domingo, 4 de junio de 2017

AVATARES 5








LA GRUTA DE FINGAL O VIDA DE MENDELSSOHN

FUE DICHOSO E HIZO DICHOSO A LOS DEMÁS
Lecho mortuorio de Félix Mendelssohn.
Mendelssohn tenía treintaiocho años cuando murió la noche del 4 de noviembre de 1847, o sea, tres años más que Mozart, al igual que éste, no necesito vivir más para dejarnos un copioso legado musical que incluye sinfonías, conciertos para violín, conciertos para piano y su célebre “El sueño de una noche de verano”, composición cuyo nombre tomó de la célebre obra de Shakespeare y que está tan unida a las celebraciones esponsalicias casi un siglo después de su muerte, las hordas del nazismo rastrearon sus orígenes judíos y se prohibió su música no solo en Alemania sino también en todos los países de la Europa ocupada. Los esbirros de Hitler ordenaron al alcalde de Leipzig que dinamitara la estatua de Mendelssohn erigida en la ciudad. El alcalde prefirió renunciar a cometer tal atrocidad; su dignidad y su cultura no se los permitieron. Los nazis, que no otorgaban ningún tipo de concesiones cuando se ponía en tela de juicio su autoridad, mandaron al infeliz a un campo de concentración donde permaneció tres años. El reemplazante no dudó en cumplir el mandato y, provisto de unos buenos cartuchos, la voló en pedazos en 1936. Más de 70 años después, con ocasión de la celebración del bicentenario del nacimiento del compositor hamburgués, se descubrió otra estatua en Leipzig, justo en el centro de la ciudad: los sabuesos de Hitler no siempre tenían el olfato tan fino como parecía.


I. LOS ORÍGENES
Moisés Mendelssohn, abuelo del
compositor y filósofo, según un
grabado realizado en 1786. 
Jakob Ludwig Félix Mendelssohn Bartholdy nació en Hamburgo el 3 de febrero de 1809, de familia judía por rama paterna y materna. Si rastreamos algo en el árbol de sus ancestros encontramos que en 1729 había nacido en Dessau un hebreo de nombre Moisés Mendelssohn (lo que en alemán significaba “hijo de Mendel”). El padre de Moisés dirigía una mísera escuela, lo cual no le impidió ilustrarse, para lo cual sacrificó todo cuanto podía sacrificar, así como también en la educación del pequeño Moisés, niño enclenque, contrahecho y tartamudo. Moisés Mendelssohn fue el hazmerreír de todo aquel que lo conocía, el pequeño sufrió todo que la vida pone en el camino a quien quiere golpear: el desprecio, la injusticia, el odio, la pobreza, la intolerancia y hasta el hambre. De espíritu férreo y voluntad inquebrantable, Moisés alzó vuelo rápidamente: mediante modestos empleos y realizando labores cada vez más distinguidas se fue ganando la simpatía de mucha gente y de no menos brillantes personalidades. Dedicado a la filosofía, hizo amistad con el filósofo alemán Gotthold Lessing. Moisés se convertiría en una de las grandes figuras del siglo de las luces, que mucho hizo por la emancipación de los judíos en Alemania. Lessing le rindió homenaje en su “Nathan el Sabio”, el modelo de su héroe, pero Federico el Grande le negó la entrada a la Academia de Ciencias, cuando esta augusta asamblea lo eligió como miembro en 1771. Moisés se había iniciado muy pronto en el estudio bajo la dirección de D. Fränkel, rabino de la localidad de Desseau. El rabino lo orientó hacia el estudio de la Biblia y de los principales textos judaicos, así como de sus comentarios, especialmente de Maimónides, con brillantísimos resultados. Dotado de gran precocidad, Moisés componía ya a los diez años poesías en lengua hebrea; pero la excesiva tensión espiritual acabó produciéndole una enfermedad nerviosa de la que se resintió toda la vida, adquiriendo una especie de hipersensibilidad, propensa a transformarse a menudo en grave depresión. En 1742 se unió a Fränkel en Berlín y con su ayuda maternal pudo ampliar su cultura estudiando francés, alemán, inglés, latín y matemáticas; a esta época se remonta la lectura de la obra de John Locke, que no dejó de ejercer influencia sobre su pensamiento. En 1750 entró como preceptor en casa de I. Bernhard, rico propietario de una fábrica de sedas, donde Moisés Mendelssohn se empleó en 1754 y de la que llegó a ser más tarde director. Libre así de preocupaciones económicas pudo intensificar los estudios, profundizando sobre todo en la filosofía de Christian Wolff, Gottfried Leibniz, Baruc Spinoza y de inglés Anthony Shaftesbury. En 1754 trabó amistad, como hemos dicho, con Lessing y con Johann Nicolai y empezó a colaborar en las más importantes revistas de la época, especialmente en la “Biblioteca general Alemana”. 
Lea Salomon, madre del
compositor (1777 - 1842)

Entre sus primeras obras figuran los cuatro “Diálogos” (1775) relativos a la filosofía de Leibniz y a sus relaciones con Spinoza, y las “Cartas sobre las sensaciones” (1775), de tema estético y psicológico. En 1762 se casó con la hija de un rico comerciante de Hamburgo y tuvo de ella ocho hijos: a la educación de los seis que sobrevivieron, tres varones y tres mujeres (entre las cuales Dorotea, la futura compañera del filósofo y crítico literario Friedrich Schlegel) se dedicó Mendelssohn totalmente con la más tierna solicitud. El éxito alcanzado en 1783, en ocasión del concurso abierto por la Academia de Berlín sobre el tema “La evidencia en metafísica” (1764), aumentó su fama que se difundió también por el extranjero a través de las numerosas traducciones de sus obras, especialmente de “Fedón”, diálogo que versa como su homónimo platónico, sobre el problema de la inmortalidad. Entre 1769 y 1770 el diácono suizo, Johann Lavater lo implicó en una delicada polémica sobre el valor del cristianismo, en la que pronto tomaron parte otros filósofos y teólogos de la época. Tras una breve estancia en Brunswick (1770) y un nuevo periodo de agotamiento, marchó Moisés Mendelssohn a Dresde (1776) y a Königsberg (1777) donde visitó a Kant y Johann Hamann; en Hannover y Wolbenbüttel fue acogido calurosamente por viejos y nuevos amigos. En 1778 publicó una traducción del Pentateuco, que fue de gran importancia para la germanización de sus correligionarios a cuya elevación política y cultural contribuyó de varias formas, promoviendo continuos estudios sobre problemas de la raza judía. Su obra “Jerusalén” (1783), sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y sobre la tolerancia religiosa, mereció muchos elogios en los ambientes ilustrados, aunque no dejó de promover críticas muy violentas como la de Hamann en “Gólgota y Scheblimini” (1784), quien acusa a Mendelssohn por su “oculto judaísmo y anticristianismo”. Hamann parece querer oponer el Gólgota a Jerusalén, mientras que para la interpretación del cristianismo acoge simbólicamente la palabra “scheblimini”, que representa el “spiritus familiaris” de Lutero. En 1785 Moisés Mendelssohn publica “Las horas matutinas o lecciones sobre la existencia de Dios”, que es una serie de diecisiete lecciones que comprendía su pensamiento metafísico, religioso y teológico. Los últimos años de su vida fueron amargados por las polémicas sobre el Spinozismo de Lessing suscitadas por Johann Jacobi; Mendelssohn hubo de suspender la obra que estaba preparando en honor del amigo desaparecido y quedó profundamente desorientado por lo que su joven y atrevido adversario iba revelando sobre el pensamiento de Lessing: intentó rebatirlo con el escrito “A los amigos de Lessing”, del que no pudo ver, sin embargo, la impresión, porque enfermó de gravedad precisamente al llevarlo al editor, y expiró pocos días después. De los hijos de Moisés Mendelssohn, uno de ellos, Abraham, nacería el músico Félix Mendelssohn Bartholdy. Se complacía Abraham en repetir: “Durante mucho tiempo me llamaron el hijo de mi padre; más tarde me llamarán el padre de mi hijo”. No se equivocaba. De sus dos calidades, de sus dos títulos, tanto el primero (su padre) como el segundo (su hijo) lo llenarían de gloria por igual. Al morir Moisés Mendelssohn dejó, como hemos dicho, tres hijos y tres hijas. El que nos interesa es el segundo hijo de Moisés nacido en 1776, Abraham, quien sería el padre de Félix, el músico, quien, con toda su ternura y su genio, se esforzaría por restituirle su dedicación. Abraham ingresó muy joven en la Banca Fould de París, como cajero. Al poco tiempo Abraham conoció a Lea Salomón (1777-1842), mujer muy atractiva hija de un banquero de Berlín. Aunque París era una ciudad de la cual gustaba mucho, Abraham decidió abandonarla porque en ella “hubiera tenido que comer pan duro”. Su suegra lo convenció de que mejor estaría en Alemania; ya de regreso, se asoció con su hermano Jacobo. En Hamburgo nacerían los tres primeros de los cuatro hijos que Abraham y Lea tuvieron: Fanny nació el 15 de noviembre de 1805; Félix Jabo Luis el 3 de febrero de 1809, y Rebeca en 1811. El cuarto hijo, Pablo, nació en Berlín en 1819. Lea supo crear en su casa un ambiente de calidad y los que la frecuentaban eran verdaderos amigos o personas de gran valor en distintos campos. Ambos cónyuges eran instruidos, tenían gran comprensión por las artes y concedieron gran importancia a la educación y al cultivo de los dones de sus hijos. La familia Mendelssohn era modélica, dentro de las limitaciones inherentes al patriarcalismo de su época – especialmente en las familias de origen judía –, y sus miembros convivían muy unidos en un ambiente de paz y de simplicidad. Los orígenes de la familia de Mendelssohn pueden seguirse hasta el siglo XIII. Entre sus antecesores destacan el filósofo y teólogo R. Móses Isserles, que vivió en pleno siglo XVI, y destacados rabinos y juristas establecidos en Alemania, Polonia e Italia. Por parte materna, su tía abuela Sarah Izig (1761-1854) fue la discípula predilecta de Wilhelm Friedemann Bach, hijo mayor de Johann Sebastian. Los padres de Mendelssohn, a diferencia de su abuelo Moisés, que todavía intentó armonizar la ilustración en la tradición judía, pertenecían, ya a la aristocracia judía alemana y se sentían identificados con su clase y su país. En Hamburgo, el negocio bancario que Abraham tuvo con su hermano Jacobo marchó sobre ruedas y llegó a ser uno de los establecimientos de crédito de más prestigio de Europa, hasta su cierre en 1811 por presiones político-económico por parte de los agentes de Napoleón. Por esta razón la familia de Abraham decidió trasladarse a Berlín en el verano de 1811. Abraham Mendelssohn era sabio y justo; un verdadero patriarca que contaba la ternura conyugal y paternal, comprensiva y juiciosa con la sociedad y el rigor. En su casa, modelo de hogares ordenados y presididos por el amor y la armonía, sabía mantener la confianza, el respeto, la disciplina y la alegría. El protestantismo era la religión oficial en Prusia. El cuñado de Abraham, hermano de Lea, Jakob Salomón Bartholdy, más tarde cónsul de Prusia en Roma, lo persuadió para que abrazaran el protestantismo y uniese los apellidos de ambos, para distinguir su rama del resto de la familia que profesaba la religión judaica:

“Es justo permanecer fiel a cualquier religión perseguida, y aun imponerla a nuestros hijos, como un martirio, mientras creemos firmemente que es la única capaz de salvarnos; pero cuando tal creencia desaparece, es bárbaro e inhumano imponerla a las personas que amamos, como un sacrificio inútil y doloroso. Yo te aconsejaría también que adoptases a partir de ahora el apellido Bartholdy, que, junto al tuyo, podría servir para distinguir a tus herederos de los otros Mendelssohn. Esto me produciría una satisfacción particular, porque el nombre de Bartholdy hará vivir mi recuerdo entre vosotros. Tal acto no tiene nada de extraordinario. En Francia y en otros países, algunos individuos unen al suyo el apellido de su esposa para evitar la confusión entre las diferentes ramas de una misma familia”.
(Citado en “La familia Mendelssohn (1729-1847)” S. Hensel)    

Abraham Mendelssohn, banquero,
integrante de la aristocracia judía
alemana. 
Para Abraham, hombre de formación sólida, el cambio de religión a los 46 años, edad en la que se bautizó, no le supuso graves consecuencias; su deísmo le hacía considerar con el mismo interés los distintos modos de adoración que consideraba igualmente válidos. Fue un hombre muy honesto como muestra una carta de presentación del compositor Carl Friedrich Zelter a Goethe: “Recibid a Abraham Mendelssohn. Es uno de los pocos hombres que en estos días difíciles han conseguido llegar a ser ricos sin manchar su conciencia”. Pero, al apartarse del Antiguo Testamento, no se tiene la impresión de que Abraham Mendelssohn se haya librado con fuerza mayor al Nuevo Testamento. Una carta que escribió a su hija Fanny, a raíz de su confirmación, de pruebas de una asaz libre, o mejor dicho, bastante vaga religión. Dice la carta:

“Has dado un paso decisivo, hija mía querida. Ojalá que sus consecuencias sean bendecidas por tu vida íntegra. Existe un tema que hasta este momento hemos evitado de tratar juntos, y del cual desearía conversarte hoy. ¿Existe Dios? ¿Quién es Dios? ¿Sobrevive una parte de nuestro ser a la destrucción de nuestro cuerpo? ¿Qué espacios habremos de habitar? Como me siento incapaz de resolver estos problemas, he tenido ocuparme de ellos contigo. Pero, lo que sé, es que existe en ti y en mí, y en todo humano corazón, una aspiración eterna hacia la Justicia y la Verdad. Poseemos una conciencia que nos retorna al deber cada vez que nos vemos tentados de apartarnos de él. Esta certeza, firme es en mí, y es ella la que constituye mi religión, pero, tal como yo la experimento, no puedo inculcártela. Son estas las únicas enseñanzas que puedo impartirte, pero su verdad se halla demostrada desde que existe el mundo. La forma bajo la cual ha sido presentada la religión, es histórica, sujeta a modificación como lo es toda humana fórmula. El judaísmo triunfaba hace algunos siglos. Más tarde, el triunfador fue el paganismo. Hoy, el cristianismo es el victorioso. Nosotros, tus padres, hemos nacido y hemos crecido en el seno de la religión judía, y supimos rendir homenaje a Dios en nuestras conciencias, siguiendo las prácticas de los antepasados nuestros. Os hemos educado, a ti, a tus hermanos y a tu hermana, en la religión cristiana, porque la misma responde a las necesidades de la mayoría de los hombres, porque involucra preceptos de obediencia, de caridad, de resignación y de amor. Jesucristo, su fundador, del cual muy escasos fieles siguen el ejemplo, los ha puesto todos en práctica. Tú, por la profesión de fe hecha hoy, has cumplido con la obligación que exige la sociedad cristiana de ti para acogerte como uno de sus miembros. Escucha la voz de tu conciencia, sé verdadera y buena, sumisa a tus padres hasta la muerte, y disfrutarás de la paz del alma, la dicha mejor que nos sea dado conocer en esta tierra.”
(En “Fanny Mendelssohn, de acuerdo con las Memorias de su hijo”, por E. Sergy)

Al leer esta misiva, resulta concluyente, como este hombre honesto, hizo de su hijo Félix un hombre honrado como él mismo y un cristiano absoluto. Educado en la tradición liberal del humanismo alemán y su fe en Cristo, Mendelssohn siempre estuvo orgulloso de sus orígenes judíos, lo que lo hizo identificarse en muchas ocasiones con el destino de los judíos europeos de su época. Esta dualidad duró toda su vida y lo colocó en una posición ambigua, especialmente respecto a la creación de obras religiosas. Félix fue un niño de gran precocidad como Mozart, revelando desde su más temprana edad dotes excepcionales para la música. Él y Fanny recibieron las primeras lecciones de su madre y durante mucho tiempo se negaron a tocar si ella no se sentaba a su lado. Por lo que se ve, no fue Félix el único que estaba extraordinariamente dotado para la música; también Fanny, llamada en familia Zippora, tenía una gran facilidad musical. Su madre solía decir que había nacido “con los dedos aptos para tocar toda clase de fugas”. Fanny, en este aspecto, sufrió por la posición  patriarcal de Abraham que creía que a su hija, por el hecho de ser mujer, le bastaría una formación musical tradicional, muy alejada de la que hubiera necesitado en caso de ser hombre y decidir dedicarse profesionalmente al arte. La convicción paterna no pudo ser vencida ni por la gran facilidad que había demostrado al tocar a los 11 años, de memoria y de manera perfecta, los 24 preludios y Fugas de Johann Sebastian Bach.
Óleo de Carl Begas en que se
ve a Mendelssohn a los doce
años.
Muy pronto fue Félix confiado a buenos profesores: Ludwig Berger, para el piano; Hennings, para el violín; Klein para la composición, y el honesto clásico Zelter, para la teoría. Zelter, entonces el regente u oráculo de Berlín, el corresponsal y el informador musical de Goethe, tuvo sin duda el mérito de proponer o de imponer a Félix la admiración, y hasta podríamos decir la religión, que por ese entonces contaba con muy escasos fieles, de Johann Sebastian Bach. Félix se sumergía y se movía en la música, como en su propio elemento. Al estudio primero y a la composición poco después, aportaba aquella mezcla de ardor y razón, de pasión y sabiduría, que siempre caracterizaron su carácter y su genio. No por ello descuidó su cultura general: practicó el dibujo y la pintura con Rösel llegando a ser un hábil dibujante y acuarelista. Uno de los cuadros que pintó durante el viaje de estudios que realizó a Inglaterra en 1829, fue el de la catedral de Durham; otra de sus célebres acuarelas es el paisaje (edificios, cúpulas, montañas y visión del mar) que pintó en su viaje que realizó a través de Suiza e Italia en el año 1830; aprendió literatura e idiomas con Heyse, el famoso filósofo, y muy pronto tradujo en versos alemanes la comedia “Andria”, de Terencio, traducción que fue publicada en 1826. De niño se divertía en sus momentos libres interpretando a Bach y a Haendel al piano y descubriendo los menores errores de escritura o de ejecución en las obras corales o sinfónicas, en las que reconocía enseguida los intervalos y los acordes. El absolutismo de Abraham Mendelssohn se traducía en una disciplina espartana y en una gran exigencia respecto a sus hijos, a los que no permitía ni un momento ociosidad. Este hábito de una labor constante lo tuvo la familia Mendelssohn en grado superlativo y, a lo largo de su vida, Félix no supo nunca liberarse de él; seguramente su obsesión por el trabajo influyó en su muerte prematura. Abraham Mendelssohn exigió siempre una obediencia absoluta de sus hijos. Pero la verdad es que si Félix, como los demás hijos, tenía fuertemente la severidad paterna, apreciaba en alto grado la integridad y sabiduría de su padre, al que le reconocía también sentido del humor y calor humano. Las relaciones entre padre e hijo no estuvieron exentas de dificultades, pero su admiración y el reconocimiento a su autoridad pueden concretarse en las palabras que escribió a Bauer el 9 de diciembre de 1835, año de la muerte del padre: “No era únicamente mi padre, sino también mi maestro en el arte y en la vida”. Las primeras lecciones de piano las recibió Félix, como anteriormente su hermana Fanny, de su madre Lea. En 1816, Abraham y sus dos hijos mayores se instalaron en París, ciudad que el padre conocía bien y en la que Félix pudo recibir clases de Marie Bigot de Morogues, de soltera Kiéne, que había estudiado en su juventud con Beethoven. Este le había regalado en prueba de afecto el manuscrito de la Sonata, Opus 53, “Appassionata”. De regreso a Berlín, Abraham Mendelssohn planeó sistemáticamente la educación de sus hijos, que no quería que asistieran a una escuela pública. A fines de este año, Félix recibió clases de violín y de viola de Carl Nilhelm Nenninig, músico de la orquesta de la Ópera de Berlín, y más tarde de su amigo Eduard Rietz. En 1818, a los nueve años, ejecutó al piano por vez primera ante el público. En 1819 entró como preceptor de la familia Wilhelm Ludwig Heyse, padre del poeta Paul Heyse. El viejo Heyse, recomendado quizá por Humboldt, dio a Félix y a Fanny una formación científica y les enseñó griego y latín. Amplió estudios de piano con Ludwig Berger (1777-1839), discípulo de Muzio Clementi y gran intérprete de Beethoven. Gracias a Berger, Mendelssohn empezó muy pronto a armar la música de Clementi y de Beethoven. Estudió también teoría de la música y más tarde composición con Carl Friedrich Zelter (1758-1832), antiguo amigo de su padre. Sin la influencia de Zelter, Félix no hubiera conocido y admirado desde tan joven a Johann Sebastian Bach. Hay que recordar que Zelter había organizado el fondo musical de la staats bibliothek de Berlín, el más rico del mundo en manuscritos bachianos. En realidad, fue Zelter el verdadero promotor del retorno a la música de Bach realizado en el siglo XIX, después de más de medio siglo de olvido; ya en 1807 hizo interpretar algunas cantatas y obras orquestales de Bach en la Ripienschule, que el propio Zelter había fundado en Berlín. En 1819, los hermanos Mendelssohn pudieron oír, gracias a sus interpretaciones, fragmentos de las Pasiones según San Mateo y según San Juan. A partir de este año, Félix compuso sus primeras composiciones musicales, muchas de las cuales se han perdido. En algunas de las conservadas se encuentran las siguientes inscripciones: H.d.m. (Hilf du mir, “ayúdame”) y L. E. G. G. (Lass es gelingen, Gott, “deja que esto salga bien, oh Dios”).
Fanny Mendelssohn, hermana
del compositor.

En 1820, era el autor de una fuga, de la cual algunos músicos, a los cuales habíales mostrado su padre, se asombraron grandemente. Por esa misma época, más o menos, compone una pequeña ópera de salón y de familia, titulada Die beiden Aleffen (“Los dos sobrinos”). Sigue a esta obra un salmo, luego una gran fuga doble, unas pequeñas sinfonías, un cuarteto, una cantata. El niño empieza a cubrir, con su fina y elegante escritura, las primeras hojas innumerables que fueron formando, poco a poco, en un orden perfecto, los cuarenta o cincuenta volúmenes conservados actualmente en la Biblioteca de Berlín. Fue ya en 1820 que Abraham se convenció de las extraordinarias disposiciones para la música de su hijo Félix y escribió la siguiente frase en una carta familiar: “La música será para él quizás un oficio”, lo que dicho por un padre banquero era excepcional. Ya el futuro virtuoso había tenido contacto con el público, lo cual lo fue cuajando a la hora que tuviera que enfrentar a las ligas mayores. Ya en 1918, a los nueve años de edad, se había presentado por primera vez ante el público como pianista e interpretó un Trío de Wolf. Al año siguiente ingresó en la Singakademil (Escuela de canto). La familia Mendelssohn organiza y sostiene una pequeña orquesta de la cual se celebran en su hogar veladas dominicales. Uno de los violines utilizados, un guarnerius, perteneciente al cuarteto de cuerda, propiedad de los Mendelssohn, fue adquirido en 1919 por Johann Manen. En estas sesiones se interpretaban composiciones de Félix que él mismo dirigía. El poeta Heinrich Heine, habiendo asistido a una de estas veladas, escribe: “Exceptuando al pequeño Mendelssohn, que es un segundo Mozart, no conozco ningún músico de talento en Berlín”. En las navidades de 1820, Félix dio a conocer a su familia una primera y breve obra escénica: el singspiel Die Soldaten liebschaft (Amores de soldado), sobre el texto del joven médico Ludwig Casper, asiduo visitante de los Mendelssohn. Poco más tarde escribió otra obra basada en el libreto de Eugene Scribe Die beide Pädagogen (Los dos preceptores), verdadera condena de la manera brutal con la que la gran mayoría de los maestros rurales asustaban a los alumnos. Por este tiempo sus padres llevaron a Félix y a Fanny a la Ópera, donde asistieron a representaciones de Haendel y de Gluck. Sin embargo, la ópera que más lo impresionó fue Die Wilderer (El cazador furtivo) de Karl María von Weber. Este compositor entabló una gran amistad con Abraham Mendelssohn y su influencia fue decisiva en la vocación profesional de Félix y en la orientación estética de su obra. El año 1821 fue memorable para Félix, pues conoció a Weber y a Goethe. Fue Zelter quien introdujo a su discípulo predilecto en casa de Goethe, seguramente con el propósito de sorprender al gran escritor. La influencia  de Zelter sobre el autor de “Fausto” en el aspecto musical fue enorme, aunque no siempre acertada. Hay que recordar que el músico berlinés fue la única amistad masculina del escritor en esta rama. Goethe sometía a Zelter todas las partituras que los compositores le enviaban, la mayoría sobre poemas suyos. Su juicio era decisivo e influyó mucho en el escaso entusiasmo que Goethe mostró por las nacientes obras de Beethoven y de Schubert y sobre todo por la de Berlioz. Vislumbró a Weber en el salón de su casa; el autor de “Oberon” acababa de ofrecer su obra maestra, “Freischütz”, El guerrillero, en Berlín. En esos típicos conciertos caseros de los Mendelssohn, Félix cautiva a Weber con su tendencia romántica. Pocos días después Zelter envía a Félix a Weimar para que pase unos días al lado de Goethe. “Se lo envió como un mensajero divino del reino de los sonidos”. Félix permanecería quince largos días en Weimar, junto al autor de “Fausto”. El anciano poeta recibe al niño con tierna admiración: todas las noches, después de la cena, le pide que toque al piano, sobre todo, fugas y minúes. No en pocas ocasiones le pone delante manuscritos difíciles de descifrar y el joven huésped sale siempre triunfante de la prueba; luego toca algunas improvisaciones y el poeta, extasiado le da un beso. Tal era el propio sentimiento de Goethe. Experimentaba hacia el armonioso niño una especie de tierna admiración. Contrariando sus hábitos se mostraba sencillo, familiar, niño como su joven comensal. Félix Mendelssohn ha referido su primera estada en Weimar en cartas que son de una inteligencia, de una seriedad, de una gracia por encima de su edad. Sus padres y Zelter no habían escatimado los consejos al pequeño peregrino de once años: “Dilata tus sentidos, vigílate, mantente correcto a la mesa, habla con reserva”, le dijo Abraham. Y la madre añadía: “Recoge la mínima frase de Goethe; deseo saberlo todo de él”. Años más tarde, Zelter escribiría a Goethe:

