú representas tanto en mi vida, pudieras llegar a ser un hermano como siempre o has sido para mí…”

La inacción le pesa. En la celda donde se encuentra encerrado. “La única lección consiste en sufrir sin lamentarse” – todo está prohibido, incluso fumar. Los días pasan tristes y largos en la soledad de su celda, más aún cuando se entera que la “Casa Amarilla” ha sido cerrada por la policía que ha destruido la cerradura.

Ya internado en Saint - Rémy, el pastor Salles llega hasta allá para conocer las condiciones del internamiento de Vincent. Vincent se ha despojado de todo orgullo y de toda ambición. Solo aspira al descanso, al olvido, visto que le queda todavía la facultad de pintar, el último medio de usar su vida. Otro rasgo característico de la personalidad de Vincent es su gran poder descriptivo. El patio del hospital de Arlés es una muestra de ello:… “Está rodeado por un claustro blanqueado, con arcadas como las de los edificios árabes. Delante de estos arcos hay un viejo jardín con un estanque en el centro y ocho macizos de flores, nomeolvides, rosas de Navidad, anémonas, ranúnculos, alhelíes, margaritas, etc. Y bajo el claustro naranjos y adelfas. Es un cuadro lleno de flores y del verdor de la primavera”.

Reiteramos, en su asilo forzoso en el hospital de Arlés busca de nuevo una huida en la pintura. Cuadros como “Troncos de árboles con vista de Arlés (Arlés, abril de 1889. Óleo sobre lienzo, 72 x 92 cm. Munich, Bayerische Staatsgemäldesammlungen, Neue Pinakothek) y “El patio del hospital de Arlés” (Arlés, abril de 1889. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm. Winterthur, Colección Oskar Reinhart “Am Römerholz”), no nos transmiten, sin embargo, de una manera concreta su desesperación. Son más evocaciones de la vida cotidiana que documentos de su sufrimiento. No obstante expresan a su manea estados claustrofóbicos: la estrechez del patio del hospital que, pese al esplendor de las flores, bloquea la vista hacia un horizonte amplio y lejano; los álamos secos que, a modo de rejas, nos tapan la vista de la ciudad, formando una barrera aparentemente insalvable entre la visión del pintor y el objeto de sus anhelos: la ciudad y su libertad.

Aún, así, a pesar de todos los inconvenientes que genera un encierro, Vincent en el hospital se reencuentra a sí mismo, y tiene como una luminosa plenitud intelectual sensitiva y sentimental que le permite producir entonces verdaderas obras maestras. Toma a él la idea matriz del Cristo, “gran artista que, desdeñado el mármol, la arcilla y el color, trabajaba sobre la carne viva”. Vaga libremente por el parque, por las galerías, por las salas de enfermos. Éstos les sirven de modelos, y durante la noche, en la serenidad solitaria y misteriosa de los nocturnos del Sur, el pintor se sienta ante los motivos melancólicos y va dibujando los árboles, la fuente, los macizos floridos, los muros bañados por la luna y las siluetas fantasmales de los vigilantes. Una gran paz, un gran silencio y una gran ternura de las cosas elocuentes dentro de la calma de la Naturaleza, lo acarician y lo apacigua. No es entonces el exaltado y persistente paisajista “de los paisajes amarillo oro viejo hechos deprisa, deprisa, deprisa, y azuzado como el segador que calla bajo el sol ardiente concentrándose para abatir”.

Entre cuadro y cuadro escribe sus largas cartas a Théo, el amigo dilecto, el hermano inquieto por su salud. En estas misivas describe lo que está viendo, pintando y sintiendo. Habla del encantador y recoleto sitio donde pasa horas del día y de la noche, y que encontramos fielmente reproducido en el lienzo “El patio del hospital de Arlés”. En este cuadro se aprecia el “estado del alma”, la identificación del hombre enfermo con la Naturaleza piadosa… “el primer árbol es un tronco enorme, pero herido por un rayo y serrado. No obstante yergue muy alto un brazo lateral, y de él recae un verdadero alud de ramitas y tallos verde oscuro. Este gigante sombrío, como un orgulloso deshecho, contrasta si se le considera cual el carácter de un ser viviente con la sonrisa pálida de una última rosa sobre el macizo que se muestra enfrente de él. Un rayo de sol, el último, exalta hasta el naranja al ocre sombrío. Figuritas negras van de aquí para allá entre las breñas. Comprenderás que esta combinación de ocre rojo, de verde entristecido de gris, de trazos negros que siguen los contornos, produce un poco la sensación de angustia de la que sufren a veces algunos de mis compañeros de infortunio, y que se llama negro rojo. Además el motivo del gran árbol herido por el rayo y la enfermiza sonrisa verde rosa de la última flor otoñal vienen a confirmar esta idea”, escribe Vincent a Théo.

La iglesia de Auvers
Auvers, junio de 1890. Óleo sobre
lienzo, 94 x 74 cm. Párís, Musée
d´Orsay.
No puede expresarse mejor, ni con más dolorosa melancolía, lo que era entonces Van Gogh, cuando su pobre alma buscaba entre árboles y cerebros abrasados un refugio de gamas suaves, de acordes afables para sus ojos irritados por la doble insolación.

Encerrado en una celda de la planta baja en Saint - Rémy, se le prohíbe también el acceso a la habitación que le sirve de estudio y la falta de trabajo lo atormenta como si fuera una droga. Ha intentado, en un momento de la crisis, comerse los colores. Este tipo de “actitudes suicidas” no son nuevas en Van Gogh. Cuando el 20 de mayo de 1889 Paul Signac, que ha ido a pintar en la costa, le hace una visita en el hospital de Arlés. Con permiso del doctor Rey, salen del nosocomio a dar un paseo. De esta visita, Signac habla en los términos siguientes en una carta que dirige al día siguiente a Théo: “He encontrado a su hermano en perfecto estado de salud física y moral. Salimos juntos ayer por la tarde y también esta mañana. Me llevó a ver sus cuadros, algunos extraordinario, todos muy curiosos. Su amable doctor, el interno Rey, cree que si llevara una vida más metódica, comiendo y bebiendo normalmente a horas regulares, tendría todas las posibilidades de no volver a las terribles crisis. Se encuentra muy dispuesto a vigilarlo el tiempo que haga falta… Si no regresa a París, cosa que sería lo deseable según el criterio del señor Rey, tendría que mudarse, dada la hostilidad de sus vecinos. También es el deseo de su hermano salir lo antes posible de este hospital donde, en suma, sufre una perpetua vigilancia”.

