AMOR
MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
Para Alberto
Valcárcel,
ternura en la palabra,
ternura en la voz,
ternura en la amistad
allende la vida.
Francisco de Quevedo (1580 - 1645) |
Es probable que Propercio muriera poco después, aunque parece por
noticias de Plinio el Joven (Cartas
VI 15,1; IX 22,1) que se hubiera casado e incluso hubiera llegado a ser padre,
si es que creemos que el amigo citado por Plinio, Paseno Paulo, era
descendiente de Propercio. Sea como fuere, lo que sí es seguro es que murió.
Como muy tarde, sobre el nacimiento de Cristo, porque su mención en los
catálogos poéticos de Ovidio de esa fecha (Arte de amar III 333,536; Remedios
de amor 764; Tristias II 465) presupone su muerte. Los más tiernos poetas,
Catulo, Cornelio Galo, Tibulo y Propercio murieron en la treintena. Por una o
por otra razón, los grandes poetas “románticos”
por un destino insondable son llamados relativamente jóvenes por los dioses,
como Jorge Manrique (1440 – 1479), Garcilaso de la Vega (1501 – 1536), Philip
Sidney (1554 – 1586), Novalis (1772 – 1801), Percy Bysshe Shelley (1792 – 1822), Jhon Keats
(1795 -1821), Byron (1788 – 1822), Espronceda (1808 – 1842), Bécquer (1836 –
1870), García Lorca (1898 – 1936) o Miguel Hernández (1910 – 1942). Su poesía,
en cambio, permanecía durante siglos.
Sexto Propercio, escritor romano. |
Después de la muerte de la poetisa, enterrada en su villa de Tívoli, la
piedad reaviva en el poeta la antigua llama. Cintia se le aparece en sueños y
suscita en el ingrato amante un nostálgico sentimiento de amargura. El libro
primero de sus cuatro libros de Elegías,
era llamada Cynthia por el mismo
poeta (II 24, 1-2) siguiendo la tradición de titular los libros de amor con el
nombre de la amada. Ejemplo de esto son la Nanno
de Mimnermo (segunda mitad del siglo VII a.C.), la Lide de Antímaco (ca. 100 a.C.), la Leucadia de Varrón de Átax (nació en el 82 a.C.), la Lesbia de Catulo (84 – ca. 54 a.C.), la
Quintilia de Licinio Calvo (82 – ca.
47 a.C.), la Licoris de Cornelio
Galo (ca. 69 – 26 a.C.) o la Neera de Lígdamo (del siglo I d.C.).
¿Pero era Cintia el verdadero nombre de la amada de Propercio? Apuleyo
de Madaura (ca. 125 – ca 180 d.C.), el magistral fabulador latino en las Metamorfosis o el Asno de oro, nos dejó la noticia de que los poetas elegiacos
latinos asignaban pseudónimos a sus amadas. En su Apología (X3) nos dice: “Así
pues, por la misma razón acusen a G. Catulo porque llamo Lesbia a Clodia, y de
igual manera a Ticidas, porque la que era Metela la escribió como Perila, ya
Propercio, que dice Cintia a Hostia, y a Tibulo, porque tiene en su mente a
Plania y en sus versos a Delia”.
Después de Catulo, otros poetas se sintieron impulsados a seguir
escribiendo ciclos de poesías dedicadas sobre amadas dominantes. Galo,
Propercio, Tibulo y Ovidio optaron por poner pseudónimos a sus amadas para
dejar claro que ellas eran la fuente tanto de su inspiración poética como de su
pasión amorosa. Algunos como Galo y Tibulo relacionaban a sus amadas con el
dios Apolo. Cintia, la amada de Propercio, se relaciona también con Apolo, que
había nacido en el monte Cinto de la isla de Delos. Además, el nombre de Cintia
se emplea como epíteto de Ártemis, diosa virginal, libre e imposible de ser
sometida al amor, como Cintia nunca cederá totalmente al amor de Propercio.
La Elegía II nos ofrece los
datos suficientes para poder delinear el retrato físico e intelectual de
Cintia. Su cabello era rubio, sus manos largas, su cuerpo esbelto y sus andares
eran dignos de Juno (II 2, 5-6). Su belleza física superaba a las tres diosas
que rivalizaron un día en belleza: Juno, Minerva y Venus (II 2, 13-14). La piel
de Cintia era más blanca que la nieve, su cabello caía ordenadamente por su
cuello suave y sus ojos eran como dos estrellas (II 3, 9-14).
Sin embargo, no fue sólo la belleza física lo que cautivó a Propercio,
sino sus cualidades intelectuales: su elegancia en el baile, su habilidad en
tañer la lira o incluso su capacidad para componer poesía (II 3, 14-22). La
suma de atractivo físico y de cualidades intelectuales era lo que ejercía la
atracción fatal en los tiernos poetas de amor. Los poetas no se conformaban con
un físico de primera y con noches de amor inolvidables (II 15), sino que
buscaban la gracia, el buen gusto, el saber estar y la cultura de sus amadas,
todo lo cual se resume en lo que ellos denominaban la puella docta o aquella amada que unía la belleza física a sus
cualidades intelectuales.
Un epigrama atribuido a Petronio, el autor del Satiricón, describe a la amada ideal:
No basta la belleza ni la que quiere parecer bonita debe agradarse a sí
misma según la costumbre vulgar. Las palabras, el humor, las bromas, la gracia
de la conversación, la risa superan la obra de una naturaleza demasiado
ingenua. Realza, en efecto, la belleza lo que se añade de arte, pero, si debajo
no hay nada sustancial, se pierde la gracia desnuda.
(Antología Latina
XXXI Bücheler)
Jorge Manrique. |
Recuerde
el alma dormida
avive
el seso y despierte
contemplando
cómo
se pasa la vida
cómo
se viene la muerte
tan callando;
cuan
presto se va el placer
como
después de acordado
da dolor,
como
a nuestro parecer
cualquiera
tiempo pasado
fue mejor.
Pero Propercio es un caso muy particular, pues llega a recrearse incluso
en su propia muerte. Ninguna poesía antigua supo conjugar mejor la vida, el
amor y la muerte que la Elegía I 19 (“Amor más allá de la muerte”) y ninguna
descripción es tan detallada como el propio funeral del poeta junto a la amada
(II 13, 17-42) en una especie de fantasía fúnebre sobre el amor y la muerte. Su
locura de amor llega hasta desear que se mezclen sus huesos con los huesos de
Cintia en la tumba, pues entonces él sería el único que la posea (IV 7, 93-94).
A Propercio le encanta regodearse con funerales y el más allá, pero, a
diferencia de Tibulo, nuestro poeta nunca cae en la pena, sino que se alegra de
que su posible final anticipado sea dramático y espectacular al lado de su
amada.
Propercio dejó una viva impresión en poetas tan sensibles como Fernando
de Herrera, Garcilaso de la Vega, Francisco de Medina, Francisco de Medrano,
Rodrigo Caro, Francisco de Quevedo Charles Baudelaire, Gustavo Adolfo Bécquer o
Vicente Aleixandre, cuyo libro, La
destrucción o el amor, tiene como denominador común el amor y la muerte.
Pero quizá la muestra más célebre de toda esta influencia, esté grabado con letras de oro en el soneto de Francisco de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte”, inspirada evidentemente en
la Elegía I 19 de Propercio. Antes
de pasar a Quevedo, veamos esta célebre Elegía del poeta de Asís:
No
temo yo ahora, Cintia mía, los tristes Manes,
ni me importa el destino debido a la
postrera hoguera,
Pero
que acaso mi funeral esté privado de tu amor,
ese miedo es peor que la exequia misma.
No
tan superficialmente entró Cupido en mis ojos
como para que mis cenizas estén libres de
tu amor olvidado.
Allí,
en los lugares sombríos, el héroe descendiente de Filaco
no pudo soportar el recuerdo de su amada
esposa,
Sino
que, deseoso de tocar a su amor con ilusoria manos,
el tesalio había ido cual sombra a su
antiguo hogar.
Allí,
sea lo que fuere, siempre seré tu espectro:
un gran amor atraviesa incluso las riberas
del destino.
Allí
lleguen a coro las hermosas heroínas,
las que el botín de Troya entregó a los
héroes griegos:
ninguna
de ellas me será; Cintia, más agradable que
tu figura, y (la justa tierra así lo
permita)
aunque
los hados te reserven una larga vejez,
queridos sin embargo serán tus
huesos a mis lágrimas.
¡Que
esto mismo puedas tú sentir viva sobre mis cenizas!
Entonces la muerte, donde quiera llegue, no
me sería amarga.
¡Cuánto
temo, Cintia, que, despreciada mi tumba,
Amor cruel te separe de mis cenizas
y te
obligue a la fuerza a enjugar las lágrimas que te brotan!
También la joven que se
doblega con cortinas amenazas.
Por
lo cual, mientras podamos, gocemos juntos de nuestro amor:
el amor, dure lo que dure,
nunca es demasiado largo.
Francisco de Quevedo, retratado despues de ingresar en la Orden de Santiago en 1618, por Francisco Pacheco. |
Su padre, Pedro Gómez de Quevedo, fue secretario de la princesa María
–hija de Carlos V y esposa del emperador Maximiliano II- y luego de la reina
doña Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II; su madre, María de Santibáñez,
fue dama de la reina. Antes eran oriundos de la Montaña. Quevedo perdió pronto
a su padre (1586), y su madre entró entonces al servicio de la Infanta Isabel
Clara Eugenia; con todo ello, el futuro escritor anduvo desde niño por palacio
y pudo adquirir muy temprana experiencia de la turbia Vida Cortesana. Tuvo tres
hermanas. Margarita, casada con Juan de Aldrete, matrimonio del que nació Pedro
Aldrete, el sobrino de Quevedo, ordenador de sus obras y su biógrafo; María,
que muere en la niñez; y una tercera que se metió de monja en las Carmelitas
Descalzas de Santa Ana, de Madrid, sor Felipa de Jesús. ¿Qué ha quedado de su
obra de su infancia y su primera juventud? Nada. ¿Cuáles son las raíces de su
acérrima misoginia? Sigue siendo un misterio. Sólo nos queda la suposición de
que Quevedo no hubiera hablado tan cruda y brutalmente de las mujeres ni se
hubiera mostrado durante toda su existencia tan violentamente misógino, si en
su infancia, una madre tierra y devota se hubiese inclinado sobre él. Parece
que desde su infancia acumuló una cantidad de bilis que necesita descargar
sobre no importa qué o quién. Distinguióse desde su primera juventud por su
gran precocidad intelectual, hasta el punto de que a los quince amos se había
ya graduado en teología y, al publicarse en 1605 las “Flores de poetas ilustres” de Pedro Espinoza, figuraba Quevedo con
18 composiciones, entre ellas su famosa letrilla “Poderoso caballero es Don Dinero”.
A los veintitrés años era su formación intelectual tan completa,
especialmente en los estudios clásicos, que sostuvo correspondencia con el gran
erudito humanista Justus Lipsius. Quevedo estudió con los jesuitas y en las
universidades de Alcalá y Valladolid. Había tratado todas las clases sociales,
y sus críticas las emitía con un gran desenfado y agudeza. Era un típico
madrileño vehemente y sensual. Intervino en numerosos lances y aventuras del
Madrid de su época.
Su humor, orgulloso y malévolo, y su famoso y popular ingenio, hicieron
que se le atribuyeran toda clase de frases agudas y chistes, que corrían por
todas las clases sociales y que siempre se le atribuían a él, aun los más
groseros dirigidos contra las mismas personas reales. Su físico no parecía favorecerle:
su cojera, fruto del defecto en uno de sus pies…
En un
pie tengo una falta
resultas
de un quid pro quó,
qué el
medidor de la tela
en él corta la dejó.
Una ceguera precoz que lo obliga a llevar un enorme par de espejuelos,
detrás de los cuales arden, dilatados, sus redondos ojos de ave nocturna. Esas
gruesas gafas caracterizan al escritor a tal punto, que todavía en España se
las llama Quevedos. Él dice:
Si mi
madre fue Susana,
Quevedo
debo ser yo,
porque
Quevedo llamaron
al padre que me engendró.
Salióle
corta la vista,
y a
poco más me dejó
como
el topo, que a la luz
en su vida saludó.
¡Y qué decir de su enorme nariz! Siendo él uno de ellos, don Francisco
no se sintió corto a la hora de burlarse de los narizudos en su famoso y
festivo soneto “Érase un hombre a una
nariz pegado”.
“Érase
un hombre a una nariz pegado,
érase
una nariz superlativa,
érase
una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
Era
un reloj de sol mal encarado,
érase
una alquitara pensativa,
érase
un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.
Érase
un espolón de una galera,
érase
un pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era.
Érase
un naricísimo infinito,
muchísimo
nariz, nariz tan fiera,
que en la cara de Anás fuera delito.”
Luis de Góngora. |
Qué duda cabe que estos dos sonetos satíricos han sido inspirados por el
poema quevediano:
“Érase
una nariz que andaba sola,
érase
una nariz como un trinquete,
érase
una nariz cual gallardete
que en encumbrado mástil se enarbola.
Nariz
que en otra parte fuera cola,
más
nariz que a un mortal toca y compete,
nariz
que por azar de resoplete,
un destino agarró por carambola.
Nariz
que en el consumo de pañuelos
ocasiona
a su dueño grave costo,
y al mismo Ovidio causaría celos.
Y
esta enorme nariz color de mosto,
para
asombro eternal de escritorzuelos,
creció una vara en el pasado agosto.”
(La Nariz)
Y este otro:
“Érase
una nariz como un camote;
érase
una nariz mayor que papa;
nariz
que en tiempo frío pide capa
porque no basta a su amplitud capote.
Nariz
que puede ser guilla de un bote;
nariz
que a lima con su sombra tapa;
bien
puede un hombre recorrer el mapa
sin que mayor nariz descubra o note.
Nariz
ridiculísima, bufona;
nariz
festiva, singular, grotesca;
nariz alborotada y retozona.
Nariz
que siendo enorme y gigantesca,
si el
campo de batalla no abandona,
puede bien ser que con el tiempo crezca.”
(A narigonides)
Edmond Rostand, escritor francés del siglo XIX, en su famoso drama, “Cyrano de Bergerac”, presenta una
sátira de versos en boca del mundano Cyrano; en el excéntrico teatro del “Hotel de Bourgogne”, el amor a la
bravata impulsa a Cyrano a interrumpir una representación sólo porque sale un
actor que le es antipático. La intervención de un caballero, Valvert, provoca
un “escozor” en la espada de Cyrano.
Los insultos sutiles por ambas partes va caldeando los ánimos. Una alusión a la
enorme nariz del de Bergerac, genera una escena satírica de gran valía.
EL IMPORTUNO. ¡Ay!
CYRANO. …como aquella…
(Le vuelve de espaldas y une la
acción a la palabra.)
que al fin de
vuestra espada mi pie sella.
EL IMPORTUNO.
¡Socorro! (Huyendo.)
CYRANO. Y este ejemplo nunca deben
olvidar los burlones que se
atreven
a hacer de mi nariz chacota y chanza;
sin dejarlos huir, según mi
usanza,
les doy, cuando es el chusco
caballero,
en vez de suela, y por delante,
acero.
GUICHE. – (Que
ha bajad del escenario con los marqueses.)
Conseguirá aburrirnos a la larga.
VALVERT. – (Encogiéndose de hombros.)
¡No es más que un fanfarrón!
GUICHE. ¿Nadie
se encarga de responderle?
VALVERT. ¿Conque nadie? ¡Espera!
¡Voy a echarle una pulla que
le hiera!
(Colocándose con fatuidad delante de
Cyrano,
que le observe atentamente.)
Tenéis una… nariz…
muy… grande.
CYRANO. – (Gravemente.) Mucho.
VALVERT.
¡Ja, ja!
CYRANO. – (Imperturbable.)
¿Y qué más?
VALVERT. Pero…
CYRANO. Seguid: ya escucho. (Pausa.)
Eso es muy corto, joven; yo os
abono
que podíais variar bastante el tono.
Por ejemplo: Agresivo: “Si en
mi cara
tuviese tal nariz me la
amputara.”
Amistoso: “¿Se baña en vuestro
vaso
al beber, o un embudo usáis al caso?”
Descriptivo: “¿Es un cabo?
¿Una escollera?
Mas ¿qué digo? ¡Si es una
cordillera!”
Curioso: “¿De qué os sirve ese
accesorio?
¿De alacena, de caja o de escritorio?”
Burlón: “¿Tanto a los pájaros
amáis,
que en el rostro una alcándara
les dais?”
Brutal: “¿Podéis fumar sin que
el vecino
– ¡Fuego en la chimenea!-
grite?” Fino:
“Para colgar las capas y sombreros
esa percha muy útil ha de
seros.”
Solícito: “Compradle una
sombrilla:
el sol ardiente su color
mancilla.”
Previsor: “Tal nariz es un
exceso:
buscad a la cabeza contrapeso.”
Dramático: “Evitad riñas y
enojo:
si os llegara a sangrar, diera
un Mar Rojo.”
Enfático: “¡Oh nariz!... ¡Qué
vendaval
te podría resfriar? Sólo el
mistral.”
Pedantesco: “Aristófanes no
cita
más que un ser sólo que con
vos compita
en ostentar nariz de tanto
vuelo:
el Hipocampelephantocamelo.”
Respetuoso: “Señor, bésoos la
mano:
digna es vuestra nariz de un
soberano.”
Ingenuo: “¿De qué hazaña o qué
portento
en memoria, se alzó este
monumento?”
Lisonjero: “Nariz como la
vuestra
es para un perfumista linda
muestra.”
Lírico: “¿Es una concha? ¿Sois
tritón?”
Rústico: “¿Eso es nariz o es
un melón?”
Militar: “Si a un castillo se
acomete,
aprontad la nariz: ¡terrible
ariete!”
Práctico: “¿La ponéis en
lotería?
¡El premio gordo esa nariz
sería!”
Y finalmente, a Píramo
imitando:
“¡Malhadada nariz, que,
perturbando
del rostro de tu dueño la
armonía,
te sonroja tu propia
villanía!”
Algo por el estilo me dijerais
si más letras e ingenio vos
tuvierais;
mas veo que de ingenio, por la
traza,
tenéis el que tendrá una calabaza
y ocho letras tan sólo, a lo
que infiero:
las que forman el nombre:
Majadero.
Sobre que, si a la faz de este
concurso
me hubieseis dirigido tal
discurso
e, ingenioso, estas flores
dedicado,
ni una tan sólo hubierais
terminado,
pues con más gracia yo me las
repito
y que otro me las
diga no permito.
Valvert pagará con su vida el atrevimiento de haberse enfrentado a ese
espadachín filósofo y poeta.
"Los sueños" Francisco de Quevedo. |
En 1610, poco después de regresar de Flandes, don Pedro Tévez Girón,
duque de Osuna, fue nombrado Virrey de Sicilia. Osuna y Quevedo, temperamentos
de excepción, se atrajeron mutuamente, y el duque invitó a Quevedo a
acompañarlo, cosa que éste no hizo hasta 1613, después de pasar algún tiempo en
la torre de Juan Abad con sus pleitos. Así comienza lo que puede calificarse de
“etapa política” de nuestro escritor. Es posible que una de las grandes vetas,
al cabo truncadas, de Quevedo fuese la política; lo cierto es que al lado de
Osuna no fue un mero poeta cortesano, al modo de los innumerables que poblaban
la corte de los magnates y los cantaban, aduladores. Muy al contrario, fue el
brazo derecho del duque, manejó los hilos de la administración, intervino en su
nombre en los complicados manejos de la política italiana, fue enviado a
diversas comisiones, y al cabo logró en Madrid – con hábil diplomacia y
cuantiosos sobornos bien distribuidos en la podrida corte- que Osuna fuese
nombrado Virrey de Nápoles. Quevedo fue entonces el alma – sino el instigador -
de los audaces planes del duque para hundir a Venecia, la gran tramoyista de toda
la política contra España, y levantar en el Mediterráneo central el prestigio
español, gravemente debilitado. Entrar a tratar tan debatidas cuestiones
históricas sería como apartarme del tema central de este tema, por lo cual
soslayaré el asunto; basta decir que Quevedo fue enviado a Venecia por su señor
como agente secreto, y al producirse la famosa “Conjuracion”, fingida o real,
Quevedo pudo escapar de la ciudad disfrazado de mendigo, gracias a lo perfecto
de su acento italiano, mientras la policía veneciana asesinaba en la noche del
19 de mayo de 1618 a todos los enemigos de la Señoría. El fracaso de la empresa
comprometió la posición del Virrey en la corte, mientras los venecianos difundían
arteramente la especie de que Osuna tramaba el plan de independizarse de España
al frente de un poderoso estado italiano. Quevedo en nuevo viaje a la corte, no
consiguió rehabilitar al duque, las relaciones entre ambos se enfriaron, y hubo
de regresar definitivamente a Madrid. La persecución contra Osuna, depuesto del
virreinato, arreció al advenimiento de Felipe IV y ascenso de poder del conde -
duque de Olivares. Osuna fue encarcelado y Quevedo desterrad a la torre de Juan
Abad, cuyo señorío había comprado. Al morir Osuna en la prisión, Quevedo lo
defendió gallardamente y dedicó cinco magníficos sonetos – entre los que
destaca “Faltar pudo su patria al grande
Osuna”- al gran político, cuyas ideas y gestión había compartido. Dueño
absoluto del poder el conde-duque, comienza uno de los periodos en la vida de
Quevedo más discutido y propicio a encontradas apreciaciones; se desconocen
además, por falta de documentación suficiente, los móviles y hasta la realidad
de muchos sucesos. Evidentemente Quevedo trató enseguida de ganarse la amistad
del nuevo favorito; en 1621, desde su destierro de la Torre de Juan Abad, le
envió una elogiosa carta privada, solicitando la libertad –que no se hizo
esperar- y remitiéndole su “Política de
Dios y gobierno de Cristo”; siguieron otras cartas, una – de 1624 – de
particular interés, vuelto ya Quevedo a Madrid desde mucho tiempo antes.
Quevedo fue uno de los escritores más inteligentes de su época, acerado
y sectario, de feroz rigor polémico. Brutal y machaconamente antisemita,
grotesca y vulgarmente antifeminista, patriotero y casticista hasta extremos
hoy, desde luego, intolerables, es también un extraordinario crítico de la
sociedad decadente, fantasiosa y vulgar de su tiempo; terrible desmitificador,
noble pensador, político obsesionado por la dignidad humana, sabio y erudito
(pero no incapaz de trucar fuentes o citas), poeta “metafísico” sólo comparable a los mejores de Europa de su tiempo,
autor de la más brillante y original novela picaresca y –sorprendentemente- uno
de los poquísimos grandes poetas de la larga y monótona tradición petrarquista,
el igual de un Cavalcanti, tal vez de Petrarca mismo, del Shakespeare de los
sonetos.
La corrupción que carcomía las bases del Estado iba cada día en aumento;
y el espíritu independiente y justiciero del estoico escritor, no pudiendo
reprimir la indignación, se entregaba a peligrosas expansiones en que hacía
blanco de las más acres censuras y de las más violentas sátiras a los más
encumbrados personajes, que empujaban al abismo de su perdición a la
malaventurada España. Por otro lado, la envidia de los que veían con malos ojos
el encumbramiento de Quevedo, no lo perdían de vista, acechando el momento
oportuno para causar su ruina. La voz pública lo señaló como autor de libelos
satíricos en que se atacaba sin paliativos, como pernicioso y funesto, todo el
sistema de gobierno y los principios en que se inspiraban su conducta los que a
la sazón tenían en sus manos las riendas del país.