“No vuelvo de mi asombro. Es un muchacho que no tiene más de quince años, y lo que hace es música, verdadera música, llena de grandeza y de carácter. Todo es en ella espontáneo, mana con serenidad y amplitud (…) Imposible mostrar mayor habilidad en el uso de las voces y desplegar en la instrumentación un genio a la vez más atrevido y más genuino (…). Vivacidad, jovialidad, travesura, melancolía, pasión, ternura, amor: lo tiene todo, y además ese barniz de inocencia y de juventud que agrada y conmueve…”
(Carta de K.F. Zelter a Goethe, 1824)

La impresión que el gigante de Weimar provocó en el joven Félix no fue menos impactante; desde casa de Goethe, Mendelssohn escribió a sus padres el 6 de noviembre de 1821: “Escuchad todos y prestad bien el oído”: el domingo vi a Goethe, el sol de Wimar. Toqué ante él, durante casi dos horas, fugas de Bacht e improvisaciones”. Días más tarde vuelve a escribir: “Hago más música aquí que en casa. Cada día después de cenar, Goethe abre el piano y me dice: “Todavía no te he oído hoy, haz un poco de ruido para mí”. Dócil, el joven Mendelssohn les describía a su familia, en las cartas, todo lo que veía y percibía: la casa, el jardín, y las estatuas, el aire de nobleza y de grandeza antigua de la morada, de las cosas, y sobre todo del amo; su porte, su lenguaje, su voz habitualmente dulce, pero que podía tener un estallido de trueno.
Johann Nepomuk Hummel,
compositor eslovaco, discípulo
de Mozart,
Durante su estancia en Weimar, Mendelssohn tuvo ocasión de conocer y tratar a Johann Nepomuk Hummel (1778-1837), discípulo de Mozart, que actuaba como maestro de capilla en la corte de Carlos Augusto. El compositor, pianista y director eslovaco era hijo del director de orquesta del teatro de Schikaneder en Viena. Con ocasión del estreno de La flauta mágica en aquel teatro, fue presentado a Mozart, del cual fue alumno, durante dos años, en Viena. De 1788 a 1793, su padre, al igual que Leopold Mozart con su hijo Amadeus, aprovechó la precocidad del niño como pianista para hacerle recorrer Alemania, Dinamarca e Inglaterra, dando recitales que alcanzaban gran éxito y le proporcionaban buenos beneficios. La influencia de Hummel es viva en el Mendelssohn de estos años. Durante los diez años que siguieron a su visita a Weimar, Félix retornó allí varias veces, y en este encuentro del anciano próximo a la muerte y del niño próximo a la gloria, hubo algo de augusto y de encantador. De regreso a Berlín se volvieron a celebrar en la casa paterna pequeñas sesiones musicales los domingos, a menudo con una pequeña orquesta y con la colaboración de solistas vocales e instrumentales. Mendelssohn se acostumbró a escribir piezas breves para este conjunto. Aprovechando una de estas ocasiones, Zelter presentó a su alumno como compañero de los antiguos maestros al iniciar la sesión diciendo: “en nombre de Mozart, en nombre de Haydn y en nombre del viejo Bach”. No mencionó a Beethoven, ya que la actitud de Zelter era extremadamente crítica respecto al músico de Bonn, punto de vista que Mendelssohn unos años más tarde consiguió hacerle cambiar. Debido a los trajines y tertulias, en el transcurso de 1822, la familia Mendelssohn fue a pasar algunas semanas a Suiza. Cuando cruzaron la ciudad de Francfort sobre el Maine, fue presentado Félix a los padres de un joven músico, que luego se convirtió en uno de sus amigos más dilectos, Ferdinand Hiller. Hiller ha dejado testimonio de la impresión que le causaron los modales traviesos en ciertos momentos y en otros graves y hasta ceremoniosos de su joven y ya célebre visitante. Regresa la familia a Berlín por Weimar y naturalmente visitan a Goethe, el cual dice a los padres: “Es un excepcional, divino niño”. Luego, dirigiéndose a Félix, dice Goethe: “… Tú eres mi joven David. Si yo llegase a enfermarme o a entristecerme, tu ejecución expulsará los sueños malos y nunca habré de blandir mi lanza contra ti”. Félix regresó a Berlín con sus padres; Zelter se encargaría de mantener a Goethe al tanto de los progresos del genio del joven Mendelssohn. El anciano Zelter se sentía asombrado y encantado al encontrar “algo de hermoso, de nuevo, de original, con espiritualidad, abundancia, calma, armonía, unidad”. En 1824 pasó por Berlín el gran pianista y compositor Ignaz Moscheles; el músico checo fue recibido en la casa de los Mendelssohn y aceptó la invitación de impartir lecciones a Félix. Los antecedentes de Moscheles eran destacables. Fue, en su época, el pianista más famoso, después de Hummel y antes de Chopin y de Liszt. A los 20 años conoció a Beethoven en Viena, Beethoven, de 44 años, le confió a Moscheles el encargo de hacer la reducción para piano de su ópera Fidelio. Otra  prueba de la gran confianza artística que Beethoven llegó a depositar en Moscheles es que al estrenarse en Viena uno de sus conciertos para piano y pedírsele que ejecutara la parte de solo, dijo: “Que lo ejecute Moscheles. Yo si acaso, prefiero improvisar algo”. Pero como sucede muchas veces, el maestro, cuando su grandeza lo ha privado de bajezas mundanas como la envidia, terminó rindiéndose al genio del alumno. Menor en quince años a su maestro, Félix tardó en deslumbrar a Moscheles, quien desde que lo conoció, saludó de inmediato a un prodigio y hasta las jornadas postreras de su vida, no tuvo Mendelssohn un admirador más ferviente, un amigo más amante y más amado. En la primavera de 1825, Abraham, aprovechando uno de sus viajes de negocios se llevó a Félix a París donde pensaba permanecer algunas semanas. París no le agradó, quizá por la decepción que sufrió por su música. En una carta a su hermana Fanny, fechada el 20 de abril, escribe:

“Piensa un poco querida niña, piensa que las gentes de este país no conocen una nota de Fidelio y que consideran a Johan Sebastian Bach una vieja peluca atiborrada de erudición. He ejecutado, noches pasadas, dos preludios; halló la gente que el en la menor empezaba completamente como un duo de Monsigny”.

Dibujo en el que se ve a Mendelssohn tocando
el piano para Goethe durante su estancia
en Weimar en 14821.
Escucha Félix la ópera cómica Leocadia de Auber (Daniel Francois, Esprit), y declara que le parece “la cosa más miserable del mundo. Con su obertura que sólo es un trémolo perpetuo, entre el bajón de la bodega y el flautín en el granero”. Le disgusta la frivolidad de la Ciudad Luz, la ignorancia musical. Conoció a Cherubini (María Luigi Zenobio Carlo Salvatore) el famoso compositor italiano nacido en Florencia. Abraham se entusiasmó con la oportunidad de que el célebre maestro, verdadera gloria europea, diera una opinión. Cherubini se manifestó en forma ambigua y poco profunda: “Este chico es rico, lo hará bien, lo hace ya bien, pero gasta demasiado su dinero, pone demasiada tela en su traje, yo le hablaré y entonces lo hará bien”. Caso raro éste, pues, como profesor fue severo y exigente, llegando hasta la dureza, en ocasiones, porque era consciente de su responsabilidad; pero no fue Cherubini una mente anquilosada ni retrógrada; por el contrario, estimuló a todos los jóvenes discípulos en los que creyó descubrir una capacidad renovadora. En una carta que Beethoven escribió a Cherubini el 15 de marzo de 1823 desde Viena, se lee:

“Honorabilísimo Señor: con gran placer aprovecho la ocasión de acercarme a usted por escrito. En espíritu a menudo lo estoy, porque creo de gran valor vuestras obras escénicas… Por muy alto que las vuestras sean apreciadas por los verdaderos conocedores, es una efectiva pérdida para el arte no poseer ninguna nueva producción de vuestro gran pensamiento para el teatro… A mí mismo me entusiasma extraordinariamente cuando sé que habéis producido una nueva obra y tengo un inmenso interés en ella cual si fuera una cosa mía: en fin, os honro y os aprecio. He de pediros un favor, pero hacedme la merced de no creer que os he dicho todo esto a guisa de prólogo. Espero, estoy convencido, que no tendréis de mí una idea mezquina. He terminado una gran Missa Solemnis y deseo remitirla a las cortes europeas, porque en la actualidad no quisiera publicarla. Por medio de la Embajada Francesa aquí he enviado una invitación a S. M. el rey de Francia, para que se suscriba a esta obra y estoy convencido que el rey, si vos lo recomendáis, se quedaría una copia. Mi situación crítica pide que yo no fije solamente mis ruegos al cielo; al contrario, debo fijarlos abajo por las necesidades de la vida… Sea cual sea el resultado de mi petición, os apreciaré y os honraré siempre, y siempre seréis aquel de mis contemporáneos que yo más estimo con la más alta estima”.
Vuestro amigo y servidor
Beethoven 
(Beethoven L. Van: Correspondencia completa). Edición crítica con notas de A. C. Kalischer)

Cherubini dirigió una petición al rey de Francia, que obtuvo buen éxito. Como se puede apreciar por el contenido de la carta, Cherubini no era poca cosa en el mundo musical de su época cuando conoció al joven Mendelssohn.

Luigi Cherubini, músico
que conoció Mendelssohn
en 1825, durante un viaje que
realizó a París.
Se sospechó que Cherubini se ofreció para responsabilizarse de la formación musical de Félix. Pero a éste no debió de seducirle la idea, ya, que como hemos dicho, el ambiente musical francés lo había decepcionado. Además de Cherubini, Félix conoció allí a Auber, a Halévy (Jacques Fromental), Herz, al notable violinista Rodolphe Krentzer (a quien Beethoven dedicó la célebre y magnifica Sonata en la mayor, n”. 9, para piano y violín. Es también conocidísima esta obra por la popular novela que escribió Leon Tolstoi con el título “La Sonata Krutzer”), a Meyerbeer y al famoso autor de “El barbero de Sevilla”, Gioacchino Rossini. Casi todos ellos merecieron del joven y ofuscado músico un juicio muy duro y a veces injusto, como en el caso de Liszt, del que llegó a decir “muchos dedos poco cerebro”. A su regreso a Alemania padre e hijo fueron el 20 de mayo a visitar a Goethe, al que Félix dedicó su Cuarteto con piano, Op. 3 que Goethe agradeció con unos significativos versos en los que alude al talento del joven artista. No pocas veces la música de Mendelssohn aparece en las reflexiones del poeta alemán. A raíz del poema “Las Alegrías”, perteneciente al “Cancionero de Leipzig” y compuesta en 1767, Goethe escribe a Hetzlez acerca de esta composición que representa una sátira de la estética de las escuelas. La misiva está fechada el 14 de julio de 1770:

“Mendelssohn y otros intentaron cazar a la belleza cual a una mariposa y prenderla en un alfiler para retenerla; lográndolo, sin duda; pero un cadáver no es un animal íntegro: necesita algo más…, una cosa principalísima: la vida, el espíritu, que todo lo embellece…”

El poema “Las Alegrías” está entre las más bellas y reflexivas del poeta Weimar
“La voluble libélula
ronda en torno a la fuente;
yo encantado la sigo,
viendo cómo va y viene;
ora oscura, ora clara,
un camaleón parece,
ora roja, ora azul,
ora azul, ora verde.
¡Algo diera de cerca
sus colores por verle!

¡Más ella no descansa en sus volubles giros!
¡Sin embargo, ahora quieta en el sauce parece!
¡Ya la tengo! … ¡Ya es mía! ¡Ya puedo exactamente
observar el oscuro y triste azul que tiene…,
el triste oscuro azul de sus alas falaces …
Igual a ti te ocurre, ¡oh analista inclemente!”


II. Las puertas de la gloria
Retrato de Carl Friedrich Zelter,
pedagogo y fundador de la
Singakademie de Berlín.
Quizá Abraham Mendelssohn pensó en que era bueno para su familia cambiar de aires y por ello adquirió una casa en Berlín, el antiguo palacio Rebeck, ubicado en la calle Leipziger Strasse, número 3, propiedad en la que el matrimonio Lea y Abraham Mendelssohn vivirían hasta su muerte. Era una vivienda vieja, pero paradisiaca, de amplios aposentos, altos de techo y espaciosos. Bajo los inmensos árboles del parque de este palacio se encontraba un pabellón capaz de acoger a unas cien personas. Allí se escucharon por primera vez las primeras obras maestras de Félix, como el Octeto, op. 20, inspirado en unos versos de Fausto, de Goethe; el Scherzo de este octeto fue el punto de partida para la obertura de “El sueño de una noche de verano”. Un patio a un costado de la mansión. Del otro, se extendía un jardín, un verdadero parque. Hay allí una espaciosa sala a columnatas, maravillosa para conciertos y representaciones. Se respira allí sencillez y grandeza, armonía y felicidad. En el prado, los arriates; unos magníficos árboles forjan un verdadero paisaje, un horizonte de naturaleza, admirable de profundidad y de silencio, de soledad y de poesía. Tal era la pintoresca y simpática residencia, opulenta y sencilla al mismo tiempo, que durante veinte años, hasta la muerte de Fanny y de Félix, la familia debería colmar de armonía y de movimiento, de genio y de felicidad. Si algún ser ha sido completamente dichoso en este mundo, ese ser el Félix Mendelssohn. En este reino encantado Fanny da rienda suelta a su genio e interpreta perfectamente deliciosamente sus obras pianísticas; allí Rebeca, hermosa y joven, culta y espiritual, lee y traduce el griego a libro abierto; Pablo toca el violoncelo como un verdadero artista. Allí, en esa hospitalaria mansión pasen y residan algunos días pintores, poetas, músicos, escultores o filósofos a su paso por Berlín. Los retratos de muchos de ellos, bosquejados por el pintor Wilhen Hensel – más tarde esposo de Fany, van engrosando un voluminoso álbum. Los domingos musicales de la familia Mendelssohn, han pasado a la historia de la música como algo selecto y memorable. Conocedor del talento musical de su hermana, Félix le dirige cierto día un justo y merecedor cumplido: “Sabes tú perfectamente en que pensó el buen Dios cuando creó la música”. Fanny comprendió siempre a su hermano y muchas veces le aconsejó, admirándolo y armándolo con todo su espíritu y corazón. La joven Fanny ansiaba tan solo sorprender en sus propias obras un reflejo, un eco fraternal. Quizá ella desde el principio hubiera querido seguir su propio camino dentro de la música, pero su padre, con suma prudencia, la detuvo. Algo similar sucedió con Nannerl Mozart, hermana de Wolfgang. Ambos asombraron con su precocidad musical a las personalidades más notorias de la nobleza europea. Nannerl fue tan precoz que empezó a impartir clases cuando contaba solo diez años de edad. El inefable cariño de Leopold por Nannerl no impidió que su presencia fuese simplemente un hermoso aderezo de los éxitos que acompañaban a su hermano menor. Prueba de ello es que en las giras que el matrimonio Mozart hizo con sus hijos, siempre los niños tocaban juntos:

“… Mis hijos están muy acostumbrados al trabajo, pues si la holgazanería hubiese sido su amiga, el dinero por ellos ganado no lo tendría yo ahora, y todos mis planes, por supuesto, se habrían desvanecido. Siempre he deseado prevenir las situaciones porque ¿quién sabe lo que puede ocurrir cuando llegamos a Salzburgo? Tal vez allí tengamos de nuevo una buena acogida, y una venturosa posición nos permita instalarnos definitivamente en la ciudad, pero, para ser sincero, creo que mis hijos merecen más y haré cuanto me sea posible para que puedan volver a cruzar las fronteras. Dios nos ayude”.
(en: Leopold Mozart, “Epistolario”)   

Amadeus Mozart, compositor
que al igual que Mendelssohn
falleció a corta edad.
[Las constantes giras afectaban al pequeño Mozart, aquejado algunas veces por sus ya habituales dolencias reumáticas. Es difícil discernir si el contenido del fragmento de esta carta remitida a Hagenauer es fruto de un espíritu complaciente o cruel con sus hijos. Leopold nunca castigó a sus hijos. A estas alturas pensaba Leopold, que sus hijos no podían convertirse en menos entretenimientos cortesanos, pues el honor conquistado y el oro de sus arcas los elevaba a un rango superior al de muchos músicos; ante todo ello, es inevitable pensar que todo lo alcanzado fue a expensas de los niños, de su esfuerzo sin duda desmesurado. Mucho se ha escrito acerca de sus largos viajes, de sus audiciones hasta altas horas de la noche, de sus padecimientos en el trasiego de las diligencias y las naves, de las incómodas  posadas y del rigor de los inviernos. ¿Acaso sus constantes enfermedades no fueron consecuencia de todo ello? no se puede asegurar si las precarias condiciones higiénicas del siglo XVIII no hubieran mellado igualmente la salud de Mozart sin haberse movido de su domicilio salzburgués. Más de un contemporáneo que presenció sus actuaciones subraya el gran cuidado que Leopold tenía de sus hijos, quienes, al parecer, siempre tenían buen aspecto cuando se presentaban ante el público. De lo que no hay duda es de que su esfuerzo en el aprendizaje musical fue ímprobo, aunque en modo alguno se pueda afirmar que la muerte prematura del compositor estuviese relacionada con el esfuerzo realizado en sus años infantiles, pues, aunque por lo referido hasta ahora tengamos la impresión de que Mozart fue débil físicamente, incurrimos en un error si no estimamos lo contrario. Haendel y Bach, entre muchos otros músicos del siglo XVIII, perdieron su vista a la luz de una bujía mientras componían sus obras, y en cambio Mozart, al contrario de Beethoven y Schubert, ni siquiera tuvo que usar gafas. Sin embargo, si pagó un alto precio en lo concerniente a su comportamiento, pues Mozart, influido por su padre, desdeñó a los músicos de Salzburgo e incluso menospreció a las autoridades, lo que le acarreó adversidad tras adversidad. Con el paso de los años, Mozart se fue liberando de la autoridad de su padre, al punto de que ante la insinuación de Leopold de que su hijo contrajese matrimonio en Salzburgo con una muchacha de elevada posición social, el hijo le responde en una carta:

“No quiero saber nada de esas bodas en las que el dinero es el único móvil. Yo deseo ofrecer a mi esposa felicidad y seguridad, y nada más lejos de mi intensión que pretender sacar beneficio económico de mi amor. Por tanto, dejaré que los acontecimientos sigan su curso; mientras tanto, deseo gozar de mi libertad hasta que pueda mantener esposa e hijos. Schiedenhofen debió desposar a una mujer rica, pues un noble se debe a sus títulos. Sabrás, padre, que la aristocracia jamás puede casarse por amor, sino únicamente por conveniencia. No le corresponde a un caballero de alto linaje amar a una mujer cuando ésta ya ha culminado con el menester de darle un heredero… Nosotros, los plebeyos, debemos regirnos por otros códigos; nuestra riqueza muere con nosotros, porque la llevamos encerrada en nuestra cabeza, y nadie puede robarnos nuestro tesoro, a no ser que nos decapiten”.

Hasta aquí esta reseña de Mozart. Volvamos a Mendelssohn]
Fanny Mendelssohn vio frustrada una posible carrera musical por la sutil autoridad paterna. En una carta que Abraham escribe a su hija, le dice:

“Tus observaciones con respecto a tus relaciones con tu hermano, son justas y se hallan bien expresadas. La música, para él, acaso se transforme en una profesión; para ti, seguirá siendo un arte de entretenimiento; no sabrías tú considerarla como la finalidad de tu vida y de tus aspiraciones. Es permitido a Félix alentar la ambición de dar a conocer su talento, cuyo éxito interesa a su porvenir. Pero tú, hija mía, renuncia a triunfos que no son en absoluto de tu sexo, y deja el uso de la palabra a tu hermano. Tú eres buena, y por pequeño que el término sea, mucho es lo que significa. Pero, es preciso que te perfecciones aún, sobre todo que comprendas mejor tu condición de mujer y de ama de casa, la única a la cual estás llamada… Una juiciosa elección entre tus ocupaciones, es necesaria y será preciso que te resignes a aquellas que deben ser exclusivamente de tu patrimonio. Sométete alegremente a ese sacrificio y desde ya… La vida, ante todo, debe tener una sólida base; ya sobrará tiempo para adornarla”.

En 1825 la familia Mendelssohn se traslada
a las afueras de Berlín, en el número 3
de la calle Leipzig (vista de la casa en 1900).
Este catecismo, donde el machismo convive con la estupidez, fue cumplido íntegramente, con sabiduría, pero también con amplitud por la joven Fanny. El verano se convirtió en la estación bendita para los huéspedes y visitantes de Leipzigerstrasse. El “diario” de la casa, constantemente abierto encima de una mesa, donde todo el mundo, incluso los transeúntes, podían escribir una máxima, una historia, un poema, una lectura. En esta época Mendelssohn hacía música con sus jóvenes amigos Gustavo Droysen (1804-1884), más tarde filólogo e historiador famoso, el diplomático Karl Klingemann (1798-1862), autor de numerosos textos para lieder de Mendelssohn y uno de los amigos que mejor sostuvieron a Félix en los momentos difíciles de su vida. Otros amigos de la época fueron el teórico musical Adolf Bernhard Marx (1795-1886), fundador del Allgemeine Musikalische Zeitungen, el cantante Eduard. Deurient y el violinista Ferdinand David, que siempre estuvo presente en la vida artística de Félix. En ese ambiente, Mendelssohn disfruta como un dios en ciernes, soñando quizá con maestros aún más grandes y menos dichosos: en Bach, sepultado en su retiro; en Mozart, humillado como un lacayo; en Beethoven sordo, hosco como un oso y solitario. De la música, Mendelssohn se traslada, como un péndulo que oscila constantemente, al mundo de la lectura y la charla; Jean-Paul y sobre todo Shakespeare, eran entonces los autores favoritos, los dioses literarios de la familia. Schlegel y Tieck publicaban sus traducciones de la obra del poeta inglés. Sus dramas y sus comedias cautivaban a la juventud alemana de entonces. Mendelssohn no fue ajeno a esta fiebre. Cuando contaba dieciséis años compuso la célebre obertura. Quince años después sobrevino el resto de la partitura. Fanny escribe con respecto a esta obra:

“Me ha confiado Félix lo que ha querido expresar en esta última obra. El trozo debe ser ejecutado staccato y pianissimo. Los trémolos, los trinos, todo en ello es nuevo, extraño y especialmente tan etéreo, que se tiene la impresión de que un leve hálito nos eleva en el mundo de los espíritus. Nos sentiríamos tentados de cabalgar el palo de escoba de una bruja para poder seguir mejor a la aérea tropa en su vuelo”.

Casa museo Mendelssohn en Leipzig.
En febrero de 1827, Karl Loewe (1796-1869) dirigió en Stettin, en la actualidad Szczecin, pequeña ciudad de Polonia, la obertura de “El sueño de una noche de verano” y tocó junto con Félix el Concierto para dos pianos y orquesta. En la segunda parte de este concierto se estrenó en este país la Novena sinfonía de Beethoven, obra compuesta cuatro años antes y en la que Mendelssohn fue uno de los primeros violines. Después de Shakespeare, Mendelssohn pone su inspiración en el Quijote de Cervantes. Se inspira en el capítulo XX de la segunda parte, Las bodas de Camacho. Esta pequeña ópera, la única que Mendelssohn haya hecho representar en público, fue estrenada en el teatro municipal de Berlín (Schauspielhaus) el 29 de abril de 1827. La obra había sido presentada por Félix al director general de música de Berlín, Gaspare Spontini, pero éste solo después de largas negociaciones, y debido a la intervención a favor de Mendelssohn del intendente general Von Brühl, la estrenó con un éxito modesto. La obra, basada en la obra cervantina según la traducción de Ludwig Tieck, fue convertida por Klingemann en un libreto que carecía de fuerza dramática y la música no supo compensar la debilidad del texto; según se cuenta, el propio Mendelssohn abandonó el teatro antes del final y jamás quiso saber nada de ella. Según algunos biógrafos aquella obra fue acogida con simpatía por el público, pero que el fracaso fue obra de Spontini. Nada mejor para olvidar los sinsabores que el estudio. Mendelssohn siguió estudios en la Universidad de Berlín. Tomó cursos de estética con Friedrich Hegel, filósofo e ilustre representante del idealismo especulativo que se desarrollaba en Alemania hacía 1800, tras la renovación del interés en la metafísica por Baruc Spinoza y bajo la influencia del método de Immanuel Kant y de la concepción del mundo de Goethe. Estudió geografía de la mano de Carl Ritter y de historia de los movimientos de la libertad, en especial sobre la Revolución Francesa, con Eduard Gans. Sus conocimientos humanísticos le permitieron adoptar personalmente la comedia de Terencio, “La muchacha de Andros” a la lengua alemana conservando los metros originales, trabajo que ofreció a Goethe. Las reuniones musicales, frecuentes en la casa Mendelssohn, aliviaron el sinsabor de “Las bodas de Camacho”. Era común ver en esas tertulias a Frederich Chopin, Heinrich Heine, que calificó a Félix de Milagro Musical, Bettina von Armin, los hermanos Friedrich y Wilhem Schlegel, Steffens, los Varnhagens y Schleiermacher. Mendelssohn no dejó de asistir a los ensayos de la Academia de Canto, en la que aprendió la técnica del arte de la instrumentación y el de la conducción de voces. A finales del verano de 1827 inició con sus amigos, el pintor Eduard Magnus y el jurista Louis Heydemann una excursión que los llevó a Herbich, una pequeña aldea perdida en los campos de Prusia. Desde allí escribe Mendelssohn a sus padres:

“Si tres de las familias más cumplidas de Berlín pudieran ver a tres de sus hijos más cumplidos vagabundear de noche por la carretera real, en compañía de cocheros, de campesinos y de aprendices, habrían de velarse la faz. ¡Tranquilícense ustedes! No por eso los hijos dejan de estar menos locamente alegres… Nos entretenemos alternativamente, con música, con patología y con Homero; cada uno pone así sobre el tapete su tema preferido, y termina la discusión con canciones estudiantes. Los pensamientos serios surgen al propio tiempo que las salidas sin juicio, y constituye su mezcla un inenarrable gozo. Es tarde; nuestra magra candela me niega sus servicios y la luna no la reemplaza… ¡Buenas noches!”