Estas precisiones se confirmarán más tarde en los recuerdos que Signac va a contar a Gustave Coquiot, uno de los primeros biógrafos de Vincet, salvo un punto, que voluntariamente Signac omitió al escribir a Théo ese 20 de marzo de 1889: “Durante todo el día me habló de pintura, literatura, socialismo. Al anochecer estaba algo fatigado. Soplaba un fuerte mistral que posiblemente lo puso nervioso. Quiso beber al menos un litro de esencia de trementina que estaba sobre la mesa. Tuvo tiempo de volver al hospital”. Otra vez la “actitud suicida”. Ya en Saint –R émy estas actividades se repetían con frecuencia, pues, el manicomio ya no le parece un refugio, sino un lugar lleno de miasmas en el que hunde cada vez más. La presencia de los locos le produce una especie de terror. “Soportaba con coraje su mal – contó la superiora Deschanel -. Lo que le molestaba más era la promiscuidad. El director le había permitido pintar en la gran sala a la izquierda de la entrada. Pero a menudo se comía los colores y teníamos que administrarle rápidamente un contraveneno. Cuando se calmaba, nos pedía perdón y volvía rápidamente a su trabajo”. Estas “actitudes suicidas” eran un claro anuncio de lo que sobrevendría posteriormente: la autoeliminación.

Vincent, que es un amante de la soledad, que muchas veces se ha sentido feliz por ser ignorado por el mundo, que ha vivido contento en un rincón apartado, se siente a veces en el campo, asaltado por un sentimiento de soledad atroz, su trabajo lo ayuda a sobreponerse. Se obsesiona en cumplir su tarea como el campesino con el trigo, temiendo la tormenta que amenaza.

Una nueva crisis coincide con el nacimiento de Vincent Willem Van Gogh, hijo de Théo y de Johanna. “Es una verdad como un templo que muchos pintores se vuelven locos, y es que es una vida que, por decirlo de una manera discreta, lo aparta a uno de la realidad. Está bien sumergirme de golpe en el trabajo una y otra vez, pero mi razón se resiste y se quedará medio perturbada para siempre”, escribe Vincent por esa época.

Superada la crisis, Vincent abandona Saint - Rémy y va a visitar a Théo. Vincent llega a París el sábado 17 de mayo de 1890. Théo – que casi no ha dormido en toda la noche - lo espera en la estación. Se puede adivinar la alegría de los dos hermanos al encontrarse en esta misma estación en la que dos años antes se habían despedido y también la de Théo al volver a encontrar a su hermano mucho mejor de lo que esperaba. La impresión de Johanna al ver a su cuñado ha quedado fijada en una carta: … “Me había imaginado encontrar un enfermo, y ante mí tenía a un hombre sólido, ancho de espaldas, con colores sanos, una expresión de cara alegre y todo su ser algo que daba la sensación de firmeza. El retrato hecho por sí mismo da la más exacta expresión de su físico en este tiempo. Aparentemente se había producido un cambio súbito y curioso en su estado, como, con su vivo asombro, ya había señalado el pastor Salles en Arlés: “Todo en él es buena salud, parece más sano que Théo”, fue mi primer pensamiento. Théo fue con él a la habitación donde se encontraba la cuna. Silenciosos, con lágrimas en los ojos, los hermanos miraron al niño dormido. Entonces Vincent se dirigió hacia mí y me dijo mientras señalaba la simple manta de la cuna: “Mi querida hermana, no debes ponerlo así entre encajes”. Se quedó tres días con nosotros y durante ese tiempo estuvo alegre y tranquilo; no mencionó Saint - Rémy”.

La habitación de Van Gogh en Arles.
Saint - Rémy, setiembre de 1889. Óleo
sobre lienzo, 73 x 92 cm. Chicago, Art
Institute of Chicago.
Sólo unos días permanece Vincent en la casa que habita Théo y Johanna, en el número 8 cité de Pigalle. El ruido y los tráfagos de París lo cansan. Siente la necesidad de volver a encontrar la calma del campo y, posiblemente, su soledad. Es como si no sintiera a gusto en habitación alguna que no fuera la de la “Casa Amarilla”, en aquella casa en la que vivió tantas ilusiones. Esa habitación quedó plasmada en su famoso cuadro “La habitación de Van Gogh en Arlés” (Saint - Rémy, setiembre de 1889. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm. Chicago, Art Institute of Chicago). Como por las tardes solía aburrirse soberanamente en la clínica de Sain - Rémy, pese a lo mucho que leía, se dedicaba a hacer copias o imitaciones de sus propios cuadros. Algunos de estos trabajos los destinó a su madre o a su hermana, como por ejemplo “La habitación de Van Gogh en Arlés”. Este tema ya lo había pintado poco antes de la llegada de Gauguin a esa ciudad, pero esta primera versión había sido dañada durante el transporte, así que en Saint - Rémy la repitió de memoria. De las tres versiones que realizó ésta es la que tiene los colores más brillantes. Y comentándolo escribió lo siguiente: “Esta vez es sencillamente mi dormitorio, lo único que tiene que llamar la atención es el color, y mediante la simplificación que proporciona a los objetos un mayor estilo, debe surgir tranquilidad, o mejor dicho simplemente sueño”. No obstante, el cuadro no da la idea de calma absoluta que buscaba Van Gogh. Los objetos se encuentran como aislados, sin ninguna relación entre sí. También producen una sensación inquietante el enorme acortamiento de todos los objetos, el suelo en aguda pendiente hacia adelante, como si fuera a caerse, la ventana entreabierta, los muebles ladeados en la habitación – la mesa con la palangana y la silla junto a la cama -, y los cuadros que cuelgan torcidos de la pared. La atmósfera ambivalente proporciona al cuadro un extraño estado de tensión: el deseo de un refugio confortable, de un hogar, de proximidad y afecto se contradice con la realidad.