“No
he de callar por más que con el dedo,
Ya
tocando la boca, ya la frente,
Silencio avises, o amenaces miedo”.
Le dice al duque de Olivares en la “Epístola
satírica censoria”:
¿No
ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre
se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Hoy
sin miedo, que libre escandalice,
puede
hablar el ingenio asegurado
de que mayor poder le atemorice.
Casa Museo Francisco de Quevedo |
Pero las palabras son arenas movedizas, más aún, cuando hay enemigos a
moverlas. Un día de 1639 Felipe III, al sentarse a la mesa para comer, encontró
bajo su servilleta un “memorial” de
este carácter, que fue imputado a Quevedo. Decía este memorial:
Católica, sacra y real
majestad,
que Dios en
la tierra os hizo deidad:
un anciano pobre, sencillo
y honrado,
humilde os
invoca, y os habla postrado.
Diré lo que es justo, y
le pido al cielo,
que así me
suceda cual fuere mi celo…
En cuanto Dios cría, sin
lo que se inventa,
de más que
ello vale se paga la renta.
A cien reyes juntos
nunca ha tributado
España las
sumas que a vuestro reinado.
Y el pueblo doliente
llega a recelar
no le echen
gabela sobre el respirar.
Aunque el cielo frutos
inmensos envía,
le infama de
estéril nuestra carestía.
El honrado, pobre y buen
caballero,
si enferma
no alcanza a pan y carnero.
Perdieron su esfuerzo
pechos españoles,
porque se
sustentan de tronchos de coles.
Si el despedazarlos
acaso barrunta
que valdrá
dinero, lo admite la Junta.
Familias sin pan y
viudas sin tocas
esperan
hambrientas, y mudas sus bocas.
Ved que los pobretes,
solos y escondidos,
callando os
invocan con mil alaridos.
Un ministro en paz se
come de gajes
más que en
guerra pueden gastar diez linajes…
En vano el agosto nos
colma de espigas
si más lo
almacenan logremos que hormigas.
Cebada que sobra los
años mejores
de nuevo la
encierran los revendedores.
El vulgo es sin rienda
ladrón homicida;
burla del
castigo; da coz a la vida.
¿Qué importan mil horcas
(dice alguna vez)
si es muerte
más fiera hambre y desnudez?
Los ricos repiten por
mayores modos:
Ya todo se
acaba, pues hurtemos todos…
Pero ya que hay gastos
en Italia y Flandes,
cesen los de
casa, superfluos y grandes;
y no con la sangre de mí
y de mis hijos
abunden
estanques para regocijos.
Plazas de madera
costaron millones,
quitando a
los templos vigas y tablones;
crecen los palacios,
ciento en cada cerro,
y al gran
San Isidro, ni ermita ni entierro.
Madrid a los pobres pide
mendigante,
y en gastos
perdidos es Roma triunfante.
Al ladrado triste le
venden su arado,
y os labran
de hierro un balcón sobrado.
Y con lo que cuesta la
tela de caza,
pudieran
enviar socorro a una plaza…
Las plumas compradas a
Dios jurarán
que el palo
es regalo y las piedras pan.
Vuestro es el remedio; ponedle, señor.
Así Dios os
haga, de Grande, el Mayor.
Grande sois, Filipo, a
manera de hoyo.
Ved esto que
digo, en razón de apoyo.
Quien más quita al hoyo,
más grande le hace;
mirad quién
lo ordena, veréis a quién place.
Porque lo demás todo es
cumplimiento
de gente
civil que vive del viento.
Y así, de estas horas no
hagáis caudal;
mas honrad
el vuestro, que es lo principal.
Servicios son grandes
las verdades ciertas;
las falsas
lisonjas son flechas cubiertas.
Si en algo he excedido,
merezca perdones.
¡Dolor tan
del alma no afecta razones!
Este memorial, deslizado allí por mano desconocida, iba a ocasionarle al
poeta un dolor irreparable. No hubo disparidad de opiniones para ver en Quevedo
al autor de esta carta. El mismo estilo del panfleto, los violentos ataques que
se hallaban en sus obras precedentes, lo señalaban para la venganza.
Este acontecimiento ha provocado arduos debates y ha levantado mucho
polvo en torno a él. Se ha venido diciendo desde los mismos días de Quevedo, y
es versión tradicionalmente aceptada, que el rey encontró debajo de su
servilleta el famoso memorial que comienza “Católica,
sacra real Majestad…” (Otros, en cambio, sostienen que fue El Padre Nuestro glosado, “Filipo, que el mundo aclama…”), y que
el enfado regio decidió la persecución. Quevedo había escrito otras varias
composiciones satíricas, que circulaban manuscritas, y en muchas de sus obras
de los años últimos podían espigarse ataques más o menos disimulados contra la
política del valido. Según aquella aludida interpretación, que encaja
perfectamente con las más nobles vertientes del gran satírico, Quevedo, ante el
creciente desgobierno y la senda de ineptitudes por que se conducía al país, se
había apartado heroicamente de su trabajada amistad con Olivares y entregado a
la arriesgada tarea de la oposición; Quevedo se había convertido en una voz
demasiado incomoda y los versos de la servilleta colmaban la medida.
La cuna y la sepultura Francisco de Quevedo. 1634. |
Es bien posible, en cambio, que el discutido “memorial” no fuese de
Quevedo; pero merecía serlo, y al cabo, después de escribir muchos versos de
aquel Jaez, quizá vino a pagar por los únicos que no había compuesto. Quevedo
repite en sus cartas – sin aludir al asunto ¿para qué?- que había sido causado
falsamente; pero su propia historia hacía verosímil la columna. Así lo dice
claramente en carta al conde-duque: “Yo
protesto en Dios nuestro señor, que en todo lo que de mí se ha dicho no tengo
otra culpa sino es haber vivido con tan poco ejemplo, que pudiesen achacar a
mis locuras tantas abominaciones”. Al dedicarle a Don Juan Chumaceero,
presidente de Castilla, la Vida de San
Pablo que había compuesto en la prisión, afirma: “Escribíla el cuarto año de mi prisión, para consolar mi cárcel, en que
cobré el estipendio de otros pecados”.
El 7 de diciembre del mismo año, hallándose Quevedo en el palacio de su
amigo el Duque de Medinaceli, hacia las once da la noche, a medio vestir – un
alcalde piadoso le dio su capa-, con un frio intenso, fue llevado sin etapas a
cincuentaicinco leguas de Madrid hasta la ciudad de León, donde lo encerraron
en el convento de San Marcos, perteneciente a la orden de Santiago. Sujeto a un
interrogatorio en que se le exigió que declarara las obras satíricas de que era
autor en realidad, Quevedo, con una sublime entereza de ánimo, confesó serlo de
las que más daño podían causarle. En premio de tan sincera declaración el
despechado conde - duque de Olivares condenó a Quevedo (quien ya tenía 59 años)
a ser recluido en una húmeda mazmorra situada bajo el nivel del río. Transido
de frío, cargado de dolor, enfermo y casi ciego, reducido a un miserable e
insuficiente alimento, llagado su cuerpo por úlceras malignas, falta de toda
asistencia, escribió una enérgica y conmovedora carta al conde-duque, cuyo
resultado fue que se abriesen nuevas indagaciones acerca de los delitos de los
que se le acusaba, que en las altas esferas se ablandase el rigor de aquella despiadada
persecución y, finalmente, que se le pusiera en libertad.
En una carta escrita por Quevedo desde la cárcel de San Marcos de León a
su amigo Adán de la Parra, está descrita con gran minuciosidad las privaciones
a las que se haya sometido el desgraciado escritor. A veces subleva nuestro
ánimo ver cómo, en medio de tantas calamidades, Quevedo parece no perder el
sentido del humor:
“Acordándome de que en mi anterior prometí a vuesa merced pintarle la
vida que paso en esta prisión (creyendo complacerle en ello), lo voy a
ejecutar, y porque aquellas mismas penas que se padecen, si no se destruyen
enteramente, a lo menos se alivian comunicándolas con un amigo, pues todo aquel
término que en esto se emplea la pluma o el acento sirve de intermisión al
quebranto.
…Mi prisión redúcese a una pieza subterránea, tan húmeda como un
manantial; tan oscura, que en ella siempre es noche; y tan fría, que nunca deja
de parecer enero. Tiene, sin ponderación, más traza de sepulcro que de cárcel.
…Tiene de latitud, esta sepoltura donde enterrado vivo, veinticuatro
pies escasos, y diecinueve de ancho. Su techumbre y paredes están por muchas
partes desmoronadas a fuerza de la humedad; y todo tan negro, que más parece
recogimiento de ladrones fugitivos que prisión de un hombre honrado.
Para entrar en ella hay que pasar por dos puertas que no se diferencian
en lo fuerte; una está al piso del convento, y otra al de mi cárcel, después de
veinte y siete escalones que tienen traza de despeñadero.
…En medio de la pieza está colocada una mesa, donde escribo, que es tan
grande, que admite sobre sí treinta o más libros, de que me proveen estos mis
benditos hermanos. A la derecha, que mira al mediodía, tengo mi lecho, ni bien
muy acomodado, ni bien sumamente indecente. Cerca dél está el de un criado que
se me permite, de cuyo salario, que deberá gozar, aún no he formado concepto;
creyendo no será ninguno suficiente para satisfacerle el mérito de una tan
voluntaria como penosa prisión, que padece por el gusto de servirme: lo que
hace con tales deseos de agradarme, que confieso sería doble mi tormento si
careciera dél; porque al criado diligente y afecto a su amo, más debe estimarle
éste por verle gustoso en su servicio que por verse dél bien servido, porque un
siervo mal contento a toda la casa enfada.
Aunque regularmente estamos lo más del tiempo los dos solos en esta
triste habitación (cuyos aparatos se componen de cuatro sillas, un brasero y un
velón), no falta bastante ruido, pues el que mis grillos causan excede otros
mayores, si no en el estruendo, en lo lastimoso.
No hace muchos días tenía dos pares, pero logró orden para dejarme uno
solo (pretendía se quitasen ambos) un gran religioso desta casa. Pasarán los
que hoy tengo de ocho a nueve libras; advirtiendo eran mucho mayores los que me
quitaron. Y con ser tan grande el defecto de mi pierna y mayor con el peso y
sujeción de los grillos, ando con ellos como si no estuviera cojo.
…A las siete de la mañana estoy ya vestido.
Una hora empleo en contemplar conforme puedo, si no como debo, no lo que
soy, sino lo que tengo de ser.
…A las ocho me da mi criado el desayuno, que es el mismo que vuesa
merced sabe acostumbré siempre, y lo tomo en aquellos propios términos que a
vuesa merced causaba admiración el verlo.
…Hecha esta diligencia, me pongo a escribir hasta las diez en varios
asuntos que tengo principiados, y quisiera antes del fin de mis días verlos
concluidos. Cuando uno me molesta, elijo otro; con cuyo modo, sin mudar de
tarea, me parece encuentro alivio en el proprio trabajo, a imitación de lo que
acontece al caminante, que con mudar de un hombro a otro las alforjas, le
parece muda de embarazo, sin aligerar el peso.
Desde las diez a los once rezo algunas devociones, y desde esta hora a
la de las doce leo en buenos y malos autores; porque no hay ningún libro, por
despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena, como ni algún lunar el de
mejor nota.
…Dadas las doce, se oye el ruido que causa el abrir la primera puerta de
la prisión para bajar la comida, que la conduce un criado de la casa, siguiendo
a un religioso benignísimo, el cual me hace compañía en la mesa por disposición
del Prelado, que me dispensa este y otros mayores beneficios, hijos de su
religiosidad y virtud.
…Entre la comida y un rato de conversación con mi compañero de mesa y
hermano de hábito, da la una. Retírase éste, y el criado que conduce la comida,
cerrando tras sí la puerta primera para subir, que dejan siempre en estos actos
abierta, por estar cerrada (y bien, como tengo dicho) la primera para bajar.
…Mi Juan (así se llama mi querido criado) me hace dar cuatro paseos,
sosteniéndome algún tanto sobre sus hombros, para hacer menos molesto el
embarazo de los grillos, divirtiéndose media hora en esto, y en referirme
(porque no habla mal, aunque no escribe bien) algunos casos que le han pasado,
pues aunque de pocos años, ha corrido bastante tierra. Otra media hora gasto en
dar a Dios postradas y reverentes gracias por los muchos beneficios que me hace,
manteniéndome con toda mi robustez en medio destos quebrantados.
…A las dos me recojo en mi lecho, no tanto para dormir como para pensar,
en donde estoy hasta las tres y media, que, si me quedo adormitado, me llama
Juan y me levanto… Hecho esto, se retira el criado a cuidar de la puerta de
arriba, para abrirla y cerrarla a algunos religiosos que les es permitido bajar
a honrarme con sus visitas y a instruirme con sus talentos. Regularmente son
cuatro los que con frecuencia concurren, aunque otras veces componen mayor
número; y aún tengo bastantes tardes la gran satisfacción de que me favorezca
con sus visitas el reverendo padre Prior, sujeto verdaderamente recomendable
por su literatura, discreción, bondad y desembarazo para todo lo que sea
dirigido al provecho y beneficio del prójimo; pues, porque éste lo disfrute, es
capaz de despojarse enteramente del suyo.
Sentados todos en mi frígido y tenebroso gabinete, que serán ya las
cuatro, se tocan distintos asuntos; ninguno
pueril ni superficial, todos sí dignísimos de ser oídos.
…A las seis administra mi criado el refresco, y sigue después dél la
conversación hasta las siete, en cuya hora vuelvo a quedar en mi soledad y
encierro. Desde ella hasta las ocho y media rezo; empleándose en lo mismo mi
Juan, que es muy bien inclinado, y por ello de mí mucho más querido. A esta
hora trae la cena el criado de la casa (y más lumbre para el brasero),
acompañado de mi compañero de mesa. Cenamos, siendo yo en esto muy parco, como
a vuesa merced le consta, y tenemos después alguna conversación bastantemente
útil; porque, aunque no hay potro que haga hablar más que una mesa, aquí tienen
poco lugar sus fuerzas. Apenas dan las nueve vuelven a bajar, si no todos,
algunos de los mismos que me visitan por la tarde, y otros diferentes
religiosos. Formamos entre todos (siendo yo el lego en todas inteligencia) una
general academia de las ciencias y artes.
…A las diez y media se retiran todos, y me pongo inmediatamente a
escribir hasta las doce. Gasto después media hora en contemplar la grandeza de
Dios y la nada del hombre, asunto que ilustró siempre a mi torpeza, para
reconocer a fondo mi miseria.
Presumo que es la cama si sepultura, y procuro con toda mi posibilidad
tener un gran dolor de haber ofendido a aquel Señor tantas veces. Pero sabiendo
que su divina Majestad recibe con su infinito amor al pecador arrepentido,
pongo todo mi esfuerzo para estarlo, entendiendo es aquella la última noche de
mi vida.
Concluida esta admirable meditación, me desnuda y ayuda a entrarme en el
lecho mi criado. Recógese éste en el suyo, y como están los dos tan inmediatos,
me divierte con su conversación hasta la una, en cuya hora empiezo a entregar
mi vida a la jurisdicción del sueño, verdadera imagen de la muerte.
Regularmente duermo hasta las tres y media, en cuya hora despierto; y
siendo la ociosidad madre de todos los vicios… empleo la hora que hay hasta las
cuatro y media, en la que vuelvo a quedarme dormido, en leer; teniendo Juan
muchas veces que levantarse a encender o a despabilar la luz.
Este género de estudio es el que más me aprovecha, pues el silencio de
la hora, la aplicación con que los ejercito, y el ningún ruido ni alboroto que
pueda distraer la atención desta subterránea habitación, disponen se imprima
tan fuertemente en la memoria cuanto leo, que es como imposible se escape della
en muchos años lo que una vez recoge. Gracias a Dios, que siempre me ha
favorecido con esta alta potencia; que si fuera mi entendimiento igual, no
produjera las públicas ignorancias que siempre en sus productos se
experimentan.
…En efecto, a la referida hora de las siete estoy ya vestido, y empiezo
a ejercitar el mismo género de vida expresado.
Ésta es, amigo mío, la puntual pintura que a vuesa merced prometí. Ésta
es la vida a que me tiene reducido el que, por no haber querido yo ser su
privado, es hoy mi enemigo con tanto tesón, que pareciendo cosa rara en sus
años, es efecto proprio de sus intenciones.”
Casa Museo Francico Quevedo, situado en un caserón del siglo XVII, propiedad de su madre, y en la que vivió unos 10 años de su vida. |
¿Cómo puede resistir tanto un hombre con las piernas llagadas y
escaradas, transformadas en úlceras por el frío y la humedad? ¿Cómo no muere de
anemia un hombre confinado en una atmósfera envenenada por un brasero? ¿Cómo no
pierde el juicio un ser encerrado durante casi dos años y medio en un ambiente
tan sórdido y lúgubre? Hay momentos de flaqueza, pero por ella se eleva una
voluntad férrea como los grilletes adosados a sus piernas. En 1643 el conde - duque
de Olivares cae en desgracia. Los pocos amigos que aún guardan fidelidad al reo
intervienen con todos sus esfuerzos, hacen observar que morirá en su mazmorra,
y consiguen sustraer los legajos acusatorios que dormían en el polvo. Por fin
se firma la orden de su libertad y entra nuevamente en Madrid promediado el año
1643. Se halla sumamente agotado, pero aún tiene fuerzas para poner en orden
sus viejos papeles; otros serán quemados. Año y medio después deja Madrid por
su posesión de la torre de Juan Abad, empujado quizá por la escasez o quizá por
la necesidad de vivir en un clima más apropiado o por la necesidad de terminar
sus días en ese rincón perdido que marcó etapas de meditación y recogimiento en
su vida. Quevedo mantiene activa correspondencia con sus últimos amigos y día a
día anota los progresos de la decadencia hispana y los de su propia enfermedad.
“Dios lo sabe; que hay muchas cosas que,
pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo y una
figura” (Epistolario). Recuerda
estas palabras escritas a los treintaidós años y releídas a los cincuentaitrés.
Poco a poco lo va ciñendo la muerte, esta muerte que nunca dejo de obseder su
pensamiento. En “La cuna y la sepultura”
había escrito: “Menester es desnudarse de
las tinieblas quien se quiere vestir de claridad. Debe vuestra merced oír lo
que le digo, con gozo y no con tristeza; restituir con dolor es negar; obedecer
con lágrimas y gemidos no es virtud, sino villanía… Quisiéramos morir sin
muerte, y que la vida nueva conmutara en sí la ya cansada y caduca (…) Vuestra
merced de buenas nuevas a su alma y a su cuerpo; al uno se le previene
descanso, a la otra libertad”.
Quevedo aguarda la muerte con perfecta serenidad y toma cuidadosamente
sus últimas providencias. El 8 de setiembre de 1645 expira al fin, tras lenta
agonía, edificando a todos los asistentes con su piedad, su ánimo y su
confianza en Dios.
La biografía que acabo de abocetar permite advertir
la complejidad de este hombre, cima y compendio de su tiempo; y tan complejos
como su vida fueron su obra y su carácter. Poseyó Quevedo una vastísima
cultura, superada por pocos españoles de su época; dominó con pareja
profundidad las ciencias más dispares, lo mismo religiosas que profanas;
hablaba el francés, el italiano y el portugués como su propio idioma, y
dominaba el latín, el griego y el hebreo. Estudiaba y leía con tenaz
constancia; su biógrafo Pablo Antonio de Tarsia escribe en su «Vida de don Francisco de Quevedo y
Villegas» sobre sus afanes de lector: «Sazonaba
su comida, de ordinario muy parca, con aplicación larga y costosa; para cuyo
efecto tenía un estante con dos tornos, a modo de atril, y en cada uno cabían
cuatro libros, que ponía abiertos, y sin más dificultad que menear el torno se
acercaba el libro que quería, alimentando a un tiempo el entendimiento y el
cuerpo...». Y luego: «Saliendo de la corte para ir a la torre de Juan Abad, o a
otra parte, y en todos los viajes que se le ofrecieron, llevaba un museo
portátil de más de cien tomos de libros de letra menuda, que cabían todos en
unas bisazas, procurando en el camino y en las paradas lograr el tiempo con la
lectura de los más curiosos y apacibles. Fue tan aficionado a los libros, que
apenas salía alguno cuando luego le compraba...». Tan sólo esta avaricia
del minuto puede explicar, en medio de tantos afanes y andanzas, los
conocimientos que llegó a poseer y que pudiese lograr con tan vasta y diversa
obra literaria. Porque Quevedo, a tono con su saber, escribió de todo, aunque
más que la pluralidad de temas sorprende la variedad de sus actitudes: junto a
la prosa o la poesía más desvergonzada, al chiste más soez, a la más envenenada
alusión, la obra seria y elevada del moralista, del historiador o del político.
Todo ese hervidero de contrarios se aglutina – aparte la inconfundible
personalidad literaria del escritor - por la fuerza de su brillante ingenio,
siempre vivo y zigzagueante, y su intención satírica, que no es sino la forma
agresiva de un propósito moral: Quevedo fue el gran satírico de aquel sombrío
momento de la decadencia española; de aquí su gran inclinación a los satíricos
de la latinidad, con los que tiene una larga deuda (Percio, Juvenal, Marcial,
Epicuro, Demetrio, Séneca). Persuadido de la ruina de su país, zarandeado por
todos los vaivenes de la fortuna, curtido desde niño en todos los enredos y
liviandades de la corte, los días fueron acrecentando sus amarguras y
desilusión y azuzando su pesimismo natural, perfil dominante en todos sus
escritos; el sarcasmo, la burla desgarrada con que tantas veces los viste, no
es sino la máscara de su cansancio y desengaño. En la exacta y apretada silueta
que Serrano Poncela traza del gran escritor en sus «Estractos afectivos en Quevedo», incluido en «El secreto de Melibea y otros ensayos» (Madrid, 1959), alude el
autor al profundo influjo de aquella temprana lección en el mundo palatino de
Quevedo: «Despertáronse en él desde muy
pronto, al contacto con tales realidades, ciertas dotes defensivas de sagacidad
y malicia. Si algo se percibe de inmediato, en la obra quevedina es su absoluta
falta de ingenuidad... Sus obras de mocedad son ya las de un avisado...» Y
luego, aludiendo al «humor negro», existentes
ya en sus escritos más tempranos, añade: «especie
de zumba que viene de lejos, desde la infancia desprovista de afectos y
generadora de cierta insensibilidad ante lo tierno y lo sentimental, con su
correspondiente gusto por el impudor y la obscenidad». La clara conciencia
de su valer y el choque humano con la turbia grey cortesana tenían que
provocarle - y él los tuvo - «profundos resentimientos vitales». De aquí una
obra y una conducta personal en Quevedo cargadas de agresividad, ironía,
audacia, resentimiento, conciencia singular de la persona, escepticismo y, al
final, esa actitud desengañada y estoica de quien está de vuelta de tantas
cosas deseadas y no conseguidas. Humano, muy humano sin duda, en su íntimo
cogollo, Quevedo no lo es ni en su ademán moral ni en el común tono de su obra;
en lo que viene a encarnar el polo opuesto de Cervantes. Quevedo retuerce y
estiliza, amontona macabras o grotescas ingeniosidades, deforma los rasgos, se
estira y contorsiona en caricaturas, se mueve en cimas o profundidades de
hipérbole; sus figuras – pues, no puede hablarse de personajes en sus libros-
son muñecos desarticulados, fantoches guiñolecos, puras alegrías,
abstracciones, caprichosas siluetas, agitadas por un huracán de ingenio,
siempre a presión. Todo ello compone un mundo cerebral, rabiosamente literario,
deshumanizado, cuya enésima raíz hay que extraer para llegar a la vulgar
realidad, creado con una voluntad de estilo, que se impone a cada frase con
huella inconfundible.