Catedral de Durham, uno de los
cuadros que pintó Félix durante
su viaje de estudios a Inglaterra.
En Heidelberg visita al célebre profesor Justus Thibaut, que cultivaba el estilo a cappella italiano. Eso le permitió a Félix constatar la oposición entre esta manera de componer y la de la música de Bach, tema que motivó vivas polémicas en esta época. De Baden, escribe a sus padres:
“Vivo aquí como vivió el llamado Tántalo. Un mundo de ideas atraviesa mi mente. Desearía poder tocarlas y el hotel posee un piano pasable. Me deslizó en el salón. Un francés, ¡ay! y su graciosa cónyuge, músico para desventura mía, han tomado posesión del salón y del instrumento. Invito a la joven señora a tocar… “¡Bravo, señora toca usted como un ángel!”

Cuando invitan a Félix a tocar el ambiente toma otro cariz. El salón se va llenando poco a poco de gente; la multitud aplaude a más no poder. Los huéspedes del hotel se disputan al jovencito alemán. Ante tanta virtuosidad, un acaudalado oyente lo invita a cenar a Estraburgo; otro, un parisiense, le propone un libreto de ópera cómica. Todo marcha sobre ruedas, pero se hace presente  el director con cara de gelatina que no cuaja:

“Declara que mi música perjudica su ruleta, que los jugadores la han abandonado y que esto es contrario a los términos del contrato. En pocas palabras, consigue que el piano sea transportado a otra parte”.

De regreso en Berlín, Mendelssohn ya ha dejado atrás, definitivamente, del fracaso de “Las bodas de Camacho”. Hay que recordar que la música que imperaba durante los años de formación de Félix Mendelssohn era la de Joseph Haydn y Mozart para la música orquestal; la de Mozart, Carl María Von Weber, Spontini y la de Christoph Gluck en el campo de la ópera; la de H. G. Graun y Frasch para la música de cámara y la de Haendel para el oratorio. Félix Mendelssohn, que había participado en febrero de 1828 en la preparación del concierto de la Singakademie con el oratorio “Judas Macabeo” de Haendel y que se había dedicado a la composición de una cantata que le había encargado Zelter para ser estrenada con motivo de la celebración del tricentenario de la muerte del pintor Albert Dürer, consagró los últimos meses del año al estudio profundo de “La Pasión según San Mateo”, de Bach. En ese tiempo, escribió Fanny:

“A cada nueva obra, Félix se torna más nítido y más profundo. Se halla actualmente en la plena posesión de todos sus medios. Sigue una dirección cada vez más segura, marcha rumbo a una meta que se ha fijado a sí mismo, que vea con la mayor nitidez y que no sabía yo definir precisamente con palabras; una idea de arte no puede ser fácilmente expresada por las palabras; de lo contrario, no habría más arte que el de la poesía”

“La pasión según San Mateo”, que se sabía de memoria, fue el objeto de la integridad de los estudios durante la estación 1828-1829. Se resolvió en breve que se ofrecería una ejecución pública, a beneficio de una obra de caridad. El cantor De Vrient, que interpretaría el papel de Jesús, participó de considerable manera en la empresa. De Vrient ha dejado en sus Recuerdos, un relato muy interesante a este respecto. Algunas cartas de Fanny Mendelssohn también refieren al mismo acto. La cosa no salió como se esperaba. Las dificultades provenían al principio de la obra, y luego, acaso sobre todo, de ciertas personas. El propio Zelter dio muestras, al principio, de poca confianza y celo. Spontini, temiendo por sus propias obras, hizo una oposición mayor aún. El público, finalmente, se mostraba desconfiado, si no hostil. La intención era la de realizar una audición completa de la obra, lo que no se había hecho desde la muerte de Bach en 1750. La oposición de Zelter devenía en el hecho de que creía que el público no estaba preparado para una interpretación íntegra de una obra tan austera para los gustos de la época, pero finalmente ayudó mucho a Félix, que pudo así celebrar en la Singakademie, el 11 de marzo de 1829, el retorno a la vida de esta obra maestra. Sostenido por De Vrient, no se dejó Félix abatir por nada ni por nadie. Acabaron por conseguir la neutralidad, luego el favor de Zelter. Spontini también se resignó. En lo que a Mendelssohn concierne, animaba, inflamaba a cada cual con su personal ardor. Luego de dirigir de memoria todos los ensayos acompañaba al piano, con la mano izquierda; con la diestra mantenía la batuta y marcaba el compás. Acaso nunca, en su carrera de director de orquesta sin rival, cumplió prodigios semejantes. Todo esto – como lo expresa Eduard De Vrient en sus Recuerdos – se sintetizan en forma precisa en dos palabras, “todo esto resultaba admirable y encantador”. Fanny escribió:

“El interés aumentaba en cada uno de los ensayos. La nobleza de la composición, el tema en sí mismo, suscitaban estallidos de júbilo y entusiasmo. La fama de la obra se extendía de individuo en individuo, a tal punto que todas las localidades fueron alquiladas el día mismo en que el concierto fue anunciado; millares de personas se vieron en la imposibilidad absoluta de asistir a la ejecución de la obra”.

Esta efemérides se repitió diez días después, 21 de mayo, aniversario del nacimiento de Johan Sebastian Bach. Debido al enorme éxito de los dos primeros eventos, hubo aún una tercera audición dirigida por Zelter, que sustituyó a Félix quien se encontraba en Inglaterra. Goethe escribió a Zelter desde Weimar, “Tengo la impresión de que he oído el fragor del mar”. Fueron, pues, Zelter y más tarde Mendelssohn los artífices de este renacimiento de Bach en su propia patria.


III. Los viajes de estudio
Vista de Londres y el Támesis en la
época de Mendelssohn.
En los primeros meses de 1829 Mendelssohn se hallaba ya en Inglaterra. Su padre había decidido concederle un tiempo para viajar para que pudiera familiarizarse con la música de distintos países, así como escoger el país en el que prefería vivir y actuar. No podría denominarse este viaje como los del joven “Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister” de su adorado Goethe, pues, a pesar de sus cortos veinte años, era ya un maestro, el músico que a los quince años compuso la “Sinfonía número 12” y a los diecisiete la magistral obertura de “El sueño de una noche de verano” op. 21 inspirada en la obra de Shakespeare; también contaba en su haber con la obertura de la “Calma del mar y del feliz viaje”, op. 27; inspirada en dos poemas de Goethe. No partía, el alegre viajero, como antaño y tantas veces lo hacía Mozart, por necesidad, para asegurar o para ganarse la vida sino para embellecerla tan solo y adornada con un supremo atuendo. Mendelssohn siempre agradeció esta decisión de su padre a quien adoraba: “Ha sido él mi maestro en el arte y en la vida”, diría Félix tiempo después. Inglaterra, antes que cualquier otro país, atrajo a Mendelssohn, y más que cualquier otro, a continuación, debería volver a llamarle y retenerle. Inglaterra, tan parca en dar hijos para la música, acogió siempre con calidez a los músicos alemanes. Esta patria infecunda supo valorar el genio musical alemán y se mostró una benévola anfitriona cuando los genios germanos arribaron a sus lares. Adoptó a Haendel, y éste le debió algo, no tan solo de su gloria, sino de su genio. Con dignidad incomparable acogió al pequeño Mozart, quien llegó a Dover el 22 de abril de 1765, y ya al día siguiente se encontraba con su padre en el White Bear de Picadilly. Mozart, con 8 años y cinco meses de edad, vislumbró a la corte de Jorge III y a la reina Carlota. Era difícil para muchos, creer que un niño poseyera tal virtuosismo. Un testimonio del magistrado y filósofo naturalista Daines Barrington, deja ver este escepticismo. Fue tanta su incredulidad, que puso a prueba las virtudes musicales del pequeño gran genio de Salzburgo. Su esmero llegó a tal punto, que pidió a Salzburgo la partida de bautismo de Wolfgang para comprobar la certeza de su edad. Dice el naturalista inglés:

“Le entregue [a Mozart] el manuscrito de una ópera cuya partitura se encontraba reducida a cinco partes, con acompañamiento para primer y segundo violín, dos partes vocales y un bajo. La segunda voz estaba escrita al estilo italiano. Tan pronto estuvo la partitura colocada sobre el atril, empezó a tocar sus notas magistralmente, acertando de lleno en el tempo y en el aspecto estilístico, y aunque su voz todavía tenía timbre infantil, su interpretación fue inmejorable; quiero decir también que su padre le acompañaba en la voz grave, y como quiera que éste desafinó en un par de ocasiones, el niño se volvió hacia el muy contrariado”
(En “Transacciones Filosóficas de la Real Sociedad” vol. XL, h. 1770)

No contento con esta prueba donde Amadeus salió victorioso, Barrington deseó oír su capacidad de improvisación, cosa que Leopold, el padre de Mozart, no estimó oportuno, aunque el pequeño genio mostró su buena predisposición a ello:

“Sabiendo que el tierno Mozart conocía y admiraba a Manzoli, el afamado cantante que se había desplazado a Inglaterra en 1764, le dije que me agradaría en gran manera escuchar una improvisación de una canción de amor al estilo del citado compositor. El muchachito miró hacia atrás con astucia y empezó a interpretar un recitativo propio para la introducción de una canción amorosa, tras la que toco un aire affettuoso… Su calidad sobrepasaba lo normal y su inventiva era extraordinaria. Viendo su buena disposición e inspiración, aún osé solicitarle un nuevo ejercicio, consistente aquella vez en la composición de una canción apasionada, regida incluso por un tono iracundo. No lo pensó dos veces, y mirando con ojos pícaros hacia atrás, comenzó de nuevo a tocar el instrumento y se puso en pie ante él, como si el clavicémbalo fuese un ser humano. Era imposible que su asombrosa facilidad residiese únicamente en el virtuosismo, pues tras su prodigioso arte de la interpretación afloraba un sólido conocimiento de las leyes de la composición, asimiladas por alguien que era todavía muy niño, pues la sesión fue capaz de interrumpirla un acto tan banal como la entrada de un gato por la ventana infantilmente, Mozart corrió hacia él, abandonando el clavicémbalo; más tarde se puso a recorrer la habitación con un palo entre las piernas imaginándose jinete sobre un hermoso corcel. Fue en junio de 1765 cuando fui testigo de cuanto he relatado, fecha en la que el niño contaba ocho años y cinco meses de edad.”
(obra citada).

Vista del centro urbano de Düsseldorf
hacia el año 1850. Mendelssohn vivió
entre 1833 y 1835 en esta ciudad.
Haydn, ya sexagenario, también estuvo en Londres y para Londres escribió sus sinfonías más bellas. Alrededor de 1792, el autor de la fiesta teatral, “Alcide y Galatea”, acudió a Londres para presentar sus famosas “Sinfonías de Londres” que le valieron el Honoris Causa por la Universidad de Oxford. También Beethoven fue honrado por los ingleses, quienes consolaron los postreros días del músico de Bonn. La Sociedad Filarmónica, de Londres, por ese entonces bajo la sabia dirección de Sir George Smart y de Ignaz Hoscheles, había, desde cierto tiempo antes, resueltó ofrecer un gran concierto a beneficio del maestro. Pero en primer término, enterándose de la dolencia que le aquejaba y de la miseria en que vivía, hizo entregar al sublime agonizante un cheque por cien libras esterlinas. Una carta de Beethoven, la última que haya escrito, una semana antes de su paso a la inmortalidad, agradecía el donativo a Moscheles:

Viena, 18 de marzo de 1827.
Los sentimientos que experimenté al leer su carta del 1 de marzo, son algo que no puedo describir con palabras. Esa generosidad de la Sociedad Filarmónica, que casi se ha anticipado a mi súplica, me ha conmovido hasta lo más profundo de mi alma. Le ruego a usted, pues querido Moscheles, sea el órgano mediante el cual hago llegar a la Sociedad Filarmónica, mi agradecimiento más profundo por su particular interés y por su ayuda.
Diga a esos dignos hombres que cuando Dios me haya restituido la salud, me esforzaré en realizar, mediante obras, mis sentimientos de agradecimiento y que para ello me remito a la elección de la Sociedad…, para escribir lo que la misma desee.
En mi escritorio tengo una sinfonía completamente esbozada, una nueva obertura y otras cositas más. En lo que atañe al concierto que la Sociedad Filarmónica ha decidido ofrecer en beneficio mío, ruego a la Sociedad… que no haga abandono de ese proyecto. En pocas palabras, me esforzaré en colmar todos los deseos de la Sociedad Filarmónica y nunca me habré puesto a laborar con tanto amor como en esta ocasión. Quiera el Cielo devolverme pronto la salud, y yo mostraré a los generosos ingleses hasta qué punto sé apreciar el interés que se toman en mi triste destino”
(“Correspondencia de Beethoven”, carta CXLVIII y póstuma)

La pobreza, la sordera y la quebrantada salud nos hacen comprender la desesperada situación que vivía el coloso de Bonn. Todo deseo de una pronta mejoría es ya inútil, ocho días después de escrita esta carta, Beethoven, el genio de las nueve sinfonías, fallecía a los 57 años. Esta primera visita de Mendelssohn a Inglaterra lo cautivó: Estoy confundido con la bondad de estos extranjeros y encantado de que sea debido a mi música que a las cartas de presentación. En la isla fue recibido por Ignaz Moscheles, lo que junto con la recomendación del científico Alexander Von Humboldt y la amistad con el embajador alemán, le facilitó la entrada en el mundo aris. Después de un concierto en el que él dirigió obras suyas y de Weber, la admiración de los ingleses fue total. Muchos pensamientos de Mendelssohn eran de gran afecto para Inglaterra. Fue ella quien le inspiró el “Sueño de una noche de verano”, y la obertura “Gruta de Fingal”, op. 26; fue Inglaterra la primera en escuchar la obra suprema del maestro que para ella habíala escrito: “El oratorio de Elías”, op. 70. También en el viaje que realizó a Escocia en compañía de Karl Klingemann, a fines de temporada, le inspiró la “Sinfonía Escocesa”; fue la visita que hizo a la capilla del palacio de María Estuardo lo que avivó sus musas en Escocia. También en Escocia realizó una excursión a las Hébridas, que le brindó el tema principal de la mítica obertura del mismo nombre, llamada también la cueva de Fingal”. Durante el mes de duración de su viaje, el tiempo no cesó de ser espantoso en momento alguno. Luego de haber pasado algunas semanas en el campo, en la casa de unos compañeros de viaje que lo habían invitado, regresó Félix a Londres. Tuvo que permanecer en la capital británica, durante dos largos meses, a consecuencia de un accidente acaecido cuando paseaba en coche; el resultado de este paseo fue catastrófico para Mendelssohn: una gravísima herida en la rodilla. Verse obligado a guardar cama y permanecer inmóvil fue terrible para él más aún, por no poder concurrir al enlace de su amada hermana, Fanny con el pintor Wilhelm Hensel. Karl Klingemann, a la sazón secretario de Embajada, le prodigó los cuidados que se le brinda a un hermano y se las ingeniaba para aportarle distracciones lo mismo hacían sus amigos ingleses que se turnaban para mimarlo. Su filosofía y su buen humor habitual, lo llevaron a colgar al pie de su techo su bonete y su abrigo de viaje, esperando que llegara el momento de su recuperación y descolgar las dos prendas y echar a andar; el mismo buen humor había demostrado cuando, llegado a Inglaterra, apareció el 30 de mayo en la Sociedad Filarmónica y la gente empezó a sonreír un poco al verle tan joven. El día de navidad de 1829, Félix se hallaba ya de regreso en Alemania.  Por la tarde, se celebró en casa de los Mendelssohn por las bodas de plata de sus padres, una especie de Vodevil o Liederspiel que llevaba por título alusivo “La vuelta a casa del extranjero”. Mendelssohn había escrito la música de esta obra sobre un libreto de Klingeman; en la representación intervino como violoncelista del pequeño conjunto instrumental acompañante su hermano Paul, que mostraba también grandes aptitudes musicales. La obra en cuestión, debido a su carácter íntimo, nunca más fue representada. La grandeza y humildad de Félix Mendelssohn se vio puesta a prueba cuando a principios de 1830 la Universidad de Berlín le ofreció una cátedra de música, que rechazó en beneficio de su amigo, el teórico musical A.B. Marx.
El deseo de Mendelssohn de viajar a Italia al estilo del efectuado por Goethe estaba en sus proyectos. Contagiado de sarampión por su joven hermano retrasó el proyecto. Antes de ir a Italia visitó, junto a su padre, a mediados de mayo, al teólogo Schubring en Dessau, la ciudad donde había vivido y nacido su abuelo Moisés en 1729. Había dirigido ahí su bisabuelo una miserable escuela. A pesar que Moisés Mendelssohn había sufrido de parte de malas personas la intolerancia, el desprecio, la injusticia y el odio, y hasta la pobreza y el hambre, había sacado fuerzas de inteligencia, valor y trabajo para no sucumbir a la adversidad. Nada pudo detener su vuelo. Preceptor o contable, el abuelo Moisés, aseguró mediante modestos empleos la libertad de un pensamiento o de un genio siempre en actividad y siempre en progreso. Helenista y filósofo, también intérprete de las creencias de su raza y doctor de su ley, Moisés Mendelssohn brindó del “Fedón”, del “Pentateuco”, de los “Salmos” y del “Cantar de los cantares” de Salomón, traducciones que hicieron mucho ruido. Después de Dessau, Félix se dirigió a Weimar, donde se intensificó la amistad entre la sabia ancianidad de Goethe y el impetuoso y joven músico. La alegría del autor del “Werther” al reencontrarse con el músico alemán era indescriptible. Ávido hasta el fin de saber y de sentir, no podía el gran Goethe saciarse de su ejecución y de sus pláticas. “Es realmente singular el que haya estado yo tanto tiempo sin escuchar música. Durante ese lapso, ustedes no cesaron de hacer progresar el arte y ya no estoy al tanto de las cosas. Veamos; explíquenme todo eso de cabo a rabo, porque ahora se trata de conversar razonablemente escribía Goethe en ese entonces. Inútilmente se preocupaba la nuera de Goethe, Otilia, por las frecuentes y prolongadas sesiones musicales que el suegro y Mendelssohn tenían. ¿Quién era esta Otilia? Sinteticemos. Goethe, a los setenta años, sueña con introducir en su casa una esposa, pues, en 1816 había quedado viudo tras la muerte de cristiana Vulpius, su compañera de tantos años. Hay un poema suyo, que los biógrafos relacionan con ese suceso, y en el que se llora la pérdida de una mujer:

“En vano intentas, ¡oh sol!,
brillar tras la nube densa.
Todo el premio de mi vida
consiste en llorar su pérdida.”   

Otilia Von Pogwisch, nuera de
Goethe, en quien creyó encontrar
una discípula.
Pero lo que Goethe ve llegar es una nuera. En 1817 contrae matrimonio Carlos Augusto Von Goethe. Ya era hora. Augusto tiene entonces veintiocho años; ha terminado sus estudios en la Universidad de Heidelberg, ha escrito unos versillos y ha luchado como voluntario contra Napoleón. Buen chasco se llevó en sus ilusiones ese mal psicólogo de Goethe, cuyos errores en la vida práctica tienen, sobre todo, mucho de patético. Había creído hallar en Otilia un alma afín a la suya, una hija, y a más una discípula dócil a su pedagogía, y se equivocó rotundamente, como en el caso de Cristiana. No tardo en evidenciarse la completa disparidad de sus temperamentos; el casamiento con Otilia fue un mal casamiento para el hijo y para el padre, pues, fue Goethe quien empujó al hijo al matrimonio y el que le buscó la novia. Otilia Von Pogwisch, descendiente de una familia pobre de nobles de la Alemania del Norte, es hija de una dama de la corte, divorciada. Es encantadora. Sus rasgos son finos, es ágil y pálida, esbelta, orgullosa y con dotes de inteligencia. Una sed inextinguible de amor y aventuras la tortura, pero, eso sí, teniendo como cuadro un hotelito acogedor, y por eso entra en el círculo íntimo de Goethe, habitando con él en la gran casa no tanto por el amor al joven o por el espíritu del anciano como por la gran fama de éste y por su gran casa, que darán a sus ambiciones relieve, medios y nombre; tal vez, al principio, solo a medias se daba cuenta de ello, pero a los pocos años empezó a obrar en consecuencia.
Goethe, cuyos últimos quince años obró Otilia como dueña de casa, poco ganaría al principio, cuando la joven no era más que su “hijita”, por el estilo de las que generalmente solía escogerse de una manera más natural y menos egoísta, pues la joven esposa, a veces encantadora, era a menudo caprichosa y tenía una constitución enfermiza. Bien pronto se evidenció que, so pretexto de romántica, era Otilia dominadora, manirrota, irritable y voluble. De ahí que cuando Goethe se sentía triste y solo, en la luz pálida invernal, y se hundía en sus decepciones, aparecía Félix Mendelssohn trepando la gran escalera de la casa del autor de “Fausto” y cambiaba el ánimo de aquel viejo titán que no se cansa de oírlo. “Habla él [Mendelssohn] tan nítidamente de su arte, diría Goethe, que consigo aprender de mi caro amigo muchas cosas… ¿Quién pues – añadía –, puede comprender en su plenitud un fenómeno, si no se da cuenta de sus orígenes y de sus antecedentes?” Mendelssohn escribe a su vez:

“Cada día, antes de las doce, debo ejecutarle al piano trozos de diversos grandes compositores, por orden cronológico, y explicarle cómo hicieron los mismos progresar el arte. Mientras tanto, se halla él sentado en un sombrío rincón, como un Júpiter tonante, y lanzan rayos sus ojos. No quería en modo alguno escuchar páginas de Beethoven. Pero le dije yo que no sabía cómo hacerlo comprender y empecé a tocar el primer trozo de la Sinfonía en do menor, que le hizo una impresión realmente extraña. Empezó por decirme: “Pero, eso solo suscita asombro y no conmueve en absoluto; es gracioso”. Murmura aún algunas palabras entre dientes; luego, al término de una muy delatada pausa, prosigue: “Es muy grande y verdaderamente aturdidor; casi podría decirse que la cosa está un tris de derrumbarse. ¿Qué sería eso, pues si se pusieran todos los hombres a ejecutarlo?”. En la mesa, en medio de una conversación volvió sobre el tema”.