En una carta a Gauguin el año 1888, el propio Van Gogh describe su cuarto y su cuadro al mismo tiempo. “Me ha divertido mucho hacer este interior sin nada, de una simplicidad a lo Seurat. Tintas planas pero groseramente brochadas, en plena pasta: los muros lila pálido, el suelo de un rojo roto y marchito, las sillas y la cama de amarillo cromo, las almohadas y las sábanas limón verde muy pálido, la colcha rojo sangre, la mesa lavabo naranja, el jarro y la jofaina azules, y la ventana verde. Yo hubiera querido expresar un reposo “absoluto con estos tonos diversos. Como usted ve, no hay más blanco que la noticia del espejo con marco negro, para meter todavía el cuarto par de complementarios allá dentro”. Paul Gauguin había de conocer bien este cuarto. Más de una vez discutirían allí los dos artistas – en el fondo antagónicos y antitéticos - y se daría cuenta por primera vez como iba germinando en el cerebro de Van Gogh la locura. Era acaso allí donde guardaban en una caja el fondo común de sus gastos durante el periodo de convivencia apasionada y pobre. Fue allí, en fin, en este cuarto fulgurante donde una mañana llevaron detenido a Gauguin, acusándole de haber matado a Van Gogh cuando éste se cortó un pedazo de oreja.

Gauguin ha descrito en uno de los más interesantes capítulos de “Avant et aprés” aquel momento inolvidable: “Vincent yacía en la cama completamente envuelto en la colcha, encogido como el gatillo de una escopeta. Dulcemente, muy dulcemente, yo palpé el cuerpo cuyo color anunciaba, sin duda alguna, la vida. Al comprobarlo, sentí que recobraba toda mi inteligencia y mi energía. Casi en voz baja le dije al comisario de policía: “Sírvase despertar a ese hombre con mucho cuidado, y si pregunta por mí, dígale que me he marchado a París. Mi presencia tal vez le fuera funesta”. Debo reconocer que el comisario se portó entonces muy bien, y mandó a buscar a un médico y un coche. Despertaron a Van Gogh, y en seguida preguntó por mí, pidió la pipa y el tabaco, y acaso pensó en la caja que tenía nuestro dinero. En seguida lo llevaron al manicomio”.

Más tarde cuando Van Gogh vuelve a la “Casa Amarilla”, “allí donde debieron reunirse los pintores, los amigos sin suerte y apasionados – dice Emile Bernard - todo se ha estropeado. Durante su ausencia, el agua entró en el cuarto, la decoración – su solicitud - se ha destruido, y todo está triste y perdido para siempre. Vincent, que ve deshecho su ensueño, que siente que todo acabó irremediablemente, ya no piensa más que en su hermano Théo, que, como él, trabajaba en el bello y generosos proyecto nuevo”. La obsesión de lo que le debe a Théo, su afán “pagar o entregar el alma”, resurge, y en un grito de desolación infinita le escribe: “La pérdida de tu amistad me enviaría sin remordimiento al suicidio, y por muy cobarde que yo sea, acabaré por ir a él”.
Vincent se marcha al pueblo de Auvers – sur - Oise donde se entrevista con el doctor Paul Gachet quien se convertirá por algún tiempo en compañero de paseos y tertuliar del solitario pintor. Gachet era un apasionado por la antropología, la frenología, quiromancia, partidario de la homeopatía, de la cremación (funda una sociedad de autopsia mutua), interesado por la pintura, el grabado, también pintor y grabador, e, instalado en Auvers – sur - Oise en 1872, recibe pronto a los pintores que trabajan en las orillas del Oise, especialmente a Pissarro y Cézanne. Paul Ferdinand Gachet habrá nacido en Lille en 1828. Ejercía en París donde tenía una consulta en el arrabal Saint-Denis y frecuentaba los cafés artísticos de la vanguardia, el Petite Bohéme, la cervecería Andler, más tarde la Nouvelle - Athénes, donde estableció contacto con Monet, Pissarro, Sisley, Manet, y Renoir entre otros. Este personaje asombroso había conocido a Pissarro atendiendo a su madre, la señora Rachel Pissarro. Cuando el pintor se establece en Pontoise, “se establecieron relaciones amistosas entre los nuevos vecinos” – escribe Gachet en su prefacio a las “Cartas impresionistas” (Grasset, 1957)- que tuvieron como consecuencia, especialmente en 1873, una importante estancia de Cézanne en Auvers.

Trigal verde con ciprés.
Saint - Rémy, junio de 1889. Óleo sobre
lienzo, 73,5 x 92,5 cm. Praga, Galería
Národní.
El doctor compraba telas invendibles de estos innovadores y llenó su casa de Auvers de obras y de objetos de decoración de todas clases. A causa de su pelo rubio, su amigo Goeneutte lo llamaba el doctor Azafrán y los del pueblo lo llamaban “el amarillo”. El doctor Gachet asistió a Honoré Daumier en sus últimos momentos cuando ya, casi ciego, no llegó a caer en la indigencia gracias a la ayuda que le proporcionaron el pintor Camile Corot, cuya generosidad para con el amigo en desgracia, llegó al punto de obsequiarle una casa de campo; este gesto de Corot reflejaba su nobleza y generosidad. También Corot mantuvo a la viuda de Francois Millet, a la muerte de éste en 1875.

La impresión que tuvo Vincent cuando conoció al doctor Gachet quedó reflejada en una carta a Théo: “He visto ya al doctor Gachet y tenido la impresión de que es muy excéntrico, pero su experiencia de doctor lo debe mantener en equilibrio para combatir el mal nervioso del cual me parece que él se encuentra afectado tanto o más que yo”. El retrato que Vincent le hizo a Gachet contribuyó en gran parte a fomentar la amistad entre los dos hombres. A Gachet le gustó tanto que le pidió a Van Gogh una segunda versión.