Tintero de cerámica Talaverana, del siglo XVII, que pertenecio a Quevedo, durante su estancia en esta Villa. |
Si uno piensa en el sufrimiento vivido por Quevedo
en prisión lo menos que podemos sentir es una profunda conmiseración. ¿Pero qué
hay del Quevedo que al atacar a sus adversarios que lo atacan, lo lleva muchas
veces a actuar con un crueldad inaudita? Vayamos a los hechos. En 1617 se forjó
una polémica político - religiosa, por el hecho de que la orden Carmelitas
quería imponer a España bajo el patronato de Santa Teresa, estando ésta bajo la
tutela de Santiago. El rey optó por una posición cómoda: que se coloque a
España bajo la protección de entrambos. La lucha, iniciada en 1617, se acalora
más en 1622, cuando se canoniza a la santa, y sobre todo en 1626, después de la
petición de las cortes, que se pronuncian a favor del “Compatronato”. Todos los carmelitas, el clero, los fieles, llevan
adelante a su santa, y el Papa concluye respondiendo favorablemente a su
petición. Quevedo, estrechamente tradicionalista, toma partido violentamente
por Santiago, bajo cuya protección los montañeses, cristianos viejos, vencieron
a los infieles. Escribe carta tras carta, y publica un memorial cuya difusión
es inmediatamente enorme. Bendecido por unos, violentamente atacado por un
religioso, que bajo el nombre de Valerio Vicencio, recoge todas las injurias
que se arrastran para arrojárselas al rostro, se encarniza, se dirige al Papa y
redacta una segunda memoria para el rey, que nadie quiere encargarse de
entregar. Quevedo está eufórico. Su diligencia fue tan tenaz, que en 1630 el
Papa restituyó a Santiago el excesivo patronato de las Españas. Tuvo razón
contra los carmelitas, los jesuitas, el ministro, el rey y el propio Papa.
Detrás queda una secuela de cóleras contenidas y
rencores que se van enroscando alrededor de él como una serpiente que va
ahorcando a su presa. Sus enemigos lo avizoran, e intuyen oscuramente que el
propio Conde-duque de Olivares aprobará los golpes que le preparan. ¿Son estas
meras querellas literarias? De ningún modo; las querellas literarias sirven de
pretexto. Se trata, por ambos lados, de asuntos personales en donde el amor
propio desempeña el papel principal. Miguel de Cervantes recuerda en su “Viaje del Parnaso”, estos debates
ásperos y estériles:
Por la falda del monte gateaba
una tropa poética, aspirando
a la cumbre, que bien guardada
estaba.
Hacían hincapié de cuando en cuando,
y con hondas de estallo y con ballestas
iban libros enteros
disparando.
No del plomo encendido las funestas
balas pudieran ser dañosas tanto,
ni al disparar pudieran ser
más prestas.
Un libro mucho más duro que un canto
a Jusepe de Vargas dio en las sienes,
causándole terror, grima y
espanto.
Gritó,
y dijo a un soneto: -Tú, que vienes
de
satírica pluma disparado,
¿por qué el infame curso no detienes?...
En
esto del tamaño de un breviario
volando
un libro por el aire vino,
de prosa y verso, que arrojó el contrario.
A la cabeza de sus contendientes, se halla Pacheco de Narvaez, un viejo
enemigo. Durante su estancia en Madrid, allá por 1620, Quevedo tuvo un
incidente de armas con este Pacheco. Quevedo, que era consumado esgrimador,
discutió con el “maestro – estando ambos en casa del conde de Miranda- sobre un
género de acontecimiento explicado por aquél en uno de sus libros, y Quevedo le
demostró su error quitándole el sombrero de un botonazo. Desde entonces fueron
enemigos irreconciliables; Quevedo ridiculizó a Pacheco en varios de sus
libros. Años más tarde Pacheco sería encarcelado por agraviar a Quevedo en una “comedia de prosa”; todo lo cual arroja
suficiente luz sobre lo enconado de su enemistad.
La Santa Inquisición en España. |
“Dime:
¿por qué, con medio tan extraño,
procuras
mi deshonra y desventura
tratando fiero de casarme hogaño?
Antes
para mi entierro venga el cura
que para
desposarme; antes me velen
por vecino a la muerte y sepultura;
antes
con mil esposas me encarcelen
que
aquesa tome; y antes que sí diga,
la lengua y las palabras se me hielen.
Antes
que yo le dé mi mano amiga,
me
pase el pecho una enemiga mano;
y antes que el yugo que las almas liga,
mi
cuello abrace, el bárbaro otomano
me
ponga el suyo, y sirva yo a sus robos,
y no consienta el húmedo tirano”.
¿Y dónde está el hombre que escribió una pintoresca carta a doña Inés de
Zúñiga y Fonseca, condesa de Olivares, indicándole las innumerables cualidades
que debía tener una mujer para acceder a
su mano? He aquí algunos fragmentos de tan extravagante misiva:
“Desearé,
precisamente, que sea noble y virtuosa y entendida; porque necia no sabría
conservar ni usar estas dos cosas. En la nobleza quiero
la
igualdad. La virtud, que sea de mujer casada, y no de ermitaño ni de beata ni
religiosa: su coro y su oratorio han de ser su obligación y su marido. Y si
hubiese de ser entendida con resabios de catedrático, más la quiero necia; que
es más fácil sufrir lo que uno no sabe que padecer lo que presume.
No la
quiero fea ni hermosa: estos extremos pone en paz un semblante agradable, medio
que hace bienquisto lo lindo, y muestra seguro lo donairoso. Fea, no es
compañía, sino susto; hermosa, no es regalo, sino cuidado. Más si hubiere de
ser una de las dos cosas, la quiero hermosa, no fea: porque es mejor tener cuidado
que miedo, y tener qué guardar que de quien huir.
De
alegre o triste, más la quiero alegre; que en lo cotidiano y en lo propio no
nos faltará tristeza a los dos, y eso templa la condición suave y regocijada con ocasión decente:
porque tener una mujer -pesadumbre, más arrinconada que telaraña, influyendo acelgas,
es juntamente un pésame de por vida.
No la
quiero niña ni vieja, que son cuna y ataúd, porque ya se me han olvidado los
arrullos, y aún no he aprendido los responsos. Bástame una mujer hecha, y estaré
muy contento que sea moza.
No la
quiero huérfana, por ahorrar conmemoraciones de difuntos, ni tampoco con
parentela cabal. Padre y madre deseo, porque no soy temeroso de suegros. Las
tías tomaré en el purgatorio, y daré misas de más a más.
Daría
muchas gracias a Dios si fuese sorda y tartamuda, parte que amohínan las
conversaciones y dificultan las visitas.
Y por
acabar con veras y verdad, como empecé, digo a vuecelencia que estimaré en
mucho la mujer que fuere como yo la deseo, y sabré sufrir la que fuere como yo
la merezco; porque yo puedo ser casado sin dicha, pero no mal casado”.
(en: … “Epistolario”)
Y no cabe duda que Quevedo fue infeliz en su matrimonio y, desde todo
punto de vista, un mal marido. No podía esperarse menos en un hombre con las
características que tenía. Después de algunos meses de matrimonio, partió con
un pretexto cualquiera y no volvió a ver nunca más a la esposa. Este hecho fue
motivo de escarnio para sus adversarios, quienes no ahorraron esfuerzos para
hacerlo quedar en ridículo. Es entonces que Quevedo desenvaina su pluma y ataca
sin piedad. Uno de sus enemigos, Juan Pérez de Montalbán, había publicado en 1632.
“Para todos”, obra miscelánea que
incluía, entre otras cosas, tres novelas cortas, al estilo de las “Novelas ejemplares” de Cervantes de
quien Pérez de Montalbán fue uno de los primeros imitadores. A los pocos meses,
Quevedo redactó “La Perinola”, la
cual circuló en copias manuscritas. Las novelas de Montalbán, dice Quevedo, “no tienen ni pies ni cabeza” y
profetizó que el autor acabaría loco, lo que en realidad ocurrió. En “La Perinola”, presenta Quevedo a un
caballero llevando un ejemplar del “Para
todos” a una reunión de discretas donde los presentes hacen su disección
implacable; hay también alusiones a los poetas cultos, y muchos ataques
estrictamente personales contra Montalbán y contra las actividades mercantiles
de su padre, el famoso librero Alonso Pérez. Ello explica lo tardía que fue la
impresión de “La Perinola” (1794), a
la vez que su difusión manuscrita. La guerra sucia se ha iniciado, los enemigos
de Quevedo enristran lanzas y atacan. Un retumbante panfleto aparece firmado
por el licenciado Arnaldo Franco - Furt, un desconocido, detrás de quien debe
sin duda verse una conjuración de Montalbán, el famoso maestro de armas Luis
Pacheco de Narváez y otros. El panfleto golpea a Quevedo con dureza; ahí se le
llama “maestro de errores, doctor en desvergüenzas,
licenciado en bufonería, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y
protodiablo entre los hombres”. No poca cosa. El panfleto lleva un título
apropiado para la situación: El tribunal
de la Justa Venganza. El panfleto está inspirado en un memorial de don Luis
Pacheco de Narváez, en el cual denuncia cuatro libros de Quevedo al Tribunal de
la Inquisición. El Tribunal de la Justa
Venganza comenta La Perinola, El
Buscón, los Sueños uno por uno y las Cartas
del Caballero de la Tenaza. Entre las groserías lanzadas contra Quevedo,
está este soneto que le enviaron a su esposa, doña Esperanza de Aragón:
Si no
sabéis, señora de Cetina,
quien
es, teñido, el setentón Quevedo,
sabed
que es un frisón y un hueleapedo,
y que de no comer hace canina.
De
cuero le dio Góngora esclavina,
la
cara un ahorcado a medio credo,
que
al mismo San Antón pusiera miedo
en la pandorga de don Juan de Espina.
Sayón
de rúa en calvachón retablo,
mugre
inmortal y semicapro eterno,
clérigo inglés, injerto en cachidiablo,
el
cuerpo en vino, el alma en el infierno;
y, al
fin, para figura de Juan Pablo,
un pie de calzador y otro de cuerno.
Palacio en Cetina, donde Quevedo se caso a los 50 años. Aragón. |
“Yo
muero de hambre y mil reales son migajas. El Señor Patriarca me hizo merced de
la vara que le pedí a Córdoba. Está hecho el título y no lo ha firmado según me
dijo ayer (…) Por su Señoría quede esto (…) Mas bien es menester que no se
aguarde a todo esto, ni se haga prenda de mi hambre. En materia de mis
alimentos he padecido todo este tiempo mil necesidades y abierto la puerta a
muchos inconvenientes, pensando remediarme, y soy tan desgraciado que me han
salido todos tan fuera del intento, que es lástima tratar de ellos. V.M., por
un solo Dios, se sirva de no tenerme una hora más así…”
Más patético que esta carta es su testamento, documento que refleja las
dificultades y miserias que padecía hasta el año de su muerte en 1627:
“Declaro
que las deudas que tengo y debo, son, a saber: a Pedro, aceitero que da aceite
en mi casa… a Bernal, mi criado… a Pedro Cebrián… al Padre Fray Luis de Lizama…
a Antonio Sánchez… a José Franqueza… a Ana de Retes… al Conde de Paredes… al
Obispo de Urgente… al Zapatero de casa…,”
En un rosario que parece no va a acabar por satisfacer nunca todo lo que
costaban sus aficiones: la buena mesa, el juego, el vivir “como mozo” (según una temprana acusación obispal).
Pero volvamos a Quevedo. Después de las malas intenciones de Góngora en
sus escritos después del encuentro de Valladolid, Quevedo llamó abiertamente al
cordobés “de todo bodegón cáncer y
gomia”; los desacuerdos violentos en esta oportunidad son más que
evidentes. Góngora, el primero quizás según nos lo permite suponer una copla de
Quevedo -, la emprendió contra nuestro poeta en cierta letrilla en la cual
acusa al rio que riega Valladolid de arrastrar carroñas y toda suerte de
inmundicias, de las cuales no es Quevedo la menor. Este responde en términos
más indecentes aún. Góngora replica, dejando entender, e infiriéndole grave
ofensa, la más grave que puede inferirse a un español, que quizás corre sangre
mora o judía por sus venas, pues lo trata de ladrón y traidor, y alude a cierto
pariente de Quevedo, capitán de guardas del embajador de Francia, frente a
quien nuestro poeta había quizás desempeñado un papel de delator. Quevedo por
lo demás, no lo niega. Esta enemistad entre ambos escritos se epilogó con un
hecho que caracterizó el espíritu vengativo del autor de los Sueños.
En 1616 el poeta de las Soledades
había sufrido un ataque de apoplejía. En 1625, Góngora, que desde hacía diez
años vivía en la capital, envejecido, enfermo, pobre, sufriendo en su dignidad,
ya que debe andar a pie porque su carruaje está roto y no tiene con que hacerlo
reparar, ocupa una casa bastante modesta en la calle del Niño. Recién comenzado
el invierno, se le avisa sin más trámite que debe desalojarla porque se ha
vendido. El nuevo propietario no era otro que Quevedo, quien, no bastante feliz
con haber puesto en la calle al viejo poeta, celebra su triunfo en versos de
cruel sarcasmo. La calle en que se hallaba el edificio lleva hoy el nombre de
calle de Quevedo.
Una de las firmas de Francisco de Quevedo, en la casa museo del autor, Torre de Juan Abad. |
Toda esa maestría para la sátira incisiva la encontramos en “Los Sueños”, obra que Quevedo empezó a
escribir siendo joven (antes de los treinta años) y que apareció por primera
vez en Zaragoza en 1627 y dos años más tarde en “Juguetes de la niñez”, algo más depurada. En “Los Sueños”, Quevedo se alza contra la sociedad de su tiempo en un
amplio cuadro que comprende desde los dioses y hombres más ilustres hasta los
más humildes. La sátira, clara pero con arte y gracia, es la más extensa que se
conoce. De su humanismo, a veces irónico, no se libran ni las grandes figuras
de España ni las del extranjero. Quevedo busca un fin moral y no el escándalo
ni el castigo para los pecadores, sino “la
represión de los vicios”. La literatura, desde antiguo, conocía esta
representación con los clásicos latinos y griegos, ante todos Luciano de
Samosata, cuyas mordaces sátiras y sus famosos diálogos contienen cuadros de la
vida y moralidad de la sociedad de su siglo. Sus diálogos de los muertos de los
dioses o de las cortesanas son los precedentes más claros de los sueños
quevedescos, que hacen de su autor una cima del quehacer literario y satírico.
A la posible influencia de Luciano y también de Cicerón ha de mencionarse como
más cercana el Diálogo de Mercurio y Carón (1530) de Alfonso de Valdés, que
imita a Luciano. Estas obras satírico - morales llevaban el título general de “Sueños y discurso de verdades
descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del
mundo.” El éxito de la obra debió de ser enorme. En el año 1629, Quevedo
solicitó ayuda del Santo Oficio para perseguir las ediciones piratas que se
multiplicaban a veces, cambiando los textos, prevaliéndose de la fama de la
sátira de Quevedo. En las nuevas ediciones se suprimían los añadidos indebidos
y además algunos pasajes de Quevedo que los censores juzgaban perniciosos. Pero
los censores no acababan con sus elogios, y uno de ellos, Fray Diego del Campo
(edición de Madrid, 1629), dijo que aventajaba mucho al Dante y a los otros
autores que han seguido su intento. Asombra este gran trato del mundo que nos
presenta Quevedo en “Los Sueños”. Es
una presentación sólo de lo español contemporáneo y de cuanto tenía relación
con él en el mundo. Nada escapa a su observación satírica, que corre
ininterrumpidamente por todos los pasajes, y, aunque su lente se detiene
principalmente en lo social y político, ciertos detalles son más bien como un
estudio microscópico. Obsesiona pensar que ni los reyes ni sus ministros y
privados se liberan de su crítica implacable.
Sería interesante tratar de medir la hondura y significación de estos
retablos quevedescos, tumultuosos, efervescentes, tremendamente incisivos,
llenos de gracia y variedad, inconfundiblemente personales que pueblan las
páginas de “Los Sueños”. Creo que lo
que más queda de relieve en ellos es el desolado pesimismo del escritor, cuya
negrura sólo se compensa con lo divertido de sus propios excesos
caricaturescos. Quevedo no alimenta ilusiones de ninguna índole ni cree en cosa
alguna que huela a ser humano: su escepticismo en este campo no conoce orillas.
Pero la medida de sus sátiras es otra cuestión. Azorín, en un bello ensayo, “Al margen de los clásicos”, escribe
respecto a la sátira de Quevedo: “en
estos infiernos que el poeta ha imaginado, quisiéramos ver – como en 1820 quería
ver Marchena- otros personajes, otros condenados que no fueran sastres,
taberneros, escribanos. Concebimos ahora la sátira social de distinto modo que
en 1600. Nuestra execración va hacia hombres y cosas que tienen más
trascendencia que los hombres y las cosas pintados por Quevedo”. Es
preciso, sin duda, tener en cuenta las diferencias de criterio y de
sensibilidad que separan su tiempo de los nuestros, y sobre todo los obstáculos
– nada leves - que había de saltar en su carrera de satírico; el hecho, sin
embargo, es que la sátira de los Sueños
pesa menos por la densidad de su contenido que por la sugestión de intensidad,
de fuerza, de dureza en que la envuelve la portentosa palabra de Quevedo.
Muchas de las cosas que él dice serian trivialidades sin la fiebre y la
vibración que reciben de su envoltura verbal. Por esto creo que los Sueños valen sobre todo como ejercicio
literario, como índice de la potencia que atesora Quevedo como escritor. Pese a
todo su humana actitud global de agresiva inconformidad tiene un valor
incuestionable; el propio Azorín lo admite: “Quevedo,
por encima de todo, en virtud de estas síntesis que el tiempo que el tiempo
forma, representa un gesto de protesta, de rebelión. Ese solo gesto nos basta”.
Llegado hasta aquí, vale decir que, tan necesaria e instructivamente
como la semblanza de Sexto Propercio, era la de Quevedo. Libre el camino de
compromisos vayamos al famoso soneto de don Francisco que tanto debe a la
elegía propersiana. He aquí el soneto:
Cerrar
podrá mis ojos la postrera
sombra,
que me llevare el blanco día;
y
podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas
no de esotra parte en la ribera
dejará
la memoria en donde ardía;
nadar
sabe mi llama el agua fría,
y perder el respeto a ley severa;
Alma,
a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas,
que humor a tanto fuego han dado,
médulas, que han gloriosamente ardido.
Su
cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán
ceniza, más tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.
Dámaso Alonso, el gran crítico español y miembro de esa generación de
poetas excepcionales que fue la del 27, dijo que este soneto es quizá, el mejor
de la literatura española. Particularmente creo que la fuerza lírica del poema descansa
en los últimos seis versos que, en su conjunto, rayan en la genialidad.
Lo primero que podríamos preguntar es qué impulso, qué intensión ha sido
el motor de este prodigioso soneto. Sin duda, una violenta obstinación, una
magna rebeldía del poeta, que se resiste entregarlo todo a la muerte. El poeta
piensa que en él hay algo inmortal, que no es el cuerpo ni el espíritu, sino el
amor, que habría de sobrevivirle. La muerte no le merece ninguna consideración,
absorto como está en salvar su amor. El ímpetu de lucha que corre por todo el
poema se vale de los recursos homólogos para plasmarse: la antítesis opera por
oposición de términos contrarios:
(Postrera sombra – blanco día)
El contraste se da por enfrentamiento o yuxtaposición de ideas opuestas.
En el primer cuarteto, los dos primeros versos se oponen a los otros en la
relación cuerpo – alma.
(cerrar podrá mis ojos – desatar esta alma mía)
El cuarteto acaba apoyado en un tópico de la lírica amorosa: el de la
muerte anhelada como liberadora por el amante.
“hora a su afán ansioso lisonjera”
Es notorio los encabalgamientos que se producen en esta estrofa, dos
para ser precisos (el primero con el segundo y el tercero con el cuarto).
Prosigamos. La impresión que, de primera, nos había transmitido el
soneto, se confirma: el poeta no teme a la muerte que, gentil con su deseo, cerrará
sus ojos y romperá los vínculos del cuerpo y del alma. Ahora la interrogante
que surge es: ¿Podrá librarlo de su insufrible, pero frenética amada pasión? He
aquí la respuesta:
“mas
no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía”
Estos dos versos son de lógica intrincada, pero he aquí la
interpretación:
¿Cuál es el sujeto de dejará? Evidentemente la “hora última”, la muerte. “La
muerte – nos dice Quevedo - no dejará
la memoria en la otra orilla”. Pero, ¿quién ardía en la memoria? Seguramente el alma. La muerte no dejará,
pues, en la opuesta ribera, la memoria de la amada, en la cual el alma ardía
enamorada. Ésta llegará a la orilla de la muerte sin una de sus facultades, la
del recuerdo en que habita el amor, capaz de regresar:
“Nadar
sabe mi llama el agua fría
y perder el respeto a ley severa”.
Los tópicos se han ido acumulando en este segundo cuarteto: el amor como
ardimiento; el alma enamorada como llama; la muerte como un viaje a través de
aguas letales. Cabe anotar aquí que el giro “perder
el respeto” se refiere nada menos que a la ley inexorable de la muerte.
En los dos tercetos que cierran el soneto notamos que el sentido básico
del soneto es la obstinación, la negativa patética y violenta de aquella alma a
morir del todo. El último verso es fulminante para avalar la resistencia del
alma por la que corre enfebrecidamente la pasión – venas y médulas- a morir. En
otras palabras, el hecho de que algo mortal no morirá:
“polvo serán, mas polvo enamorado”
Baso mis apreciaciones en el hecho de que otros poemas de Quevedo
plasman esta misma patética obsesión, esta resistencia suya a que su cuerpo
quede allí, montón de polvo y ceniza, inerte mineral, cuando el alma lo
abandone. Veamos otros poemas a manera de reforzar esta interpretación:
En el soneto “Lamentación
amorosa y posterior sentimiento de amante”. Fijemos nuestra atención en los
dos cuartetos:
“No
me aflige morir; no he rehusado
acabar
de vivir, ni he pretendido
alargar
esta muerte que ha nacido
a un tiempo con la vida y el cuidado.
Siento
haber de dejar deshabitado
cuerpo
que amante espíritu ha ceñido;
desierto
un corazón siempre encendido,
donde todo el Amor reinó hospedado.
Señas
me da mi ardor de fuego eterno,
y de
tan larga y congojosa historia
sólo será escritor mi llanto tierno.