Mucho se ha escrito sobre los encuentros y la relación entre Goethe y Beethoven, lo cual podría explicar los comentarios del autor de “Fausto”, mencionados en esta carta de Mendelssohn. Los modos cortesanos de Goethe irritaban a Beethoven, que escribió a sus amigos Breitkopf y Härtel: “Goethe se arregosta en los aires de la corte más de lo que a un poeta conviene”. Pero Beethoven, tan reacio y hosco a las cortes, no obstante su falta de maneras, no ha podido comportarse tan groseramente; por suerte hay otros muy dignos testigos del histórico encuentro de los dos grandes alemanes: “No he encontrado otro artista más reconcentrado, enérgico y cordial. Comprendo perfectamente que parezca singular al mundo”, escribía Goethe el 19 de julio de 1812, a raíz de su primera entrevista; estuvieron juntos casi todos los días y el 21 de julio, Goethe anotaba en su diario: “Ha tocado deliciosamente”; y tras una separación determinada por la repentina partida de Goethe, volvieron a encontrarse en Karlsbad. La desenvoltura de Beethoven molestaba, sin duda, a Goethe; pero no puede hablarse de un serio distanciamiento entre dos, tanto es así que en su conocida carta al músico Zelter del 2 de setiembre de 1812, Goethe escribía: “He conocido en Teplitz a Beethoven, su talento me ha causado asombro, mas, por desgracia, posee una personalidad indómita, a quien no le falta, sin duda, razón para considerar detestable el mundo, con lo cual no le hace para sí ni para los demás más rico en goces. Por el contrario, es de disculpar y compadecer, porque está perdiendo el oído, lo que afecta más el lado musical que el lado espiritual de su ser. Él, que es de naturaleza lacónica, lo será doblemente por su defecto”. Beethoven también tiene palabras para Goethe: “¡Cuánta paciencia ha tenido conmigo el gran hombre! ¡Cuánto bien me ha hecho!”. Recurriendo a otros testigos, se comprueba que Goethe, a pesar de la indiferencia que afectara una y otra vez, apreciaba la grandeza de Beethoven, aun cuando en pocas ocasiones entró en directo contacto con su obra. Y no sorprende que el octogenario autor de “Fausto” le pareciera lúgubre, según testimonia Mendelssohn, la Sinfonía en do menor, que ejecutara para él en su casa de Wimar. En lo que respecta a Beethoven, su encuentro personal con Goethe no disminuyó en nada la antigua devoción de que diera prueba dos años antes, al componer la música de “Egmont”. Beethoven siguió leyendo a Goethe con veneración, su ejemplar del “Diván de Oriente y Occidente” que se ha conservado, denuncia, con sus innumerables acotaciones marginales, la intensidad de la lectura. Goethe, qué duda cabe, era uno de los cuatro pilares de la formación de Beethoven, los otros eran Shakespeare, Homero y Platón. Emil Ludwig, en su “Goethe, historia de un hombre”, deja correr su imaginación y, con el ojo clínico del biógrafo bien informado, nos ofrece esta pintura plena de poesía:

“¿Por qué era Goethe tan viejo? Nunca habría mostrado la historia de las artes dos almas mejor hechas para entenderse y amarse que las de Goethe y Beethoven, si se hubiesen encontrado en el momento de ebullición de sus “demonismos”. Cuando pensaba en una partitura para Fausto en el estilo del Don Juan, el viejo Goethe pensaba en Beethoven, el pariente más próximo de Mozart; y en la época de la primera versión del Fausto, también hubiese querido el joven Goethe confiar al joven Beethoven, el más puro, el menos Mozart, la orquestación de sus visiones y sus ritmos. Beethoven se parecía como un hermano al Goethe de la época más germánica, la más colmada de luchas penosas; se apasionó por Egmont que, sin embargo, sólo daba de este período un eco menos sordo ya. Pero es el Beethoven cuadragenario, hirsuto, sumido en una obra densa, toda cargada de reflejos sombríos, el que encuentra Goethe a los sesenta y dos años, en plena gloria de su Pandora, en el umbral de su cenit y de su fase áurea.
Todo lo que, al cabo de una vida, había logrado arrancar el genio de Goethe a su demonio, volvió a peligrar cuando el rostro de Beethoven apareció ante las miradas del poeta, cuando su música resonó en sus oídos – ese rostro y esa música preñados de destino – y si este encuentro se hubiese producido en el pleno laberinto de la edad madura, Goethe le hubiese rechazado con amenazas, gritándole: “¡Vete, no turbes mis círculos!”. El caos a que se ha arrancado penosamente, el combate prometeico que ya sólo es una vieja historia, los ve reaparecer en Beethoven: su juventud, domeñada durante toda una vida, reaparece ante sus ojos. Pero como vencedor en pleno triunfo, en plena luz, en plena claridad, al encontrar ahora al otro gran demonio de la época, lo comprende.
Más joven, no se hubiera acercado él a su piano. Pero ahora se siente acorazado contra todas las tentaciones. Bajo el signo de Mozart, Goethe encuentra a Beethoven; de aquí su admiración y el abismo que los separa.
Cuando le anuncian la partitura de Egmont declara por anticipado que la hará ejecutar en Weimar con la obra, que espera poder oír al maestro mismo al piano y “agradecerle muy sinceramente todas las dichas” que le debe. Finalmente, cuando oye la música, habla del genio admirable de su autor. Un año más tarde se encuentran en Teplitz. Es el momento en que Goethe visita a diario a la emperatriz, en que vive en medio de los príncipe y las bellas damas, agitado como un mozo y un poeta, reflexivo como un psicólogo y un viejo; en este momento se encuentra frente con Beethoven, y le consagra, no obstante, tres o cuatro tardes y otras tantas veladas, va a visitarlo, lo pasea en coche y le oye interpretar largamente.
He aquí, pues, a Goethe, que acaba de separarse de la joven emperatriz, sentado en una pobre habitación de alquiler, pequeña y fría; a Goethe rejuvenecido, hermoso, radiante y rico, altivo y libre ya de pesares, príncipes de la vida, dueño de su demonio, solo ante un mal piano, junto a un hombre hirsuto, pálido, enfermo y medio sordo; solo con Beethoven, cuyos dedos fulguran como un relámpago sobre las teclas. Es una noche de verano, las llamas tiemblan sobre las bujías. Al marcharse, Goethe se siente conmovido. “Toca divinamente… Jamás he visto artista más dueño de sí mismo, más ferviente, más enérgico”. Nunca emplea Goethe, ni antes ni después, palabras semejantes refiriéndose a otro artista.
“Beethoven ha hecho maravillas”. Adora a este extraño rey sombrío mientras se halla como huésped en sus montañas rocosas; pero si el extraño monarca pone su obstinada planta en el propio y bien ordenado reino de Goethe, el rey indígena cuida de que no se estropee nada.”

Fausto, obra reconocida de
Goethe.
Finalmente el 3 de junio de 1830 Mendelssohn se despide del gran Goethe, sin sospechar que no volvería a verlo. Llevaba consigo, como un tesoro invalorable, una manuscrita de “Fausto” con una dedicatoria que pintaba de cuerpo entero la opinión que el gigante de Wimar tenía del autor del “Sueño de una noche de verano”:

“A mi querido y joven amigo Félix Mendelssohn Bartholdy, el poderoso y dulce maestro del piano. Recuerdo de los hermosos días de mayo de 1830”.

Félix marchó a Italia pasando por Munich y por Viena. Italia cautiva, lo seduce, y le arranca páginas que dejan entrever que aquellas manos no sólo sabían sacar magistrales notas al piano, sino que también dibujaban en el papel bellas descripciones de lo que veía con la brillantez del más enfervorecido poeta. No solo cae bajo su atención el paisaje itálico con sus viñas, sus llanuras y  sus árboles cargados de follaje; también la gente es captada en su más sencillo accionar cotidiano.

“Habíame yo imaginado siempre cualquier primera impresión producida por Italia, debía ser algo cautivante, que hiere y que jubila. No he experimentado nada por el estilo hasta este instante. He sentido, tan sólo, en el aire, un yo no sé qué de cálido, de dulce, de acariciador, y experimenté un bienestar, un contento inenarrable que aquí se expande por sobre todas las cosas. Una vez Ospedaletto a mis espaldas, se penetra en la llanura, se dejan tras de sí las azuladas montañas; los rayos de un sol esplendente y cálido, juegan a través del follaje de la viña y para la carretera entre jardines cuyos árboles frondosos se hallan ligados por pámpanos. Se tiene la impresión de que nos encontramos en nuestra propia casa, que conocemos todo eso desde hace largo tiempo y que sólo estamos haciendo una cosa retornando para tomar posesión de lo que es nuestro desde siempre…
“Precisamente, era un domingo; llegaban las gentes de todos lados, cubiertos de flores sus trajes meridionales de chillones colorines; llevaban las mujeres rosas en los cabellos, livianos cabriolés nos cruzaban a cada instante y los hombres se encaminaban a la iglesia jinetes de borricos fornidos.
“En cada relevo hallaba frente a la casa de postas grupos de ociosos que formaban los núcleos más graciosos con sus indolentes posturas.
“Otra vez vi a un hombre tomar tranquilamente en sus brazos a su mujer, que se hallaba parada a su vera, y haciéndola girar sobre sí misma, marcharse de esta suerte con ella. No era nada, pero resultaba encantador.
“De tarde en tarde advertíamos en la carretera villas de estilo veneciano, que paulatinamente se iban aglomerando más y más; en fin, pasamos entre casas, jardines y árboles, como si se tratara de un parque público. La región ostenta un aire tal de fiesta, las hojas de la viña y sus racimos negros forman entre los árboles guirnaldas tan bonitas, que se imagina uno ser casi un príncipe que hace una solemne entrada en sus Estados. Todas más hermosas y algunos cipreses, acá y acullá, perjudican el paisaje.”
(en “Cartas inéditas”)


Mendelssohn llegó a Venecia el 9 de octubre. Su entusiasmo por lo que ve y vive lo lleva a escribir: “Heme aquí, en Italia; lo que ha sido para mí, desde que tengo uso de razón, el sueño más bello de mi vida, se ha realizado al fin y yo disfruto de esta hora”. Se siente seducido por la pintura italiana, la “Asunción” y el “Martirio de San Pedro” de Tiziano lo conmueven; el “Descenso a la tumba” de Tintoretto golpea a su corazón. Entre la contemplación de esos cuadros, llega a la iglesia de los franciscanos donde “alguien empezó a teclear en el órgano y las santas figuras de Tiziano fueron condenadas a escuchar un final deplorable de ópera. Después de todo; ¿qué importa? Allí donde se encuentran pinturas semejantes, ya no tengo necesidad de un organista, yo mismo ejecuto al órgano en pensamiento”. A través de la florida Toscana, continúa Mendelssohn su camino hacia Roma. No se equivocó en su decisión de ir a Italia y eso aumenta su júbilo y la dulzura de vivir, de vivir esa dulcedumbre italiana que se le insinúa divinamente. Algo en su espíritu alemán, tan laborioso, ordenado y diligente, se revela sutilmente ante esos pueblos donde la ausencia de corrección, la despreocupación y la pereza imperan por doquier. No obstante, tenía horas, días, semanas, meses de abandono y placer sin reservas. Roma le brindó tal bienestar que pareciole estar en su propia casa:

“Me parece que no soy ya el mismo hombre desde que estoy aquí. Antes, tenía que bregar contra mi impaciencia, contra mi prisa en seguir avanzando y en seguir prosiguiendo cada vez más rápidamente mi viaje. He acabado por creer que eso era una costumbre en mí; pero, ahora, veo bien que ello se debía, tan sólo, a mi vivo deseo de alcanzar este punto capital. Lo he alcanzado ya y me siento en una disposición de ánimo tan apacible, tan alegre y tan grava al propio tiempo, que no puedo darle al respecto la mínima idea. ¿Qué es lo que en mí suscita esta impresión? No podría, tampoco, expresarlo con justeza; el formidable Coliseo y el alegre Vaticano, este tibio aire de primavera y las gentes simpáticas, mi alcoba comodísima, todo, en fin, contribuye a ello.
Imagínese usted, en el número cinco de la Plaza de España, una casita con dos ventanas, que disfruta del sol durante el día entero, y transpórtese usted con la imaginación al departamento del primer piso. Ve usted en uno de los aposentos, un buen piano de Viena, encima de la mesa algunos retratos de Palestrina, de Allegri, con sus partituras y un salterio en latín; es allí donde actualmente resido…  
“Por la mañana, me asomo a mi ventana, desde donde veo, más allá de la plaza, todos los objetos alumbrados por el sol, destacarse nítidamente sobre un bello cielo azul … Muy temprano, regresando a mi habitación, cuando advierto mi desayuno dorado por los rayos de un sol resplandeciente (ya está usted viendo que me mimo y derivo hacia el poeta) experimento una sensación de inaudito bienestar; porque muy pronto habremos de vernos  en las postrimerías del otoño y en nuestra tierra, ¿quién puede pretender tener aún, en esta estación, calor, un cielo sereno, uvas y flores? Luego del desayuno, me dedico al trabajo, juego, canto y compongo hasta la hora del mediodía.
(en “Cartas inéditas”)

Acuarela que representa el Gewandhaus
de Leipzig. Debajo de ella, partitura de
la introducción de Alí Baba con dedicatoria
y firma de Mendelssohn en 1836.
La naturaleza con sus trinos y mariposas coloridas, con sus riachuelos calmos, con sus aromáticos viñedos, despiertan en el joven Mendelssohn las ansias de componer. “Tengo bastante música en el cuerpo – escribe –, para desear vivamente volver a encontrar una orquesta y un coro completos. Allá, al menos, se oye lo que denominamos sonido, y aquí no hay nada por el estilo. El sonido se ha convertido, por decirlo así, en asunto personal y cuando ha estado uno durante tanto tiempo fuera de su elemento, se siente bien privado del mismo”. ¿Cómo permanecer insensible al aire tibio que acaricia el rostro, al cielo añil y al murmullo de las fuentes, a los colores, a las ruinas, a los perfumes, en fin, a todo ese paisaje que la naturaleza enfrenta a sus sentidos? Así, debido a una especie de transposición de la sensibilidad, todo lo que ve, toca, escucha, gusta o huele se convierte en música.

“Últimamente he estado con V… en el Ponte-Nomentano. Se trata de un puente abandonado y en ruinas; se halla situado en la verde Campagna de lejanos horizontes… Es allí donde debemos buscar la música; es allí donde se la oye resonar por doquiera, y no en las salas de espectáculos tan vacías como insípidas. Corrimos marchando hacia todas partes por la Campagna, saltando los setos, vagando a la ventura; luego, al ocultarse el sol, regresamos a nuestra vivienda. Después de una excursión semejante, uno se siente tan fatigado, tan contento de sí mismo como si se hubiera trabajado a destajo; y, a decir verdad, no se ha perdido el tiempo cuando se ha sentado a fondo ese placer de los campos.”

Roma, Nápoles, Venecia, todas las ciudades que visitan lo cautivan. Allí comienza a edificar su Sinfonía Italiana: “Marcha esta composición a grandes pasos – escribe desde Roma el 22 de febrero de 1831. Será el trozo más alegre que haya yo hecho, especialmente al final. Nada he resuelto aún con respecto al adagio. Creo que para escribirlo esperaré encontrarme en Nápoles”. Roma es la ciudad italiana que más lo cautiva por su aspecto y su color, por lo pintoresco de sus alrededores y por la belleza del horizonte de sus colinas. Su canto más amable aflorará ante la Trinidad de los Montes, con su convento y las monjas que lo habitan. El tránsito calmo de la gente que pasa entre árboles frondosos y flores de capuchinas y catleyas, entre la inflorescencia del áloe y las ramas y flores de ericácea despiertan también su sed de escribir, de plasmar en el papel sus asombros y sus emociones:

“Fui a pasearme, hasta la noche, por el Monte Pincio. Es una cosa increíble el efecto que causa en nosotros ese aire tibio y ese cielo sereno… Todo el mundo va, viene, se pasea, y aprovecha de esa primavera de diciembre. Nos encontramos a cada instante con personas de nuestra relación, echamos a andar negligentemente con ellas por breves instantes, luego las abandonamos, nos quedamos solos y soñamos a nuestra guisa… Hormiguean las calles de rostros deliciosos… No bien cambia el sol, paisaje y color, todo se transforma. Cuando suena el Ave María, nos encaminamos a la iglesia de la Trinita dei Monti, donde cantan las religiosas francesas, y eso es algo verdaderamente encantador.
“Me estoy transformando, Dios me perdone, en un ser absolutamente tolerante, y oigo con edificación una música mala. Pero, ¿qué otra cosa hacer? la composición es ridícula, la ejecución de los órganos más ridícula aún. Pero es la hora del crepúsculo; esa tan pequeña iglesia, abigarrada de vivísimos colores, se colma no bien sus puertas se abren, de una masa de fieles arrodillados alumbrados por los rayos del sol poniente; las dos religiosas que cantan poseen las voces más dulces, más penetrantes del mundo, y cuando una de ellas hace, con una entonación acariciadora los responsos que estamos habituados a oír a los sacerdotes de ruda voz, de acento severo y monótono, nos sentimos, puedo asegurárselo, singularmente conmovidos. A este respecto, se me ha ocurrido una idea muy singular. He observado a fondo las voces de esas religiosas y compongo algo para ellas (una plegaria a la Virgen, con texto latino) con la cual deseo rendirles un homenaje. Tengo a mi disposición varios medios para que llegue mi obra a sus manos.
“Me consta que ellas la cantarán, y será algo por demás picante oír ejecutar mi música por personas a quienes nunca he visto, las cuales, por su lado, la cantarán en presencia del bárbaro tudesco, a quien tampoco conocen. Me estoy regocijando de antemano. ¿No le parece a usted original la idea?”.
(en “Cartas Inéditas”)

En Milán, Mendelssohn tuvo dos gloriosos encuentros: conoció a la hija del barón Von Ertmann, la alumna y amiga de Beethoven, a quien el genio de Bonn dedicó su sonata en la mayor y a Karl Mozart, el hijo del gran Amadeus, un modesto funcionario, muy orgulloso y hasta un poco celoso de la gloria paterna. Sobre la señorita Ertmann, Mendelssohn escribe:

“Algunas veces, cuando arrastrada por el ardor de su ejecución y hallando que las notas de su instrumento no traducían suficientemente el pensamiento del maestro, se acompañaba ella con la voz, con esa voz en la cual pasaba su alma íntegra; me recordaba a mi querida Fanny, aunque Fanny cante mucho mejor que ella. Cuando llegaba yo al final del adagio, del trío en si bemol, ella exclamó: “Existe en ese trozo tanta expresión, que ya no es posible seguir tocándolo”. Y efectivamente, es cierto en lo que a ese pasaje concierne… Durante los descansos, cuenta el general sobre Beethoven las anécdotas más bonitas, la siguiente entre otras: Una noche en que la señora de Ertmann se dedicaba a la música, Beethoven, que la escuchaba muy atentamente, utilizó las despabiladeras como mondadientes. La señora de Ertmann me dijo, asimismo, que cuando perdió a su último hijo, Beethoven, durante un lapso bastante dilatado, no quiso volver a poner los pies en su casa. Finalmente, el maestro le rogó que fuese a su vivienda, y cuando llegó la dama a la misma le halló sentado al piano. Se limitó Beethoven a decirle: “Las notas hablarán por mí”. Tocó sin tregua durante una hora. “Su música – añadió la señora Ertmann –, consiguió, en efecto, decírmelo todo y acabó por consolarme”.
(en “Cartas Inéditas”)


Piano de Mendelssohn.
Una noche en que, en la casa de los Ertmann, se había tocado mucha música de Beethoven, la baronesa tuvo que rogar en voz muy queda a Mendelssohn que ejecutara la obertura de Don Juan. Karl Mozart dio evidentes pruebas de su júbilo final y solicitó, además, la obertura de “La Flauta Mágica”. Era músico, también él, y fue a Mozart hijo a quien Mendelssohn hizo oír, por primera vez, su Noche de Walpurgis, balada, op. 60. Mendelssohn disfruta plenamente de cada etapa de su viaje. Tiene 22 años y su amigo, el cantor De Vrient, le reprocha cariñosamente por carta, que no sea célebre aún. Mendelssohn es bien asertivo en su respuesta: manifiesta que si Dios hubiera querido que fuese célebre a los veintidós años, es probable que lo sería ya. Agrega que él no escribe ni compone para tornarse célebre, así como tampoco lo hace para obtener un puesto de maestro de capilla. “Si tanto una cosa como la otra quisieran ocurrirme, serían acogidas de buen grado; pero no me vea precisamente reducido a tener hambre, es mi deber escribir lo que siento, remitiéndome, en lo que concierne al efecto que tal cosa podría producir, a Aquel que vela por muchas otras y mayores cosas. Mi única e incesante preocupación es expresar con sinceridad, en mis composiciones, los sentimientos de mi corazón, y cuando he escrito un trozo abandonándome a la inspiración, creo haber cumplido con mi deber”. Después de una breve pero intensa visita a Florencia, Mendelssohn se instaló durante varios meses en Roma, exactamente en la bellísima plaza de España, donde estudió apasionadamente a Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594), cuyos “Improperios” lo fascinaron. Esta célebre composición del italiano sobre el texto latino de las “Antífonas” y “Responsorios” fue compuesta para la Capilla Julia de Roma, de la cual era maestro Palestrina y en la cual ejecutó por primera vez estos “Improperios” el Viernes Santo de 1573. El texto es de inspiración bíblica y expresa los improperios del Señor a los judíos: “Oh pueblo mío, ¿qué has hecho? ¿En qué te he contristado? Respóndeme. Porque te saqué fuera de la tierra de Egipto, preparaste la cruz a tu Salvador”. Mendelssohn se sintió seducido desde un primer instante por la dulzura de la polifonía palestriniana. Sobre los “Improperios” escribe en una de sus cartas:

“Se trata de una hermosa y severa composición de Palestrina, y cuando luego de los tumultuosos gritos de los Salmos, se escucha este trozo, compuesto sin bajos, únicamente con altos – contra – solos y con tenores; cuando el oído es acariciado por esos crescendo y esos decrescendo de una delicadeza tan exquisita, que el sonido se degrada imperceptiblemente hasta tornarse inaudible, y lentamente pasa de un tono y de un acorde a otro, esto suscita un encantador efecto”.  

En esta larga estadía en Italia, Mendelssohn no deja de mostrarse sumamente activo. Trabajaba siempre, sin cesar de retomar y de retocar, de acuerdo con su método, sus queridas “Hébridas” (La gruta de Fingal). “En fin – escribe Mendelssohn el 20 de diciembre de 1830 –, están terminadas y se han convertido en una cosa bastante original”. Esta obertura de Mendelssohn, comenzada en 1829 se le ocurrió al músico alemán, como hemos indicado antes en agosto de 1829, durante una visita a la célebre y maravillosa cueva basáltica de la isla de Staffa, una de las islas escocesas de las Hébridas, llamada Gruta de Fingal. Y conjuntamente a la idea genérica de la obertura se presentó también a la fantasía del compositor su tema fundamental y más conocido: Allegro moderato. Con que cuidado trabajó Mendelssohn en esta obertura – que en su origen se titulaba “Las Hébridas”, y con cuyo nombre aún se le designa muchas veces – nos lo dice este fragmento de una carta dirigida desde París a su hermana Fanny: “No puedo ejecutar las Hébridas porque, como ya te escribí, aún no las encuentro suficientemente enfocadas. El pasaje central en re mayor es muy estúpido. Toda la modulación sabe más a contrapunto que a aceite de pescado, a gaviotas y a bacalao, mientras debería ser todo lo contrario”. Pero esta carta nos dice también la constante referencia, en la fantasía del compositor, entre la música que venía elaborando y la visión marina que había sido su primitivo punto de partida: carácter típico, éste, del romanticismo musical que nos revela, hasta qué punto fue Mendelssohn hombre de su tiempo, aunque, por muchos aspectos de su arte, este intensamente vinculado al pasado, principalmente, a la música de Bach. Ya desde su infancia, había ansiado ser el obrero, o el ángel que reviviera, al cabo de un siglo de muerto Juan Sebastián Bach, la “Pasión según San Matías”. Corría por ese entonces la época en que reunía Zelter en  su domicilio, todos los viernes, a sus mejores alumnos de la Singakademil, Félix y su hermana Fanny figuraban entre los mismos. Allí se cantaba mucho a Bach. Se aprendía allí a respetar, a amar también al antiguo maestro, alemán entre todos, que antaño acudiera a presentarse ante los suyos y a quien los suyos, al cabo de transcurrida una centuria, se negaban o desdeñaban reconocer aún. Como se ve, la influencia de Bach estaba en las raíces de los inicios musicales de Félix. Aun sin buscar elementos descriptivos, o se puede pasar por alto en “La gruta de Fingal”, la referencia, subrayada por el mismo autor, a la percepción auditiva, olfativa y visual de un espectáculo marino. El tema antes citado inicia la obertura con una gracia melancólica, con la timidez apacible de una ola que se comba tranquila; ora un poco ofuscado en el tema menor, ora más luminoso en el tono mayor. El crítico musical Alberto Mantelli, escribe unas líneas ilustrativas sobre la Gruta…:

“Y sobre este tema que se transforma hasta no conservar, en un cierto momento, más que su pura pulsación rítmica, está construida gran parte de la obra. Más adelante aparece otro tema que emerge de las zonas más oscuras de la orquesta, interpretado por los violoncelos y por el fagot. La obertura se desarrolla, pues, en una radiante luminosidad de timbres y tonalidades coloridas, en un crecer de sonidos que culminan en su parte central en una alborotada expresión de sonoridad. Acabado el gran torbellino de sonido, se reanuda el primer tema “pianissimo”, mientras en la orquesta resuenan distanciados los últimos agudos. Pero otro “Crescendo” se abre paso en la orquesta, esta vez más áspero en un denso tejido de voces que se llaman y se responden. Así, mudablemente coloreada, siempre tensa en un brotar incesante de ideas, esta obertura se desarrolla a lo largo de su admirable curva constructiva para cerrarse con el conocido tema inicial. Viene a cuento, a propósito de “La gruta de Fingal”, recordar que Wagner, que fue, por otra parte, duro y obstinadamente opuesto a Mendelssohn, la consideraba “una de las más bellas obras musicales existentes”.
(“El mundo poético de Mendelssohn”, en La reseña musical, XVIII, 1945)

Acuarela pintada por Mendelssohn durante
el viaje que realizó a través de Suiza e
Italia en 1830.
Otro hecho importante de la estadía de Roma de Mendelssohn fue su encuentro con el músico francés Lous Hector Berlioz, que quedó sorprendido tanto por el talento de Mendelssohn como intérprete como por sus dotes musicales, a las que calificó como las más altas de la época. Por el contrario, Mendelssohn parece que no apreció las obras del compositor francés aunque más tarde, cuando fue director del Gewandhaus de Leipzig, lo invitó a dirigir su Sinfonía fantástica. Berlioz había llegado a Roma donde fue cordialmente recibido en la Academia de Francia por su director, Horace Vernet, y sus compañeros estudiantes. Se hizo en ese entonces muy amigo de los Vernet, admirando a Madame por su simpatía y buen sentido y a su hija Louise por sus cumplidos musicales. Importunaba a esta joven dama haciéndola tocar repetidas veces sus números favoritos para piano. Inmediatamente después de su llegada fue llevado por sus colegas a un sitio donde consumían café muy malo, fumaban peores cigarrillos y generalmente se divertían a la moda tradicional de los estudiantes. Berlioz se había presentado cuatro veces al concurso para obtener el Premio de Roma, solo en esta última vez lo logró. El premio le fue otorgado por unanimidad. Como hubo dos premios que distribuir, el segundo le correspondió a Alexandre Montfort, compositor de óperas cómicas casi olvidado. Fue Montfort quien presento a Berlioz a Mendelssohn poco después de su arribo. Mendelssohn, con solo veintidós años encima, gozaba ya de una fama y de mucha experiencia. De inmediato el alemán obtuvo toda la admiración de francés, quien consecuentemente cantaba sus alabanzas y abrigaba un genuino afecto por él. Mendelssohn deleitaba a Berlioz con sus ejecuciones de piano, pero no conseguía hacer lo propio cuando lo llevaba a visitar las ruinas. Hubo en Mendelssohn siempre algo que justificó en parte la descripción dada por Samuel Butler en “El camino de la carne” (The way of all Flesh), en donde sus dos horas de contemplación ante los cuados de la galería de los Oficios en Florencia es tema de conjeturas socarronas: “Me maravilló de cómo a menudo miraba [Berlioz] su reloj para ver si ya habían pasado las dos horas. Me maravilló de cómo a menudo se decía ser enteramente como un arma de fuego, si la constancia era conocida, como alguno de los hombres cuyas obras vio delante de él”, y etc. Fue Mendelssohn quien, años más tarde, cumplimentó a Berlioz por una “entrada doble de bajo”, en el acompañamiento de la canción Absence para la época en que el Requiem (o parte de él), las sinfonías y las oberturas estaban recorriendo triunfalmente Alemania; fue Mendelssohn quien, a propósito de Tannhäuser, informó a Wagner que una respuesta canónica del segundo acto le había agradado. “Berlioz –escribió en 1831– con muchas excusas, es ciertoes un capricho normal, sin vestigios de talento”. Berlioz asegura que es a Mendelssohn a quien él debe el único “momento agradable” de su primera estada en Roma. Esta fue de corta duración. Ni aun la compañía del músico alemán pudo hacerle olvidar su ansiedad al no recibir noticias de su prometida.
Después de un viaje a Nápoles y a Pompeya junto con sus amigos y compatriotas los pintores Bendemann, Hildebrandt y Sohn, volvió a cruzar Mendelssohn el país por Florencia, Génova y Milán en dirección a Suiza, donde, a pesar de encontrar unas espantosas condiciones climatológicas, vivió en estrecho contacto con la naturaleza, impresiones que plasmó en una de las siete maravillosas cartas dirigidas a los suyos. He aquí algunos fragmentos interesantes sacados de esas cartas:

“En los Alpes todo es mucho más inculto, más áspero, más grosero incluso, si usted quiere, que en Italia; pero yo me encuentro mejor aquí y me siento más dispuesto de cuerpo y de espíritu”.