Más que los cuadros religiosos y los paisajes, lo que decididamente fascinaba a Van Gogh era el arte del retrato, el retrato moderno. Sus modelos fueron siempre seres sencillos y poco complicados, personas con las que solía tratar diariamente. Y no las pintaba por su belleza exterior o por tener algún rasgo especial, sino simplemente por su carácter humano. “Joven aldeana” (Auvers, junio de 1890. Óleo sobre lienzo, 92 x 73 cm. Colección particular) es un ejemplo típico. Casi de cuerpo entero, una muchacha campesina está sentada con cierta rigidez y algo tímida entre el trigo. Sus mejillas resplandecen con el mismo rojo de las amapolas. El azul puro de su blusa, cubierta de diminutos lunares de un naranja intenso, contrasta con lo cálidos tonos de las espigas y del delantal, así como con el amarillo dorado del sombrero y el naranja de la sombra. Surgen de nuevo huellas de la fidelidad a lo real y de la rudeza de aquellos cuadros de campesinos que había pintado en su primera época utilizando tonos pardos, verbigracia, “La llanura de Crau” (Arles, junio de 1888. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm. Amsterdam, Van Gogh Museum (Fundación Vincent Van Gogh)); “El sembrador” (Arles, noviembre de 1888. Óleo sobre lienzo, 73.5 x 93 cm. Zurich, Colección E.6. Bührle); “Campo de trigo con cipreses” (Saint-Rémy, setiembre de 1889. Óleo sobre lienzo, 72.5 x 91.5 cm. Londres – National Gallery) y “Campesinos durmiendo la siesta” (según Millet. Saint-Rémy, enero de 1890. Óleo sobre lienzo, 73 x 91 cm. París, Musée d´Orsay).

Pese a todo, “La joven aldeana” no alcanza la importancia del “Retrato del Doctor Gachet” (Auvers, junio de 1890. Óleo sobre lienzo, 66 x 57 cm. Tokio, Colección Ryosi Saito), considerado como su indiscutible obra maestra de este género. La personalidad peculiar y excéntrica del médico le había llamado la atención. Un halo de melancolía, tristeza y resignación se refleja en el rostro de Gachet, marcado por “la desesperada expresión de nuestra época”, que traspasa y determina todo el cuadro. Todos los trazos y tonos se adaptan a esta melancólica atmosfera, formando una unidad original. Las líneas siguen esencialmente la abatida inclinación del personaje que nos revela el estado de ánimo de este ser sensible y desalentado. Las líneas del fondo concuerdan con las de la gorra, el rostro y los hombros. Lleva una chaqueta de un azul ultramarino, lo que hace resaltar la cara, acentuando aún más su palidez. La mirada afligida de sus claros ojos azules, como cubierta por un velo de tristeza, mira perdida hacia el infinito. Un azul matizado de claro a oscuro (en el cielo, las colinas del fondo y el traje) domina todo el cuadro y aparece también en las flores y en las pupilas del médico. El arte se convirtió en un fuerte vínculo de su amistad, y Van Gogh se sentía entusiasmado de poder pintar, por fin, a alguien que comprendía bien su trabajo.

La casa del doctor está llena de cuadros impresionistas. Es viudo y vive con sus hijos: Marguerite y Paul. Un gran número de animales (gatos, perros, una cabra, gallinas, un pavo, conejos, ocas, palomas y una tortuga) viven en la casa como verdaderos pensionistas. Théo y su mujer, en compañía del niño, saben llegar los días domingos a ver a Vincent. De ahí envía Vincent la última carta que dirigirá a su madre, es como la presencia de un adiós. “La vida, la razón de las separaciones, de las partidas, de la persistencia de la inquietud no se puede comprender. En cuanto a mí, la vida podría perfectamente ser solitaria. Sólo he podido tratar a los que me he sentido más ligado como a través de un espejo, por oscuras razones. Y sin embargo, hay una razón en el hecho de que, a veces, mi trabajo actual es más armonioso. La pintura es un mundo en sí misma. Leí en alguna parte, el año anterior, que escribir un libro o pintar una tela es como tener un niño. No me atrevo, sin embargo, a tanto. Siempre he considerado que la última de estas tres cosas es la más natural y la mejor, si se admite que la sentencia es buena y que las tres cosas sean iguales. Es por esto que lo hago lo mejor posible, aunque este trabajo sea justamente el más comprendido, y para mí el único lazo que une el pasado al presente”.