Lisi,
estáme diciendo la memoria
que,
pues tu gloria la padezco infierno,
que llame al padecer tormentos, gloria.”
Cabe observar que los registros lingüísticos que Quevedo extrajo del
tópico del Cotidie morimur se
declaran en el Sueño de la Muerte: “Y lo que llamáis morir es acabar de morir,
y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vida es vivir
muriendo”
También se aprecia el mismo tópico en el primer terceto del soneto
conocido con el nombre de “Amante
desesperado del premio y obstinado en amar”:
“¡Qué
perezosos pies, qué entretenidos
pasos
lleva la muerte por mis daños!
El
camino me alargan los engaños
y en mí se escandalizan los perdidos.
Mis
ojos no se dan por entendidos;
y por
descaminar mis desengaños,
me
disimulan la verdad los años
y les gua el sueño a los sentidos.
Del
vientre a la prisión vine en naciendo;
de la
prisión iré al sepulcro amando,
y siempre en el sepulcro estaré ardiendo.
Cuantos
plazos la muerte me va dando,
prolijidades
son, que va creciendo,
porque no acabe de morir penando.”
Aquí observamos la adaptación amorosa que Quevedo hace del dicho de Job “de utero translatus ad tumulum” (Me habrían
trasladado del seno materno al sepulcro, como si no hubiese existido) (Job X, 19).
Son notorias las modulaciones de la intuición nuclear de nuestro soneto:
la de que algo en el cuerpo queda viviendo cuando el alma lo abandona. Esta es
la célula original del poema que estamos comentando, la campana retumbadora a
la que los cuartetos sirven como soga incitadora. De ahí su desigualdad
densidad: ajustado y profundo el final; la estética y la corrección al
principio. El hiato que se abre entre los cuartetos y los tercetos es, en la
lectura poética, catarata de precipitamiento. Pero no cabe duda que para
Quevedo, la creación, significa penosa y ardua escalada.
Es notorio también, en primer lugar, los tres sujetos oracionales,
potenciados, exaltados los tres por idénticos recursos sintácticos:
“Alma,
que a todo un dios prisión ha sido,
venas,
que humor a tanto fuego han dado,
médulas, que han gloriosamente ardido”.
Notamos tres construcciones paralelas, gramaticalmente – con las tres
oraciones objetivas - y rítmicamente- con los sustantivos en cabeza, con acento
en sexta -, que van determinando un clima ascendente, una tensión emotiva;
parafraseando el título de una obra de Henry James, “Otra vuelta de tuerca”, diremos que cada verso es una vuelta de
tuerca en torno de la emoción. Esta gradación climática nos lleva hacia una más
recóndita interioridad física, hacia las últimas criptas del placer el dolor. Hay, en primer lugar, el alma, término poco expresivo por su
frecuente uso en la poesía erótica, bien que genialmente magnificada por su
complemento oracional (quien todo un dios
prisión ha sido). Del espíritu, pasa la evocación del poeta a la sangre, a
las venas que ahondan en la carne; y, en este dramático buceo por su cuerpo,
Quevedo llega a las médulas, a esas
finas sustancias – nuestras sustancias vitales- que corren por las cañas de los
huesos. Y él las evoca memorablemente incendiadas de amor.
Y luego, después de tanto fuego celestial, la distensión necesaria:
“Su cuerpo
dejaran, no su cuidado,
serán
ceniza, mas tendrán sentido;
polvo
serán; mas polvo enamorado.”
Quevedo obra con la omnisapiencia de los genios: gramaticalmente los
sujetos reclaman a viva voz su predicado:
alma su cuerpo dejarán, no su cuidado,
venas
serán ceniza, mas tendrán sentido,
médulas
polvo
serán, mas polvo enamorado.
Son tres nuevas fases en la descarga, en el esfuerzo: el alma, las
venas, las médulas –dejarán su cuerpo, serán ceniza, serán polvo.
Para concluir este análisis, agregaremos que una clara simetría queda
dibujada entre ambos tercetos. Los últimos seis versos poseen una clara
estructura simétrica; en las dos estrofas: tres sujetos/tres predicados; dentro
de los sujetos, tres sustantivos (almas, venas, médulas)/tres oraciones
adjetivas; y, dentro de los predicados, tres oraciones asertivas/ tres oraciones
adversativas.
Terminaremos diciendo que en su extensa producción poética figuran
sonetos, canciones, silvas, letrillas, romances, epístolas, décimas, redondillas,
Jácaras, poemas burlescos, composiciones históricas, satíricas, etc. En lo que
respuesta a su poesía amorosa, se advierte, en especial en sus sonetos, un
cierto petrarquismo inicial, con toda su carga de idealismo propio de la época,
adquieren un acento de profunda elegía, ahondándose en su expresión hacia
ámbitos hasta entonces insospechados por la poesía española. Quevedo canta a
las inevitables Amintas, Flora, Lisi, etc., con todas las situaciones
convencionales de la lírica de su tempo, y hace todos los juegos de palabras y
de conceptos posibles, y, como en el caso de Góngora/hay una constante
tendencia a la hipérbole:
“En
crespa tempestad del oro undoso,
nada
golfos de luz ardiente y pura
mi
corazón, saliendo de hermosura,
si el cabello deslazas generoso.
Leandro,
en mar de fuego proceloso,
su
amor ostenta, su vivir apura;
Ícaro,
en senda de oro mal segura,
arde sus alas por morir glorioso.
Con
pretensión de fénix encendidas
sus
esperanzas, que difuntas lloro,
intenta que su muerte engendre vidas.
Avaro
y rico y pobre, en el tesoro,
el
castigo y el hambre imita a Midas.
Tántalo en fugitiva fuente de oro.”
Otras veces su pluma reacciona violentamente contra el amor pero sobre
todo contra la mujer, como en el soneto “Hastío
de un casado al tercero día”
“Antiyer
nos casamos; hoy querría,
doña
Pérez, saber ciertas verdades:
decidme,
¿cuánto número de edades
enfunda el matrimonio en sólo un día?
un
antier, soltero ser solía,
y
hoy, casado, un sinfín de Navidades
han
puesto dos marchitas voluntades
y más de mil antaños en la mía.
Esto
de ser marido un año arreo,
aun a
los azacanes empalaga:
todo lo cotidiano es mucho y feo.
Mujer
que dura un mes, se vuelve plaga;
aun
con los diablos que dichoso Orfeo,
pues perdió la mujer que tuvo en paga”
El tiempo es oportunidad, plazo para la realización humana, pero también
camino seguro hacia la muerte:
“Cuantos
plazos la muerte me va dando
prolijidades
son, que va creciendo
porque no acabe de morir pensando”.
Y el paso del tiempo es una muerte continua:
¡Cómo
de entre mis manos te resbalas!
¡oh, cómo te deslizas, edad mía!
Pero donde mejor resume este sentimiento trágico es en el soneto “Representase la brevedad de lo que se vive,
y cuán nada parece lo que se vivió”, en el que se pregunta sobre el sentido
de la vida:
“¡Ah
de la vida! ¿Nadie me responde,
aquí
de los antaños que he vivido?
La
fortuna mis tiempos ha mordido,
las horas mi locura las esconde.
¡Que
sin poder saber cómo ni donde
la
salud y la edad se hayan huido!
Falta
la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer
se fue, mañana no ha llegado,
hoy
se está yendo sin parar un punto:
soy un fue y un será y un es cansado.
En el
hoy y mañana y ayer junto
pañales
y mortaja, y he quedado
presente sucesiones de difunto”
Este hombre invadido muchas veces por la melancolía, entre las profundas
depresiones de su desengaño, no se deja arrastrar por estos flagelos psíquicos
que de una u otra forma fueron minando la energía de sus últimos años. En un
soneto que envió desde su Torre de Juan Abad, a su amigo don José de Salas,
escribe:
“Retirado
en la paz de estos desiertos,
con
pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo
en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no
siempre entendidos, siempre abiertos,
o
enmiendan o secundan mis asuntos,
y en
músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las
grandes almas que la muerte ausenta,
de
injurias de los años vengadoras,
libra, oh gran don Joseph, docta la imprenta.
En
fuga irrevocable huye la hora;
pero
aquella el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudio nos mejora”.
No encuentro mejor manera de cerrar este breve ensayo que ceder la
palabra a Jorge Luis Borges, quien en “Otras
Inquisiciones” dice: “Trescientos años
ha cumplido la muerte corporal de Quevedo, pero éste sigue siendo el primer
artífice de las letras hispánicas”. Como Joyce, como Goethe, como
Shakespeare, como Dante, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es
menos un hombre que una dilatada y compleja literatura.
Wolfsschanze, febrero – octubre del 2011.
LA
HOGUERA DE LOS MÁRTIRES
He vivido bastante como para poder
comprobar que el hombre es un animal
incurablemente malo.
EMIL CIORAN
Papa Alejandro IV. |
Sin una organización
conspirativa y secreta, en opinión de la Iglesia, no existía herejía. Ese era
el pensamiento que regía la política papal en lo que a hechicería y brujería se
refiere. Fue por este criterio que el Papa Alejandro IV en 1260 dijo enfáticamente
a sus inquisidores: “La causa de la fe
que ustedes tienen encomendada es tan importante que no conviene que se
distraigan de ella para perseguir crímenes de otro género. Por consiguiente es
necesario aplicar el procedimiento inquisitorial a los procesos concernientes
al sortilegio y hechicería únicamente cuando ellos huelen sin duda a herejía;
en todos los demás casos hay que dejarlos a los tribunales establecidos al
efecto anteriormente” (N. Speranski. Las
brujas y la brujería). Estos “crímenes”
de los que habla el Papa, entiéndase por las acciones que realizaban muchos
hombres que no estaban de acuerdo con las arbitrariedades que cometía la
Iglesia Católica. En otras palabras, no pienso como tú o no estoy de acuerdo
con lo que tú dices por lo tanto, me llamas hereje.
La Inquisición tiene una
prolongada historia en España, que empieza antes de que América fuese
descubierta. En el año 1238 fue instituida bajo la corona de Aragón, controlada
por la orden de los dominicos, y dependía de las decisiones de la Santa Sede.
Pero hacia fines del siglo XV esta primera Inquisición había sido desactivada;
los casos que le competían, es decir los herejes, eran juzgados por los
tribunales eclesiásticos de cada obispado. En su origen el concepto herejía
significaba escuela de pensamiento o secta filosófica; pero ya en el Nuevo Testamento se aplica a diversas
comunidades religiosas: fariseos, cristianos saduceos; finalmente el término
hereje se dirigió a todos aquellos cuya doctrina se apartaba de la fe ortodoxa.
La reactivación del Santo Oficio (nombre con que también se le conoció) tomó
forma a partir de la presión ejercida sobre los Reyes Católicos para combatir
un supuesto peligro derivado del ejercicio clandestino de tradiciones judías.
De acuerdo con los estereotipos de la época, los conversos no serían sino
practicantes encubiertos de rituales monstruosos que les eran atribuidos.
Hagamos un poco de historia. Hasta mediados del siglo XIV doscientos cincuenta
comunidades judías vivieron en España en paz con sus vecinos cristianos y
prosperaron. Progresaron en realidad demasiado. Pues solamente en España
gozaban los judíos de tan seguridad. En Inglaterra, en el Imperio, en Francia,
en toda la Europa civilizada, soportaban tales persecuciones, sufrían tales
malignidades, que resultaba extraordinario que subsistiera la raza. Los Judíos
españoles hubieran podido escapar a la persecución solamente con que hubieran
tenido menos éxito en la acumulación de dinero. Pero su habilidad financiera
los traicionó. La persecución atravesó los Pirineos por Navarra, donde la
influencia de Francia condujo a una serie de restricciones degradantes de la
libertad de los judíos. Luego se extendió por Aragón, fomentada por los
frailes, que provocaron en las muchedumbres arrebatos de odio contra los
crucificadores de Cristo y originaron varias matanzas. Castilla permaneció al
margen de esa persecución hasta el reinado de Pedro el Cruel. Los Judíos
gozaron allí de la protección de la corona, que los empleaba como consejeros
financieros y recaudadores de impuestos, y en tanto que los impuestos fueron
razonables y la corona popular; las cosas marcharon bien. Pedro era un tirano y
sus impuestos gravosos. El pueblo los soportó durante dieciséis años y luego se
rebeló. La guerra civil que siguió desencadenó por primera vez las pasiones del
populacho contra los judíos. Pero los pogromos (matanza y robo de gente
indefensa por una multitud enfurecida; en especial a las juderías con matanza
de habitantes suyos), las leyes restrictivas antisemitas que fueron la
consecuencia, eran suaves en comparación con lo que vino a continuación. En
1391, una feroz revuelta antijudía, dirigida por un sacerdote, Fernando
Martínez, quien había reunido muchos secuaces asegurando que los judíos eran
responsables de la peste, fue reprimida rigurosamente. Pero esto no quedó ahí.
La gente perdió el equilibrio. Indefensos, derrumbados, medio locos ante el
temor de la muerte, se encontraban frente a lo irremediable y horrible. Por
todas partes aparecían las lúgubres comitivas de los flagelantes, presididos de
enormes cruces, que azotaban sus espaldas desnudas hasta sangrar mientras
entonaban en voz alta cánticos de penitencia. El enigma de esta horripilante
muerte masiva no sólo en España sino en casi toda Europa parecía indescifrable.
El rumor de que los judíos eran causantes volvió a tomar fuerza, la “muerte
negra” había sido conjurada por los judíos, se decía, ¡ellos habían envenenado
todas las fuentes públicas y todos los manantiales para así exterminar a los
cristianos! Esta absurda acusación fue creída sin tener en cuenta el hecho
evidente de que también los judíos morían víctimas de la peste. La superstición
estaba demasiado arraigada en las masas cristianas, habían oído demasiadas
historias de asesinatos rituales y profanación de hostias por parte de los “deicidas”. El delirio se apoderó del
pueblo llevándole hasta el crimen. Los cristianos se convirtieron en los “ángeles exterminadores de los judíos” y
entregaron a los pobres indefensos al suplicio de la rueda, al hacha del
verdugo o al fuego, como si todos los judíos tuvieran que ser exterminados de
la faz de la Tierra. Ante lo sucedido con Martínez y su caterva, el pueblo
hirvió de furia durante algunos meses contra los “parias judíos”. Un día estalló la revuelta y la canalla irrumpió
en el barrio judío, donde dio muerte a miles de personas, vendió a centenares
como esclavos a los moros y obligó al resto a aceptar el bautismo. El ansia de
sangre y de pillaje se extendió a otras ciudades: a Córdova, donde quedaron amontonados
en las calles dos mil cadáveres de judíos asesinados, a Toledo, donde existía
la mayor población judía de España, y a otras setenta ciudades. Al fin terminó
aquella locura, pero solamente después de haber desolado los ghettos (barrio en que Vivian o eran
obligados a vivir los judíos en algunas ciudades en España, Italia u otros
países) de toda Castilla, Aragón y Cataluña; solamente cuando por cada Judío
que había sido asesinado o vendido como esclavo, otro judío se había visto
obligado a aceptar el bautismo. Tras la espada vino el Evangelio. Bajo la dirección de Vicente Ferrer, un fraile dominico
que más tarde fue canonizado por su obra, un grupo de ardientes evangelistas
recorrió el país, penetrando en todos los ghettos,
hasta en todas las sinagogas, para predicar y convertir a los judíos. Su
elocuencia tuvo buen éxito. Acudieron a millares para ser bautizados, pero lo
que los llevó a obrar así no fueron tanto las palabras del Evangelio ni la
flagelación y el ayuno de sus discípulos como su desdichada situación, el
recuerdo de las matanzas recientes, las crecientes restricciones de su libertad
y la completa inseguridad con respecto al futuro. Aceptaron el cristianismo no
porque San Vicente Ferrer los convenciera de la existencia de un Dios de amor
–el Jehová más tonante era apacible comparado con el populacho cristiano- Sino
porque el bautismo era el único medio de evitar la expulsión, el temor y la
inseguridad de la vida para un Judío. Esas conversiones en masa crearon un problema
completamente nuevo. Una vez que desapareció la barrera de la religión, los
conversos afluyeron a los lugares de los que habían sido excluidos hasta
entonces. Alcanzaron puestos importantes en el gobierno e inclusive se elevaron
a altos rangos en la Iglesia. El poder de concentración y la voluntad de éxito
inherentes a su raza los llevaron a desplazar a sus rivales puramente españoles
en todos los negocios y profesiones que emprendían, pero especialmente en la
medicina y el derecho. Muy pronto se hicieron ricos y se casaron libremente con
la nobleza empobrecida, hasta que quedaron en España muy pocas familias que
pudieron pretender estar exentas de sangre Judía. De una manera inevitable, el
éxito mundano de esos cristianos nuevos o conversos, como eran llamados
cortésmente y, más vulgarmente, marranos
inspiró la envidia y el odio de los españoles bien nacidos (Marranos procede del hebreo maranatha, que significa malditos. En el
idioma español moderno la palabra ha adquirido de cerdo.) Los judíos eran acusados, probablemente con razón, de
prestar muy pocos servicios a la fe cristiana, mientras atendían a sus propios
servicios religiosos, murmuraban sus oraciones y observaban sus ritos, en tanto
que en el fondo de su corazón permanecían leales a la fe de sus antepasados. Se
sospechaba que dejaban de bautizar a sus hijos o que borraban de sus frentes la
señal de la Cruz, que comían alimentos Judíos y que observaban secretamente las
festividades Judías. Daba cierta base a esas acusaciones la famosa Iggereth ha Shemad, la Carta sobre la
Apostasía, en la cual el gran filósofo Judío del siglo XII, Maimónides, había
justificado su fingida conversión al mahometismo. Aunque los rabinos discutían
todavía la Carta, todos los cristianos suponían que su religión permitía a los judíos
convertirse en falsos apóstoles. Y de aquí no había más que dar un paso fácil
para deducir que todos los apóstatas eran falsos. Otra vez, entonces,
estallaron las revueltas antisemitas, pero esta vez los judíos atacados eran
todos cristianos por el bautismo. Una vez más los impuestos provocaron el
derramamiento de sangre. En 1449, se ordenó a la ciudad de Toledo que
contribuyese con un millón de maravedís a la defensa nacional. Casi todos los
recaudadores de impuestos eran conversos. Fueron asaltados, sus casas y las
casas de sus colegas los cristianos nuevos fueron saqueadas y destruidas y todos
los que intentaron defender sus propiedades fueron asesinados. Nuevamente
recorrió España una ola de furia, aunque esta vez no tuvo tan graves
consecuencias como antes. Los cristianos nuevos eran más ricos, tenían
vinculaciones con las autoridades y no estaban sometidos a leyes restrictivas.
No solamente podían defenderse, sino tomar represalias. En este ambiente fue
que se reactivará la Inquisición, apoyada por una Iglesia Católica arbitraria e
intolerante.
En general, la Iglesia
no estimulaba ni permitía las dudas. Advertía a los creyentes que el “ansia
desmesurada de saber no le place a Dios, exigiendo creer ciegamente en la
sabiduría de la providencia divina, cuyos caminos eran inescrutables. En el
siglo XII, aparecen en Occidente una serie de sectas caracterizadas por su
extremismo especulativo, llegando a unas consecuencias de comunismo libertario
que incomodaba a la Iglesia Católica. Cátaros, Valdenses y albigenses comienzan
a dictar sus propias leyes sociales y religiosas. En los Países Bajos un hombre
llamado Tangelus predicaba contra toda autoridad, el sacerdocio y los
sacramentos. Estas ideas se propagaron a Flandes y Champaña. Los tangelitas
eran los anarquistas de su tiempo. Se decían a sí mismos perfectos, puros (en
griego Katharoi), de donde su nombre
común de “cátaros”, que ha dado en
alemán ketzer (hereje). Se
extendieron al sur de Francia, mezclándose con otras herejías. Los cátaros
prohibían el matrimonio y tenían por otra parte gran libertinaje de costumbres.
Pedro Valdo, fundador de los Valdenses en Francia. |
Veamos los antecedentes.
La semilla del Evangelio había sido sembrada en Bohemia desde el siglo noveno;
la Biblia había sido traducida, y el culto público celebrábase en el idioma del
pueblo, pero conforme iba aumentando el poder papal, oscurecíase también la
Palabra de Dios. Gregorio VII, que se había propuesto humillar el orgullo de
los reyes, no estaba menos resuelto a esclavizar al pueblo, y con tal fin
expidió una bula para prohibir que se celebrasen cultos públicos en lengua
bohemia. El Papa declaró que Dios se complacía en que se le rindiese culto en
lengua desconocida y que el haber desatendido esta disposición había sido causa
de muchos males y herejías. Así decretó Roma que la luz de la Palabra de Dios
fuera extinguida y que el pueblo quedara encerrado en las tinieblas; pero el
Cielo había provisto otros agentes para la preservación de la iglesia. Muchos
valdenses (sectario de Pedro de Valdo, heresiarca francés del siglo XII, según
el cual todo lego que practicase voluntariamente la pobreza podía ejercer las
funciones del sacerdocio) y albigenses (secta de herejes que tenían su
principal asiento en la ciudad de Albi) expulsados de sus hogares por la
persecución, salieron de Francia e Italia y fueron a establecerse en Bohemia.
Aunque no se atrevían a enseñar en forma abierta, trabajaron celosamente en
secreto, y así se mantuvo la fe de siglo en siglo. Antes de los tiempos de Hus
hubo en Bohemia hombres que se levantaron para condenar abiertamente la
corrupción de la iglesia y el libertinaje de las masas. Sus trabajos
despertaron interés general y también los temores del clero, el cual inició una
encarnizada persecución contra aquellos discípulos del Evangelio. Obligados a
celebrar el culto en los bosques y en las montañas, los soldados los cazaban y
mataron a muchos de ellos. Transcurrido cierto tiempo, se decretó que todos los
que abandonasen el romanismo morirían en
la hoguera. Pero aún mientras los cristianos sacrificaban sus vidas,
esperaban el triunfo de su causa. Uno de los que “enseñaban que la salvación se
alcanzaba sólo por la fe en el Salvador crucificado pronunció al morir estas
palabras: “El furor de los enemigos de la
verdad prevalece ahora contra nosotros, pero no será siempre así, pues, de
entre el pueblo ha de levantarse uno, sin espada ni signo de autoridad, contra
el cual ellos nada podrán hacer”. Lejos estaba aún el tiempo de Lutero;
pero ya empezaba a darse a conocer un hombre cuyo testimonio contra Roma
conmovería a las naciones, su nombre, John Hus. Hus predicaba francamente
contra los abusos del clero – inclusive de los obispos y el mismo Papa –, pero
sus palabras llegaron al paroxismo cuando el arzobispo de Praga mandó quemar el
16 de julio de 1410, todos los libros de John Wyclef, matemático, filósofo y
teólogo, quien acusó a la Iglesia Católica por sus excesivas riquezas. Hus
denunció entonces la falta de espíritu crítico que informaba aquel acto
ridículo: no sólo ardieron los tratados teológicos de Wyclef sino también sus
obras científicas. (Recuérdese que los nazis a través de su ministro de
propaganda, Joseph Goebbels, enviaron a la hoguera pública obras de Thomas y
Heinrich Mann, Albert Einstein, H.G. Wells, Hermann Hesse, Sigmund Freud y de
todos aquellos que no comulgaban con las ideas del nacional socialismo). Lo
cierto es que Hus fue excomulgado en febrero de 1411 por el papa Juan XXIII; el
hecho no le impidió atacar al Papa, cuando éste, necesitado de fondos para la
cruzada contra Ladislao de Nápoles, que apoyaba al antipapa Gregorio XII,
recurrió a las indulgencias. Las objeciones esgrimidas en aquella ocasión por
Hus procedían del último capítulo del tratado de Wyclef, De Ecclesia. Expulsado de Praga, se refugió en Kozy-Hradex, y allí
escribió su propio tratado De Ecclesia,
obra que no es más que una paráfrasis del tratado homónimo de Wyclef.