En otra misiva:
“¿Qué puede la seca Italia contra esta frescura, contra esta vida salubre?”.

Una tarde… Cierto es que, después de todo, era un día de marcha con una chica muy bonita:

“Debo finalizar la jornada de la fecha por un elogio del cantón de Vaud. De todos los países que conozco, es el más hermoso y aquel en que desearía vivir, si llegase a una muy lengua edad”.

Finalmente, en las cimas de Oberland, exclama:

“Imagínense ustedes todos los ventisqueros, todos los campos nevados, todos los picos refulgentes a los rayos del sol… Esto, así me lo imagino, debe asemejarse a los pensamientos de Dios”.

En otra carta se pregunta:

“¿Cómo es posible que Suiza no haya inspirado a Goethe más que algunas flojas poesías y cartas más flojas aún? Esto es  para mí una cosa tan incomprensible como muchas otras en este mundo”.

Ignaz Moscheles, amigo de
Mendelssohn.
Pero al mismo Mendelssohn, aparte de sus cartas, que nunca son flojas, y algunos trozos menudos, tales como la Romanza sin palabras en mi (Libro I, número 1), Suiza no le ha inspirado gran cosa. En todo caso, ninguna Sinfonía Helvética, ni siquiera Suiza, siguió a la Sinfonía Italiana. Las “Romanzas sin palabras”, piezas para piano, recogidas en ocho fascículos publicados entre 1834 y 1868, los dos últimos de ellos póstumos, son casi un mundo aparte en comparación con el resto de su obra; y aunque estas páginas están dominadas por una clásica serenidad de espíritu y de estilo, atestiguan más que otra cualquier obra suya los firmes y profundos vínculos que los unen al movimiento musical romántico. “¿Quién no se ha sentado alguna vez al piano y, sin darse cuenta de lo que hace, en plena improvisación, ha cantado una suave melodía? Si entonces se enlaza con las manos el acompañamiento a la melodía, y sobre todo, si el que lo hace es un Mendelssohn, he aquí las más bellas “romanzas sin palabras” del mundo”. Así escribe Robert Schumann de estas composiciones unidas a aquel vasto y melodioso conjunto de música que forman los cancioneros musicales del romanticismo alemán, y que se pueden, por algunos aspectos, entender cómo una transposición al piano del lied, por su concisión y estructura melódica. Alberto Mantelli, crítico musical especialista en la obra de Mendelssohn, dice:

“En estos ocho fascículos de “Romanzas sin palabras” se hallan algunas de las páginas más bellas y más íntimamente inspiradas de Mendelssohn. Con todo, la finura algo fría de algunas de ellas ha dado un vislumbre de pálido sentimentalismo a estas piezas. Pero la culpa de esto no es tanto de su música cuanto de una errónea tradición interpretativa de aficionados, porque Mendelssohn tiende, en sus momentos de debilidad creadora, a concepciones estrictamente formales, mas que a falsificación del sentimiento, sin que por otra parte se pueda hablar de complacencias profesorales por formas abstractas y de tradición académica, como ocurriría más tarde a fines del siglo XIX. La tradición formal del siglo XVIII estaba demasiado cercana a Mendelssohn y conservaba todavía su porción de vitalidad suficiente para justificar una cierta sumisión a ella, no del todo razonada: es todavía un ideal vivo de formas armoniosas, de alegría serena por una pura belleza del sonido. Aquí tenemos una voz siempre franca que nos viene del siglo XIX, llena de ecos con su plácida serenidad, con su casta y juvenil pureza. Son el melancólico y lunar “Gondolero veneciano”; el impetuoso “Canto de la devanadera”; la “Canción de primavera” toda vibrante de arpegios como de mil hojitas verdes, de mil lucientes piedras preciosas; la “Marcha fúnebre”, de viril tristeza, que, compuesta en 1843, había de acompañar más tarde – instrumentos por Moscheles – los funerales de Mendelssohn en 1847”.
(“El mundo poético de Mendelssohn”, en La reseña musical, XVIII, 1945) 

Después de abandonar Suiza Mendelssohn decide ir a Francia, pero antes hace una estancia breve en Munich donde vuelve a encontrarse con dos jovencitas cuyo talento y cuya gracia le habían encantado una primera vez. Ambas muchachas se convirtieron en sus alumnas y en sus amigas. Es con ellas, para ellas, que  de mejor grado ejecutaba música.

“Mi alumna – escribe, refiriéndose a Josefina Lang – es una de las criaturas más adorables que he conocido jamás. Imagínese usted una joven pequeña, frágil y pálida, con unos rasgos plenos de nobleza sin ser hermosos, con una fisonomía tan interesante y tan extraña, que la mirada no puede apartarse de ella sin pena, y un yo no sé qué de eminentemente original en todos sus movimientos y en todas sus palabras. Posee el don de componer cantos y el de cantarlos de una manera que no se asemeja a nada de lo que hasta hoy he oído. Cuando se sienta al piano y empieza uno de sus lieder, adoptan las notas un sonido diferente… ¡Si pudiese usted oír esa voz! Revela la misma, en su ingenua candidez, tanta inocencia, un sentimiento tan profundo y al mismo tiempo una calma tan perfecta, que eso habría de subyugarle”.
(en “Cartas inéditas”)

La otra jovencita se llamaba Delfina de Schauroth. Pertenecía a una familia noble y era una pianista consumada. Tuvo entonces el honor de verse dedicar por Mendelssohn una de sus obras maestras tipo, el delicioso Concierto para piano en sol menor, op. 25. Este concierto lo ejecutó Félix por vez primera, en Munich, el 17 de octubre de 1831. En el mes de diciembre de este mismo año, en París, en el salón de Erard, Listz hizo sentir a Mendelssohn el placer y la sorpresa de descifrarle el manuscrito. Finalmente, cuarenta años más tarde, veintitrés después de la muerte de Félix, el 4 de febrero de 1870, en la sala del Gewandhaus de Leipzig, Delfina de Schauroth ejecutaba la obra por vez postrera; gran emoción debe haberle embargado. Mendelssohn permaneció dos meses en Munich, respirando allí un aire de fiesta y triunfo, brindando numerosos conciertos, públicos o privados, en el seno de la sociedad o en su casa. Los invitados a su domicilio (una vieja casa de comercio, en la planta baja que le servía de alcoba) eran cuantiosos. En sus Recuerdos, dice el músico:

“Había muy poco espacio, de modo que quisimos, al principio poner a alguna gente en la cama. Pero muy numerosos oyentes se apretujaban en mi dormitorio, como verdaderos borregos. En pocas palabras, fue la sesión de una animación increíble y triunfó maravillosamente…
Había una muchedumbre en el vestíbulo y casi en la calle. Imagínese usted a todo ese mundo amontonado a la buena de Dios en esa estrecha habitación, un calor sofocante, de infierno, un ruido ídem, y juzgue que hermoso espectáculo debía ser. Pero cuando empezamos a comer y a beber, tartinas y vinos varios, aquello se convirtió en algo aturdidor se bebió por todas las fraternidades posibles; se brindó por todas las salud imaginables. Los personajes notables, con sus graves semblantes, se regodeaban a más y mejor en los sillones en medio de esa turba y formaban un cuadro. En fin, que no nos separamos hasta la una y media de la mañana”.

Casa museo Mendelssohn, en Leipzig
en una de las habitaciones se
aprecian las acuarelas
pintadas por el compositor.
Por el tono y por los detalles, parece que nos encontráramos ante las anotaciones de un escolar que ha tomado al detalle sus palomilladas y no, ante un joven músico que goza ya de cierta consagración. Este espíritu infantil que aflora a veces en el comportamiento del joven Mendelssohn no es nuevo. Ya en París, donde Mendelssohn permanecerá cinco meses, el músico no deja que los éxitos, ni las preocupaciones, ni siquiera los sufrimientos, conviertan su alma encantadora en otra orgullosa o pesarosa. Su amigo Fernando Hiller, con quien estuvo Mendelssohn en París, ha referido una anécdota que demuestra las alegres locuras de que era capaz Mendelssohn en esa época.

“Una noche, en momentos en que atravesábamos el desierto bulevar, rumbo a nuestra morada, a una hora harto avanzada, Félix, interrumpiendo bruscamente la conversación bastante seria que manteníamos mientras marchábamos, exclamó: “¡Tenemos que hacer en París algunos de nuestros saltos de antaño! ¡Andando! ¡Saltemos! ¡Atención! ¡Una! ¡Dos! ¡Tres!” No presumo que mis saltos hayan sido muy brillantes, porque me sentía pasmado ante lo improvisto de la proposición, pero nunca habré de olvidar ese momento”.
(en “Félix Mendelssohn Bartholdy. Cartas y Recuerdos”, Ferdinando Hiller) 

Fue Mendelssohn también un apreciable acuarelista. Han quedado por ahí, opacadas por la fama y gloria musical de su autor, algunas acuarelas pintadas durante el viaje que realizó a través de Suiza e Italia en el año 1830. No es desconocido el interés que despertó en él las obras de la antigüedad y el Renacimiento, sintiéndose particularmente atraído por las pinturas de Tiziano Vecellio, el más grande pintor de la escuela veneciana. En París, Mendelssohn aprovechó para reanudar sus relaciones con Baillot y Luigi Cherubini, gran pedagogo de una valiosa obra vocal y autor de un rico elenco de obras de cámara en las que su firmeza técnica le valió ser comparado unas veces con Beethoven y otras con Mozart. Pero quizá lo más significativo fue su encuentro con el músico polaco Federico Chopin, quien había llegado a un París afiebrado en el otoño de 1831. Chopin relató con desagrado una manifestación que presenció: “No te puedo decir, escribe a su amigo Tito Woyciechowski, la desagradable impresión que me han causado las voces terribles de esos perturbadores y de esa chusma descontenta”. Lo notable e irónico del caso es que la manifestación se había realizado en honor de Polonia. El dramaturgo Ernest Legouvé, describe a Chopin en su “Autobiografía”; éste le había sido presentado por su íntimo amigo Hector Berlioz:

“Subimos al segundo piso de un pequeño hotel, y me hallo frente a frente con un joven pálido, triste, elegante, con un leve acento extranjero, ojos pardos, de infinita dulzura, cabellos castaños, casi tan largos como los de Berlioz y cayendo también sobre su frente… Era Chopin, llegado hacía unos días a París. Existía entre su persona, su estilo y sus obras un acuerdo tal que ya no se puede separarlos; parecen los diversos rasgos de un mismo rostro. El sonido tan particular que obtenía del piano se parecía a la mirada que partía de sus ojos; la delicadeza enfermiza de su naturaleza se aliaba con la poética melancolía de sus nocturnos; y el cuidado y personalidad de su ropa hacían comprender la elegancia mundana de ciertas partes de sus obras; me causaba el efecto de un hijo natural de Weber y de una duquesa…”

Manuscritos de composiciones de
Mendelssohn
Franz Liszt hace un retrato con menos retórica, pero más asertivo, menos convencional y más real de aquel músico polaco que detesta la popularidad ruidosa tanto como le repugna la mercantilización del arte. Su nombradía es tan enorme que, forzosamente, atrae la atención de los que se aprecian de célebres, y es inevitable que se comente y también se desmenuce su genio. No es de extrañar que una o que otra opinión poco halagüeña llegue a sus oídos respectivos. Así se entera de que el músico irlandés J. Field, a quien como artista admira sin reservas, se expresa en forma bastante displicente de su talento, lo que le parece tanto más chocante, por cuanto que en ocasión de oírlo tocar, el célebre irlandés pareció muy gratamente impresionado. Chopin es demasiado ingenuo y modesto para comprender que sólo se trata de la reacción normal de un alma pequeña que se ha sentido anonadada por la superioridad del joven artista, que además de su fabulosa capacidad posee todas las cualidades para agradar al más exigente de los mundos, mientras que el físico de J. Field no pudiera estar en mayor desacuerdo con la naturaleza ideal de su obra. Estas pequeñas salpicaduras de veneno, no sacan a Chopin de su aristocrática reserva, pero desde entonces desea más que nunca mantenerse alejado de esta mezquina lucha, que le parece tanto más indigna, cuanto que  se trata de seres dotados de una facultad extraordinaria, que si bien los ubica en un plano superior, no aumenta su nobleza ni ensancha su espíritu. Pero el músico húngaro Franz Liszt está muy por encima de esas mezquindades cuando opina sobre el músico de las “polonesas”:

“El conjunto de su persona era armonioso. Su mirada era más espiritual que soñadora; su sonrisa dulce y fina no podía ser amarga. La fineza y la transparencia de su tez seducían, sus cabellos rubios eran sedosos, su nariz ligeramente curva, su aspecto distinguido y sus maneras tan llenas de aristocracia que involuntariamente se le daba tratamiento de príncipe. Sus gestos eran graciosos y multiplicados. El timbre de su voz siempre ensordecido, a menudo ahogado, su estatura poco elevada, sus miembros delicados…”
(“Federico Chopin”, por Franz Liszt)

El daguerrotipo de Chopin obtenido en 1849, poco tiempo antes de su muerte, avalan sobre manera la minuciosa y casi fotográfica descripción que el músico húngaro hace del polaco. Este es el hombre que conoció Mendelssohn cuando Chopin, acompañado por Ferdinando Hiller en la primavera de 1834, asistió a un Festival de música realizado en Aix-la-Chapelle. En una carta a su madre por esos días, Mendelssohn describe a ambos personajes de la siguiente forma:

“Él [Chopin] e Hiller han perfeccionado considerablemente sus medios técnicos. Chopin es hoy el primero de los pianistas. Su juego nos depara tantas sorpresas como las que hallamos bajo el arco de Paganini. Hiller es también un virtuoso lleno de fuerza y de gracia. Desgraciadamente, ambos tienen esa manía parisiense de posar para los desesperados. Exageran el sentimiento; y por ello sufren el ritmo y el compás. Pero, como de mi parte, yo caigo en el exceso contrario, resulta que nos completamos unos a otros. Yo tengo el aspecto de un “magister” y ellos se parecen a los petimetres”.
(en “Cartas inéditas”)

París no le resulta de mucho agrado a Mendelssohn. Las óperas y, más aún, los libretos, le provocan una aversión insuperable. Muy poco es lo que le agrada el tema de “La Muda”; a su juicio, “Guillermo Tell” de Gioacchino Rossini ha sido forjado de una manera “artísticamente fastidiosa” con respecto a una cosa tan glacial como “Roberto el diablo”, declara que es imposible imaginar una música cualquiera.

“Precisamente por esto esta ópera no acaba de satisfacerme. La encuentra fría y carente de alma de uno a otro extremo y no me siento conmovido en absoluto. Elogian muchos su música; pero, para mí, allí donde se hallan ausentes la vida y la verdad, también falta todo medio de apreciación.”

Ópera Roberto El Diablo
de Jacques Meyerbeer, fue
muy críticada en su época.
Veamos de qué trata esta obra y el porqué de su éxito. Esta ópera en cinco actos de Jacques Meyerbeer (1791-1864), con libreto de Scribe y Delavigne, fue estrenada en París en 1831. Fue la primera “Grand opéra” que Meyerbeer escribió después de su traslado a París, donde este género teatral había ya triunfado. Si pensamos en el fasto con que se representaban las óperas, en los medios vocales a menudo excepcionales de los protagonistas, en la coreografía llena de color, de los impecable bailes que enriquecían los atractivos exteriores del espectáculo (en esta ópera, el baile de las monjas tuvo como primera bailarina a la célebre Marie Taglioni, nacida en Estocolmo, Suecia y fallecida en Marsella, Francia (1804-1884), se comprenderá el gran favor de que gozaba entre el público la “Grand opéra”, contra la que se estrellaron en vano las críticas de Weber, Berlioz, Wagner y las del mismo Mendelssohn. La trama de “Roberto el Diablo” es históricolegendaria, expresada en una atmósfera completamente realista.
Un ser diabólico ha seducido a Berta, hija del duque de Normandía: Roberto es el fruto de esta unión, y por los errores de que fue capaz desde la infancia se lo apodó “el Diablo”. Expulsado por sus vasallos, va a parar a Sicilia (aquí comienza la acción teatral), donde se promete con la princesa Isabel; pero, habiendo ofendido al padre de ésta, hubiera sucumbido a la venganza de los caballeros de no haber sido salvado por un personaje misterioso. Beltrán, que queriendo hacerle su esclavo lo induce al juego, en el que Roberto pierdo todo lo que tiene, precisamente la víspera del torneo en que debería combatir para lograr la mano de Isabel. Se ve obligado entonces a huir y, aconsejado por Beltrán, se procura como talismán una prodigiosa ramita que crece sobre la tumba de Santa Rosalía. En esta escena se abren las tumbas y aparecen las monjas que, vestidas con velos, danzan procazmente para incitar a Roberto a coger la ramita. Con su omnipotente talismán, Roberto quiere a toda costa seducir a Isabel, pero, movido por la piedad, rompe la rama y huye. También entonces acude Beltrán en su ayuda; le revela el misterio de su nacimiento y se da a conocer como su padre; luego intenta ligarlo a sí con un pacto diabólico. Pero Alicia, que ya había intentado volver a ver a Roberto, su hermano de leche, le muestra entonces  el testamento admonitorio de su madre, induciéndole a emprender una nueva vida de bondad y honradez. Uno de los principales motivos del enorme éxito que tuvo este melodrama reside sobre todo en la elección de un libreto que, en las hábiles manos de Scribe, presentaba en la forma más adecuada cuanto deseaba el público de su tiempo: hechos novelescos ricos en intrigas y en efectos escénicos y situaciones fuertemente dramáticas entre lo maravilloso y lo macabro que provenían del primer Romanticismo lleno de fantasía. Mientras Liszt decía que “Meyerbeer inaugura una nueva época en el campo de la música de ópera”, Richard Wagner no se ahorraba para juzgar a su coterráneo:

“En la música de Meyerbeer se nota tal vacío, tan espantosa aridez y nulidad artística, que estamos tentados de reducir completamente a cero su aptitud musical, sobre todo parangonada con la gran mayoría de los compositores contemporáneos suyos”.

La gravedad puritana de Mendelssohn era rápida en crisparse, “Roberto el Diablo” lo escandalizó:

“Cuando unas religiosas acuden, la una detrás de la otra, a tratar de seducir al héroe hasta que al fin lo consigue la abadesa; cuando el héroe, gracias a un mágico poder, penetra en el aposento donde la mujer que ama está acostada, y la arroja al pavimento, formando con ella un grupo al cual el público aplaude aquí, y que acaso aplaudirá luego en toda Alemania; cuando canta ella un aria en la cual le pide gracia; cuando, en otra ópera, una joven se desnuda mientras canta una canción en la que expresa que al siguiente día, a la misma hora, estará casada, todo esto causa efecto. Pero yo no dispongo de música para unas cosas de esa índole, porque eso es vulgar, y si nuestra época desea absolutamente efectos de ese género, ¡pues bien! Yo escribiré música sacra.”

Retrato de Mendelssohn,
realizado en 1829 por
James Warren Childe.
También la ópera cómica en tres actos, “Fra Diávolo o la posada de Terracine”, con letra de Eugéne Scribe (1791-1861) y Casimir Delavigne (1793-1843) y música de Daniel Auber (1782-1871), le cayó a Mendelssohn como una patada al estómago. Al igual que “Roberto el Diablo”, la música de esta ópera estaba de acuerdo con el gusto predominante en aquel tiempo: vivaz, fácil y superficial, pero sin caer en la vulgaridad. El libreto está inspirado en la figura legendaria del famoso sanfedista Michele Pezza, conocido por Fra Diávolo, pero los autores del texto crearon una figura fantástica, haciendo del guerrero que combatía contra los franceses un bandido generoso. A la posada de un lugar cercano a Terracina llega un rico matrimonio inglés, que durante su viaje han sufrido un robo por parte de la banda de Fra Diávolo. Poco después se le une un compañero de viaje, que se hace pasar por el marqués de San Marco, el cual se pone a cortejar a Lady Pamela con buenos resultados. El marqués, que no es otro que Fra Diávolo, se entera por el brigadier Lorenzo de que su banda ha sido batida y ha abandonado el botín. Para recuperarlo, el marqués se esconde por la noche, con dos de sus hombres, en la habitación de Zerlina, hija del posadero, contigua a la de los ingleses. Descubierto por el brigadier, consigue salvarse por medio de la astucia. Pero a la mañana siguiente los dos hombres que la noche anterior se habían escondido con él en la habitación son descubiertos y Lorenzo, sirviéndose de ellos, captura con una estratagema a Fra Diávolo. ¿Por qué tuvo éxito esta ópera? Porque la música está de acuerdo con el gusto predominante en aquel tiempo: vivaz, fácil y superficial, pero sin caer en la vulgaridad. Los tres actos transcurren agradables y brillantes sin que el autor alardee de gran originalidad en los motivos o se preocupe de caracterizar musicalmente a los personajes. Los recitativos están llenos de naturalidad, las arias y las romanzas se graban fácilmente en la memoria. Con el objeto de olvidar los teatros de París, Mendelssohn seguía los conciertos. Era constantemente oyente de los mismos y muchas veces se transformaba en su héroe. Una noche en que escuchaba, en un salón el final de su cuarteto en la menor, su vecino, tironeándole de la manga, le dijo: “Ya se encuentra esto en una de sus sinfonías”.
             
-       ¿En las sinfonías de quién?
-      De Beethoven, el autor de este cuarteto.

Y Mendelssohn, que es quien nos recuerda el caso, añade: “Fue eso, para mí, de una dulzura plena de amargura”.
A pesar de sus reservas, de su resistencia, ese París al cual formulaba más de un reproche, acabó por conquistarlo y casi por embriagarlo. Lo saboreaba, paladeaba su vida intensa e hirviente. Sin cesar, por doquier, tocaba y era ejecutado, aunque fuese en la iglesia, donde brindaron su octeto durante una misa de Requiem en honor de Beethoven.

“Estoy en un pleno torbellino musical. Esto ha sobrepasado en absurdo a todo lo que el mundo ha podido ver y escuchar hasta el presente día. Mi scherzo, ejecutado en momentos en que se hallaba el sacerdote en el altar, hacía el efecto más cómico que sea posible imaginar. Y ello no obstante, los presentes hallaron que esta música era en extremo hermosa y de un carácter completamente religioso.”

Las sesiones de música de cámara en las cuales Mendelssohn se complacía realmente, eran las que Baillot ofrecía en su honor. Elogia, esta vez sin restricciones, la acogida y el talento del gran violinista. También Habeneck le festejaba, así como la ya célebre orquesta del conservatorio.

“No creo yo que sea posible escuchar una más perfecta ejecución de las obras clásicas… Los músicos ejecutan las sinfonías de Beethoven con el verdadero fuego sacro. Se sienten orgullosos por el hecho de haber, a fuerza de estudios, penetrado el pensamiento del maestro, y de interpretarlo en toda su belleza. En lo que atañe al público, sospecho un poco que admira por género; porque existiría desacuerdo entre el entusiasmo puesto de manifiesto por Beethoven, y el desdén afectado hacia Mozart y Hayden”.