Retrato del Dr. Gachet.
Auvers, junio de 1890. Óleo sobre
lienzo, 66 x 57 cm. Tokio,
Colección Ryoei Saito.
Hay algo que destacar en esta carta: lo difícil que le ha resultado a Vincent, por su carácter irritable, congeniar con las personas. Y Gachet no será la excepción. En una carta a Théo, aparecen los indicios de una ruptura entre Vincent y el médico. “Hablemos ahora del doctor Gachet – escribe Vincent - Anteayer lo fui a ver y no lo encontré. Creo que no puedo contar en absoluto con el doctor Gachet. En primer lugar porque está más enfermo que yo, según me parece, o al menos como yo”. Pero la verdad es otra. Si Vincent no lo ha visto, ha sido, din duda, porque éste no ha querido verlo. Habían discutido violentamente con anterioridad sobre un cuadro de Armand Guillaumin que el doctor, a pesar del consejo de Vincent, no ha mandado enmarcar, pretexto banal que puso de manifiesto la irritabilidad del pintor, a la vez natural y patológica, causada por la angustia resultado de su viaje a París, incidente que se guarda de comunicar a su hermano. Nueva de que sus cartas no lo dicen todo. Ambos personajes no se volverán a ver antes del drama final. Esta ruptura de una amistad ya fecunda va a contribuir al sentimiento de desorden que abruma a Vincent. Ante la ausencia de Gachet, el aislamiento en el que trabajaba Vincent va en aumento. Sólo su trabajo lo mantiene vivo; por lo menos durante un tiempo. Pintaba hasta el agotamiento, un cuadro y a veces hasta dos al día. En una carta a su hermano hace una remembranza de sus primeros años de estudio en Nuenen a colación de su cuadro “La iglesia de Auvers” (Auvers, junio de 1890. Óleo sobre lienzo, 94 x 74 cm. París, Musée d´Orsay). “También he realizado un cuadro grande de la iglesia del pueblo en el que aparece el edificio en tonos violetas, recortándose ante un cielo de un azul profundo, de un color puro; las vidrieras son como manchas de una tonalidad ultramarina, el tejado es violeta con una parte anaranjada. En primer plano, hierba verde con flores silvestres y una tierra rosada e inundada de sol. Se parece mucho a los estudios que hice en Nuenen del viejo campanario  el cementerio, sólo que el colorido es más rico y expresivo”. A pesar de su desamparo, pinta “El Jardín de Daubigny” (Auvers, julio de 1890. F.776. National Galerie, Berlín), como un adiós a la belleza de las flores y de las hierbas. De esta fecha son también “Calle en Auvers” (Auvers, julio de 1890. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm. Helsinki, Ateneumin Taidemuseo) y “Casas de aldeanos en Chanponval” (Auvers, julio de 1890. Óleo sobre lienzo, 65 x 81 cm. Zurich, Kunsthaus Zürich). Atrás han quedado los viejos amigos que tantas alegrías le brindaron y que han quedado en sus cuadros como estatuas inmóviles que sólo cobran vida ante la mirada minuciosa del espectador. En su memoria, confiesa a veces, pasará la familia Roulin de Arlés, que jugó un gran papel en la vida agitada del pintor. Vincent sentía gran admiración por el cartero Joseph Roulin, ese gigante socrático (medía casi dos metros), cuya vitalidad y espíritu anarquista lo entusiasmaban. Nacido el 4 de abril de 1841, Roulin tenía en la época que conoció a Vincent 47 años. Era brigadier cartero en la estación de Arlés y su bella prestancia no podía dejar de reducir al pintor, quien lo retrató en su cuadro “El cartero Joseph Roulin” (Arles, agosto de 1888. Lápiz sobre papel, 31.8 x 24.3 cm. Los Ángeles, J. Paul Getty Museum) y en “El cartero Joseph Roulin” (Arles, agosto de 1888. Óleo sobre lienzo, 81.2 x 65.3 cm. Boston, Museum of Fine Arts, Donación de Robert Treat Paine 2nd). Gran comedor y fumador, Roulin es trasladado a Marsella a finales de enero de 1889, en un pretendido “ascenso” que, a fin de cuentas, según señala Van Gogh, al quedar la familia en Arlés, le resulta perjudicial. Vincent cuenta a Théo esta partida con emoción: “Era emocionante verlo con sus hijos este último día, sobre todo con la pequeña (Marcelle) cuando la hacía reír y saltar sobre sus rodillas y cantaba para ella. Su voz tenía un timbre extrañamente puro y emocionante donde se encontraba, según mi oído, una dulce y triste canción de cuna y una especie de lejano son de clarín de la Francia de la revolución. Sin embargo, él no estaba triste, al contrario, se había puesto su uniforme que había recibido aquel mismo día y recibía a todo el mundo que lo agasajaba”. Fue para Vincent un amigo fiel que no se alejó por las desgracias del pintor. “Aunque Roulin no tenga la suficiente edad como para ser para mí como un padre, de todas maneras tiene hacia mí la gravedad silenciosa y la ternura de un viejo soldado para con un joven”.

Las cartas inéditas de Joseph Roulin a Théo y a Vincent publicadas por la revista Vincent, boletín de Rijksmuseum Vincent Van Gogh de Amsterdam en su primer número, después del incidente de la “oreja cortada”, manifiestan, a través de su simplicidad y de su tacto, la nobleza de un hombre que fue sin ningún género de dudas uno de los amigos más sinceros de Van Gogh.

Noche estrellada.
Saint - Rémy, junio de 1889. Óleo
sobre lienzo, 73 x 92 cm. Nueva
York, The Museum of Modern Art.
Pero ahora, en Auvers, todos esos bellos momentos y recuerdos han quedado atrás. Ahora lo atormentan otros nubarrones. A Théo, su querido hermano, sin cuyo apoyo espiritual y económico no hubiera podido vivir, le iban mal las cosas. Su hijito estaba gravemente enfermo, su mujer agotada por las muchas noches en vela y además tenía violentas discusiones con los propietarios de la galería que habían perdido la confianza en su criterio artístico. En una carta fechada el 30 de junio de 1890. Théo se pregunta por su vida, sobre la de los que se siente responsable, sobre esos seres a los que debe mantener… “Debería vivir sin preocupaciones por el día de mañana y, sin embargo, trabajando todo el día no puedo evitar la buena fe de Jo (Johanna) tenga preocupaciones desde el punto de vista del dinero, porque estos tacaños de Boussod y Valadon (dueños de la galería donde trabaja Théo) me tratan como si acabara de entrar en su casa y me mantienen justo de dinero. Debería decirles todo esto y que con lo que me dan, sin hacer extras, yo no puedo sobrevivir y si no me hacen caso, decirles de una vez, señores, abandono y me voy a instalar por mi cuenta como marchante. Creo que al escribirte, llego a esta conclusión, que es mi deber, y que si nuestra madre o Jo o tú o yo no nos apretamos el cinturón, no podremos llegar a ninguna parte y, al contrario, tú y yo acabaremos como pobres desgraciados que no comen, pero si nos animamos y vivimos sostenidos por nuestro amor mutuo y nuestra estima mutua, llegaremos lejos y cumpliremos con nuestro deber y nuestra tarea con más seguridad que considerando cada miga de pan. ¿Qué opinas de esto chico? No te calientes la cabeza por mí o por nosotros, chico, tienes que saber que lo que me produce más placer es saber que te comportas bien y estás contento en tu admirable trabajo. Tienes tú demasiado fuego y nosotros tenemos que estar dispuestos a la batalla durante mucho tiempo, pues tenemos que batallar durante toda la vida sin haber tomado la avena que se da a los caballos de las casas nobles. Vamos a tirar de la carreta hasta que esta no marche y vamos a mirar todavía, el sol o la luna, según la hora que sea”. Leyendo esta misiva parece que estuviéramos escuchando a Vincent. Cada vez Théo se asemeja a su hermano, piensa en él, por él y este extraño mimetismo se extenderá también hasta la muerte de Théo en Utrecht, el 25 de enero de 1891. Algo culpable por la situación de Théo debe haberse sentido Vincent; llegar a la edad adulta y tener que ser mantenido por su hermano menor debe haber sido una carga dura que sobrellevar.