Jan Hus, nacido en Bohemia. |
Jaun Hus era de humilde
cuna y había perdido a su padre en temprana edad. Su piadosa madre,
considerando la educación y el temor de Dios como la más valiosa hacienda,
procuró asignársela a su hijo. Hus estudió en la escuela de la provincia y pasó
después a la universidad de Praga, donde fue admitido por caridad. En su viaje
a la ciudad de Praga fue acompañado por su madre, que, siendo viuda y pobre, no
pudo dotar a su hijo con, pero cuando llegaron a las inmediaciones de la gran
ciudad se arrodilló al lado de su hijo y pidió para él la bendición de su Padre
Celestial. Muy poco se figuraba aquella madre de qué modo iba a ser atendida su
plegaria. Su constancia en el estudio y sus rápidos progresos, su conducta
inmaculada y sus afables y simpáticos modales le granjearon una estimación
general y fue su mejor carta de presentación universitaria. Se convirtió en un
sincero creyente de la iglesia romana y su deseo de recibir las bendiciones
espirituales se hizo cada día más ferviente. Con motivo de un jubileo, dio a la
iglesia las pocas monedas que llevaba y se unió a las procesiones para poder
participar de la absolución prometida. Terminado sus estudios universitarios
ingresó al sacerdocio y al poco tiempo no tardó en ser elegido para prestar sus
servicios en la corte del rey. Fue también nombrado catedrático y
posteriormente rector de la universidad donde recibiera su educación. En poco
tiempo, el jovencito admitido por caridad en las aulas, llegó a ser orgullo de
su país y su fama por Europa lo proveyó de gran prestigio. Elegido predicador
de la llamada capilla de Belén. Desde ahí se percató que entre el pueblo
reinaban los peores vicios y, que su desconocimiento de la Biblia sacaba de quicio a cualquiera. Hus denominó sin reparo estos
males apelando a la Palabra de Dios para reforzar los principios de verdad y de
pureza que procuraba inculcar. Un vecino de Praga, Jerónimo, que en el futuro
iba a colaborar incondicionalmente con Hus, trajo consigo, al regresar de
Inglaterra, los escritos de John Wyclef, quien agitaba la cristiandad de
Inglaterra con su férrea propaganda antipapal, que se extendía a numerosas
cuestiones sobre los sacramentos y la disciplina. La reina de Inglaterra, que
se había convertido a las enseñanzas de éste, era una princesa bohemia, y por
medio de su influencia las obras del reformador obtuvieron gran circulación en
su tierra natal. Hus leyó estas obras con interés, tuvo a su autor por
cristiano sincero y se sintió atraído por las reformas que él proponía. Aunque
sin darse cuenta, Hus había entrado ya en un sendero que había de alejarlo de
Roma. Por aquel entonces llegaron a Praga dos extranjeros procedentes de
Inglaterra, hombres instruidos que habían recibido la luz del Evangelio y
verían a esparcirlas en aquellas apartadas regiones. Comenzaron por atacar
públicamente la supremacía del papa, pero pronto las autoridades los obligaron
a guardar silencio, no obstante, no abandonaron su propósito, para lo cual
recurrieron a otros medios para realizarlo. Eran artistas a la vez que
predicadores y pusieron en juego sus habilidades. En una plaza pública
dibujaron dos cuadros que representaban, uno la entrada de Cristo en Jerusalén
montado sobre un animal de faena (Decid a
la hija de Sion: he aquí, tu Rey viene a ti, manso, y sentado sobre un asna,
sobre un pollino, hijo de animal de carga. Mateo 21:5), y seguido por sus
discípulos vestidos con túnicas ajadas por las asperezas del camino y
descalzos; el otro cuadro representaba una procesión pontificia, en la cual se
veía al papa adornado con sus ricas vestiduras y con su triple corona, montado
en un caballo magníficamente enjaezado, precedido por clarines y seguido por
cardenales y prelados que ostentaban deslumbrantes galas. Encerraban estos
cuadros toda la lección despertaba la reflexión de todas las clases sociales.
Gran cantidad de gente se detenía a mirarlos. Todos entendieron el mensaje: el
papado y la Iglesia Católica no hacían más que enriquecerse en nombre de Dios y
Jesucristo. Praga se conmovió mucho y, después de algún tiempo, los extranjeros
tuvieron que marcharse para ponerse a salvo, la lección que dejaron fue
aprovechada. Las pinturas causaron tal impresión en Hus que lo llevaron a
estudiar con más ahínco la Biblia y
los escritos de Wiclef, alcanzó a darse cuenta del verdadero carácter del
papado y con mayor celo denunció el orgullo, la ambición y la corrupción del
clero. De Bohemia extendióse la luz hasta Alemania. Unos disturbios en la
universidad de Praga dieron por resultado la reparación de centenares de
estudiantes alemanes, muchos de los cuales habían recibido de Hus su primer
conocimiento de la Biblia, y a su
regreso esparcieron el Evangelio en la tierra de sus padres. Las noticias de la
obra hecha en Praga llegaron a Roma y pronto fue citado Hus a comparecer ante
el papa. Obedecer había sido exponerse a una muerte segura. El rey y la reina
de Bohemia, la universidad, miembros de la nobleza y altos dignatarios
dirigieron una solicitud general al pontífice para que le fuera permitido a Hus
permanecer en Praga y contestar a Roma por medio de una diputación. En lugar de
acceder a la súplica, el papa procedió a juzgar y condenar a Hus, y, por añadidura,
declaró a la ciudad de Praga en entredicho. El papa sabía que el pueblo
ignorante y supersticioso y que se volverían contra Hus. Mientras el papa no
levantara la excomunión de la ciudad, los difuntos no podían entrar en la
mansión de los bienaventurados. En señal de tan terrible calamidad se
suspendían todos los servicios religiosos, las iglesias eran clausuradas, las
ceremonias de matrimonio se verificaban en los cementerios; a los muertos se
les negaba sepultura en los camposantos y se los enterraba sin ceremonia alguna
en las zanjas bien el campo. Así pues, valiéndose de medios que inferían en la
imaginación, procuraba Roma dominar la conciencia de los hombres. La ciudad de
Praga se amotinó. Muchos opinaron que Hus era el responsable de todos esos
infortunios y exigieron que fuese entregado a la vindicta de Roma. Para que se
calmara la tempestad, el reformador se retiró por algún tiempo a su pueblo
natal. Escribió a los amigos que había dejado en Praga:
“Si me he retirado de entre vosotros es para seguir los preceptos y el ejemplo
de Jesucristo, para no dar lugar a que los mal intencionados se expongan a su
propia condenación eterna y para no ser causa de que se moleste y persiga a los
piadosos. Me he retirado, además, por temor de que los impíos sacerdotes
prolonguen su prohibición de que se predique la Palabra de Dios entre vosotros;
mas no os he dejado para negar la verdad divina por la cual, con la ayuda de
Dios, estoy pronto a morir.”
(“Los
Reformadores antes de la Reforma”, E. de Bonnechose, lib. 1, págs. 94-95,
París, 1845)
Hus no cesó de predicar;
viajó por los países vecinos, atento a las muchedumbres que lo escuchaban con
ansias. De modo que las medidas de que se valiera el papa para suprimir el
Evangelio, hicieron que se extendiera en más amplia esfera; el papa parecía
ignorar las palabras en 2 Corintios 8
“Porque nada podemos contra la verdad, sino por la verdad”. El estado de
ánimo de Hus en ese entonces nos es descrito por Wylie:
“El espíritu de Hus parece haber sido en aquella época de su vida
el escenario de un doloroso
conflicto. Aunque la iglesia trataba de aniquilarlo lanzando sus rayos contra
él, él no desconocía la autoridad de ella, sino que seguía considerando a la
Iglesia Católica Romana como a la esposa de Cristo y al papa como al
representante y vicario de Dios. Lo que Hus combatía es el abuso de autoridad y
no la autoridad misma. Esto provocó un terrible conflicto entre las
convicciones más íntimas de su corazón y los dictados de su conciencia. Si la
autoridad era justa e infalible como él creía ¿por qué se sentía obligado a
desobedecerla? Acatarla, era pecar; pero, ¿por qué se sentía obligado a pecar
si prestaba obediencia a una iglesia infalible? Este era el problema que Hus no
podía resolver, y la duda lo torturaba hora tras hora.
La solución que por entonces le parecía más plausible era que había
vuelto a suceder lo que había sucedido en los días del Salvador, a saber, que
los sacerdotes de la iglesia se habían convertido en impíos que usaban de su
autoridad legal con fines inicuos. Esto lo decidió a adoptar para su propio
gobierno y para el de aquellos a quienes siquiera predicando, la máxima aquella
de que los preceptos de las Santas Escrituras
transmitidos por el entendimiento han de dirigir la conciencia, o en otras
palabras, que Dios hablando en la Biblia, y
no la iglesia hablando por medio de los sacerdotes, en el único guía
infalible”.
(“La historia del protestantismo”, Wylie, lib. 3, cap. 3)
Wiclef |
Indulgencia, impuestas por Roma. |
En Alemania, un monje
llamado Tetzel, era el encargado de traficar con las indulgencias. Era
reconocido como culpable de haber cometido las más viles ofensas contra la
sociedad y contra la ley de Dios, pero habiendo escapado del castigo que
merecieron sus crímenes recibió el encargo de propagar los planes mercantiles y
nada escrupulosos del papa. Con atroz cinismo divulgaba las mentiras más
desvergonzadas y contaba leyendas maravillosas para engañar al pueblo
ignorante, crédulo y supersticioso. Si hubiese tenido éste la Biblia, no se habría dejado engañar.
Pero para poderlo sujetar bajo el dominio del papado, y para acrecentar el
poderío y los tesoros de los ambiciosos jefes de la iglesia, se lo había
privado de la Escritura. Cuando entraba el farsante de Tetzel en una ciudad,
iba delante de él un mensajero gritando: “La
gracia de Dios y la del padre santo están a las puertas de la ciudad”. Y el
pueblo recibía al blasfemo usurpador como si hubiera sido el mismo Dios que
hubiera descendido del cielo.
El infame tráfico se establecía en la iglesia, y
Tetzel ponderaba las indulgencias desde el púlpito como si hubiesen sido el más
precioso don de Dios. Declaraba que en virtud de los certificados de perdón que
ofrecía, quedábanle perdonados al que comprara las indulgencias aun aquellos
pecados que desease cometer después, y que ni aun el arrepentimiento era
necesario. Hasta aseguraba a sus oyentes que las indulgencias tenían poder para
salvar no sólo a los vivos sino también a los muertos, y que en el instante en
que las monedas resonaran al caer en el fondo de su cofre, el alma por lo cual
se hacía el pago escaparía del purgatorio y si dirigiría al cielo. Cuando Simón
el Mago intentó comprar a los apóstoles el poder de hacer milagros, Pedro,
según los Hechos de los apóstoles 8:20,
le respondió: “Tu dinero perezca contigo,
porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero”. Pero millares
de personas aceptaban ávidamente el ofrecimiento de Tetzel. Sus arcas se
llenaban de oro y plata. Una salvación que podía comprarse con dinero era más
fácil de obtener que la que la que requería arrepentimiento, fe y un diligente
esfuerzo para resistir y vencer el mal. La doctrina de las indulgencias
encontró opositores entre hombres instruidos y piadosos en el seno mismo de la
iglesia de Roma, y eran muchos los que no tenían fe en asertos tan contrarios a
la razón y a las Escrituras. Ningún prelado se atrevía a levantar la voz para
condenar el inicuo tráfico, pero los hombres empezaban a turbarse y a
inquietarse, y muchos se preguntaban ansiosamente si Dios no obraría por medio
de algunos de sus siervos para purificar su iglesia. Martín Lutero, aunque
seguía adhiriéndose estrictamente al papa, estaba horrorizado por las
blasfemias declaraciones de los traficantes en indulgencias. Muchos de sus
feligreses habían comprado certificados de perdón y no tardaron en acudir a su
pastor para confesar sus pecados esperando de él la absolución, no porque
fueran penitentes y desearan cambiar de vida, sino por el mérito de las
indulgencias. Lutero les negó la absolución y les advirtió que como no se
arrepintiesen y no reformasen su vida, morirían en sus pecados. Llenos de
perplejidad recurrieron a Tetzel para quejarse de que su confesor no aceptaba
los certificados, y hubo algunos que con toda energía exigieron que se les
devolviese su dinero. El fraile se llenó de ira. Lanzó las más terribles
maldiciones, hizo encender hogueras en las plazas públicas, y declaró que había
recibido del papa la orden de quemar a los herejes que osaran levantarse contra
sus santísimas indulgencias. Aun contemporáneo, Federico Mycomus, debemos el cuadro
de una de las predicaciones de indulgencias realizadas por el sacerdote
dominico Tetzel. Este hecho sucedió en la pequeña ciudad de Annaberg (Sajonia):
Tetzel, monje encargado de traficar con las indulgencias en Alemania. |
“Cuando el comisario pontificio [para la venta de las indulgencias] era
introducido en la ciudad, iba precedido de la bula del soberano Pontífice, paseada
sobre un tapiz escarlata y oro. La población, sacerdotes y monjes, el
magistrado en persona, maestros y escolares, hombres y mujeres, iban procesionalmente
a su encuentro, con cirios encendidos, con estandartes en alta, con banderas
desplegadas al viento, con el volteo de todas las campanas de la ciudad. En la
iglesia, en medio de la nave, se izaba una alta cruz roja, en la que sujetaban
el estandarte pontificio. Dios mismo no hubiera podido ser acogido con mayor
magnificencia. Y Tetzel, gritando desde lo alto del púlpito, con los ojos
vueltos hacia el cielo, con los brazos en cruz: ¡Felices los que ven! Y ven aquellos
que comprenden cómo allí están los pasaportes para el viaje del alma humana – a
través de un valle de lágrimas y un océano enfurecido- a la patria feliz, al
paraíso. Todos los méritos adquiridos por los sufrimientos de Cristo están en
ellas contenidos, y aun cuando es cierto que, por uno solo de estos pecados
mortales, de los cuales, después de la confesión y contrición cometimos varios
al día, se imponen todavía siete años de expiación ya en la tierra, ya en el
purgatorio, ¿quién vacilará en adquirir por un cuarto de florín una de estas
cartas que abren el paso a nuestra alma divina, inmortal, en las celestes
beatitudes paraíso?”
(Citado
en “Lutero”, F. Funck –
Brentano; Editorial Diana, S.A., México, DF 1953 – págs.. 82-83)
Martín Lutero, nacido en Alemania en 1483. |
“Cuando él dijo: “Haced penitencia”, se refería Cristo a la vida
interior del cristiano, que debe ser la de un penitente. En cuanto a las
indulgencias pronunciadas por la Iglesia, no pueden ellas dispensar más que de
las penitencias sólo impuestas por la Iglesia. No pueden influir en las
decisiones de Dios ni en el destino reservado a las almas de los muertos.
Las indulgencias son, pues, inútiles. Un cristiano verdaderamente
arrepentido obtiene por eso mismo, y por eso solamente, la remisión de sus pecados.
Por tanto, ¿no podrá emplear mejor su dinero que comprando indulgencias?
Un papa realmente consciente de su deber distribuía todo lo que posee,
llegaría hasta poner en venta la iglesia de San Pedro para hacer el bien a
muchos de aquellos a quienes sus vendedores de indulgencias despojan de su
dinero.
Si con el fin de construir una iglesia puede el papa hacer salir del
purgatorio a un gran número de almas, ¿por qué, con su santa caridad, no vacía
él de una vez el purgatorio de todas las almas que allí sufren y acaba él la
basílica de San Pedro con su propio dinero?”
Lutero reprochó desde este momento un peligro para esa Iglesia prostituida y sangrona. Vieron en ese monje agustino un obstáculo para su negociado. Lutero era un alma incorruptible. Se había formado en la teología escolástica, pero había vuelto a las formas más simples de la fe y había reaccionado contra la árida teología del siglo XIV con la misma vehemencia con que combatía ahora las venables indulgencias. Sus convicciones religiosas y su amor a Cristo y a Dios superaban cualquier especulación o prueba. En su “Pequeño catecismo” dice:
“Creo que Jesucristo, el engendrado por el Padre desde la eternidad y
también el hombre, nacido de la Virgen María, es mi Señor; que me ha redimido,
siendo yo una criatura perdida y condenada, y me ha librado de todos los
pecados, de la muerte y del poder del demonio, no con plata y oro, sino con su
sangre santa y preciosa y con sus sufrimientos y su muerte inocente, a fin de
que yo pueda ser suyo, de que viva sometido a él y en reino y de que lo sirva
con justicia y bienaventuranza eternas; creo también que ha resucitado de la
muerte y reina por toda la eternidad”.
(Martín
Lutero, Pequeño catecismo, 2,4 Citado en Jaroslav Pelikan, “La Tradición cristiana, una historia del
desarrollo de su doctrina”, 5 vols,
IV, Reformación de la Iglesia y su doctrina, Chicago y Londres, 1984, pág. 161).
Las proposiciones de
Martín Lutero sobre las indulgencias se completaban con algunas otras que
contenían el fundamento de la doctrina, base después del luteranismo:
“La voluntad del hombre no es libre, sino esclava. Para Dios, no hay en
la criatura sino concupiscencia. Uno no se salva más que por la gracia y ésta
ha sido precisada desde toda la eternidad por la predestinación”.
Añadamos que más tarde,
al mismo tiempo que mantenía el principio de estas últimas proposiciones,
Lutero se verá obligado a introducir en ellas muchas atenuantes. El mismo día,
Lutero envió al arzobispo de Maguncia el texto de sus proposiciones, acompañado
de una carta. He aquí el resumen que de ella ha dado Michelet:
“Venerable padre en Dios, príncipe muy ilustre, dígnese vuestra gracia
arrojar una mirada halagüeña sobre mí, sólo tierra y ceniza, y acoger
favorablemente mi demanda con dulzura episcopal. Por todo el país, en nombre de
vuestra gracia y señoría, se lleva la indulgencia pontificia para la
construcción de la catedral de San Pedro en Roma. No censuro tanto los grandes
clamores de los predicadores de la indulgencia, que no he oído, como el falso,
que publica altamente por todas partes las fantasías que con tal motivo viene
concibiendo. Eso me duele hasta el punto de enfermar. Ellos creen que las almas
han de salir del purgatorio tan pronto como pongan el dinero en los cofres.
Creen que la indulgencia es bastante poderosa para salvar a los más grandes pecadores,
aun a aquel – tal es su blasfemia – que hubiese violado a la santa Madre de nuestro
Salvador… ¡Dios Mío! Estarán, pues, las pobres almas bajo el sello de vuestra autoridad,
aleccionadas para la muerte y no para la vida. Tendréis que dar de ello una
terrible cuenta cuya gravedad de día en día aumenta. Digamos, oh noble y
venerable padre, leer y considerar las proposiciones siguientes, que se
esfuerzan, por demostrar la verdad de las indulgencias que los predicadores
populares proclaman como cosa completamente cierta”.
Casa de Lutero. |
“Esta cuestión de las indulgencias que causaba desazones no sólo a
Lutero, creció hasta convertirse en marejada con la indulgencia conocida con el
nombre de San Pedro, expedida hacia el año 1500. El papa Julio II había
ordenado, mucho antes de morir, que se erigiera una basílica nueva sobre la
tumba de san Pedro en el Vaticano. Para financiar la empresa expidió una bula
que concedía una indulgencia a todo aquel que contribuyera a su construcción.
Su sucesor, León X, reexpidió la bula de indulgencia para poder continuar la
obra.
Los predicadores hacían propaganda por toda Europa instando a la gente a
cooperar al proyecto y aprovechar los beneficios que les vendrían con la
indulgencia que ganarían. Algunos predicadores exageraron la promesa de la
iglesia, en realidad, vinieron a prometer que con la sola compra de esta
indulgencia no solamente donante aseguraba su entrada en el cielo, sino que
también la ganaba para todos sus parientes muertos, que estaban sufriendo las
llamas del purgatorio.
De entre los muchos predicadores de la indulgencia el más destacado fue
Juan Tetzel, fraile dominico que fue vendedor consumado y un maestro en el arte
del espectáculo, su llegada a una ciudad era algo así como el arribo del circo.
Juntaba muchísimo dinero para Roma, pero para los hombres sensatos era una
verdadera abominación. En abril de 1517 alzó un pulpito muy llamativo en las
afueras de Wittenberg.
En esta ocasión, Tetzel no sólo servía a los intereses del Papa, sino a
los de la regia familia de los Hohenzollern, uno de cuyos vástagos era obispo
de Halberstadt y arzobispo de Magdeburgo y de Mainz.
Al quedar vacante, hacía poco, el arzobispado de Mainz, muchos Hombres
acomodados buscaron quedarse con el puesto, pero lo ganó Alberto de
Hohenzollern, dado que fue él que hizo la puja más alta a Roma.
Para reunir el monto de su oferta, él y su familia pidieron prestado
dinero a la casa de banca Fugger, de Augsburgo, que se encargaba de la mayor
parte de las transacciones financieras entre la curia y Alemania. Así pues, Alberto
ocupó el arzobispado de Mainz agobiado por una deuda muy cuantiosa.
Cuando León X anunció la reanudación de la indulgencia de San Pedro, los
gobernantes de toda Europa protestaron alegando que sus economías no podían
soportar la sangría de dinero hacia Roma, empero, la Santa Sede, como cualquier
entidad política, tenía medios para pasar por encima de tales objeciones. León
concedió a Enrique VIII el derecho de quedarse, para el tesoro real, con la
cuarta parte del producto de la indulgencia de San Pedro obtenido en
Inglaterra, y a Francisco I le dio un buen porcentaje de lo colectado en
Francia. Al rey Carlos I, que con el tiempo sería el emperador Carlos V, le
presto una suma proporcional a lo recaudado en España, y por lo que tocaba a
Alemania, para facilitar y garantizar el pago de la cuota debida por Alberto de
Hohenzollern. León concedió al joven príncipe real privilegio de quedarse con
la mitad del producto de su territorio, siempre y cuando lo aplicara
íntegramente al pago de su deuda con la casa de banca Fugger.
Un gobernante, Federico el Sabio de Sajonia, a quien no se le dio una
concesión a la de Alberto y demás monarcas de Europa, rehusó admitir en su
territorio a Tetzel, pero este eludió la prohibición y se estableció al otro
lado de la frontera los habitantes de Wittenberg corrieron como rebaño dócil a
comprarle sus indulgencias.
Lutero no tenía nada que ver con las objeciones de Federico a las
prédicas de Tetzel, pero si deploró la simplicidad de los vecinos de
Wittenberg. En esa época en que no había periódicos ni otros medios para
expresar opiniones, era práctica usual que quienes tuvieran algo que decir,
fijaran sus ideas en algun lugar público, y en Wittenberg, la iglesia-castillo
servía para tales fines. Indignado por la actuación de Tetzel, más propia de un
circo. Lutero resumió sus ideas sobre las indulgencias en 95 tesis en debate,
las cuales escribió en una proclama que clavó en la puerta norte de la
iglesia-castillo de Federico. Era el día 31 de octubre de 1517.