En el Conservatorio, Mendelssohn ejecutó el Concierto en sol de Beethoven, con un éxito verdaderamente grande. Su obertura del “Sueño de una noche de verano” fue también cálidamente aplaudida. Pero la primavera de París se le echó a perder debido a las trágicas noticias que ensombrecieron su ánimo. Se enteró, súbitamente, de la muerte del joven violinista Eduardo Rietz, un amigo de la infancia, llevándose consigo su juventud, un amigo del cual decía, un poco a la manera de Montaigne:

“Lo habría amado, aun cuando no hubiera tenido ningún motivo para amarlo, o incluso si los hubiese perdido todos”.

Y luego la muerte de Goethe terminó de ensombrecerlo. Como para calmar su apagado ánimo partió para Inglaterra, su Inglaterra querida que por algunos instantes apaciguó su tristeza. El festejo por su llegada y la admiración y amistad redoblada de viejos amigos lo ayudaron a sobrellevar los momentos difíciles por los que atravesaba.

“Cada jornada me aporta nuevas pruebas de que se me ama y de que la gente se complace conmigo. Esto me torna dulce y fácil la vida y también me restituye un poco de alegría”.

Estatua de Félix Mendelssohn
en Leipzig
En Londres se reencontró con su querido Moscheles con quien tocó el Concierto para dos pianos de Mozart y de celebrar un recital de órgano, el 10 de junio de 1832 que fue un punto de partida importante en la historia moderna de este instrumento. Triunfa con el estreno de “La Gruta de Fingal” en los conciertos de la Sociedad Filarmónica, mas recibe un nuevo doloroso golpe: la noticia de la muerte de su viejo maestro y amigo C. F. Zelter. La nostalgia por la patria lo hace retornar a Alemania en el mes de junio de 1832. Ni Italia, ni Francia ni Inglaterra han apagado el aroma nostálgico de su patria. Regresó a la mansión de Leipzigers Trasse más alemán de lo que fuera al abandonarla. La conciencia y el orgullo que tenía de su germanía lo hace regresar a sus raíces y a decidirse a no establecerse nunca en país alguno que no fuera el teutón, y reafirmándose que nunca habría de ser otra cosa que un músico germano.


IV. FIN DE UNA ÉPOCA Y COMIENZO DE OTRA
Con su regreso a Berlín a fines de 1832, se acabaron para Félix sus años de aprendizaje. “Mi amor por Alemania es la impresión más neta que traigo de esta prolongada estadía en países extranjeros”. Muchas cosas han cambiado. Zelter había muerto y Mendelssohn debía entrar a formar parte de la vida activa alemana. También Goethe había muerto. El Papa de Weimar no había podido transformar su vejez en una renovadora juventud como su doctor Fausto. Los últimos momentos del gigante habían sido un tira y afloja contra la parca.

“El día 15, durante un paseo en coche, cogió el poeta un enfriamiento – eso pensaban todos, y eso parecía pensar también su médico, el doctor Vogel, que acudió a visitarlo –. Y era un enfriamiento; pero menudo enfriamiento. Una tosecilla, un poco de fiebre…, nada en suma… Como en el último enfriamiento que tuvo Dostoyevski…, Goethe conversa de varios asuntos con el médico, y se acuesta. El 19 sigue el enfriamiento. Goethe tiene fiebre, y la mano le tiembla al estampar su firma en un documento que es – hagamos constar este rasgo filantrópico del moribundo – la orden para que abonen un donativo a una joven pintora… 20 de marzo. El enfriamiento sigue, Goethe sufre una extraña crisis de nervios. “Un miedo y una inquietud terribles – cuenta el médico – hacían que el anciano, agitadísimo, saltase febrilmente del sofá a la cama y de la cama al sofá. El dolor, que se localizaba cada vez más en el pecho, arrancaba al cuitado ya gemidos, ya gritos agudos; sus rasgos fisonómicos se descomponían, su rostro tomaba un color ceniciento, sus ojos aparecían hundidos y mate en sus órbitas, y su mirada expresaba el más pavoroso miedo a la muerte…” Logra calmarlo el médico, y el enfermo se duerme como un niño. El peligro inminente está conjurado, aunque queda siempre el peligro. ¡Y además esos ochenta y dos años! Sin embargo, aún puede esperarse mucho de la prodigiosa vitalidad del anciano, de su poderosa voluntad de vivir. Y ahora que la primavera, su eterna novia, está al llegar y él abre sus ojos para verla…
Goethe es un combatiente con respecto a dolencias y achaques; sabe casi tanto como los médicos, y tiene además una gran voluntad de vivir. Nunca se le ha oído nada que suene a cansancio, a hartura de la vida; si alguna vez formuló esas quejumbres, fue en el plan literario, cuando escribió el Werther, para purgarse precisamente de ese contagio juvenil de hipocondría romántica, de esa gripe moral; como hombre nunca se quejó de la vida, siempre la encontró bella y prometedora, interesante, y cuidó de su salud como un asceta, para gozarla como un sibarita. Goethe, pragmático, instintivo en medio de su multiciencia, de su omniconsciencia, sabe el valor del gesto como mandato sobre el yo, sabe que hacerse el sano es tanto como empezar a serlo, que la salud empieza por ahí; y así, en cuanto puede, se levanta del lecho, se pone en pie, pasea por la habitación y, a lo sumo se tiende en un sofá. Toda cama es una tumba, y hombre acostado empieza a ser un muerto. Goethe se sienta a la mesa de trabajo, requiere el microscopio y se pone a analizar una muestra de tierra. Luego se siente fatigado y se recuesta en el sofá. Otilia está a su lado. “¡Pronto vendrá la primavera!”, dice el poeta. “¡Manda abrir las ventanas, Otilia! ¡Quiero ver la luz más luz!” No es aire para su disnea lo que Goethe pide, sino luz para sus ojos. Y absorbe embebecido, con ansia, toda la luz, la pobre luz que un día de  marzo alemán puede brindarle. ¡Si estuviera en Italia! Pero, en fin, el poco sol que en Weimar haya, él quiere gozarlo hasta lo último… “¡El sol, el solecito!”, suspiraba Dostoyevski, que también sobre el cadalso de la plaza Semenovska, ya cuando se cree que va a morir dentro de unos segundos, posa la que él cree su última mirada en la cúpula del templo de Isaac, donde destella el lívido sol de la mañana petersburguesa. Goethe mira a la luz, el órfico misterio, la absorbe por los ojos, comulga en ella, extático como un heliasta. Y empieza a delirar poéticamente con la primavera, con una bella cabeza de mujer de negros rizos… (¿de cuál de sus amadas? ¡Federica, Carlota…!). Otilia se ha puesto de rodillas en el suelo como ante un santo agonizante, y sigue ávidamente sus palabras y sus gestos. De pronto, Goethe calla; su mano, engarabitada, traza en el vacío algo como letras; Otilia cree deletrear una W (¿a quién nombran sus dedos?). Luego, suavemente, deja caer la mano sobre la manta y la cabeza sobre el negro cojín del sofá. Otilia se levanta, lo mira, cierra suavemente sus ojos y, llevándose un dedo a los labios, dice: “Se durmió.” Otilia ha recogido para la posteridad las últimas palabras de Goethe: “¡Luz, más luz!”, cuando ya está entrando su alma en el misterio. La Humanidad recoge esas palabras quizá simple automatismo de agonizante, y les confiere el valor de una clave didáctica, de una norma suprema de vida.”
(Rafael Cansinos Assens, en “Obras completas”, Johann W. Goethe; Vol. I)

Cecile Jeanrenau, esposa de
Mendelssohn, en 1846 por
Eduard Magnus.
En esta época Mendelssohn ha publicado ya el primer cuaderno de sus Romanzas sin palabras (Lieder ohne worte). Para sus familiares y para su casa, el sentimiento de amor de Félix permanece fiel. Al volver a su patria, experimenta el músico los verdaderos y latentes sentimientos que genera todo regreso, sentimientos compartidos que él describe delicadamente en una carta a Ignaz Moscheles:

“Regreso y al cabo de dos días vivimos nuevamente todos juntos, con una apacible y dulce vida… Se tiene la impresión de que no ha existido viaje, ni tiempo transcurrido, ni cambio alguno. No comprendo, francamente, como he podido alejarme, y si no recordara yo a los amigos que encontré allá, sería lo mismo como si me hubiesen narrado un cuento. A cada paso se despierta un dulce recuerdo de viaje. Lo sigo y sueño aún que estoy lejos. Luego, vuelvo a encontrarme con los míos, con mis hermanas, con mis padres, y cada una de las palabras que oigo, cada paso que doy en el jardín, despierta otros recuerdos más antiguos aún que el viaje mismo, de modo que me figuro no haber viajado nunca y que los recuerdos diversos se entrecruzan y se mezclan juntos de manera tal que no me conceden reposo. El pasado, el presente, se confunde. Y ello, no obstante, preciso es que me habitúe a creer que el pasado es el pasado”.

Más tarde, a su hermana Fanny, que regresaba también de viaje de Italia, Mendelssohn habrá de escribirle en otra carta, donde los sentimientos complejos del retorno acaso son analizados con más sutileza todavía:

“¿En dónde podría uno sentirse complacido al cabo de una tan dilatada permanencia en Italia? Allá es todo tan luminoso que el contraste resulta penoso, a la fuerza. Nuestra hermosa vida familiar, que de tan feliz manera refleja el carácter del pueblo alemán, brinda un encanto completamente opuesto. No es por sus aspectos brillantes, sino por su paz, por su tranquilidad serena que la misma seduce. Después de cada retorno, cuando ha pasado la alegría primera del volverse a ver, sentíame yo, en el seno de la existencia dulcemente monótona de la casa paterna, como en mar de las agitaciones y de las distracciones de mis viajes. En el extranjero, se complacen mis recuerdos en idealizar los afectos dejados en el hogar, en tanto comprobaba, al regreso, lagunas o pequeñas cosas olvidadas. Pero esta veleidad de decepción injusta muy pronto se disipaba. En viaje, saludamos cada nueva sensación con un placer agradecido, mientras incurrimos en el error de considerar las ventajas del propio hogar como un bien que nos es debido. ¡Por qué no podremos conservar intacta la alegría de los primeros días y echar en torno nuestro la satisfecha mirada que, en el transcurso del viaje, nos ayuda a conformarnos con todo! ¡Por qué no podemos conservar, en medio de los nuestros, el hermoso humor del turista! ¡Por qué, en una palabra, no podemos ser más perfectos!
(“Fanny, Mendelssohn, de acuerdo con las Memorias de su hijo”, por E. Sergy)

Un duro golpe para Félix Mendelssohn significó el hecho de que se le fuera negado el puesto vacante que Zelter dejó al morir. Félix presentó su candidatura para ser director de la Singakademie y es derrotado por un rival mediocre. A pesar de sus grandes éxitos como concertista, director y compositor la sucesión en 1833 no se le concedió. La obtuvo K. F. Rungenhagen (1778-1851). Le reprocharon a Félix, al parecer, no su religión puesto que era cristiano, sino su raza y su juventud. Por su mismo talento y, si no por sus obras, por lo menos por su ejecución, demasiado clásica y demasiado pura, mostraba al público berlinés cierta frialdad. ¿Será que se le considera demasiado joven? La técnica brillantísima de Liszt ha acostumbrado a las gentes a  sonoridades pianísticas vigorosas y esto ha hecho mucho, a las delicadas pulsaciones de Chopin y de Mendelssohn. El hecho de verse rechazado por la mayoría de miembros de la Singakademie fue un trauma para Mendelssohn, aunque a la larga le permitió realizar una labor de mucho más alcance al fomentar la vida musical alemana en vez de verse reducido al mundo académico berlinés. Mendelssohn se sentirá herido en su dignidad de artista sensible y consciente y guardará un secreto rencor a la ciudad injusta e incomprensiva. Si Berlín lo ha defraudado, Londres le sigue siendo fiel y en la primavera de 1833, retorna a la capital británica para oficiar de padrino de un hijo de Ignaz Moscheles y para dirigir la ejecución de la Sinfonía Italiana. De regreso a Alemania por Düsseldorf, el 26 y el 27 de mayo, el joven Mendelssohn de veinticuatro años tuvo el honor de dirigir el décimo quinto festival del Rhin. Es conocida la importacia y la belleza de esta institución, de este homenaje estético y nacional, que se rinde todos los años a la música alemana. Aquisgrán, Düsseldorf o Colonia, ciudades ribereñas o vecinas del gran río alemán. Abraham Mendelssohn asiste emocionado al triunfo de su hijo que, a lo Nerón, lleva ceñida en la frente una corona de laureles mientras una multitud, agolpada a su alrededor, lo aclama en una lluvia de flores:

“Es un extraño espectáculo – escribe Abraham – ver a esos cuatrocientos ejecutantes de toda índole y de toda edad, obedecer al comando del más joven de ellos, tan joven, que no podría ser su amigo. Y ese joven sin títulos, sin dignidades, les dirige y les comanda. Esposa mía querida, nuestro hijo nos reserva profundas satisfacciones y me digo, a veces, que nuestra casa junto al Elba, en Hamburgo, habrá de pasar a la posteridad”.

Máscara mortuoria de Félix Mendelssohn,
que se exhibe en la casa museo Leipzig.
Düsseldorf premia a Félix nombrándolo Musikdirektor de la ciudad, con plena autoridad para organizar y dirigir toda música de Iglesia, teatro y concierto. El ambiente le pareció favorable. La Academia de las Bellas Artes, que Schadow acababa de reconstruir, brillaba con un renovado fulgor. Hiller, que por ese entonces visitó a Mendelssohn, nos ha dicho que “ocupaba el músico dos bonitos aposentos en la planta baja de la casa de Schadow”. Félix trabajaba en ese momento en “Paulus”, oratorio en dos partes para solistas, coro y orquesta basado en un fragmento de la Sagrada Escritura. La obra, compuesta entre los años 1834 y 1835 se estrenaría en Düsseldorf en 1836. El asunto está inspirado en el martirio de San Esteban (primera parte) y en la consiguiente vocación de San Pablo. Para hacerse cargo de ciertos elementos estilísticos de esta obra que se refieren evidentemente a la musicalidad de Bach y en especial a la de las Pasiones (Pasión según San Juan y Pasión según San Mateo), debe tenerse presente que Mendelssohn fue el primer activo animador del renacimiento de Bach, que el mundo, hasta la propia Alemania, había sepultado en injusto olvido. No olvidemos que la influencia de Zelter, un apasionado de Bach y que influyó en Félix desde muy temprana edad, orientó al joven Mendelssohn hacia el gusto por el autor de las Pasiones. La asidua familiaridad de Mendelssohn con la música de Bach ha dejado las más tenaces huellas en su arte: la “pietas”, el sentido religioso que informa una parte de su obra, y todo un conjunto de elementos de estilo y de gusto que a cada paso encontramos en sus obras, aun en aquellas cuya inspiración no tiene ninguna referencia religiosa. Pero la gran sorpresa del renacimiento de Bach en Alemania había de ocurrir en 1829 con la ejecución de la Pasión según San Mateo, al cumplirse un siglo exacto de su composición (1729). El animador infatigable y director de esta memorable ejecución, que reveló de improviso la grandeza de esta obra maestra, fue Mendelssohn, que tenía entonces veinte años. Esta realización del sueño que él iba alimentando hacía ya algunos años, tiene sus raíces en una atracción de orden estrictamente estilístico que ejercía sobre él la inmensa personalidad de Bach. Según el musicólogo Aberto Mantelli:

“El oratorio Paulus está comprendido en este conjunto de relaciones establecidas entre los dos compositores alemanes, del cual recibe una luz que nos ayuda a comprenderlo. El Paulus está construido, en lo referente a la arquitectura normal, según el corte del oratorio de Bach. Pero la fuerza de los inmortales modelos ha actuado hasta en los más estrictos términos del lenguaje musical en que la obra de Mendelssohn se concreta, y tenemos momentos en los cuales la fantasía del músico no llega a romper los vínculos de una imitación demasiado impersonal, como en los dos corales “Allein Got in der Höh sei Ehr” y “Dir Herr, dir willich mich ergeben”. Pero en los pasajes en que la fantasía de Mendelssohn adquiere auge, sentimos que un calor nuevo reaviva una tradición lingüística a la cual el músico había lanzado un puente que sobrepasaba y prescindía de los resultados de cincuenta años de historia musical alemana, es decir, de figuras como Haydn, Mozart, Beethoven, Weber y Schubert. Este injerto en la experiencia musical de Bach, que resulta esencialmente de un conjunto de razones más culturales que otra cosa, llevó tal vez por falso camino la personalidad musical de Mendelssohn. Para él, el sentido religioso tenía una tranquilidad conformista que explica cómo pudo fácilmente refugiarse en el seno del último, más grandioso y más evidente testimonio de música sagrada, en el orden histórico más próximo aunque ya separada de él por el siglo XVIII, representado por Haydn, Mozart y el naciente romanticismo de Beethoven y de Weber. Y he aquí, entonces, este oratorio asumiendo un tono a veces artificioso y frío y mostrándose, en su conjunto, recorrido por cierta superficialidad y por una especie de estetizante indiferencia de sentimiento religioso que fue sincero en el Mendelssohn hombre, no tuvo, sin embargo, tanto calor que pudiera formarse un lenguaje que no fuera de reflejo. Dentro de estos límites el Paulus es una obra llena de hechizo musical, de un gusto artístico nobilísimo, animado por un soplo de poesía que, si raramente se resuelve en una gran página de música, lo mantiene de todos modos en un tono de tal discreción que nos obliga a mirarlo todavía hoy como obra viviente”.

Mientras Félix laboraba en Paulus, frecuentaba a los jóvenes pintores de la Academia, paseaba a caballo y gustaba, en una palabra, de vivir en el mundo de la simpatía, cómodamente, en casa del escultor alemán Johann Gottfried Schadow. En una misiva a Moscheles desde Düsseldorf, escribe Félix:

“Es un nido, tan estrecho que se siente uno allí como en su propio aposento. Con esto, nada falta: ópera, sociedad coral, orquesta, música sacra, público y hasta una leve oposición. Todo esto me divierte regiamente”.

Ferdinand Hiller, compositor
amigo de Mendelssohn.
Pero esta leve oposición fue creciendo hasta hacerse insostenible. Los primeros cuidados del Musikdirektor fueron para la música eclesiástica. La ciudad era casi totalmente católica. Ahora bien, Mendelssohn estimaba, con razón, y en principio, que la música sacra, la verdadera, debe convenir y relacionarse exactamente al culto; además que tan solo el culto católico es favorable a la perfección de esta relación o de esta conveniencia. Esta última, anteriormente, sufrió graves ataques. La primera misa que tuvo que dirigir Mendelssohn apenas se hizo cargo de sus funciones, era de Haydn: fue calificada por sus “opositores” como escandalosamente alegre. Desde hacía algún tiempo, sufría Mendelssohn de vez en cuando de accesos de melancolía, siente disgusto de sí mismo y está triste y fatigado sin saber realmente por qué. Los mismos capellanes empezaron a quejarse y el burgomaestre católico, había declarado que no volvería a participar en procesión alguna mientras no fuese mejor la música. Con el objeto de proceder a su mejora, emprende Félix un viaje de exploración a través de las bibliotecas de la provincia. De Elberfeld, de Bona, de Colonia, se proveyó de una colección completa de viejas obras maestras italianas: el Miserere, de Gregorio Allegri, los Improperia de Palestrina, algunos Crucifijos o Misas de Lotti. La reforma de la Ópera le dio todavía más trabajo y acabó por fracasar en su intento. Sus diferencias con el intendente Immermann, hombre de carácter muy difícil, llevaron la paciencia de Mendelssohn al límite. Félix no soportaba participar ni en las intrigas entre bastidores ni en las pequeñeces humanas. Se retiró Mendelssohn, pues, luego de haber perdido su tiempo en este asunto, su trabajo y una de sus amistades más queridas. Antes de dimitir designó a su sucesor, Julius Rietz, su futuro editor en la casa Peten. Este desagradable incidente forzó a Félix a especializarse en la música de cámara que era un terreno en el que nadie discutía su supremacía. Entre tanto, lejos de aquerenciarse con su residencia y con sus funciones, Félix empezaba a quejarse de ellas y solo pensó, poco a poco, en abandonarlas. Los recursos musicales no respondían a sus esperanzas, ni los progresos a sus esfuerzos. En una carta a Hiller del 14 de marzo de 1835, escribe:

“Te confieso aquí, con toda sencillez, que no hay nada que hacer en cuestión música. Estoy suspirando por una orquesta mejor y probablemente aceptaré otra oferta que me han hecho. Tú sabes que, desde la época en que me estrené en Düsseldorf, lo que más deseaba para mí era disfrutar de una tranquilidad absoluta para escribir algunas obras de cierta importancia. Las mismas quedarán terminadas en octubre próximo y, me atrevo a decirlo, me jacto de no haber estado perdiendo el tiempo. Añade a esto que me he divertido grandemente, porque los artistas pintores son unos camaradas excelentes y llevan una existencia muy alegre. El conjunto de la población posee el gusto y el sentimiento de la música, pero los recursos de la localidad son tan magros y se hallan tan restringidos, que la tarea de director, a la larga, se torna extremadamente ingrata. Derrocha uno en ella, y a pura pérdida, el propio tiempo y el propio trabajo. Los músicos de la orquesta nunca atacan al mismo tiempo a la señal de mi batuta, ninguno de ellos es lo que se llama un hombre verdaderamente sólido; la flauta predomina siempre en los piano; ni siquiera uno de los maestros de Düsseldorf ejecuta con igualdad un tresillo; en cambio, tocan todos una corchea y dos semicorcheas; los allegro siempre finalizan más rápidamente de lo que comenzaron, y el oboe suelta mi naturales en el tono de ut menor. Cuando llueve, llevan su violín debajo de la levita y al aire lo dejan cuando reina buen tiempo. ¡Ah! si acudieras tú alguna vez a escucharme a dirigir esta orquesta, ni siquiera la fuerza de cuatro caballos sería capaz de traerte una vez más”.
(en “Cartas inéditas de Mendelssohn”, traducidas por A. A.  Rolland. París, Hetzel)

Todo lo nefasto de estos acontecimientos lo sumieron en un estado de malestar moral o intelectual: “siento una predilección por el spleen, así como por todo cuanto es inglés. Y él me lo torna con creces”. Lo envuelve un abandono melancólico, una duda lo invade y un disgusto de sí mismo. Desde 1832, sus misivas con Ignas Moscheles dejan entrever la profunda tristeza que gobierna sus días.

“Imaginaria o real, la misma [tristeza] me atormenta temiblemente, y si bien es cierto que disfruté de dos años de dicha como nadie los ha gozado, muy miserable me siento desde hace mucho tiempo (…) Encontrarás (en algunos de los trozos que te envío) rastros del lamentable espíritu del que tanto trabajo me costó apartarme (…) El otoño habíame tornado melancólico. Pero, actualmente, veo las cosas de distinto modo y pienso que todo habrá de trocarse en tibio y verdeante. Es la ópera más hermosa que se pueda ver y que se pueda oír”.