Para quien está desengañado de la vida, la muerte debe ser una tentación nada despreciable. Existe la posibilidad de que Théo pueda vivir una vida feliz con su familia, pero Vincent tendrá que esfumarse para que esta felicidad pueda consumarse. En una última carta que Théo va a leer después de su muerte, Vincet le confiesa: “Sin embargo, mi querido hermano, está lo que te he dicho siempre y que te vuelvo a decir con toda la gravedad que puedan dar los esfuerzos del pensamiento para procurar hacer todo el bien que se pueda – te vuelvo a decir otra vez que voy a considerar siempre que eres algo más que un simple marchante de Corot, que como intermediario mío tienes tu parte incluso en la producción de ciertas telas, que incluso en el desastre guardan su calma…”. El agradecimiento al hermano por todo lo que ha hecho por él, en lo económico como en lo anímico es evidente.

El cansancio lo agobia, pero la duda no lo ha ganado. En esta calma, su obra puede esperar el alba del porvenir. Vincent no tiene mi amargura, ni reproche, ni inquietud. Está en paz con su conciencia, con su deber. Alguna vez escribió… “Yo no tengo la culpa de que mis cuadros no se vendan. Pero llegará el día en que la gente reconozca que valen más que el dinero que costaron los colores para pintarlos”. Palabras conmovedoras que reflejan la grandeza suprema del hombre. Un artista singular que no puede comprarse con ningún otro. Con su arte, en cuya consecución no escatimó esfuerzos y por el que en definitiva arriesgo su existencia, Van Gogh logró una síntesis no alcanzada por casi ningún otro artista de la edad moderna. La vida y el arte fueron para él una unidad inseparable, y con ello convirtió en realidad un antiguo sueño de los artistas: crear arte significó para él nada menos que pintar esa vida; no la simple realidad, sino el principio de lo vital.

Pero regresemos a nuestro sendero, el que nos lleva al desenlace final: el suicidio. En Auvers se halla alojado en la pensión Ravoux, de ahí que el testigo más simple de lo acontecido en los últimos momentos en la vida de Van Gogh la joven hija del patrono de la pensión Ravoux, Adeline Ravoux – la mujer de azul - de quien Vincent hizo el retrato un mes antes.

En 1953, interrogada por Maximilien Gauthier, Adeline Ravoux, viuda de Carrié, habla de sus recuerdos: “Por la mañana muy temprano, como todos los días, partió hacia el campo, por el lado del castillo, vino a comer y después volvió a partir. Nada en esa actitud podía hacernos presentir lo que iba a pasar. Hasta aquel día, sin ninguna excepción, había comido todos los días en la pensión y por eso, al anochecer nos inquietamos al comprobar que no venía. Esperamos mucho rato, hasta que nos decidimos a guardar su plato y comernos la sopa. Estábamos al fresco en el portal cuando, por fin, lo vimos pasar como una sombra sin decirnos nada, ante nosotros. Franqueó la sala con un par de zancadas y subió a su habitación. Estaba tan oscuro que sólo mi madre se dio cuenta de que se aguantaba el costado como alguien que sufre. Al instante dijo a mi padre: “Sube a ver, creo el señor Vincent no está bien”. Mi padre subió. Oyó como gemía. Como la llave estaba en la puerta, entró. El señor Vincent estaba tendido en la cama. Mostró su herida y dijo que esta vez esperaba no haber errado el tiro. Había que llamar a un médico. Primero fuimos a casa del que venía dos veces por semana a Auvers y que atendía a todo el pueblo. No estaba. Entonces pensamos en el doctor Gachet. No ejercía en Auvers y nunca lo habíamos visto en casa. Cuando llegó, tuvimos la impresión que el señor Vincent y él no se conocían”. (Maximilien Gauthier, La femme en bleu nous parle l’Homme a l’orcille coupée (Les Nouvelles Littéraires, 16 de abril de 1953).

Ramas de almendro en flor.
Saint - Remy, febrero de 1890. Óleo sobre
lienzo, 73,5 x 92 cm. Amsterdam, Van Gogh
Museum (Fundación Vincent Van Gogh).
Adeline manifiesta que el doctor Gachet y Vincent no intercambiaron ni una sola palabra. En efecto, el silencio confirma la ruptura entre Vincent y Gachet después del incidente de la tela de Guillaumin. “Por otra parte – prosigue Adeline Ravoux - , el doctor Gachet ignoraba incluso la dirección del señor Théo porque nos la pidió cuando al bajar, nos declaró que no había nada que hacer y que sólo quedaba avisar a la familia y a la gendarmería. Mi padre pasó la noche al lado del señor Vincent y estaba solo a su lado cuando se presentaron los gendarmes. Uno de los dos se llamaba Rigaumont. Cuando interrogó al señor Vincent respondió muy calmadamente que esto no importaba a nadie, que era muy libre de hacerlo y ya no abrió más la boca”. (Ibidem, Edic.at.)

Parece asombroso que no se hubiera intentado nada, que no hubieran llamado a alguien más competente en materia de cirugía y que se dejara morir a Vincent sin intentar salvarlo.

Théo partió inmediatamente hacia Auvers donde llegó a la madrugada del lunes. Vincent estaba en su cama y parecía que no sufría. Théo, desesperado se deshizo en lágrimas. “No llores – dijo Vincent -, lo he hecho por el bien de todos”. Después los hermanos mantuvieron una larga conversación en holandés de la que nadie conoce el contenido. Théo informa a su mujer del drama que acontece. Vincent pasa todo el día apaciblemente, fumando su pipa, charlando con su hermano. No se arrepiente de su decisión. “Dios te conserve fría la cabeza, caliente el corazón, la mano larga…”, escribe Unamuno en su “Rosario de sonetos líricos” y Vincent parece llevar esa serenidad ante la muerte con gran estoicismo.

Al anochecer empieza a debilitarse. Llega la noche. Sólo cabe esperar este final prematuro que parece tener la suavidad de un final natural. Murmura todavía algunas palabras: “Me gustaría que fuera ahora”, después cierra los ojos y se apaga sin recobrar la conciencia a la una y media de la madrugada del 29 de julio de 1890. Así se apagó este hombre cuya vida fue un titánico esfuerzo por hallar explicación al interrogante que para él constituía el sentirse poseído de una fuerza interior a la que no hallaba aplicación posible. Sucumbió en la lucha por ser sincero consigo mismo y con los demás e intentar captar en su alma el ritmo de las vidas y de las cosas; pero jamás nadie le hizo caso.