Algunas de tales tesis resultaban declaraciones definidoras, otras
plantearon preguntas. Nadie, verdaderamente arrepentido, decía Lutero, gemirá
por recibir el justo castigo a sus pecados; antes bien, lo recibirá con
alegría, como nos enseñó el propio Cristo. Ni el papa ni ningún hombre, sostenía,
tenían jurisdicción en el purgatorio y, consecuentemente, los vendedores de
indulgencias que proclamaban la liberación sin distinciones o irrestricta del
purgatorio, engañaban a la gente.
Más todavía, preguntaba Lutero, suponiendo que el papa tuviera los
poderes que le atribuían los predicadores del perdón, ¿por qué no, en un acto
de generosidad cristiana, vaciaba inmediatamente el purgatorio? ¿Por qué,
siendo tan rico como Creso,k no construía la basílica de San Pedro con fondos
propios en vez de exprimírselos a los pobres?
La gente, que por lo general no hacía el menor caso de los debates
académicos, quedó electrizada. Lutero había puesto el dedo en la llaga, y había
hecho vibrar las emociones reprimidas de miles de individuos. Había enviado
algunas copias de su proclama a unos cuantos amigos, esos amigos, a su vez, las
hicieron circular entre sus amigos, y no faltó quien las diera a algunos
impresores, los cuales la enviaron inmediatamente a Leipzig y Magdeburgo. En
diciembre, las tesis habían llegado a Nuremberg y en unos cuantos meses más
eran conocidas en toda Europa.
Cuando Tetzel leyó las tesis de Lutero, echó una bravata: “Antes de tres
semanas el hereje irá a dar a la hoguera.” No faltaron agustinos que,
atemorizados por el creciente furor, rogaron a Lutero que desistiera; en vez de
eso, Lutero resolvió procurar que todo el mundo supiera exactamente qué era lo
que quería decir. A su obispo le llevó un opúsculo y para evitar que la gente
del pueblo entendiera mal sus opiniones escribió una versión simplificada de
ellas, en alemán. Toda Alemania leyó sus declaraciones; se levantó un clamor, y
Lutero se encontró aclamado por un lado y condenado por otro.
El arzobispo Alberto, viendo que se gestaba una controversia, fue a Roma
en busca de consejo mientras Tetzel urgía a la curia que condenara a Lutero;
pero el papa León, que era un humanista y a quien no turbaban gran cosa las
sutilezas teológicas, prefirió no dar importancia a lo que, a su juicio, era
tan sólo una “pendencia entre monjes”. De aquí que la curia no tomara medidas
inmediatas.
Entretanto, Lutero escribía y repartía con gran profusión opúsculos y
tratados, y pronto se convirtió en un escritor de moda; pero a medida que se
extendía la excitación, la curia se interesaba más y más en el asunto.
Finalmente, Roma mandó llamar a Lutero. Una singular casualidad política
lo salvó de ir. El elector Federico, celoso de su autoridad territorial, no
estaba conforme en dejar que un súbdito sajón dejara el suelo alemán para ir a
ser juzgado por italianos. El Papa, a su vez, tenía razones para hacer
concesiones a Federico, de tal suerte que convino en que un emisario suyo
examinara a Lutero en Alemania.
Así pues, en el otoño de 1518 Lutero fue a Augusburgo a encontrarse con
el cardenal Cayetano, general de la orden de los dominicos y teólogo eminente
de la curia. El cardenal pidió a Lutero que se retractara. Lutero respondió
citando la Escritura en apoyo de sus tesis de que a los hombres los redime la
fe, no la compra de indulgencias, y cuando Cayetano replicó que la teoría sobre
la que descansaban las indulgencias era una cuestión de doctrina. Lutero lo
negó. Al cabo, Cayetano perdió la paciencia y rompió las pláticas.
El único resultado de la entrevista fue orillar a Lutero a mayores
herejías.
Antes de Augsburgo, había estado dispuesto a aceptar que los abusos de
la Iglesia existían a espaldas del Papa, o al menos sin su tolerancia. De
Augsburgo salió con la convicción de que el pontificado era una invención
humana sobre la que descansaba una perversión maligna de la fe cristiana.
En el otoño de 1519 defendió en Leipzig sus ideas teológicas contra Juan
Eck, campeón de la ortodoxia y orador formidable. Ante un gran auditorio. Eck
acusó a Lutero de sostener un punto de vista semejante al de Juan Hus,
intelectual bohemio que había sido quemado en la hoguera por instar a los
hombres a dejar de depender de los sacramentos y milagros y buscar a Dios en
las Escrituras. Resueltamente, Lutero replicó que el Concilio de Constanza
había estado equivocado al condenar a Hus, muchas de cuyas ideas eran
profundamente cristianas. El asombro y confusión de la asamblea no tuvieron
límites, pues Lutero estaba la menos que atacando la teoría que decía que
aquellos poderes que no residieran en el Papa, residan en los concilios
generales. Si un concilio se había equivocado, ¿qué quedaba de la autoridad?
La naciente tormenta debía haber obligado al Papa a actuar, pero
entonces falleció el emperador Maximiliano y el Papa se vio envuelto en la
política del Imperio, y dispuso de muy poco tiempo para ocuparse de cuestiones
de herejía; eso dio a Lutero un respiro.
En agosto de 1520 publicó un Memorial
a la nobleza cristiana de la nación alemana en el que declaraba que dado
que la Iglesia no se reformaría por sí misma, debía ser reformada por las
autoridades seglares. En el curso de la era cristiana, la Iglesia y el Estado
habían estado asociados estrechamente, se decía que eran los brazos espiritual
y temporal del poder, si bien se consideraba que la Iglesia era superior. Así
pues, insinuar que la Iglesia no cumplía sus deberes y que el Estado debía
encargarse de ellos era una tesis revolucionarios que no tardaría en ejercer
una influencia decisiva en la Reforma.
En octubre, Lutero se intentó aún más en terrenos de gran controversia: publicó La cautividad babilónica de la Iglesia, obra que se ocupaba principalmente de los sacramentos o ritos religiosos como el bautismo y la comunión, mediante los cuales, según enseñaba la Iglesia, se concede la gracia a los que creen en Dios; los siete sacramentos existentes conmemoraban acontecimientos narrados en el Nuevo Testamento. Lutero sostenía que en mil años de cautividad bajo Roma la religión de Cristo había quedado corrompida en su fe, moral y ritos Basando su juicio en la lectura del Nuevo Testamento, Lutero descartó los cinco sacramentos que no aparecían explícitamente descritos allí y conservó solamente dos: el bautismo, que significaba borrar el pecado original (el pecado trasmitido al hombre por la caíd de Adán y Eva), y la comunión, que conmemoraba a Cristo cuando compartió en la última cena el pan y el vino con sus doce apóstoles. En sus primeras diferencias con la Iglesia, Lutero había atacado prácticas, pero ahora atacaba el dogma. Se acercaba el rompimiento con Roma.”
En octubre, Lutero se intentó aún más en terrenos de gran controversia: publicó La cautividad babilónica de la Iglesia, obra que se ocupaba principalmente de los sacramentos o ritos religiosos como el bautismo y la comunión, mediante los cuales, según enseñaba la Iglesia, se concede la gracia a los que creen en Dios; los siete sacramentos existentes conmemoraban acontecimientos narrados en el Nuevo Testamento. Lutero sostenía que en mil años de cautividad bajo Roma la religión de Cristo había quedado corrompida en su fe, moral y ritos Basando su juicio en la lectura del Nuevo Testamento, Lutero descartó los cinco sacramentos que no aparecían explícitamente descritos allí y conservó solamente dos: el bautismo, que significaba borrar el pecado original (el pecado trasmitido al hombre por la caíd de Adán y Eva), y la comunión, que conmemoraba a Cristo cuando compartió en la última cena el pan y el vino con sus doce apóstoles. En sus primeras diferencias con la Iglesia, Lutero había atacado prácticas, pero ahora atacaba el dogma. Se acercaba el rompimiento con Roma.”
(“La
Reforma”, Edith Simon; en Las grandes época de la humanidad.
TIME- LIFE Books (Nederland) B.V. 1979 Ámsterdam, págs. 38-41)
El culto a los Santos
desveló también a Lutero provocándole un severo escozor. El culto de las
imágenes fue una de esas corrupciones del cristianismo que se introdujeron en
la iglesia furtivamente y casi sin que se notaran. Esta corrupción no se
desarrolló de un golpe, cual aconteció con otras herejías, pues en tal caso
había sido censurada y condenada enérgicamente, sino que, una vez iniciada en
forma disfrazada y plausible, se fueron introduciendo nuevas prácticas una tras
otra en idolatría no solo sin enérgica oposición, sino sin siquiera protesta
resuelta alguna; y cuando al fin hizo un esfuerzo para extirpar el mal,
resuelto éste por demás arraigado para ello. La causa de dicho mal hay que
buscarlo en la propensión idólatra del corazón humano a adorar a la criatura
más bien que al Creador. Mendham nos presenta una descripción bastante
interesante y reveladora:
“Las imágenes y los
cuadros fueron introducidos al principio en la iglesia no para que fueran
adorados, sino para que sirvieran como
de libros que facilitaran la tarea de enseñar a los que no sabían leer o
para despertar en otros los sentimientos de devoción. Difícil es decir hasta
qué punto este medio correspondió al fin propuesto, pero aun concediendo que
así fuera durante algún tiempo, ello no duró, y pronto los cuadros e imágenes
puestos en las iglesias, en lugar de ilustrar, oscurecían la mente de los
ignorantes y degradaban la devoción la devoción de los creyentes en lugar de
exaltarla.
De suerte que, por más
que se quiso emplear unos y otros para dirigir los espíritus de los hombres
hacia Dios, no sirvieron en fin de cuentas sino para alejarlos de él e
inducirlos a la adoración de las cosas creadas”.
(“El sétimo Concilio General, el Segunda de Nicea”, Joseph Mendham, Introducción: págs. iii-vi).
Zuinglio, reformador en Suiza. |
Hus se proveyó de un
salvo conducto del emperador Segismundo, puso en orden sus asuntos y se marchó
a Constanza “a fin de confesar
públicamente a Cristo, o, si era necesario, sufrir la muerte por su ley”.
Aun cuando había sido excomulgado y anatematizado por la Iglesia, Hus contaba
con el apoyo de la población y seguía propagando la Reforma en Praga. Negarse a
asistir al Concilio hubiera equivalido a una manifestación de cobardía, cosa
inconcebible en un luchador por una causa justa como era Hus, por otro lado, él
había exigido reiteradamente la convocatoria a ese foro. Negarse hubiera
significado también reconocerse culpable de acciones heréticas, mientras que él
mismo se consideraba un cristiano autentico e imputaba a los jerarcas
eclesiásticos oponentes la dejación de la “verdadera”
doctrina de Jesucristo. A los 25 días de su llegada fue encarcelado en el
subterráneo de un convento dominico, en una celda oprobiosa contigua a la
letrina. Haciendo gala de su “espíritu
cristiano”, el Papa lo detuvo sin hacer caso del salvoconducto extendido
por el emperador Segismundo. En él había unas palabras que decían:
“Recomendamos a todos y a cada uno que reciban con afecto al honorable
maestro Juan Hus de Bohemia, que va al Concilio de Constanza que le tengan
honrosamente, lo auxilien para favorecer su viaje por agua y tierra, que le
procuren albergue y lo dejen ir libremente y regresar, y provean a él y a los
suyos de seguros guías donde fuese necesario”
Era un pasaporte, que no
podía defender a Hus contra una eventual condenación del Concilio. La carta de
seguridad no odia amparar contra la sentencia de los jueces ordinarios. El
propio emperador, que figuraba entre los delegados al Concilio, declaró, con la
escrupulosidad propia de los príncipes en los casos de esta índole, que el
salvoconducto por él firmado tenía “una
finalidad especial”, es decir, debía asegurar a Hus la “vista equitativa” de su causa en el Concilio y ofrecerle la
posibilidad de defenderse ante los padres conciliares, pero de ningún modo
exonerado del castigo por las convicciones heréticas. “si alguien –dijo Segismundo- continuara
obstinándose en su herejía me encargaría personalmente de encender la hoguera y
quemado” (“John Hus en el concilio
de Constanza” 1965). Toda una joya acomodaticia de emperador este
Segismundo. Todas estas circunstancias daban al caso de Hus todo el aspecto de
una trampa, de una encerrona tendida por los inquisidores. Recuérdese la celada
que se tendió, contra Lutero en la Dieta de Worms o la humillación a la que fue
sometido Galileo por el papa Urbano VIII y por los miembros del Santo Oficio,
quienes juntos no valían ni un zurullo de perro. La decepción del sabio de Pisa
no pudo ser más devastadora. En una carta a Vincentio Reniere, matemático y
astrónomo, amigo y discípulo suyo, Galileo escribe:
“Bien sabéis que mi vida no ha sido hasta ahora más que objeto de
accidentes y de casos, que sólo la paciencia de un filósofo puede considerar
con indiferencia, como efectos necesarios de las extrañas resoluciones o las que está sometido el globo que habitamos.
Nuestros semejantes a los que tratamos de ayudar de uno y otro modo, nos pagan
con la misma moneda, con ingratitud, hurtos, acusaciones; todo ello se
encuentra en la carrera de mi vida. Eso os baste, sin preguntarme acerca de las
noticias de una causa o un crimen que ni siquiera conozco. Deseáis saber lo que
me ha ocurrido en Roma. Comparecí ante un tribunal que, por el solo delito de
ser razonable, me juzgó poco menos que hereje. ¡A lo mejor los hombres me
obligarán a dejar de ser filósofo para convertirme en historiador de la
Inquisición! Tratan de presentarme como el ignorante y el bobo de Italia, de
tal manera que al fin será necesario que me finja tal. Desde joven he
estudiado. Y meditado para exponer en un diálogo los sistemas tolomeico y
copernicano, sobre cuya materia, ya desde mis tiempos de lector en Padua,
Observé y filosofé de continuo, inducido principalmente por la idea de explicar
el flujo y el reflujo del mar por los supuestos movimientos de la tierra.
Después de la publicación de mis Diálogos
fui llamado a Roma por la Congregación
del Santo Oficio, donde llegué el 10 de febrero de 1632 y fui sometido a la
suma clemencia de aquel tribunal y del soberano pontífice Urbano VIII, el cual,
sin embargo, me creía digno de estima. Fui arrestado en el delicioso palacio de
la Trinidad de los Montes, en casa del embajador de Toscana se me jejo que
remediara el escándalo que había dado a Italia entera con mi opinión acerca de
la Tierra; y a las sólidas razones matemáticas que yo aducía una y otra vez
solo me respondían que Terra
autem in aeternum stabit, quia terra autem in aeternum stat, como
dice la Escritura. Finalmente fui obligado a retractarme, como verdadero
católico, de mi opinión, y en castigo fue prohibido el Diálogo, y al cabo de cinco meses me despidieron de Roma (en un
tiempo en que la ciudad de Florencia estaba apostada) y se me señaló como
cárcel, con generosa piedad, la casa del amigo más querido que tenía en sierra,
el arzobispo monseñor Piccolomini, de cuya amabilísima conversación gocé con
tal sosiego y satisfacción de mi ánimo que allí reanudé mis estudios y encontré
gran parte de las conclusiones mecánicas sobre la resistencia de los sólidos y
otras especulaciones; y después de casi cinco meses, habiendo cesado la parte
en mi patria, a principios del año 1633, su Santidad me permutó la estrechez de
aquella residencia por la libertad del campo, tan grata para mí; regresé, pues,
a la villa de Bellosguardo y luego pasé a Arcetri donde todavía me encuentro
respirando el aire saludable, próximo a mi querida patria, Florencia”.
La Inquisición, Institución de orden social. |
“Las prisiones secretas estaban destinadas sólo para la detención y no
para el castigo, y los inquisidores tuvieron especial cuidado de evitar la
crueldad, la brutalidad y el maltrato. El empleo de la tortura, por lo tanto,
no fue considerado como un fin en sí mismo. Las instrucciones del año de 1561
no establecieron reglas para su uso pero insistieron en que su aplicación
debería ser de acuerdo a la “conciencia
y voluntad de los jueces nombrados”, siguiendo la ley, la
razón y la buena conciencia. Los inquisidores debían fijarse mucho de que la
sentencia del tormento fuese justificada y presidida de legítimos indicios. En
una época en que el uso de tormentos era común en los tribunales criminales
europeos la Inquisición española siguió una política de benignidad y de
circunspección lo que la favorecería al compararla con otras instituciones. La
tortura fue usada como último recurso y aplicada solamente en la minoría de
casos. A menudo el acusado era colocado in conspectu tormentorum, cuando la
vista de los instrumentos de tortura podía provocar la confesión”.
(“Historia de la Inquisición española”, Henry Kamen;
1965)
Es inconcebible, que un
hombre erudito como el español Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912)
escribiera lo que escribe en sus cuatro volúmenes sobre las herejías en España.
Ni siquiera el hecho de haber tenido 20 años de edad cuando escribió tamañas
aberraciones lo justifica. Fue mi defensor de la Inquisición a la cual encarece
y glorifica. Sus razonamientos sobre la Inquisición parten de la premisa de que
“el genio español es eminentemente católico;
la heterodoxia es entre nosotros accidente y ráfaga pasajera”. Según Menéndez
y Pelayo, el verdadero creyente no puede dejar de aprobar las acciones de la
Inquisición. He aquí algunas “perlas
negras” extraída de su libro:
“El que admite que la herejía es crimen gravísimo y pecado que clama al
cielo y que compromete la existencia de la sociedad civil, el que rechaza el
principio de la tolerancia dogmática, es decir, de la indiferencia entre la
verdad y el error, tiene que aceptar forzosamente la punición espiritual y
temporal de los herejes, tiene que aceptar la Inquisición”.
Estima que la expulsión
de los judíos de España, a fines del siglo XV, fue consecuencia inevitable de
los estados de ánimo antihebreos, que supuestamente predominaron de la sociedad
española del mismo siglo (El edicto real de 1492, ordenaba expulsar del país a
los judíos no convertidos al catolicismo).
“La decisión de los reyes católicos no era buena ni mala: era la única
que podía tomarse; el cumplimiento de una ley histórica”.
Si aceptáramos su punto
de vista acerca de que todas las capas de la sociedad española del siglo XV
estaban contra los judíos, quedaría en pie la cuestión de la expoliación que
sufrieron estos y otras muchas víctimas por la Inquisición y la corona, que
Menéndez y Pelayo soslaya con gran desfachatez. Si bien reconoce que la
intolerancia encarnada en la Inquisición española beneficiaba a la monarquía
feudal absoluta, agrega:
“Pues qué, ¿hay algún sistema religioso que en su organismo y en sus
consecuencias no se enlace con cuestiones políticas y sociales?... Nunca se
ataca el edificio religioso sin que tiemble y se cuartee el edificio social”.
A los inclinados a
considerar la Inquisición española como instrumento del absolutismo real, les
contesta:
“eclesiástica [la
Inquisición] era en su esencia, e
inquisidores apostólicos, y nunca reales, se titularon sus jueces; y en el
fondo, ¿quién dudará que la Inquisición española era la misma cosa que la
Inquisición romana, por el género de calesas en que entendía, y hasta por el
modo de sustanciarlas”.
La inquisición en España. |
“Los mismos que condenan la Inquisición como arma de tiranía, que
confesar hoy que fue una tiranía popular, tiranía de raza y de sangre, fiero
sufragio universal, justicia democrática, que niveló toda cabeza, desde el rey
hasta el plebeyo. Y desde el arzobispo hasta el magnate”.
Los hechos históricos
rechazan estas fanáticas afirmaciones del sabio español. La Iglesia Católica y
la corona española impusieron al pueblo de la península la Inquisición por
medio de la fuerza y el temor. El hecho de que todos los movimientos populares
de España incluyeran enérgicas acciones anticlericales obedecía, en particular,
al dominio secular de la Inquisición. [Todas
las citas de Marcelino Menéndez y Pelayo han sido extraídas de su libro “Historia de los Heterodoxos Españoles”,
Buenos Aires 1945]. Otro defensor de
la Inquisición española y sus métodos es el teólogo Nicolás López Martínez,
quien en su libro “Los judaizantes
castellanos y la Inquisición”, quien justifica el derecho de la Iglesia y
del poder seglar a perseguir y castigar a los herejes, porque la herejía “trae consigo perturbaciones injustas del
orden social”.
Hay quienes llaman, con
voz melosa y redentora, a estudiar “objetivamente” a la Inquisición. El
historiador católico Vicente Palacio Atard, dice en su libro “Razón de la Inquisición”, que para
comprender al Santo Oficio es preciso renunciar al ardor polémico. Esto nos
ayudará a entender – afirma – que la Inquisición por sí sola no es en medo
alguno buena ni mala, no es una institución de Derecho divino sino obra humana,
y por esto imperfecta. Este católico, entusiasta y rabioso, nos invita a
interpretar la Inquisición de manera justa y objetiva, teniendo en cuenta la
época y las debilidades del hombre, la imperfección eterna de las instituciones
humanas, el temperamento desmesurado de los españoles y así sucesivamente. Don
Vicente, sagaz y celestino, recuerda todo menos los crímenes de la Inquisición
y sus víctimas. No nos extraña esta “pequeña
omisión” de quien se propone discrepar y justificar a los verdugos del “santo” tribunal. Bajo los criterios y
los parámetros de Palacio Atard, Reinhard Heydrich, Heinrich Himmler, Franz
Stange, Kurt Franz, la Gestapo, la Sturm Abteilung (SA), la Schutz Staffel (SS)
y hasta Adolfo Hitler quedarían exonerados de las atrocidades que cometieron
por “las debilidades del hombre” y
por “la imperfección eterna de las
instituciones humanas”, tanta estupidez y cinismo provoca nauseas. El
historiador Palacio Atard parece ser un investigador de poca monta; así como
don Marcelino Menéndez y Pelayo, sabe quitarle el poto a la jeringa cuando de
ser objetivo se trata con respecto a la Inquisición, ambos parecen ignorar las
cinco series de instrucciones dadas por el Inquisidor General Torquemada durante
su tristemente célebre papel de Inquisidor General. Veamos algunos de los
veintiocho artículos incluidos en un manual [compilación de las Instrucciones del officio de la Santa Inquisición,
hechas por el muy Reverendo Señor Fray Tomás de Torquemada, Prior del
Monasterio de Santa Cruz de Segovia, primer Inquisidor General de los Reynos y
Señoríos de España], que fue utilizado por los inquisidores en los
trescientos años siguientes a noviembre de 1484. Los siete primeros daban
disposiciones con respecto al modo de iniciar la Inquisición en una ciudad de
provincia. Todas las autoridades y la población debían dar juramento de que
serían leales obedientes al Santo Oficio y, quien no lo hiciera así, era
amenazado seriamente con las consecuencias. Todos debían confesarse para
reabrir las penitencias respectivas y, si el Inquisidor lo juzgaba necesario,
estaban obligados a pagar una multa, que debía ser considerada como una limosna
para la Guerra Santa contra los moros. Las multas debían ser ajustadas de
acuerdo con la tarifa que señalaría Torquemada. Si alguna de esas reglas era
desobedecida, la confesión sería automáticamente considerada falsa. El
delincuente sería condenado, como hereje reincidente, a muerte en la hoguera.