Gewandhaus de Leipzig, donde Mendelssohn
fue nombrado director en 1835.
Entretanto, el renombre de Félix había expandido su fama por toda la región serrana. El haber dirigido el festival de Colonia acrecentó más su popularidad, haciendo que Leipzig, la más importante metrópoli musical germana, ansiara conquistar al primero de los músicos alemanes. Mendelssohn rechazó la cátedra de profesor de la universidad que le ofrecieron, puesto que durante toda su vida había experimentado un profundo desdén por la teoría – literaria o filosófica – de su arte. Pero hay otro honor que no rechaza, el puesto de director del Gewandhaus de Leipzig, la “Ciudad de Bach, la ciudad Santa”, para Mendelssohn.
En el mes de setiembre los asistentes al café Kaffeebaum, uno de los lugares de tertulia preferido de Leipzig por intelectuales y artistas, se ve conmocionado: Félix Mendelssohn vendrá a dirigir los conciertos del Gewandhaus se dice que pasará por Leipzig en el mes siguiente, que dirigirá la orquesta y ejecutará su concierto en Sol menor. Entre los asistentes se encuentra Robert Schumann, quien espera impaciente el día en que se entrevistará con el músico, que cuenta apenas veintiséis años y a quien ha elogiado con tanto entusiasmo en la “Nueva Revista Musical”. Desde que lo ve, comprende que Félix Mendelssohn es superior a la idea que de él se había formado, por alta que ella hubiese sido, y le entrega silenciosamente su corazón. Mendelssohn, elegante, noble, sincero, acepta esta amistad que se ofrece y corresponde en la medida que su temperamento le permite. Porque es un poco altivo, reservado, no comprende a Schumann sino a medias. Lo más crítico que músico y la faz abrupta del compositor se le escapa. En cuanto Schumann se abandona a las emociones más profundas de su alma, Mendelssohn se encuentra molesto; le produce la impresión de cierta falta de tacto, de un énfasis declamatorio. No escucha los cantos de una pasión que desconoce ni el motivo que la engendra y la exalta y que se halla a punto de estallar. Y la pasión estalla ¿Qué ha sucedido en la vida de Schumann que Félix desconoce? El veinticinco de noviembre, Clara Wieck – la amada de Robert Schumann – se prepara para partir a Zwickan, donde dará un concierto. Por la noche Robert va a desearle buena suerte. Ella parece más emocionada, más temblorosa que de costumbre. Cuando Schumann se levanta para partir, lo acompaña hasta el pasillo. Alfred Colling, en su biografía del músico alemán, recrea esta escena con un toque de imaginación y romanticismo:

“Una suave claridad baña su rostro, que emana a la vez de su corazón y de la lámpara que sostiene para alumbrar el camino. En esta actitud, con esta luz en su mano, en vísperas de su partida, se diría que trata de iluminar el porvenir, su vida, la vida de su compañero. Y de pronto, todo se torna tan claro, tan evidente para los dos que sus labios se unen, se dan en el pasillo solitario un beso sin palabras, un beso desatinado, un beso que es el fruto de cinco años de afecto fraternal y de amor inconsciente. El mundo entero se transforma en torno a Schumann. Ha sentido muy bien que Clara, entre sus brazos, comenzaba a desvanecerse; por lo tanto, estaba tan transportada como él por ese beso. Schumann se conmueve con su mutua embriaguez y desea renovar ese abrazo bienhechor. Varias horas después de la partida de Clara, deja Leipzig a su vez para reunirse con la joven en Zwickau. Ella lo besa nuevamente antes del concierto, y toca con fervor el programa que había anunciado”.
(“La vida de Robert Schumann”, Alfred Colling) 

Acepta el ofrecimiento y toma posesión del cargo el 30 de agosto de 1835. Su prestigio, producto de su calidad artística, van a convertir a Gewandhaus en el centro de la vida musical alemana, cuya influencia irradiará sobre toda Europa y, por ende, Félix se convertirá en el árbitro musical supremo de Alemania. El compositor tiene 26 años y dispondrá de los más preciosos recursos para trabajar. El 4 de octubre de 1835 dirige por primera vez la orquesta del Gewandhaus, es el día más emocionante de su vida, hasta ahora. La sala de madera suena como un buen violín; bajo su batuta tiene a la primera orquesta de Alemania y una de las mejores del mundo. Un friso acompaña cada una de sus interpretaciones; la inscripción que hay en él define su propio temperamento: Res severa est verum gaudium (Es una seria cosa la alegría verdadera). Cada interpretación lo conmueve, por el hecho de sentirse rodeado de un público noble y exquisito; culto, preparado e idóneo. Hiller dice que Félix infunde vida y espíritu a la orquesta; Joachim lo califica de “el más grande director que haya yo visto. (…) Electriza a los músicos; sus gestos y signos sobrios, apenas perceptibles, son de una elocuencia soberana y dominan orquesta y coros”. Su amigo, el violinista Ferdinand David, acude al llamado de Félix quien le confía el cargo de lugarteniente suyo para la dirección del Gewandhaus. En los programas preparados cuidadosamente por Félix figuran obras de los grandes maestros – antiguos y contemporáneos –, sin dejar de lado a Wagner y a Berlioz, cuyas obras Félix quiere difundir; los más famosos solistas instrumentales y cantantes toman parte en aquellos memorables conciertos. Las fiestas y conciertos en salones, en el campo, en el bosque, dicen mucho de Leipzig, ciudad sociable por excelencia. Escuchar hablar en francés e inglés es una rutina al oído. Frankfurt y Düsseldorf también le rinden pleitesía. La vida de Mendelssohn se convierte en un paraíso. Pero los males no se dejan esperar y, de improviso, la muerte de su padre lo trastorna. Su mejor amigo, su maestro, parte hacia la eternidad dejando en el corazón del hijo un vacío y un dolor inmenso. Al igual que su padre Moisés, Abraham Mendelssohn murió de apoplejía. En una carta a su amigo y libretista Julius Schubring, escribe Félix:

“Habrás sabido qué clase de acontecimiento cruel ha destrozado nuestra vida feliz. No sé si has sabido la bondad sin límites de mi padre en relación conmigo, estos últimos años se había convertido en un amigo para mí, y yo lo quería con todas mis fuerzas”.

La depresión le duraría un buen tiempo. Cécile Jeanrenaud (1817-1853) lo sacaría de ese nefasto fondo.    


IV HACIA EL CAMINO DE LAS SOMBRAS
Félix Mendelssohn contrae
matrimonio con Cecilia
Jeanrenaud en 1837.
Los amores de Mendelssohn y Cecilia Jeanrenaud (1817-1853) fue un sentimiento sin crisis, contrariamente a los amores de los músicos de la época: Liszt, Chopin, Wagner, Berlioz e incluso el mismo Schumann, que tuvo que vencer la tremenda oposición del padre de Clara Wieck. Del matrimonio Mendelssohn nacieron cinco hijos; Cecilia creó para su marido un ambiente hogareño donde pudo trabajar incansablemente y hacer música rodeado de amigos, como en los tiempos de su juventud.
La boda tuvo lugar el 28 de marzo de 1837. Cecilia ordenó en cierto modo la vida y la actividad artística de Félix Mendelssohn. No hubo restricciones de parte de ella, más bien, su labor, bajo todas las formas y en todos los instantes, colmó, e incluso desbordó en la etapa final de la vida del artista. Cecilia Carlota Sofía Jeanrenaud, hija de un pastor de la Iglesia francesa reformada, ya fallecido, que vivía con su madre, es una criatura de un encanto casi mágico; rubia, fina y silenciosa. Eduard De Vrient dice sobre esto último: “Shakespeare la habría denominado mi amable silencio”. Cecilia es de una belleza graciosa y pura, que irradia armonía e inspira paz y serenidad. Mendelssohn, que había ido a Francfurt simplemente para encargarse de una manera interina de la dirección del Caecilienverein, por estar enfermo su amigo Schelbe, se da cuenta de que este pequeño viaje intrascendente se ha convertido en algo de una importancia decisiva para él. No es un Club ceciliano lo que le interesa, es Cecilia, de la cual se siente enamorado. Félix recibe el título de Doctor honoris causa de la Universidad de Leipzig y estrena el oratorio Paulus en Düsseldorf, con el mismo éxito que en Leipzig. A cada una de las temporadas de Leipzip sucedía, cuando llegaba la primavera, un viaje a Inglaterra o la preparación, después la dirección, en Colonia, en Düsseldorf o en Aquisgrán, de un festival a orillas del Rin.
Era frecuente que Félix pasara los veranos en Berlín, en la entrañable casa familiar donde ya no se escuchaba la voz de Abraham Mendelssohn. Bajo los árboles del parque y con el trino de los pájaros como fondo musical, Félix pasaba los días invadido de melancolía y nostalgia. De ese entonces data su ardiente obertura de “Ruy Blas”, escrita en tres jornadas, a pesar de la aversión declarada de Mendelssohn por el drama de Víctor Hugo y representada a beneficio de una caja de jubilaciones. Sobre este drama de Víctor Hugo han sido compuestas varias obras musicales. Aparte de la de Mendelssohn, tenemos la de Josep Michael Poniatowski (1816-1873), Lucca, 1842; también está la de Francesco Chiaramonte (1809-1886), Bilbao, 1862; la de Filippo Marchetti (1831-1902), Milán, 1869. La obra de Marchetti tuvo, en sus tiempos, gran popularidad, quizá porque siguió los procedimientos típicos de la tradición melodramática ochocentista. Su música es melódica, algo sentimental y a veces se aproxima al estilo de las piezas llamadas de “salón” óperas homónimas las compusieron también Max Lenger (1837-1911) en 1868 y Benjamín Godard (1849-1935) en 1891.
¿Cuál era el contenido de esta obra que provocó en Mendelssohn cierto rechazo? Este drama en cinco actos, en verso, de Víctor Hugo (1802-1885), fue estrenado en 1838. En medio de sus incongruencias, “Ruy Blas” pretende evocar románticamente la ruina de la monarquía española y la extinción de la monarquía austriaca a fines del siglo XVIII. Según Víctor Hugo, “En “Hernani” surge el sol de la casa de Austria; en el “Ruy Blas” se pone”. Ruy Blas es un siervo; huérfano, criado por caridad en un colegio no ha podido recibir más que una instrucción fragmentaria. Ruy Blas se convierte en camarero de don Salustio, grande de España, ayer ministro poderoso, hoy en desgracia porque, habiendo seducido a una joven dama de la reina, se ha negado a casarse con ella. Don Salustio no tolera haber caído y medita venganza: primero piensa para servirse para este fin de don César de Bazán, su primo, reducido a la miseria, pero este se niega. Entonces será Ruy Blas, con el nombre de don César, su ciego instrumento. Este es introducido en la corte, donde acto seguido gusta a la joven reina doña María de Neuburgo, esposa del incapaz Carlos II; Ruy Blas queda obnubilado por la dama. Esto es lo que don Salustio esperaba; el criado se convierte en amante de la soberbia reina, pero Ruy Blas toma muy en serio su personaje. Nombrado ministro se ocupa del Estado, realiza varias reformas y conquista gran popularidad. Entonces interviene don Salustio con un falso mensaje de Ruy Blas atrae a la reina a una quinta aislada y le revela la intriga. Ruy Blas, para vengar a la reina y salvarla del escándalo mata a don Salustio y luego se suicida. La reina está salvada, su honor ha sido protegido, todo vestigio de su culpa ha desaparecido con la muerte de Ruy Blas y Salustio. Según la estudiosa de la obra de Víctor Hugo, Giannina Alloisio:

“En “Ruy Blas” hallamos contraste predilecto del teatro romántico, y de Víctor Hugo particularmente, todas las virtudes y todas las noblezas de alma en seres de la más humilde posición social, señalados desde el comienzo por un destino fatal. De esta fórmula resultaban seguros efectos teatrales, a los que el escritor francés añade felices escenas de aguda, sabrosa y pintoresca poesía”.

Mendelssohn y su querida hermana
Fanny en su casa de Leipzig.
En Leipzig, Félix no deja en mantener viva la memoria musical de Bach. En beneficio del monumento que había decidido erigir Leipzig a la memoria de Bach, Mendelssohn toca al órgano las más célebres piezas del homenajeado. El vínculo entre Félix y el autor de las Pasiones es cada vez más estrecho y más piadoso. El 10 de agosto de 1840, Félix escribe a su madre.

“He ofrecido un concierto de órgano el domingo pasado en la iglesia de Santo Tomás. Lo he ofrecido solissimo. He tocado nueve trozos y finalizado mediante una improvisación. Este otoño, o en el transcurso de la próxima primavera, tornaré a empezar esta broma y pienso que entonces podremos colocar algunas piedras. Había yo trabajado ocho largos días por anticipado. No podía ya tenerme en pie y sólo caminaba por la calle en pasajes de órgano”.     

El cuatro de agosto del siguiente año en la misma iglesia de Santo Tomás, Félix ofrece una solemne audición de la Pasión según San Mateo. Lo curioso es que esa en la segunda ejecución; la primera había sido la del propio Bach un siglo antes, en 1729. La gloria de Mendelssohn atrajo la atención de Dresden y Berlín, que ansiaban atraerse al gran artista. El rey de Sajonia, que le había conferido el título de maese de capilla, se contentaba con la promesa hecha por Félix de brindar algún día un concierto en Dresden. Por otro lado, Federico Guillermo IV, rey de Prusia, había resuelto dividir la Academia de las Bellas Artes en cuatro clases: Pintura, Arquitectura, Música y Escultura. Federico Guillermo confía a Mendelssohn la superintendencia de Música, así como la creación de un Conservatorio y la dirección de los conciertos.
En resumidas cuentas, solo se trataba, para Félix, de reanudar en Berlín el doble entrenamiento de Leipzig donde justamente acababa de plantear las bases del futuro Conservatorio. En julio de 1841 se instala en Berlín. Durante cuatro años, el músico se ve obligado a zigzaguear entre Berlín y Leipzig. Federico Guillermo es dubitativo y antojadizo, maquina hermosos proyectos, los deja de lado al poco tiempo de haberlos concebido, los vuelve a poner en cartera, los modifica una y otra vez, nunca sabe a ciencia cierta qué es lo que quiere: su vida en estos menesteres se resume en gran imaginación y mucho destemple. Mendelssohn se ve agobiado de dificultades, sinsabores y tiempo perdido. Siente ya que no puede soportar tanta estupidez y que su vida está en el Gewandhaus de Leipzig, donde a pesar de algunos escollos, sigue desarrollando prodigiosa actividad. Por fin, la organización del Conservatorio de Leipzig, por él proyectado, está finalizada, concretados los programas de estudios y completo el claustro de profesores entre los cuales figuran Ferdinand David, Moscheles y Robert Schumann. Con Schumann, ya había estrechado Mendelssohn lazos más fuertes; Robert Schumann, perdidamente enamorado de Clara Wieck, recibe la noticia de que su mujer está embarazada. La joven se transforma en mujer y un nuevo encanto se refleja en su rostro. Es una niña la que nace el 1 de setiembre de 1841. Se llama María y Mendelssohn es el padrino. Viene al mundo bajo el signo de la sinfonía, puesto que Schumann concluye la Sinfonía en Re menor, segunda en realidad, pero que clasificará en su obra como la cuarta. Cada vez que Schumann pasa por Berlín, no deja de detenerse en la querida casa de los Mendelssohn. Por fin, el 3 de abril de 1843, el Conservatorio de Leipzig abre sus puertas y adquiere un prestigio envidiable. Mientras tanto, para condescender al voluble Federico Guillermo, ha compuesto música para Antígona, se da tiempo para conducir el Festival del Rhin en Düsseldorf y realizar un breve viaje a Londres. Ejecutaban allí su Sinfonía Escocesa, que había Robert finalizado en 1842. Allí se entrevistó con la joven reina Victoria a quien Mendelssohn había dedicado una de sus composiciones. Victoria lo recibió en el Palacio de Buckingham, audiencia privada a la cual solo asistió el príncipe consorte Alberto, admirador declarado de la música del genio alemán. Audiencia reciproca además, porque la reina, luego de haber oído a Robert, le rogó que la escuchase a ella misma y cantó – lo mejor que pudo – acompañada por él. El deleite de Mendelssohn ha quedado referido en una de sus cartas. De nuevo de regreso a Berlín, ciudad para Félix carente de atractivos, fastidios, molestias e inconvenientes. Félix había pedido a Federico Guillermo total libertad de movimientos y la posibilidad de fijar su residencia en Leipzig. Para el músico esto era de vital importancia, ya que no le gustaba vivir en Berlín. Félix reconocía y experimentaba, acaso más profundamente que nunca, el encanto del hogar familiar. Este recibió nuevamente una cruel pérdida. En diciembre de 1842, siete años después de su esposo, fallecía la señora Mendelssohn. Este hecho trágico estrechaba más que nunca la unión de los hijos y su mutua ternura. Fanny, a la sazón, pasaba a ocupar el primer puesto en la casa. El amor de Fanny parece pasar del fraternal al maternal con respecto al hermano. El 11 de diciembre de 1843, escribe a su hermana Rebeca, que por ese entonces efectuaba un viaje por tierras de Italia:

“Félix es de una amabilidad imposible de describir, está de muy buen humor y también prächtig (espléndido), como puede serlo en sus jornadas mejores. A cada instante que transcurre lo admiro más y más. Esta vida tan grata que llevamos juntos, siempre es nueva para mí. Es tan variado su espíritu, tan personal en todo y tan interesante, que no sabríamos habituarnos a él y nos asombramos sin cesar. Creo que, con los años, habrá de tornarse cada vez más encantador”.

Jean Racine, autor de una
tragedia bíblica, de quién
Mendelssohn se inspiró para
componer Atalía.
Ese año de 1843 había sido fecundo para Mendelssohn, había terminado “Atalía”, una obertura (op. 74), basada en la tragedia bíblica de Jean Racine (1639-1699), representada en Saint-Cyr el 5 de enero de 1691. Para la tragedia de Racine escribieron música Johann Abraham Schulz (1747-1800); Francois Adrien Boïeldile (1775-1800);  y Jeorg Joseph Vogler (1749-1827). De la tragedia de Racine, Felice Ramani (1788-1865) sacó el libreto para un drama con música de Johann Simon Mayr (1763-1845), representado en el teatro San Carlo de Nápoles en 1822. La tragedia de Racine nos presenta a los hebreos que están divididos en dos reinos: el de Judá, que mantiene en Jerusalén el culto del verdadero Dios, y el de Israel, separado de la antigua fe. Joram, rey de Judá, se ha casado con Atalía, de la casa de Israel, que, devota de los dioses, ha arrastrado al marido a la idolatría. Habiéndose quedado viuda con su hijo Ocozías, impío como ella, éste, encontrándose junto al rey de Israel, su tío, ha sido muerto, junto con los parientes, en una sublevación, inspirada por los profetas, que restauraba el verdadero culto. Para vengar aquella matanza, Atalía hizo asesinar a los hijos de Ocozías, sobrinos de ella y descendientes de David. Uno solo, Joás, fue salvado por una hijastra de Atalía, Josaba, y creció secretamente en el templo de gran sacerdote Joad, marido de Josaba. Estos son los antecedentes, desarrollándose la acción de la tragedia en el Templo, en un vestíbulo de las habitaciones del sacerdote. Abner, un jefe del ejército de Judá, advierte a Joad que Atalía, instigada por Matán, sacerdote pasado a la idolatría, está a punto de asaltar el templo donde cree que se esconde una amenaza para ella. Nos enteramos luego de que ella ha entrado soberbiamente en el Templo, disponiéndose a penetrar en el recinto  reservado a los sacerdotes donde Joad la ha detenido: allí ha quedado profundamente emocionada viendo a Eliacin (es el nuevo nombre del niño Joás). Entra en escena y dice sentirse orgullosa de lo que ha hecho por su reino, sin remordimientos por la sangre derramada cierto día. Solo, desde hace algún tiempo, la turba un sueño en el que su madre se le ha aparecido para decirle que el Dios de los hebreos la vencerá también a ella, y entonces le ha mostrado un niño, vestido de sacerdote hebreo, que le clavaba en el pecho un puñal.

“ATHALÍA. – Prestadme oídos con atención uno y otro. No quiero en modo alguno recordar aquí el pasado ni daros cuenta de la sangre que derramé. Cuanto he hecho, Abner, creí que constituía un deber para mí. No tomo por juez a un pueblo temerario. Sea lo que quiera cuanto su insolencia se haya atrevido a publicar, el cielo mismo se ha encargado de justificarme. Establecido mi poderío con triunfos bien patentes, él ha hecho que de mar a mar Athalí sea respetada. Jerusalén disfruta por mí un profundo sosiego. Ya no ve el Jordán al árabe vagabundo, ni al altivo filisteo con eternas depredaciones, como en tiempo de vuestros reyes, asolar sus riberas; el Siríaco me trata como reina y como hermana. En fin, el pérfido opresor de mi casa, que hasta mí debía llevar su barbarie; Jehú, el orgulloso Jehú, tiembla desde Samaria. Asediado por todas partes de un vecino poderoso, al que he sabido sublevar contra ese asesino, me deja en estos lugares como reina y señora. Disfruto en paz del fruto de mi sabiduría; pero un malestar importuno viene, desde hace varios días, a interrumpir el curso de mi prosperidad. Un sueño (¿debería  inquietarme yo por un sueño?) alimenta en mi corazón una inquietud que le corroe. Lo evito por doquier y por doquier me persigue. Fue durante el horror de una noche profunda. Mi madre Jezabel se mostró ante mí pomposamente engalanada como en el día de su muerte. Sus pesares no consiguieron abatir su orgullo; incluso conservaba todavía la postiza brillantez con que ella cuidó de afeitarse y de realzar su rostro, para reparar el irremediable ultraje de los años “Tiembla – me dijo – hija digna de mí. El cruel Dios de los judíos te amenaza. Te compadezco por caer en sus manos temibles, hija mía.” Concluyendo estas horribles palabras, su sombra ha parecido descender hasta mi lecho; y yo le tendí mis manos para abrazarla. Mas no pude notar sino una horrorosa mezcla de huesos y de carne torturados, arrastrados por el lodo, con gusanos ahítos en sangre, y miembros espantosos que perros voraces se disputaban entre sí.
ABNER. – ¡Gran Dios!      
ATHALÍA. –En esa confusión se presenta ante mis ojos un niño cubierto con un vestido resplandeciente, tal como el de que aparecen revestidos los sacerdotes de los hebreos. Su aparición ha reanimado mis fuerzas. Pero cuando me reponía de mi mortal turbación y admiraba su dulzura, su noble aspecto y su modestia, he sentido de pronto un acero homicida que el traidor hundía hasta la empuñadura en mi seno. Tal vez os parezca obra del azar esa extraña reunión de cosas tan diversas. Yo misma, durante algún tiempo, avergonzada de mi temor, lo he tomado por efecto de una alucinación sombría. Pero, poseída mi alma por este recuerdo, he vuelto a ver por dos veces la misma aparición: dos veces mis tristes ojos han visto presentárseles a ese mismo niño, dispuesto siempre a herirme. Fatigada, al cabo de los horrores que me perseguían, iba a rogar a Baal que velase por mi vida y a  buscar al pie de sus altares reposo. ¿Qué no puede el terror sobre el espíritu de los mortales? Instintivamente me llegué al templo de los judíos y concebí el pensamiento de apaciguar a su Dios: he creído que algunos presentes calmarían su cólera, que ese Dios, sea quien fuere, se dulcificaría. Pontífice de Baal, excusa mi flaqueza.
Entro: la gente huye, el sacrificio se interrumpe. El gran sacerdote avanza furioso hacia mí. Mientras él me hablaba, ¡oh sorpresa!, ¡oh terror!, he visto a ese mismo niño por el que estoy amenazada, tal como un sueño pavoroso lo ha pintado a mi imaginación. Le he visto: su mismo aspecto, su mismo traje de lino, su porte, sus ojos, en fin, todos sus rasgos. Es él mismo. Marchaba al lado del gran sacerdote, pero pronto le hicieron desaparecer de mi vista. Esta es la inquietud que me obliga a detenerme aquí, y acerca de ella es sobre lo que quería consultaros a los dos. ¿Qué es lo que presagia, Mathán, ese increíble prodigio?”
(“Atalía”, Jean Racine; en “Teatro Clásico Francés”. Librería “El Ateneo” – Diciembre 1958)

Sala de la casa de Mendelssohn
en Leipzig, actual Casa Museo.
Ahora, en el Templo, ve orar junto al altar a un muchacho similar en todo al de su sueño. Ordena que lo hagan venir: Joás, ante la petición de Atalía, contesta sencilla y profundamente, por el amor del verdadero Dios se niega a que ella se lo lleve a la corte. Ella envía entonces a Matán para pedir al niño como rehén; pero los padres adoptivos Joad y Josaba se niegan y hacen cerrar el templo, donde solo queda la tribu de los sacerdotes. Joás es coronado rey; hay que defenderlo, así como al templo, contra el asalto de Atalía que ya se anuncia. Puesto sitio al lugar santo, para cesar la lucha, la reina pide al niño y un tesoro que se dice escondido allí. Joad invita a la reina a entrar, para buscar el tesoro escondido. Ella reconoce a su sobrinito, el descendiente de David. Sus soldados la abandonar; los hebreos, a quienes es presentado su rey, están a su lado. Atalía declara su derrota y es asesinada fuera del templo. Con el título de “Atalía” es conocido un oratorio de George Frederich Händel (1685-1759), representado en Oxford en el año 1933 y que, aun conteniendo páginas de profunda inspiración, especialmente en los “adagios”, no tiene la altura de otras obras maestras suyas como “Saúl” e “Israel en Egipto”. Los críticos de su tiempo, coincidían en que Racine había alcanzado en la lengua y el arte del verso una perfección armónica. Su tono completamente pasional, completamente misterioso que se propaga como un reguero de pólvora entre los actos y las escenas, debe haber llamado la atención de Mendelssohn para incitarlo a crear una obertura inspirada en la obra de Racine. Francis Mauriac escribió que Racine “Con Atalía, el verdadero Racine, el gran Racine, nuevamente se levanta y habla. Encontró Atalía en la Biblia, pero la ha refundido, le ha comunicado la sangre”.

              EL CORO
Una de las Muchachas del Coro
¿Qué astro ante nosotros acaba de lucir?
¿Quién a ser llegará este niño prodigioso?
Desafía la altivez del orgulloso,
y no quiere dejarse seducir,
por el lujo de su fasto peligroso.

                   OTRA
En tanto que del Dios de Athalía
todos llevan incienso ante el altar
de un niño proclama la osadía
que es sólo Dios el ser eternal,
y ante otra Jezabel un nuevo Elías   
parecen sus razones al hablar.

OTRA
¿Quién de tu nacimiento la verdad secreta
nos dirá? ¿Eres hijo de algún santo profeta?  

OTRA
Así se vió al amable Samuel
crecer a la sombra del tabernáculo,
hasta ser a los hebreos esperanza y oráculo
¡Cual él puedas tú consolar a Israel!

OTRA, cantando
¡Oh, mil veces bienhechor
el niño que ama el Señor!,
que tan tempranamente su voz ha escuchado
y al que Dios mismo instruir se ha dignado.
De todos los dones del cielo lejos del mundo,
adornada al nacer su existencia,
el roce del malvado inmundo
en nada desfigura su inocencia.

Todo el CORO
¡Feliz, feliz infancia
que el Señor instruyó bajo su vigilancia!

LA MISMA VOZ, sola
Así en el valle escondido,
al borde de un aura pura,
crece, del aquilón al abrigo,
un tierno lirio, al amor de la Natura.
De todos los dones del cielo, lejos del mundo
adornada al nacer su existencia,
el roce del malvado inmundo
en nada desfigura su inocencia.

Todo el CORO
¡Feliz, feliz mil veces
el niño que el Señor dócil quiso a sus leyes!

UNA VOZ, sola
¡Dios mío! ¡Que una virtud naciente
entre tantos peligros camine inciertamente!
¡Que un alma que te busca, queriendo ser inocente,
tenga rémoras que hallar!
¡Cuántos enemigos le hacen guerra!
¿Dónde tus santos se pueden ocultar?
Los pecadores cubren toda la tierra.