La pensión Ravoux en Auvers donde
Vincent vivió en 1890
Vayamos por un momento por otro camino: la procedencia del revólver con el que Vincent se disparó. El doctor Víctor Doiteau, de quien se conocen sus trabajos sobre “la locura de Van Gogh”, encontró a dos hermanos, Gastón y René Secrétan, que fueron en 1890 compañeros ocasionales de Vincent en Auvers – sur - Oise. Hijos de un rico farmacéutico de Passy que poseía una casa de campo en la Champagne, a unos diez kilómetros hacia arriba del río Orse, descendían en barco hacia Auvers para pescar y cazar y también para dedicarse a juergas campestres en compañía de amigas algo salvajes sacadas del Moulin - Rouge. El mayor, Gastón, tenía entonces poco más de dieciocho años y se interesaba por el arte. Fue René, el pequeño, quien contó al doctor Doiteau en 1957 estos recuerdos sobre Vincent: “La palabra más justa que se me ocurre para definir al amigo Van Gogh es la de picado. Raro, irregular en su humor, un día alegre, al día siguiente como un sepulturero, parlanchín con un vaso en la nariz, mudo durante horas enteras en contemplaciones o meditaciones, pero lo que me gustaba de él, lo que me lo hacía, era su mirada, no sus ojos que no tenían nada de particular, sino solamente su mirada extremadamente luminosa y profunda como se puede encontrar en las mujeres del mar en las costas abruptas. Dos ojos que no miran nada pero con una mirada que lo abraza todo y parece perderse en el infinito, mirada de contemplación y de angustia, mirada que no se puede olvidar y es la que ha quedado en el fondo de mi memoria, una mirada que todavía veo pasar a pesar del tiempo...” (Víctor Doiteau, Deux “copains” de Van Gogh inconnus, les fréres Gaston et René Srcretan, Vincent tel qu’ils l’ont vu (Aesculape, marzo de 1957).

¿Pero que tenían que ver con el revólver que usó Vincent para matarse con estos dos jóvenes gamberros? Escuchemos a René Secrétan: “Dejamos en su sitio todo nuestro material de pescadores, morrales, etc., e incluso nuestras camisas. Entre este material se encontraba este viejo pistolón y ciertamente de allí Vincent lo cogió. Era de Ravoux y creo que lo tenía en su cajón. Era un arma vieja que funcionaba cuando le daba la gana y la suerte quiso que el día en que Van Gogh quiso utilizarla, funcionó” (Ibidem, Edic.at.)     

El cura de Auvers – sur - Oise negó la carroza mortuoria de la parroquia al “suicidado” y fue la municipalidad de Méry, el ayuntamiento vecino, quien ofrecía la suya para conducir al pintor a su última morada. “Lo instalaron sobre el tablado de la gran sala que el señor Théo y mi padre transformaron en capilla ardiente con cirios y capas de flores –cuenta Germaine Ravoux, hermana de Adeline -; por las paredes, las últimas telas del señor Vincent. ¿Cómo podía olvidarlo?”. En una carta que Emile Bernard escribe a Albert Aurier, describe el ambiente mortuorio en el que yace Van Gogh: “En las paredes de la sala donde el cuerpo estaba expuesto, estaban colgadas sus últimas telas, formando como una aureola, que manifestaba el estallido del genio, cuya muerte se nos hacía más penosa a los artistas. Sobre el ataúd una simple sábana blanca con una gran cantidad de flores, los girasoles que tanto amaba, las dalias amarillas, flores amarillas por todas partes. Era su color favorito, como se sabe, símbolo de la luz que él soñaba en los corazones y en sus obras. Muy cerca su caballete, su palita y sus pinceles colocados en círculo en el suelo”. (En “Cartas de Émile Bernard (A. Vollard, 1911).

Vincent es enterrado en el Cementerio de Auvers que está ubicado en el extremo de un altiplano que domina el valle de cara a los campos de trigo. Théo lo seguirá seis meses después. El dolor que le ha causado la muerte de su hermano se abate sobre su organismo ya atacado por la enfermedad. Su desequilibrio mental comienza a manifestarse. El 12 de octubre de 1890, Théo tiene que ser internado en la casa de la salud del doctor Dubois y dos días después en la del doctor Émile Blanche. Atacado por una parálisis general –que de hecho es una demencia - Théo queda sentenciado. Una ligera mejora en su estado permite a Johanna trasladarlo a Holanda. Pero una nueva crisis exige su traslado a la casa de salud del doctor Willem Anntsz en Utrecht donde muere el 25 de enero de 1891 en un estado de postración completa. Es enterrado en Utrecht el 29 de enero, seis meses después de la muerte de Vincent. Hemiplejía consecuencia de una nefritis crónica es el diagnóstico de la muerte. Ese diagnóstico parece ser sólo un pretexto: Théo muere por la muerte de Vincent.
Sin su hermano Théo, del que dependió durante toda su vida, no existía el arte de Van Gogh. Como pintor y ser humano reflejó en sus cuadros plenitud y soledad, anhelo y desesperación, amor y desasosiego, dedicación y escapismo, armonía e inquietud, proximidad y lejanía, perpetuidad y transitoriedad. Con su arte quiso siempre consolar a los demás – él, que tanto hubiera necesitado consuelo. Amó el mundo y la vida, en donde nunca pudo satisfacer el amor que buscaba. Sufrió por un mundo que acabó haciéndolo pedazos, y con su arte creó su propio universo, un universo nuevo, lleno de color y de movimiento, que encerraba toda su sabiduría sobre el destino.