¡Vaya democracia, don Marcelino! El
artículo VIII pretende ser un aliciente para que los apóstatas confiesen,
hasta voluntariamente, una vez transcurrido el periodo de gracia. Debían
someterse una vez transcurrido el periodo de gracia. Debían someterse a una
penitencia, aunque no a una multa, puesto que todo su dinero había sido ya
confiscado. ¡Vaya Inquisidores, todos unos asaltantes con ostia y crucifico! En
el artículo IX se recomienda un trato
indulgente para los hijos de los apóstoles menores de los veinte años de edad,
previa reconciliación con la Iglesia; el articulo
XXII da instrucciones a los inquisidores para que coloquen a los niños bajo
el cuidado de gente decente y respetable, y como la confiscación de los bienes
de sus padres los había dejado sin amparo, debían ser atendidos por la “generosidad” real. Es decir, te quito
lo que tienes y con eso mantengo a tus hijos, por lo que debes sentirte
agradecido y alabar mi generosidad.
El artículo X, el que don Marcelino finge ignorar, es el más
perturbador, pues, declara que las propiedades de todo aquel que haya juzgado
culpable de herejía o de apostasía serán confiscadas por el Tesoro Real desde
la fecha del primer delito probado. Al dar a esta disposición carácter
retroactivo se esperaba impedir que los apostatas se librasen de la
confiscación enajenando su propiedad a algún amigo de confianza. En la práctica
produjo muy pronto un estado de caos en el mundo comercial. La mayoría de los
comerciantes eran cristianos nuevos y, en consecuencia, por sincero que fuera
su catolicismo, se hallaban siempre en peligro de caer en las garras de la
Inquisición, aunque no fuera por otra
razón que por la malevolencia de un rival. La Inquisición siempre salía
ganando. Cualquier contrato en el que fuesen parte podían quedar invalidado de
pronto por haber sido confiscada su propiedad desde una fecha anterior a la
firma del contrato y el infortunado segundo contratante no podría cobrar su
parte.
Lutero frente al rey Carlos I de España. |
“A primera vista pudiera parecer que dicho Tribunal se hacía innecesario
en América, sobre todo existiendo severa prohibición de que a ella viniesen extranjeros
o personas contaminadas con la herejía, pero conviene tener en cuenta que las
atribuciones del Santo Oficio se extendían a otros delitos que no eran
propiamente contra la fe sino que más bien tocaban a las costumbres o a la
disciplina eclesiástica y, además, que por mucha vigilancia que se ejerciera
siempre había la posibilidad, como lo acreditó la experiencia, de que llegaran
a estos países, moriscos, judaizantes y aun herejes encubiertos, fuera de que
aun en la misma España no dejaron las ideas de los novadores enteramos de
seducir a algunos espíritus, como lo demuestra magistralmente Menéndez y Pelayo
en sus “Heterodoxos españoles”.
(“Historia
General del Perú”, Rubén Vargas Ugarte, S.J.; Tomo II, pág. 259 – Editor
Carlos Milla Batres, 1971)
“Dime con quién andas y
te diré quién eres”, versa el refrán. A toda esta maquiavélica maquinaria
criminal se tuvo que enfrentar Juan Hus en el Concilio de Constanza. En su
prisión en el monasterio dominico del castillo de Totleben, Hus estuvo aherrojado
con grillos, y por la noche se le sujetaba además a una cadena fija en la
pared. También probó algo de los “métodos santos” de convencimiento, es decir,
la tortura. El escritor Ricardo Palma describe cuales eran estos “métodos” para
quebrar la moral y el espíritu de los procesados:
“Tres eran los géneros de tormento que regularmente usaba la
Inquisición: el de la garrucha, el del potro y el del fuego. Como a la agudeza de
los dolores acompañaban tristes lamentos y gritos descompasados, era conducido
el paciente a un sótano llamado cámara del tormento, a fin de que no llegasen
al exterior sus voces. Lo acompañaban el Inquisidor y el secretario de turno,
le preguntaban de nuevo acerca de su delito y, si persistía en negar, se
procedía a la ejecución.
Para el tormento de garrucha o polea, se colgaba en el techo un
instrumento de este nombre, pasando por él una gruesa soga de cáñamo o esparto.
Cogían después al reo y, dejándolo en paños menores, le ponían grillos,
atábanle a la garganta de los pies cien libras de hierro, y volviéndole los
brazos a la espalda y asegurándolos con un cordel, lo ataban de la soga por las
muñecas. Teniéndolo en esta posición, lo levantaban un estado de hombre, y en
el ínterin lo amonestaban secamente los jueces para que dijese la verdad. se le
daban además, según fueran los indicios y la gravedad del delito, hasta doce
estrepadas, dejándolo caer de golpe, pero de modo que ni los pies ni las pesas
tocasen al suelo a fin de que el cuerpo recibiese mayor sacudimiento.
En el tormento del potro que llamaban también de agua y cordeles,
estando el reo desnudo, en la forma que se ha dicho, era tendido boca arriba
sobre un caballete o banco de madera, al cual le ataban los pies, las manos y
la cabeza, de modo que no se pudiese mover. Entonces le hacían tomar algunos
litros de agua, echándosela poco a poco sobre una cinta que le introducían en
la boca para que, entrando con el agua en el gaznate, le causase las ánsias y
desesperación de un ahogado.
Para el tormento del fuego, ponían al reo de pies desnudos en el cepo, y
bañándole las plantas con manteca de puerco, arrimaban a ellas un brasero
encendido. Cuando mucho se quejaba del dolor, interponían una tabla entre el
brasero y los pies, mandándole que declarase. Reputábase este tormento por el
más cruel de todos.
La duración del tormento, por bula de Paulo III, no podían pasar una
hora; y si bien la Inquisición de Italia no solía llegar a ella, en la de
España, que se ha gloriado de aventajar a todas en su celo por la fe, se
prolongaba el tormento a cinco cuartos de hora. Solía suceder que el paciente,
por lo intenso del dolor, quedase sin sentido; y para este caso estaba
prevenido el médico, el cual informaba al Tribunal si el paroxismo era real o
figurado, y con su dictamen se suspendía o continuaba el martirio. Cuando el
reo se mantenía negativo, venciendo el tormento, o cuando, habiendo en él
confesado, no ratificaba a las veinticuatro horas su confesión, se le daba
hasta tercera tortura, mediando sólo dos días de una a otra.
Cuando no bastaban las persuasiones ni las tretas para que el reo, con
verdad o sin ella, se confesase delincuente, recurrían los Inquisidores a la
tortura mezclando a la ficción con la severidad. Porque, además de amenazarle
con la duración indefinida del tormento, hacíanle creer, cuando ya lo había
sufrido por el tiempo determinado, que lo suspendían por ser tarde o por otra
razón semejante, con el objeto de infundirle más terror. Los legisladores que
tal prueba autorizaron, tuvieron al menos la equidad de dar por purgados con
ella los indicios, y dejaban ir libre al reo que perseveraba negativo; pero la
Inquisición, para no ser menos feroz que otros tribunales, que en este caso
imponían la pena extraordinaria, le condenaba también a cárcel perpetua o a
algunos años de galeras. De este modo el infeliz reo, acaso inocente, quedando
no pocas veces imposibilitado para todo ejercicio con la dislocación de los
huesos en la garrucha, con la opresión del pecho y otros accidentes en el
potro, y con la contracción de nervios en el tormento del fuego, tenía que
pasar por la afrenta de verse agavillado y confundido con la gente más soez.
Como la Inquisición ha hecho suyos los vicios de los demás tribunales,
llevándoles casi siempre ventaja, en las leyes del tormento descolló
extraordinariamente su rigor. En primer lugar, no contenta con obligar al reo a
que confesase su delito y descubriese a los cómplices, le precisaba también a
revelar su intención. De modo que, aun cuando en la tortura confesase todo lo
que puede pertenecer al conocimiento de un tribunal, se le sujetaba otra vez a
ella hasta que se declarase ante los hombres tan malo como los jueces lo
suponían delante de Dios.
Otra práctica había aún más inhumana. Cuando el mismo reo arrepentido
confesaba su dañada intención y denunciaba a los cómplices, se le daba, sin
embargo, tortura siempre que algunos de estos negase serlo. Tan atormentado
era, pues, el reo confesando como obstinándose en negar.
A más de la prueba por escrituras, por testigos y por la confesión del
reo, libre o forzada, en que apoyaba su acusación el fiscal, se usaba la
compurgación. Esta consistía en obligar al reo a sincerarse de las sospechas
que contra él había, con el testimonio de sujetos de probidad, quienes bajo
juramento afirmaban tenerle por católico y libre de la herejía que se le
imputara. Bastaba un rumor contra un hombre para sujetarlo a la compurgación; y
cuando el difamado no encontraba quien le abonase, acaso por lo arriesgado que
era esto en los procedimientos del Santo Oficio, se le condenaba como hereje
contumaz.”
(“Anales de
la Inquisición de Lima”, Ricardo Palma, Ediciones del Congreso de la
República de Perú, Julio de 1997, pág. 60-62).
Tormento del Garrote, en La Inquisición. |
“Después de emitirse el auto de sometimiento a tortura el sospechoso era
conducido de tormentos. A ella, además del reo, ingresaban los verdugos, un
notario y los inquisidores. Antes de comenzar la sesión, estos últimos
amonestaban al procesando para que confesase la verdad advirtiéndole que de no
hacerlo tendrían que someterlo a tormento y que, si algún daño se le causaba,
sería solamente por su obstinación en negarse a confesar. Si el procesado se
mantenía en su negativa, después de estas advertencias, comenzaba la sesión. Al
inicio del suplicio los inquisidores disponían que el procesado fuese desnudado
en su presencia. Al mismo tiempo le advertían al verdugo que no ocasionase el
mutilamiento de los miembros ni la efusión de sangre. Mientras los verdugos desvestían
al reo los inquisidores le pedían que dijese la verdad para evitar el daño que
se le podrían ocasionar. En muchas oportunidades el reo confesaba ante la
simple presencia de los instrumentos de tortura. Por el contrario, si el reo
persistía en su negativa, se iniciaba el suplicio.
El tormento se basaba en el principio de producir dolores agudos sin
causar heridas ni daño corporal de consideración. Por esta época, aunque en
diferente forma y grado, era común en todos los países del mundo la aplicación
de la tortura. Por ejemplo, en el procedimiento criminal alemán la tortura
incluía la dislocación de miembros o el descuartizamiento; cosa igual ocurría
en Inglaterra y el resto de Europa. Por su parte, las torturas que más empleaba
la Inquisición española eran el cordel, el potro, el castigo del agua y la
garrucha.
Por lo general el tormento se iniciaba con el empleo del cordel para lo
cual el reo era colocado en una especie de mesa, sujetándosele a ella muy
fuertemente. Después de esto se daba vueltas al cordel sobre sus brazos
comenzando por las muñecas. Antes y durante el tormento el inquisidor lo incitaba
a confesar y si persistía en su negativa disponía que se ajustaran aún más los
cordeles y así, sucesivamente, primero en un brazo y luego en el otro. En
algunas oportunidades se llegaba a varias vueltas sin haber obtenido la
confesión del sospechoso.
Si el tormento del cordel había sido inútil se solía continuar con el
del agua, que a su vez se combinaba con el castigo del potro. En cuanto al
primero, estando el reo echado sobre una mesa de madera, totalmente
inmovilizado, se le colocaba sobre el rostro un lienzo muy fino denominado
toca, sobre el cual se vertía agua lentamente lo que le impedía respirar. De
cuando en cuando se interrumpía el castigo para solicitarle en una tabla ancha
sostenida por cuatro palos, a manera de patas, en medio de la cual había un
travesaño más prominente. Sobre este se ubicaba al procesado dejando su cabeza
y piernas algo hundidas. Seguidamente, se le colocaban dos garrotillos en cada
extremidad. Si no confesaba se le iba ajustando, uno por uno, cada garrote.
En menor proporción se utilizaba la garrucha. El reo era atado con las
manos en la espalda y lo elevaban utilizando una soga y una polea, luego lo
dejaban caer en forma violenta deteniéndose antes de que tocase el piso; ello
le producía dolores agudísimos. Como parte de este tormento podía añadirse a
los pies algunas pesa con lo que el dolor se hacía mucho mayor.
Cuando el tormento podía poner en peligro la vida del reo era suspendido inmediatamente. También se
suspendía si este realizaba alguna confesión. La tortura en la Inquisición
española no podía exceder una hora y cuarto de duración y sólo se empleaba en
una oportunidad por el mismo motivo. Según sus causas procedían dos tipos de
tormentos:
a) Tormento
in caput proprium
Era el que se empleaba para obligar a confesar al reo en lo referente a su
propia causa.
b) Tormento
in caput alienum
Era utilizado para que en reo declarase como testigo en un proceso ajeno.
Solamente se empleaba cuando el reo se negaba a informar sobre los hechos que
los inquisidores, por las demás pruebas que tenían reunidas, daban por seguro
que aquel conocía. Para que las declaraciones realizadas por los reos bajo
tormento tuviesen validez tenían que ser libremente ratificadas días después.
Si el acusado se desdecía el delito no quedaba cumplidamente probado. La no ratificación del
reo lo liberaba de la pena a que se hubiese hecho merecedor. Entonces los
inquisidores debían obligarlo a abjurar públicamente de los errores por los que
había sido infamado y sospechoso. En estos casos la pena era reducida a alguna
penitencia, actuándose benignamente. Las ratificaciones se iniciaban con la
lectura de las declaraciones realizadas bajo tormento por el acusado a quien
los inquisidores preguntaban si era verdad lo sostenido. El tormento también
podía ser aplicado cuando el reo se contradecía notoriamente en sus
declaraciones o había confesado lo sufriente como para sospecharse su
culpabilidad sin que su confesión fuese lo suficientemente completa como para
justificar una sentencia condenatoria.”
(págs. 216-219)
J.H. Valega nos ha
dejado un testimonio su cinto, pero sustancial de lo que significó la
Inquisición desde su instauración en el Perú, la descripción de las métodos e
instrumentos utilizados en la tortura nos muestran a unos hombres astutos y
brutales que llevaban a cabo sus actividades ignominiosas y brutales a la
sombra de una ciudad invadida por todas partes de soplones que estaban al
acecho de cualquier rumor, de algún comentario indiscreto, de alguna opinión
fuera de lugar.
“Al Perú llegó el Santo Tribunal reformado en su procedimiento
inquisitorial por el horrendo Torquemada. Una acusación, una simple denuncia, sin
responsabilidad para el denunciante, o un anónimo infame, motivaba el auto,
cabeza del proceso. El presunto reo, arrancado de su hogar, privado de sus
papeles y fortuna, debía en el potro espantoso de la tortura, confirmar la
denuncia de herejía. La inocencia a la negativa centuplicaban el tormento. Sin
permitírsele la defensa, el presunto hereje, o se confesaba culpable, para
escapar al dolor de la tortura, o resistía con valor el inhumano martirio.
Cualquiera de los dos extremos producía el mismo resultado. Se le condenaba por
hereje, convicto y confeso, o por recalcitrante o impío. La muerte, sin
derramamiento de sangre, la más humanamente posible, esperaba al culpable
cierto o presunto, en la hoguera purificadora de un auto de fe.
El Santo Tribunal de Lima, inaugurado el 9 de enero de 1570, por el
primer inquisitor Serván de Cerezuela, no tenía jurisdicción sobre el indio,
aún en el delito de herejía, único que entraba en sus funciones. Pero, muy
pronto amplió sus atribuciones a las causas por blasfemias, poligamia,
hechicería, vana observancia, sodomía, injurias a sus auxiliares, protesta
contra su jurisdicción, y aún con los empleados que no pagaban puntualmente sus
salarios. En todo caso impenetrable el proceso, impedía que el más inocente de
los encausados pudiera comprobar la falsedad de la imputación.
No, para condenar con criterio actual, pero si, para exhibir la dureza
pétrea de las almas de la época, – que se creía necesaria para salvar el dogma
– es preciso revivir la fórmula de las terribles sentencias.
Christi Nomine invocato. Fallamos, atentos los autos y méritos del dicho
proceso, indicios y sospechas que de él
resultaren contra el dicho N. N. , que le debemos de condenar y condenamos
a que sea puesto en cuestión de tormento –se señalaba algunas veces la calidad
del tormento – en la cual mandamos esté y persevere por –se indicaba el tiempo-
cuando a nos bien vista fuera, para que él diga la verdad de lo que está
testificado y acusado, con protestación que le hacemos, que si en el dicho
tormento muriera a fuera liciado, o se siquiera efusión de sangre o mutilación
de miembro, sea a su culpa y cargo y no a la nuestra por no haber querido decir
la verdad. Y, por esta nuestra sentencia, así la pronunciamos y mandamos en
estos escritos y por ello, etc., etc.
Tres eran los tipos de tormento que regularmente estilaba la
inquisición; a saber el de garrucha el de potro y el del fuego, por los cuales
se empezaba, siendo los más duros y eficaces para obligar al reo a la
confesión. Como a la agudeza de los dolores acampaban tormentos y gritos
descompasados, era conducido el paciente a una pieza llamada cámara del
tormento –en el edificio actual del Senado – que solía estar a un lado del
edificio o sea un sótano o fin de que no se interrumpiera la quietud que en
todo él reinaba, ni consternase la vecindad. Colocábase en ella el tribunal, y
sentados los jueces con el secretario le preguntaba de nuevo acerca de sus
delitos y si persistía negando, se procedía a la ejecución.
Para el tormento de garrucha a polea, se colgaba un instrumento de este
nombre en la techumbre por el cual pasaba una gruesa saga de cáñamo o esparto,
de modo que pudiese correr. Cogían después al reo, los ministros y dejándole en
paños menores le ponían los grillos a las gargantas de los pies cien libras de
hierro y volviéndole los brazos a la espalda y asegurándoles con un cordel le
ataban la soga por las muñecas. Teniéndole en esta disposición, lo levantaban
un estado de hombre y en el ínterin le amonestaban los jueces, secamente que
dijera la verdad. Se le daban, además, según eran los indicios y la gravedad del
delito, hasta doce estrapadas, dejándole caer de golpe, pero de modo que ni los
pies, ni la cabeza llegaban la suelo, a fin de que el cuerpo recibiese mayor
sacudimiento.
En el tormento del potro, que llamaban también de agua y cordeles,
estando el reo desnudo, en la forma que se ha dicho, era tendido boca arriba,
sobre un caballete o anca de madera, al cual ataban los pies, las manos y la
cabeza de manera que no se pudiesen revolver. En esta actitud le daban ocho
garrotes en lo cuatro remos, a saber dos en los morrillos de los brazos, más
arriba del codo, y dos más debajo de él, o igualmente, dos en los muslos, y
otros dos en los piernas. Haciéndole además de esto, tragar siete cuartillas de
agua, echándosele poco a poco, sobre una toca o cinta que le metían hasta la
mitad de la boca, para que, entrando con el agua hasta el gaznate, le causase
las ansias de un ahogado.
Para el tomento del fuego, ponían al reo desnudo de pies en el cepo, y
bañándole las plantas con manteca de puerco, arrimaban a ellos un brasero bien
encendido, con cuyo calor les iba friendo. Cuando más se quejaba del dolor,
interponían una tabla entre sus pies y el brasero, mandándole que declararse, y
se volvían a quitar si persistía negando. Reputábase este tormento por el más
cruel de todos; pero éste como los demás se aplicaban indistintamente, a
personas de uno y otro sexo, a arbitrio de los jueces, quienes debían hacerse
cargo de las circunstancias del delito, y las fuerzas del delincuente
Su duración por bula de Pablo III, no podía pasar de una hora, y si
bien, en la Inquisición de Italia, no solía llegar a ella, en la España, que se
ha gloriado de aventajar a todas en su celo por la e, para más obsequiarla, se
prolongaba el tormento a cinco cuartas de hora. Solía suceder que el paciente,
por lo intenso del dolor, quedaba sin sentido; para este caso estaba prevenido
el médico el cual informaba al tribunal si el paroxismo era real o fingido, y
con su dictamen, se suspendía o continuaba la ejecución.
Cuando el reo se mantenía negativo, venciendo el tormento, o cuando
habiendo él confesado, no ratificaba a las 24 horas la confesión se le daba
hasta tercera tortura, mediando sólo dos días de una a otra. Así, pues,
hallándose aún vivo en su imaginación, la espantosa idea del pasado
sufrimiento, y teniendo además, resentidos los miembros y debilitadas las
fuerzas, se le exigían nuevas pruebas de su constancia de ánimo y robustez
general.
Hubo cosas excepcionales de estupenda resistencia física y de magna
gallardía espiritual. Entonces, las maldiciones vibraciones escapaban de los
labios contraídos del paciente, y sus miradas centellantes incidían en los
rostros torvos de los jueces, sin que las figuras espantosas de los ministros
del Manso Galileo, conociesen el vencimiento piadoso. Lejos de sufrir el pasmo
de lo grande y de lo noble, las almas frías, apagadas, yermas, de los
inquisidores, agotaban los recursos de crueldad, y de refinamiento en refinamiento,
llegaban por perversión espiritual, a saborear, como deleite, el infinito dolor
de sus víctimas.
Exageradamente, al revisar estas páginas luctuosas de la historia
colonial, las grandes almas han sentido el horror de tanta impiedad, y han
llamado hienas, sedientas de sangre, a los celosos defensores de la doctrina
galilea. Pero, olvidan que la hiena, con su clásica ferocidad, no sabe del
dolor de sus víctimas, y si bien siente el deleite de la sangre, no comprende las
torturas que produce. Los inquisidores estaban por encima de las hienas.
Formaban una categoría especial humana, sobrehumana, mejor dicho, puesto que
habían arrancado de cuajo, de sus conciencias, el distintivo supremo del
hombre.
No extrañará este método si se considera que, en Francia, a la caída de
Napoleón, por 1815, bastaba una denuncia anónima, para perder a cualquier
ciudadano. Todavía se emplea en el orden político, entre pueblos retrasados.
En ellos debió encarnarse el alma de los leones del circo romano, dentro
de organismos enfermos, adecuados a su monstruosidad mental.
Para los teósofos, que admiten la reencarnación, que aceptan el karma
como ley de causalidad y como principio de justicia inmanente de la vida, los
inquisidores debieron ser reviviscencias de los esclavos de Nerón, que
arrojaban, al circo romano, a los humildes corderos del dulce Nazareno, que
venían a terminar su ciclo de ferocidad, después de dos mil años de anadipsia –
sed inextinguible – de sangre humana.
Empero, si la ley de causalidad rige en el mundo espiritual, debió ser
más bien la inversa. Es decir, debieron ser las almas de los cristianos,
sacrificados en Roma, que volvían, a cobrar, a sus verdugos de ayer, la deuda
milenaria, para conocer en toda su amplitud, el abismo que separa a la víctima
del victimario.
Todavía, en nuestros días, existen encarnadas almas inquisidoras,
espíritus que actúan con índice elevado de electrones, disgregados del corazón
de Torquemada. Lima conservó hasta ayer, en Ate, un lugar de fortuna, para los
presuntos delincuentes políticos. Y de Ate salían las conjuraciones
descubiertas, para pretextar la rehabilitación de las partidas extraordinarias,
agotadas, del pliego de política preventiva.