OTRA VOZ
¡Oh!, palacio de David, y su ciudad amada,
famosa cima, del mismo Dios morada,
¿cómo es que atrajiste la cólera del cielo?
Sión, amada Sión, ¿qué dices al mirar
de una extranjera impía el enemigo celo
que el trono de tus reyes, ¡ay!, quiere ocupar?

Todo el CORO
Sión, amada Sión ¿qué dices al mirar
de una extranjera impía el enemigo celo
que el trono de tus reyes, ¡ay!, quiere ocupar?

LA MISMA VOZ, prosigue
En vez de los hermosos cantos
con que David le expresaba sus éxtasis santos,
y a su Dios, su Señor y padre bendecía
Sión, amada Sión, ¿qué dices al mirar
que es alabado el Dios de la extranjera impía,
y del nombre que adoraron tus reyes blasfemar?

UNA VOZ, sola
¿Por cuánto tiempo, Señor, todavía por cuánto
contra ti a los malvados los veremos alzar?
Hasta en tu santo templo te vienen a retar.
Al pueblo que te adora motejan d insensato.
¿Por cuánto tiempo, señor, todavía por cuánto
contra ti a los malvados los veremos alzar?   

OTRA
“De esa obstinada virtud –dicen ellos–, ¿qué sacáis?;
de los dulces placeres la morada,
¿por qué abandonáis?
Vuestro Dios por vosotros no hace nada”.

OTRA
“Ríamos, cantemos –dice esa masa impía–;
de placer en placer y de flor en flor
llevemos nuestro amor.
¿Del mañana, insensato, quién se fía?
De nuestros días fugaces, ¿el número sabemos?
Apresurémonos a gozar del vivir cada día;
¿quién sabe si mañana viviremos?”

Todo el CORO
Que lloren, ¡oh mi Dios!, que tiemblen de temor
esos desdichados que tu santa ciudad
nunca han de ver en su eterno esplendor.
A nosotros nos toca venirte a ensalzar,
pues eres Tú quien nos ha revelado
tu trono iluminado.
Tus dádivas y esplendor nosotros debemos loar.

UNA VOZ, sola
De todos los vanos placeres en que su alma se despeña,
¿qué les ha de quedar? Tan sólo lo que a aquel que sueña
y comprende su error.
Cuando despierten, ¡qué despertar de horror!
En tanto que el pobre, cabe tu mesa amable,
gustará de tu paz la dulzura inefable,
ellos deberán en copa horrible, inagotable,
que tú ofrecerás el día del furor
a toda la estirpe culpable.

Todo el CORO
¡Oh, despertar de horror!
¡Oh, sueño poco durable!
¡Oh, peligroso error!”
(obra citada)

Salón de música de la casa de Mendelssohn,
actual Casa Museo en Leipzig.
El Conservatorio de Leipzig se convirtió en el centro de formación más notable de Alemania y entre sus discípulos los había procedentes de los Países Bajos, de Inglaterra, de Dinamarca y de Rusia. El duelo por la muerte de Lea Mendelssohn no clausuró por mucho tiempo la entrada de la música en la casa de la Leipzigstranse. La morada volvió a abrir sus puertas y Félix vivió en Berlín las reuniones más brillantes y los domingos más armoniosos. En una carta de Fanny a Rebeca del 18 de marzo de 1844 se lee:

“El domingo pasado hemos tenido, yo creo, la más bella música dominical que hasta la fecha hayamos oído nunca, tanto desde el punto de vista en la ejecución como del público. Veintidós carruajes en el patio, Liszt y ocho princesas en el salón. En lo que atañe al programa en sí, el quinteto de Hummel, el dúo de Fidelio, variaciones de David, ejecutadas por el maravilloso pequeño Joaquín, que no era un niño prodigio, sino un admirable niño, luego de Noche de Walpurgis” 

Félix valoró siempre la amistad y la gratitud. Pocos días después de la Pascua de 1844, Mendelssohn viajó a Londres como director invitado de la Philharmonía. Su capacidad para hacer vibrar a los componentes de la orquesta y de entusiasmar a los espectadores consiguió no solo un éxito de público, sino también financiero, con lo que salvó la difícil situación económica de esta formación sinfónica inglesa. En esta etapa se consideraba a Mendelssohn como el más significativo de los compositores alemanes; tenía una total independencia económica y su influencia era incalculable. El tornadizo Federico Guillermo amanece un día con la idea de restaurar el antiguo teatro griego, es por ello que Mendelssohn prepara la música y representa por primera vez Antígona, Athalía, Edipo en Colona y sobre todo, la sutil y adorable Sueño de una noche de verano, cuya partitura concluyera, en el año 1843, después de más de quince años, a aguzarse a la obertura con una precisión increíble. Un día después del estreno, escribe Mendelssohn:

“Resulta encantador, que se hallen los berlineses encantados a tal punto de estar tan enamorados de esta querida y vieja pieza de nuestro Guillermo”.

A pesar de este éxito, Mendelssohn se siente agotado y sobretodo desengañado de que la vida musical en Berlín es defectuosa y la solución no depende de él sino de Federico Guillermo. Solo Shakespeare lo ayuda a sobrellevar sus pesares. La poesía del poeta inglés le sirve de reflejo a sus pensamientos y ensueños, a sus esperanzas y sus amores; Shakespeare se convierte en su confidente y consolador. Félix se ve obligado por su salud mental y espiritual a negociar con mucha prudencia su dimisión. Dimite a todos sus cargos, lo cual es aceptado por el monarca a regañadientes pero sin reproches. En una carta a De Vrient, Félix manifiesta su alivio.

“Mi situación aquí [en Berlín] al fin se ha resuelto según mis deseos y del modo que podía serme más favorable. Conservo la posición de compositor del rey y de ella obtendré aún ciertas ventajas. Mas heme ya liberado de toda posición musical pública, de la estada en Berlín, en fin, de todo cuanto me atormentaba y me abrumaba desde hacía tanto tiempo”.

Oratorio de Elías, composición de
Mendelssohn, que se estrenó en 1846
en Birmingham, Inglaterra.
Liberado ya de esa opresión, Félix se reintegra plenamente al Gewandhaus y al Conservatorio de Leipzig. En el verano de 1846 volvió a Inglaterra, donde estrenó, en Birmingham, su oratorio Elías con la participación de un coro de más de trescientas voces. Este fue el segundo oratorio de Mendelssohn op. 70 (1846) que fue comenzado en 1838 y su elaboración fue extraordinariamente lenta. Es una síntesis perfecta entre el clasicismo y el romanticismo de su autor. El libreto es tomado de su amigo el teólogo Julius Schubring, y está extraído del Libro de los Reyes (capítulos 17, 18 y 19), y más que narrar la vida del profeta de manera cronológica, pone de relieve los momentos más notables de la vida de su protagonista, un auténtico héroe del Antiguo Testamento. ¿Quién era Elías? Bajo el reinado de Ajab, que había tomado por esposa a Jezabel, hija del rey de Tiro, el pueblo de Israel se entregó al culto de Baal. Elías fue el profeta destinado a hacerlo volver al verdadero Dios. Después de haber anunciado a Ajab las sequías y hambres que iba a padecer el país, se ocultó en la quebrada de Kerit, a donde unos cuervos le llevaban alimento. Tres años más tarde acudió de nuevo al rey y retó a los sacerdotes de Baal a una prueba en la que se manifestase el poder de su dios. En la cumbre del Carmelo se erigieron dos grandes pilas de leña en forma de altar, y sobre cada una de ellas se colocó un buey descuartizado. Los 450 sacerdotes de Baal debían pedir a su dios que bajará fuego del cielo a consumir la víctima de su altar; Elías; por su parte, haría otro tanto con Jehová. El dios que se mostrase vencedor debía ser reconocido como el Dios de Israel. Los sacerdotes de Baal estuvieron todo el día clamando a su dios e hiriéndose el cuerpo con religioso frenesí, mas no bajó fuego ninguno a su altar. Entonces Elías mandó echar agua sobre la leña de su altar y oró a Jehová. Bajó en seguida fuego del cielo que devoró a su víctima. Los sacerdotes de Baal fueron degollados. Al mismo tiempo una nube se levantó del mar y llovió sobre la árida tierra. Elías se alejó una segunda vez al desierto y habló con Dios en el monte Horeb (Sinaí). Aprendió entonces que a Dios, mejor que en el viento, los temblores o el fuego, se lo encuentra en la apacible y callada voz del corazón del hombre; asimismo, que debía seguir un plan cuidadoso para que volviera a Dios el pueblo de Israel:

“–Señor, Dios de Abraham, Isaac e Israel haz que hoy se reconozca que tú eres el Dios de Israel y que yo soy tu siervo que he actuado así por orden tuya. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que harás volver sus corazones a ti.   
Entonces descendió el fuego divino, devoró el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y secó el agua de la zanja. Al verlo, toda la gente cayó en tierra, exclamando.
–¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!
Elías les ordenó:
–¡Apresen a los profetas de Baal y que no escape ni uno!
Los apresaron y Elías mandó bajarlos al arroyo Quisón y allí los degolló.
Elías dijo a Ajab:
–Vete a comer y a beber, pues se oye el ruido del aguacero.
Ajab se fue a comer y beber. Elías, por su parte, subió a la cima del Carmelo, se sentó en tierra con el rostro entre las rodillas y dijo a su criado:
–Sube y mira en dirección al mar.
El criado subió, miró y dijo:
–No se ve nada.
Por siete veces Elías le dijo:
–Vuelve a hacerlo. A la séptima vez, el criado dijo:
–Viene del mar una nube pequeña como la palma de la mano.
Entonces Elías dijo:
–Vete a decirle a Ajab: “Engancha y márchate, antes de que la lluvia te lo impida”.
Inmediatamente, por efecto de las nubes y el viento, el cielo se encapotó y se desencadenó el aguacero. Ajab montó en su carro y marchó a Jezrael. Elías, impulsado por la fuerza del Señor, se ciñó la ropa a la cintura y se fue corriendo delante de Ajab hasta llegar a Jezrael. 
Ajab contó a Jezabel todo lo que había hecho Elías y cómo había degollado a todos los profetas. Entonces Jezabel envió un mensajero a comunicar a Elías.
–Que los dioses me castiguen, si mañana a estas horas no hago contigo lo que les has hecho a ellos.
Elías se asustó y emprendió la huida para ponerse a salvo. Cuando llegó a Berseba de Judá, dejó allí a su criado. Luego siguió por el desierto una jornada de camino y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte diciendo:
–¡Basta y, Señor! Quítame la vida, pues yo no valgo más que mis antepasados.
Se echó bajo la retama y se quedó dormido. Pero un ángel lo tocó y le dijo:
–Levántate y come.
Elías miró y a su cabecera vio una torta de pan cocido sobre piedras calientes junto a una jarra de agua. Comió, bebió y volvió a acostarse. Pero el ángel del Señor lo tocó de nuevo y le dijo:
–Levántate y come, porque el camino se te hará muy largo. Elías se levantó, comió y bebió; y con la fuerza de aquella comida caminó durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Una vez allí, se metió en una cueva para pasar la noche. El Señor le dirigió la palabra, preguntándole:
–¿Qué haces aquí, Elías?
Él contestó:
–Ardo en celo por el Señor, Dios del universo, porque los israelitas han roto tu alianza, han derribado tus altares y han asesinado a filo de espada a tus profetas. Sólo he quedado yo y me andan buscando para matarme.
El Señor le dijo:
–Sal y quédate de pie sobre el monte ante el Señor, que el Señor va a pasar.
Vino un viento huracanado y violento que sacudía los montes y quebraba las peñas delante del Señor, pero el Señor no estaba en el viento. Tras el viento hubo un terremoto, pero el Señor tampoco estaba en el terremoto. Tras el terremoto hubo un fuego, pero el Señor tampoco estaba en el fuego. Tras el fuego se oyó un ligero susurro, y al escucharlo, Elías se tapó el rostro con su manto, salió de la cueva y se quedó de pie a la entrada. Entonces oyó una voz que le preguntaba:
–¿Qué haces aquí, Elías?
Él contestó:
–Ardo en celo por el Señor, Dios del universo, porque los israelitas han roto tu alianza, han derribado tus altares y han asesinado a filo de espada a tus profetas. Sólo he quedado yo y me andan buscando para matarme.
El Señor le dijo:
–Anda, vuelve por el camino por el que has venido hacia el desierto en dirección a Damasco. Cuando llegues, unge a Jazael como rey de Siria, unge a Jehú, hijo de Nimsí, como rey de Israel; y unge a Eliseo, hijo de Safat, de Abel Mejolá, como profeta sucesor tuyo. A quien escape de la espada de Jazael, lo matará Jehú, y a quien escape de la espada de Jehú, lo matará Eliseo. Sólo dejaré en Israel un resto de siete mil aquellos que no doblaron la rodilla ante Baal, ni lo besaron con sus labios.”
(1 Reyes 18 (37-46); 19 (1-18))  

Tomando a Eliseo como discípulo, se presentó de nuevo a Ajab y lo maldijo por el asesinato de Nabot. Profetizó también la muerte de Ococías, sucesor de Ajab. Por último Elías fue llevado a los cielos en una carroza de fuego. Eliseo continuó su obra. Se hizo temer en toda Judá, Israel y Siria. Alentó a Jehú para que se rebelara. Llegó éste a ser rey de Israel, dando muerte a la reina madre, Jezabel, y a los sacerdotes de Baal. Incitó también a Jazael, rey de Siria, contra ambos reinos de Judá e Israel para reavivar el espíritu nacional de los judíos. En su lecho de muerte anunció a Joás, rey de Israel, que sería el conquistador de los sirios.
Niels Gade, quien comparte
la dirección de conciertos con
Mendelssohn en Gewandhaus.
A su regreso, el médico le recomendó abandonar su actividad como concertista a causa de sus jaquecas. En Leipzig comparte con Niels Gade la dirección de los conciertos de Gewandhaus. Proyecta dos óperas: Loreley (fragmentos de una ópera inconclusa, op. 89), y un nuevo oratorio, Christus (inconcluso, recitativos y coros, op. 97). En la primavera de 1847 hace su último viaje a Londres y dirige Elías cuatro veces. Después de una de esas ejecuciones, recibió Félix del príncipe Alberto el folleto que acababa de utilizar el real oyente, con una dedicatoria que empezaba más o menos así:

“Al noble artista, al que, entre los servidores de Baal, ha sabido, nuevo Elías, realizar mediante su genio el culto del verdadero Dios.”

Toda esa alegría por ese nuevo triunfo en Inglaterra se desvanecerá como un copo de nieve sobre una brasa. Al regresar a Frankfurt, en mayo de 1847, se entera de la muerte de su hermana Fanny como consecuencia de una embolia cerebral. La muchacha ensayaba su próximo concierto dominical cuando, súbitamente, se desplomó: cayó sin voz, sin movimiento y sin conocimiento esa misma tarde exhalaba su último suspiro, en el seno de su casa y de su música querida. Las flores preparadas para el salón de las acostumbradas fiestas fueron depositadas en su ataúd. El golpe fue terrible para el hermano amado quien cree morir también al enterarse. Las fatigas acumuladas desde 1844 se transforman en dolores de cabeza y desequilibrio nervioso; pasa de la postración a la excitación. Aun cuando se siente agobiado, logra escribir. Logra con sumo esfuerzo componer dos cuartetos de cuerda y cuando escucha música no puede contener un sollozo. Escribió con respecto a la muerte de Fanny:

“Es un gran capítulo que finaliza. Y yo no he de escribir ni el comienzo, ni siquiera el título de otro”.

El verano de 1847 fue a pasarlo a Suiza, en Interlaken. El pequeño órgano de Ringenber, en las cercanías de Brienz, fue el último en que sus manos se apoyaron. Aunque físicamente era un hombre pálido y envejecido, todavía escribió obras importantes. A fines del verano de 1847 compuso una canción sobre un poema de Eichendorff, cuyo tema era la muerte. A pesar de que se lo considera como su última obra, aún escribió el 9 de octubre la Altdentschen Frühling (Antigua primavera alemana). Cuando volvió a abrirse el Gewandhaus, no tuvo la energía requerida para asumir nuevamente el cargo de director, y solicitó a Ries que lo reemplazara. Todo octubre de 1847 sufrió de vértigos y de terribles síncopes. Cuando el 28 de octubre se disponía a dirigir su oratorio Elías en Viena tuvo los síntomas claros de que su enfermedad era mental: unos dolores de cabeza muy violentos que le provocaron unos desvanecimientos. El rey le concede la Cruz del Mérito y es nombrado ciudadano honorario de Leipzig como premio a sus trabajos en favor de la construcción del movimiento a Bach. Una carta de Cecilia Mendessohn dirigida a Robert Schumann, informa a éste que Félix ha sufrido el 4 de noviembre un ataque de apoplejía. Schumann acude a Leipzig y ve a su amigo yerto sobre el lecho mortuorio. Los rasgos de ese rostro inanimado están cubiertos por un velo de tristeza. Eduard Bendemann (1811-1889) ha dejado un dibujo, realizado en 1847, que representa a Mendelssohn en su lecho de muerte. El hombre había envejecido prematuramente. Sabía bien que estaba prometido al reposo eterno, cuando exclamaba, tres meses antes, en la avenida de los nogales, que hace frente a la Jungfrau: “– ¿Para qué hacer planes? Yo no viviré” Sin duda presentía que la muerte de su hermana Fanny era un escollo insuperable para seguir viviendo. Mendelssohn tenía 38 años cuando murió. Un majestuoso grabado de los funerales del compositor que se celebraron en la iglesia de las Paulinas en Leipzig, se conserva aún. Durante la procesión, el féretro fue llevado a hombros por Gade, Schumann, David, Rietz, Hauptmann y Moscheles. Después del entierro, Schumann vuelve a Dresde y se encierra en una torre de silencio. Mendelssohn está en el cielo, Hiller dirige música en Düsseldorf, Wagner se hace cada vez más incomprensible. Es la soledad, visitada por inquietos pensamientos. Schumann, secretamente, se siente amenazado por el dolor de esa muerte y por el alejamiento de sus compañeros, quiso a Mendelssohn como Johanes Brahms lo amó a él. Schumann, lejos de los celos y las bajas pasiones que corroen las envidias de los mediocres, siempre supo valorar la obra de Félix.
A raíz de la belleza y maestría de las fugas y corales que Mendelssohn supo enquistar en la trama de Paulus y de Elías, escribió Schumann: 

“Mendelssohn ha querido retrotraer a los pianistas a la admiración y a la práctica de esa vieja y magistral forma de estilo [una de las obras para piano de Félix, se compone de sus preludios y fugas, de las cuales la primera tiene como epílogo un coral]. Yo, que puedo, durante horas enteras, embriagarme con las fugas de Beethoven, de Bach y de Haendel, he sostenido siempre, a causa de ello, que ya no es posible hacer hoy una sola que no sea insípida, tibia, miserable y forjada con andrajos, hasta el día en que Mendelssohn con éstas, me ha reducido un poco al silencio. Me consta que Bach ha compuesto muchas fugas mías. Pero si hoy se levantara de su sepulcro, luego de haber empezado por echar pestes un poco en torno suyo, a derecha y a izquierda, quizá, sobre el estado de la música en general, también y con toda seguridad habría de regocijarse por el hecho de que haya algunas flores, aún, en el campo donde ha plantado él robles tan gigantescos. En una palabra, estas fugas poseen algo a la manera de Bach y podrían engañar al más sutil “redactor”, de no ser por la melodía, por el más delicado esmalte, en los cuales se reconoce la época moderna y, aquí y allá, leves rasgos personales de Mendelssohn que lo delatan aún”
(Robert Schumann, en la “Gazette de la Musique”)

En 1847 fallece Fanny Mendelssohn,
fue un golpe muy duro para el
compositor.
Mendelssohn llevó su vida y su arte con gran disciplina. No olvidemos su máxima preferida: “Todo lo que debe ser hecho, debe ser bien hecho”. Luego de haber adoptado esta divisa, la puso en práctica sin reservas y sin excepciones. Gustó siempre de andar vestido correctamente, y el desaliño lo horrorizaba. En una de sus cartas de viaje se queja y se lamenta de haber andado durante tres días sin corbata. Su caligrafía era muy cuidada; en la cuantiosa correspondencia que se conserva, es difícil encontrar una palabra ilegible. Inclusive en las tachaduras, en los retoques de sus manuscritos, hasta en el sello, en el doblez de sus cartas, todo delata el gusto minucioso del orden y de la corrección. Trabajador infatigable y juez incorruptible de su propio trabajo, nunca sacrificó nada, ni nada traicionó de su convicción y de conciencia. Difícil encontrar artista que demostrara más independencia y orgullo que Mendelssohn, con los críticos y con los intérpretes. Su fortuna personal no ayudó jamás a la fortuna de sus obras. Después de representar en el Odeón de París en 1844, su Antígona, un amigo le sugirió que otorgara algún presente a los artistas principales. Félix le respondió:

“Nada podría oponerse más a los principios que he adoptado como norma de conducta, desde la iniciación de mi carrera artística. Consisten esos principios en cuidarme siempre, de establecer la mínima confusión entre mi situación personal y mi posición musical, tratando de mejorar esta última mediante la influencia de la otra, por las cosas que me conciernen, a no corromper, en modo alguno, sea los sufragios del público, sean los de un simple particular, e inclusive a no intentar jamás reafirmarlos”.

Casa Museo Mendelssohn, habitación
del compositor.
Una vida noble, una pureza de vida en todas las formas: filial, conyugal, fraternal, paternal y amical, fue el motor que guió las acciones de su breve existencia. Fue un músico pleno que destacó en todos los géneros: sinfonías, oratorios y cantatas; música de concierto, profana o sacra y música de cámara; música vocal e instrumental; música apasionada y pintoresca, de sentimiento y de paisaje. De él escribió el crítico Giuseppe Piccioli:

PIANISMO DE MENDELSSOHN
Es general entre los románticos la poca tendencia a concebir obras de gran amplitud. Hasta los más grandes compositores de este período encuentran en la pieza de forma libre y de reducidas dimensiones el género que mejor responde a su reinada sensibilidad. Aparte Schubert –que eleva el lied a la categoría de obra de arte – y Chopin – que hace del piano el instrumento poético por excelencia y se deja transportar por su vena hacia los horizontes más vastos, sin preocuparse de las leyes formales según las concebían los clásicos–, el mismo Schumann se hace admirar sobre todo en aquellas composiciones en las que su genio puede manifestarse sin limitaciones, no dificultado por reglas fijas dentro de límites determinados.
En estos compositores la forma se convierte a menudo en fórmula, los medios ofrecidos por las particularidades estructurales de la sonata o del concierto no son explotados y queda muy poco del gran provecho que Mozart y Beethoven sacaron de las reexposiciones y los desarrollos. Las sonatas de Schubert y de Chopin para piano son en este sentido ejemplos muy significativos y si queda intacto el equilibrio entre las diversas partes se debe al sentido de las proporciones que estos artistas tenían.
Maestros de la forma cuando se trata de componer fragmentos en estilo libre, en los que la fantasía puede trazar los contornos que más les convienen, sufren, hasta sacrificar la inspiración por las leyes fijas e inmutables de las obras tradicionales. Beethoven y Mozart dominan la materia, mientras que en el periodo romántico es la materia la que domina a los compositores. Por esto, en este período –exceptuados Schubert y Mendelssohn– la producción de sonatas es más bien escasa y relativamente poco interesante.
Mendelssohn Bartholdy es un caso aislado. Muy conocedor de Bach, excelente pianista, está empapado de arte clásico, y quizá también su origen hebreo lo hace inclinar a seguir las normas tradicionales. Su musicalidad, dulce y fina, sentimental pero no empalagosa (como quiere cierta crítica contemporánea), está siempre sostenida y dirigida por una técnica de primer orden. Mendelssohn siente toda la belleza de la forma como la sentían los clásicos y se complace en trazarla con desenvoltura. Espíritu ecléctico, pasa de la romanza sin palabras (género que él creó) a la fuga, de la pieza brillante a la sonata, y deja en todas sus creaciones las huellas bien visibles de su gusto aristocrático, que por naturaleza evita el énfasis y la vulgaridad. Arte profundo que no provoca emociones intensas; quizá un poco formalista, pero arte claro, honesto, sólidamente construido.
El estilo pianístico de Mendelssohn es de una pureza casi mozartiana; audaz y eficaz en los fragmentos a solo, el piano no pierde sus características en la música de conjunto, sobre todo en los dos Conciertos, donde se amalgama admirablemente con los otros instrumentos. Conocedor muy experto de técnica instrumental, Mendelssohn trata el acompañamiento de la orquesta con mucha sobriedad para no forzar su realización pianística, de carácter más bien ligero, y el timbre cristalino del piano no se pierde entre los juegos centelleantes de los instrumentos de metal y el cálido apasionamiento de los de arco.
GIUSEPPE PICCIOLI (De El Concierto para piano y orquesta. Como, Cavalleri, 1936.)  

Tumba de Mendelssohn ubicada
en el Cementerio de la Trinidad,
en Berlín.
Fue Félix Mendelssohn profunda y altamente cristiano. Lo fue por la creencia y por las obra, por la práctica de la justicia y de la caridad. Fallecido a los 38 años, tres más que Mozart, Mendelssohn se hace merecedor al triste saludo que se otorga a los jóvenes talentosos muertos en la flor de la vida con el que Voltaire enarboló la frente de Vauvenargues:

Adieu, belle ame et beau genie...
(¡Adiós, bella alma y hermoso genio!)

Wolfsschanze, mayo – diciembre del 2016

    



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