Calle en Auvers.
Auvers, julio de 1890. Óleo sobre lienzo,
73 x 92 cm. Helsinki, Ateneumin
Taidemuseo
Fue a la amistad y a la promesa hecha a Théo, Émile Bernard quiere continuar el proyecto de exposición de las obras de Vincent con que soñaba Théo. Las puertas se cierran siempre. No perdamos la perspectiva, Vincent a su muerte no es más que uno de esos tantos “artistas malditos” de los que engrosan la historia de la literatura y el arte. A lo largo de la historia de nuestra cultura se han dado casos de artistas que, tanto por circunstancias personales como por sus obras, han sido rechazados por su época o por las posteriores. Cuando una obra o toda una corriente artística es rechazada por la sociedad a la que se dirige, ello es debido a que ésta percibe que dicho hecho artístico, sea por su contenido o por su fama, ataca alguno de sus valores: un concepto del dogma religioso fue el caso de Michelangelo Merisi da Caravaggio, cuyas obras la “Virgen de los palafreneros” (1605, Galeria Borghese, Roma) y “La muerte de la Virgen” (1605-1606, Louvre, París) fueron rechazados, entre otras, por problemas de decoro e incorrección teológica; en el caso de los pintores impresionistas, por chocar con la visión digna y ordenada del mundo burgués; la clase dominante de la segunda mitad del siglo XIX en París había reforzado su ideología conservaron después del tremendo susto que supuso la “Comuna de París” de 1871, con su total subversión de todas las reglas burguesas, dispuestos entonces a rechazar violentamente cualquier provocación cultural, de ahí la explicación del escándalo y la indignación con que se recibieron las primeras manifestaciones impresionistas. Un ejemplo de este rechazo, de las formas que adopta y de los motivos que aduce, lo tenemos en el siguiente artículo de un influyente crítico parisino, aparecido en Le Fígaro a raíz de la famosa exposición colectiva de impresionistas que tuvo lugar en París en 1876:

“La calle de Le Peletier ha caído en desgracia. Después del incendio de la Opera, ahora resulta que un nuevo desastre se abate sobre el barrio. Recientemente, en Duran-Ruel, se ha abierto una exposición que pretende ser de pintura. El transeúnte inofensivo, atraído por las banderas que decoran la fachada, entra, y un espectáculo cruel se presenta a sus ojos espantados: cinco alienados, una mujer entre ellos, un grupo de desgraciados tocados por la locura de la ambición, se han dado cita para exponer sus obras. Hay gente que explota de risa delante de esas cosas. A mí se me oprime el corazón. Esos supuestos artistas se denominan intransigentes, impresionistas; cogen telas, color, brochas, lanzan al azar algunos tonos y acaban firmando. Espantoso espectáculo de vanidad humana que se extravía hasta la demencia. ¡A ver si alguien se explica al señor Pissarro que los árboles no son violetas, que el cielo no posee ese tono de mantequilla fresca, que en ningún país se ven las cosas que pinta y que ninguna inteligencia puede admitir semejantes extravíos…!Que alguien intente hacer entrar en razón al señor Degas, que le diga que en arte hay algunas cualidades que tienen un nombre: el dibujo, el color, la ejecución, la voluntad, aunque se le vaya a reír en las narices y lo trate de reaccionario. Que intente entonces explicarle al señor Renoir que el torso de una mujer no es un amasijo de carnes en descomposición con manchas verdes, violáceas, que denotan el estado de completa putrefacción en un cadáver… ¡Y ese amasijo de cosas groseras es lo que se está exponiendo al público, sin pensar en las fatales consecuencias que esto puede acarrear…!”

Habitación de la pensión Revoux en
Auvers en que murió Van Gogh
Vayamos por partes y tomemos algunas palabras con pinzas: “alienados”, “desgraciados”, “tocados por la locura”, “supuestos artistas”, “extravíos”, “amasijo de carnes”, “amasijo de cosas groseras”.

Estos epítetos groseros y urticantes invectivas fueron lanzados por “Don Nadie”, crítico de arte de Le Fígaro  contra Camile Pissarro, Edgar Degas, Pierre Auguste Renoir y contra todos los impresionistas, vale decir, Pau Cézare, Claude Monet, Alfred Sisley, Édouard Manet y otros más. El tiempo ha pasado y la historia les ha dado un lugar sagrado a los impresionistas cuyas pinturas se pueden apreciar en casi todos los museos del mundo. ¿Y nuestro amigo, el crítico de Le Fígaro dónde se encontraba? Revolcándose seguramente entre la bosta de su crítica anodina y reaccionaria en algún lugar del Infierno de Dante.

No se podía esperar menos de la crítica mezquina para con la obra de un “desconocido” artista como Van Gogh, sin que esto signifique que entre ese pantano de inmundicia de la crítica oficial y autorizada no surgiera la voz de un visionario como fue el crítico de arte Albert Aurier.

Al no encontrar una galería que se interesara en realizar una exposición de las pinturas de Vincent, Émile Bernard, a petición de Johanna, embaló una colección de obras y se las envió a Holanda.

Johanna, algo repuesta por la muerte de Théo, escribe a Émile Bernard: “El día uno de mayo abro una pensión en Bussum y creo que con ella podré mantenerme a mí y al bebé. Es una cosa muy hermosa y en ella estaremos más ampliamente instalados, el bebé, los cuadros y yo, mucho mejor que en nuestro pequeño piso en la ciudad, donde, sin embargo, estamos bien y en el que pasé los mejores días de mi vida. Pero no tenga miedo que los cuadros están metidos en el granero o en el cuarto trasero. Decoraré con ellos toda la casa y espero que usted venga algunas vez a Holanda y pueda comprobar que me he preocupado mucho”. (Citada en Johanna Van Gogh - Bonger, Introducción a las “Cartas de Vincent Van Gogh a su hermano Théo” (1914), reimprimida en la edición del centenario (Wereld Bibliotheek, Amsterdam, 1952)).

Las lápidas de Vincent y Theo en el
cementerio de Auvers
Esta obra deslumbradora, ahora se encuentran en el Rijksmuseum de Amsterdam, edificado para recibirla. El ingeniero Vincent Willem Van Gogh, hijo de Théo, la cedió en 1962 al gobierno holandés con otras telas y dibujos de los impresionistas por la suma de dieciocho millones y medio de florines, más o menos unos dos mil quinientos millones de francos antiguos. Johanna Gesina Bonger, la esposa de Théo, murió en 1925 a los 63 años.


Wolfsschanze, febrero - octubre del 2011.