Para la época, la Inquisición sacrificaba a los menos, para salvar al
conjunto. Evitaba que la tesis de Mahoma se propagara. Impedía la desarmonía
social. Cumplía una divina función. Su tiranía horrenda era precisa al instante
que vivía la humanidad, sin imperativos categóricos de conciencia.
Empero, para las ciencias psíquicas, los suplicios inquisitoriales eran
derivaciones de estados morbosos de la época. El profesor Malherman, en su obra
“El Placer y el Dolor”, comprueba tal situación patológica, y cita las
palabras del monje Francisco de Macedo, defensor metafísico del Santo Tribunal “La Inquisición se fundó en el Cielo.
Dios ejerce la función de primer inquisidor y como tal castigó, la divinidad a
Caín y Adán. Moisés fue mandatario de Dios, cuando hizo descender el fuego
destructor sobre los hebreos, cuando caían ésto del terror inquisitorial. La
religiositos en un abismo, o morían violentamente. La función del
inquisidor pasó después a San Pedro, que
la ejerció con Anaria y Safira. Los papas delegaron el poder inquisitorial en
Santo Domingo y en las religiosos de su orden”.
Si el indio había respondido con su misión, al primer deslumbramiento de
Manco Cápac, por su filiación solar; la conciencia colonial respondió con la
devoción y la fe, al nuevo deslumbramiento del terror inquisitorial. La
religiosidad ande prodigiosamente como reacción defensiva de la vida. El
impulso biológico, en el indio, fue limitado por el dolor de la esclavitud
teocrático durante el imperio. Trabajando y obedeciendo, resolvió su problema
vital. En la colonia, bastaba la fe, para asegurar la vida.”
(J.M.
Valega, en “Historia de los peruanos”, Volumen 2;
Ediciones Peisa –1983; págs.: 219-222)
Historia de la Inquisición, de I. Grigulevich |
“el pecado de herejía era demasiado grave para que se pudiera expiar por
la contrición y enmienda. Aunque la Iglesia se declaraba dispuesta a readmitir
en su seno a todos sus hijos errantes y penitentes, el transgresor tenía que
recorrer un camino doloroso; sólo podía lavar su pecado con una penitencia tan
severa como para probar la robustez de sus convicciones.”
(Volumen I, pág. 463)
Los castigos que la
Inquisición imponía a sus patrocinado iban desde las censuras más “leves” hasta las más “humillantes”, podía también condenar a
reclusión carcelaria (común severas), a galeras y, por último, excomulgan al
preso y entregarlo a las autoridades seculares para que fuera quemado. Esos
tipos de castigo fueron acompañados casi siempre por la flagelación del
condenado y la confiscación de sus bienes. En medio de aquella confusión de
apocalipsis y maldición, los hombres terminaban con la voluntad avasallada, yugulada,
despojada, sometidos en cuerpo y alma a la voluntad de sus verdugos. El
Concilio de Narbona, celebrado en 1244, indicó claramente a los inquisidores
que no debían apiadarse de los maridos por sus mujeres, ni de las mujeres por
sus mandos, ni tampoco de los padres en consideración a sus hijos desamparados;
ni la edad ni dolencia podían servir de motivo para mitigar la pena. Casados en
la “piedad cristiana”, la Inquisición
no sólo castigaba al pecador sino también a sus hijos y descendientes, a veces
hasta la tercera generación privándolos de la herencia (que la Iglesia se
embolsicaba) e incluso de los derechos cívicos. Hace dos siglos, el editor que
publicó el “Manual de los inquisidores”,
del inquisidor español Nicolás Eymerico (segunda mitad del siglo XIV) lo
comentó así:
“Es posible que algunas personas honradas y almas sensibles nos culpen
de haber revelado los cuadros horripilantes escritos anteriormente. Preguntaran
si el conocimiento de cosas tan repugnantes puede ser útil o agradable en modo
alguno. Para prevenir los reproches, nos basta con señalar: necesitamos sacar a
luz esos cuadros precisamente porque son repugnantes, para que causen espanto”.
Para argumentar el
derecho de la Inquisición a castigar a los hijos por los crímenes de sus
padres. Nicolás Eymerico, expuso que:
“La compasión por los hijos del culpable de herejía, constreñidos a
mendigar, no puede ablandar esa severidad, porque, en consonancia con las leyes
divinas y humanas, los hijos deben ser castigados por los humores de sus
padres. Los hijos de herejes, aunque sean católicos, no son una excepción de
esta regla, y no se debe dejarles nada (de los bienes de sus padres), ni aun lo
que les corresponde según el Derecho natural”.
(“Manual de los Inquisidores”, Nicolás
Eymerico, pág. 109)
Todo un piadoso
dominico, poniendo su sapiencia al servicio de la marcha de esa formidable
máquina de represión, latrocinio y exterminio llamado Tribunal del Santo
Oficio. Los rezos interminables, los ayunos extenuantes, las constantes
donaciones para obras pías y los reiterados viajes a santos lugares eran
aplicados por la Inquisición a sus víctimas en “dosis de elefante”, de suerte que el penitenciado realizaba una
verdadera “hazaña de piedad” y,
además de experimentar los tormentos morales, acababa por arruinarse
completamente junto con su familia. Los castigos “humillantes” suponían para
las víctimas de la Inquisición, aparte de las censuras mencionadas la
obligación de llevar los signos de infamia, instituidos por el demoniaco Santo
Domingo de Guzmán en 1208 y “perfeccionados”
por inquisidores posteriores: grandes pedazos de cañamazo azafranados en forma
de cruz. En España se le ponía al condenado una camisa amarilla sin mangas, en
las que estaban pegadas imágenes de demonios y de lenguas ígneas hechas de tela
roja, y se le calaba un gorro de payaso. Dicen que los bárbaros, los
dictadores, los apetentes insaciables de conquistas y los sádicos se asemejan
en su brutalidad. Gabriel Gasman, en su libro “Los campos de concentración” (2012) dice:
“Para los pocos judíos que quedarán en Alemania, las restricciones
aumentarán persistentemente: con el país en guerra, los judíos alemanes quedan
fuera del reparto de alimentos (diciembre de 1939) y si les obliga a poner una
“J” en sus cartillas de identificación. Tienen horarios especiales para acudir
a los almacenes de aprovisionamiento y se les impone en toque de queda a las
20:00 horas, amén de que se les retiran sus aparatos de radio. En setiembre de
1941 se obligara a todo judío mayor de seis años a portar la estrella de David,
y la palabra judío en
letras negras en la solapa de sus ropas; en otros territorios bajo autoridad
nazi son obligados a llevar un brazalete blanco con la estrella de David en
azul y una estrella cosida en la espalda”.
(pág. 103)
Nicolás Eymerico. |
“Para diferenciar las distintas categorías de internador [en los campos de concentración], la burocracia del campo diseñó un sistema
identificatorio gráfico, que constaba de un triángulo equilátero cosido en la
chaqueta y en el pantalón del preso y al que se le asignaba, según su condición
característica, un color determinado y en algunos casos una letra mayúscula. Además,
cada reo tenía un número de registro asignado que solía estar al lado del
triángulo, salvo en el campo de Auschwitz, donde dicho número les era tatuado
en el antebrazo izquierdo. El color identificatorio de los prisioneros
políticos era el rojo, asociándolos con claridad con el de la izquierda en
general, el verde se utilizaba para los criminales, a los que se les agregaba
una “S” si el individuo era considerado peligroso; el violeta identificaba a los testigos de Jehová;
el negro a los asociales; el
rosa a los homosexuales; el marrón a los gitanos y un triángulo amarillo o
verde rodeado de un contorno negro a los que habían infringido la “Ley de la Protección de Raza”. Los
judíos portaban dos triángulos que conformaban el dibujo de la estrella de
David, en color amarillo. Los extranjeros, finalmente, llevaban la inicial de
su país de origen sobre el triángulo correspondiente. En algunos casos, la
pertinencia a más de una clasificación implicaba la incorporación de pequeñas
barras de color sobre la figura del triángulo. Otras categorías de prisioneros
diversificaron aún más los códigos de identificación: los llamados criminales de guerra llevaban
una letra “K” sobre el triángulo, y los prisioneros en educación para el trabajo llevaban
una “A” en blanco sobre un triángulo negro. Incluso había prisioneros
distinguidos con un brazalete que decía tonto. Los colores y letras sirvieron, además, para que
los oficiales de la SS pudieran descargar su hostilidad sobre algún detenido
perteneciente a un grupo que le era especialmente hostil”.
(págs.: 111-113)
Así como los prisioneros
de los campos de concentración nazi sufrían la humillación en sus vestimentas,
el penitenciado de la Inquisición llevaba los signos de la infamia en casa, en
la calle y en el trabajo, generalmente durante toda su vida, sustituyendo los
gastados por otros nuevos. Sufría día a día las burlas e insultos con gestos e
higas en señal de desprecio por parte del vecindario. Entre los castigos
“ejemplares” estaba la flagelación pública. El pecador, desnudo hasta la
cintura, era flagelado por un sacerdote ante una gran muchedumbre en la iglesia
durante el servicio divino, así como en el curso de las procesiones religiosas
donde la degradación alcanzaba su cuota máxima. Según I. Grigulevich:
“Estaba obligado [el
penitenciario] a entrar una vez al mes
después de la misa, semidesnudo, en las casas donde había “pecado” – es decir
se había entrevistado con herejes-, para ser azotado. En muchos casos padecía
esa tortura durante toda su vida. La única persona facultada para librarlo de
ella, como asimismo de cualquier otra censura, era la misma que se había
impuesto: el Inquisidor. Como veremos más adelante, éste accedía a hacerlo en
determinadas condiciones.”
(“Historia de la Inquisición”)
Los encarcelados con cadena perpetua debían considerarse afortunados, por cuanto, para la Inquisición era una manifestación de “misericordia exclusiva”. Los tres tipos de reclusión eran: murus strietissimus, cuando se metía al recluso, aherrojado con esposas y grillos, en una celda para incomunicados; murus strictus dunus arctus el preso se encontraba solo en un calabozo, elevando grillos y, a veces, sujeto a una pared; y la reclusión carcelaria común, en celdas comunes y sin grillos. En todos los casos el único alimento era pan y agua; la cama era un brazado de paja. Se les prohibía tener contacto con el mundo exterior. Nicolás Eymerico dispuso que sólo podían visitar a los reclusos católicos celosos, pero no mujeres ni gente vulgar, porque, según él, los condenados eran propensos a reincidir en la herejía y “contaminaban” fácilmente a otros.
Muchos inquisidores se
tragaron el canard, su fe en aquel
hombre pernicioso e “iluminado” no
podía caer en el error. Algunos presos de la Inquisición contaban con algunos
medios para sobornar a sus carceleros y obtener mejores tratos; éstos se
cuidaban celosamente, pues, los inquisidores los vigilaban y, cuando descubrían
algún dolo, castigaban al guardián con gran severidad. A veces por falta de
celdas se ponía en libertad a alguna víctima que había brindado algún servicio
a la Inquisición (dinero, delación, traición, etc.), pero, siguiendo las
indicaciones dadas por Inocencio IV en 1247, los inquisidores advertían al
preso que a la premisa sospecha de reincidencia volvía a la chirona donde sería
castigado sin piedad alguna y sin formación de causa. La vida del presidiario:
“… se encontraba en manos del tácito y misterioso juez, que podía
destruirla sin escuchar al propio penitenciado y sin exponer razón alguna.
Estaba sujeto constantemente a la vigilancia de la policía del Santo Oficio,
compuesta de párrocos, monjes, clérigos…, a los que se ordenaba informar de
cada negligencia en el cumplimiento de la pena, de cada palabra o acción
sospechosa, en cuyo caso se le imponían castigos terribles como a hereje
reincidente. Para un enemigo personal nada más fácil que aniquilarlo,
especialmente porque el nombre del delator no se declaraba nunca. Nos
compadecemos justamente de las víctimas de la hoguera y la cárcel, pero su
suerte apenas si era más dura que la de muchos hombres y mujeres, objetos de la
gracia hipócrita del Santo Oficio, cuya existencia pasaba a ser desde entonces
una angustia interminable y desesperada.”
(“Una historia de la Inquisición de la Edad Media”, H.Ch.
Lea, pág. 497).
La Inquisición |
“Por cierto, sería injusto decir que la codicia y el ansia de saquear
fueron los motivos principales de la Inquisición, pero es imposible negar que
esas pasiones ruines desempeñaron un papel notable… Todos los empeñados en la
persecución se ocuparon siempre de sus beneficios. Sin multas y confiscaciones,
la Inquisición no hubiera podido seguir existiendo después de la primera
explosión de fanatismo que la había originado. Sólo había podido subsistir
durante una sola generación, luego había desaparecido para renacer nuevamente
con un nuevo recrudecimiento de la herejía. Es posible que sin una persecución
larga y sistemática el catarismo no hubiera sido extirpado completamente. Pero
en virtud de las leyes de confiscación, los herejes fueron constreñidos a
proporcionar los medios para su propia destrucción. La codicia y el fanatismo
se juntaron por espacio de un siglo entero e impulsaron poderosamente una
persecución feroz, continua e implacable, que al fin y al cabo realizó sin
propósito principal”
(Ibíd, H.Ch – Lea, págs.: 532-533)
En esto de rapiñar los
nazis fueron más honestos, pues, no ocultaban sus intenciones y las
justificaban; eran tiempos de guerra y esto les daba la razón. Algo así como,
te comprendo, pero no lo justifico. He aquí un extracto de un discurso de
Hernann Goering, que sin ser reitre o lansquenete como otros jerarcas nazis, se
anotó 22 victorias en combate durante la Primera
Guerra Mundial:
“Continuamente vencemos, de una victoria a otra, pero el pueblo se reirá
de nosotros, pues, ¿dónde está para él las ventajas de estas victorias? He
olvidado un país, porque allí, aparte del pecado no hay nada que sacar. Es noruega.
De Francia asegura que todavía no está cultivada hasta el máximo. Francia puede
ser aún mucho más fértil si los paisanos de allí son obligados a trabajar más.
Además, en esta Francia la población se harta de comer que comer que es una
vergüenza. He visto pueblos donde todo el mundo iba con sus largos panes
blancos debajo del brazo. En los pueblos donde todo el mundo iba con sus largos
flancos debajo del brazo. En los pueblos pequeños he visto cestos de naranjas y
dátiles frescos del norte de África. Ayer alguien dijo: “Es cierto. La alimentación normal en
estas zonas se adquiere en el mercado negro. Los víveres que se nos entrega
oficialmente no son más que un complemento. Sólo de este modo, la gente en
Francia puede estar tan alegre. Si no, no lo estarían”. Pero no se trata sólo de los alimentos. Ya lo he
expresado otras veces; yo considero a toda Francia como territorio conquistado.
En otros tiempos parece que el asunto era relativamente más simple. Entonces el
conquistador podía saquear las ciudades tomadas. Se tenía el derecho de quitar
lo que se conquistaba. Ahora las formas se han vuelto más humanas. Pero a pesar
de todo, yo pienso saquear y, además, considerablemente. Enviaré un número de
fiscalizadores, con poderes extraordinarios, tanto a Holanda y Bélgica como a
Francia, los cuales tendrán tiempo hasta Navidad para acopiar más o menos todo
lo que hay allí en las bonitas tiendas y almacenes. Además, han de perseguir
como perros rastreros todo lo que pueda ser útil para el pueblo alemán. Todo
tendrá que salir, con la rapidez del estómago, de los almacenes para ser
trasladados hacia aquí. Repetidas veces, cuando se ha pedido mi parecer, he
dicho: Los soldados pueden coger lo que quieran, tanto como quieran, todo lo
que puedan llevar consigo”.
(Hermann
Goeringante sus delegados económicos, citado en “Grandes guerras de nuestro tiempo”, Kurt
Zentner, Editorial Bruguera, 1980, Volumen 3; pág. 468-469).
Experto en saquear los
museos de Europa durante el auge del nazismo, Hermann Goering (Ministro del
Aire del Reich y con funciones de presidente del Reichstag y ministro del
Interior de Prusia, fue nombrado –por Hindenburg – General de Infantería el mes
de agosto de 1933; será promovido a Gran Mariscal en 1938, y en julio de 1940,
a Mariscal del Reich) se adueñó de toda pintura y escultura que fuera de su
gusto.
Trenes cargados con
vagones llenos de obras de arte salían de las capitales europeas a engrosar la
colección y fortuna del Gran Mariscal. Goering, como vemos en su discurso, no
se iba con remilgo, carecía el “pobre Goering” de la delicadeza y finura de
Papas, Cardenales, Obispos y un largo etcétera de atracadores religiosos si
colocáramos a Goering y a su Papa en la Calavera franqueando a Jesucristo, de
hecho al Papa le tocaría el papel de Dimas y Goering el de gestas.
Tanta piedad y tanto
amor al prójimo por parte de la Iglesia Católica nos conmueve hasta las heces.
Estos defensores de la Inquisición tienen la flema del obispo, la conchudez del
Cardenal y el cinismo del Papa para hacerse el desentendido. El historiador I.
Grigulevich, en su “Historia de la
Inquisición”, Editorial Progreso, 1980), nos presenta un panorama
esclarecedor sobre los métodos de tortura que deberíamos tener en cuenta. Dice Grigulevich
que los inquisidores, al ver que las persuasiones, amenazas y astucias no
podrían quebrantar a un acusado, recurrían a la violencia, a las torturas,
partiendo de que el dolor físico ilustra la razón mucho mejor que los
sufrimientos morales. El hecho de que la Inquisición empleara torturas durante
varios siglos y en muchos países, es un claro índice de la incapacidad de la
Iglesia de imponer a sus adversarios ideológicos por los métodos puramente
teológicos, por la fuerza de la convicción y no de la coerción. Aunque los
clérigos torturaban a los sospechosos de herejía ya antes de que se
establecieran los tribunales inquisitorios, el Papa Inocencio IV dio fuerza
legal a la tortura; en su bula Ad extirpanda prescribió “obligar por la fuerza, sin mutilaciones y sin poner en peligro la
vida, a todos los herejes apresados como destructores y asesinos de almas y
ladrones de sacramentos y creencias cristianas a que confiesen con la máxima
claridad sus errores y denunciaron a otros herejes, creyentes y sus defensores,
por ellos conocidos, al modo como los ladrones y saqueadores de cosas mundanas
son constreñidos a revelar a sus cómplices y a reconocer los crímenes
perpetuados” (A.C. Shannon. “Los Papas y los herejes”). ¡Tanta
solicitud paternal por el pecador conmueve! Conviene, en este punto, manifestar
que el cristianismo ha sido desgarrado siempre por contradicciones violentas;
este es uno de sus rasgos específicos. En el periodo inicial, aquellas tuvieron
la forma de pugna encarnizada entre tendencias diversas; después se
manifestaron en la lucha entre la corriente dominante, encabezada por la
cúspide clerical, y un sinnúmero de corrientes oposicionistas acordes con los
estados de ánimo de las masas desheredadas, que impugnaron el acierto y la “piedad” de esa cúspide y fueron
tildadas por ella de ilegales y heréticas. Al enlazar su suerte con las clases
espectadoras de la sociedad y su Estado, la Iglesia dio al traste con el sueño
de los cristianos primitivos, que ansiaban instalar el “reino divino” en la Tierra; acabo por consagrar la desigualdad
social y exhortó a los delincuentes y oprimidos a conformarse con su situación,
prometiéndoles que serían recompensados en la vida de ultratumba. En ello
reside uno de los orígenes más importantes de las variadísimas herejías
cristianas surgidas en el curso de los siglos para restar el prestigio y la
potestad de la Iglesia y el régimen social explotador santificado por la misma.
De ahí que la herejía siga en todo momento a la Iglesia, como si fuera su
sombra, a lo largo de su historia. La herejía es multifacética e
indestructible. No se deja eliminar por las persuasiones, ni por las amenazas,
exorcismos o excomulgaciones, resiste al acero que mutila y al fuego de la
hoguera. La intolerancia religiosa surgió junto con las primeras comunidades
cristianas en medio de la lucha que ellas sostuvieron entre sí por ganar
adeptos y de la que libraron por el derecho a la subsistencia en el Estado
romano. La lucha intestina en la cristiandad primitiva se reflejó en el Nuevo Testamento. Las primeras
comunidades cristianas creyeron en el advenimiento inmediato del “Reino de Dios” en la Tierra. “En verdad os
digo que hay aquí algunos que no han de morir antes que vean al Hijo del Hombre
aparecer en el esplendor de su reino” (San
Mateo, cap. 16, verso 28). Es
fácil imaginarse qué entusiasmo impulso de energía y fanatismo provocaban
semejantes promesas alentadoras entre los cristianos. Pasaron años y decenios,
se sucedieron las generaciones de cristianos, sin que aquellas personas se
hicieran realidad. El “reino milenario”
tardaba en llegar. Los creyentes asediaban a sus predicadores pidiendo les
explicaran cuando llegaría.
En respuesta a juzgar,
oían lo siguiente: “No os corresponde a
vosotros el saber los tiempos y momentos que el Padre puso en su sola potestad,
pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me
seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la
tierra.” (Hechos de los Apóstoles, cap. 1, versos 7 y 8). Pero los
descontentos no se daban por satisfechos con semejantes explicación. Los jefes
de las comunidades cristianas se valían de todos los medios a su disposición
para desembarazarse de esos “murmuradores”,
alegando los pasajes correspondientes del Nuevo
Testamento. Jesucristo dice a los incrédulos y desobedientes: “El que no permanece en mí, será echado
fuera como el sarmiento inútil y se secará, y le tomarán y arrojarán al fuego y
arderá. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo
lo que queréis y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis
mucho fruto, y seáis así mis discípulos.” (San Juan, cap. 15, versos 6
al 8). Este pasaje fue el caballo
de batalla de los inquisidores, para justificar las hogueras en que culminaban
los autos de fe. Los apóstoles se muestran igualmente intolerantes para con los
heterodoxos. San Pedro, en su Segunda Epístola amenaza con castigos feroces a
los descontentos (esto lo invocaban también los inquisidores para justificar
sus actos criminales). Dice San Pedro, como si previera el carácter violento de
la futura lucha entre las variadas corrientes cristianas: “Verdad es que hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá
entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías
destructoras, y aún negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos
destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los
cuales el camino de la verdad será blasfemado, y por avaricia harán mercadería
de vosotros con palabras fingidas. Sobre los tales ya de largo tiempo la
condenación no se tarda, y su perdición no se duerme. Porque si Dios no perdonó
a los ángeles que pecaron, sino que arrojándolos al infierno los entregó a
prisiones de oscuridad, para ser reservados al juicio;…” (Segunda Epístola de San Pedro, cap. 2, versos 1 al 4)
Pedro advierte que Dios
castigará a los herejes de la misma manera implacable como castigó a los
ángeles caídos, “y mayormente a aquellas
que para satisfacer sus impuros deseos, siguen la concupiscencia de la carne y
desprecian las potestades; osados, pagados de sí mismos, que blasfemando no
temen sembrar herejías” (Ibíd., cap. 2, verso 10). Al referirse a esos
individuos, el “santo” no tiene
escrúpulos en usar expresiones “agudas”,
asemejándolos a los perros que se vuelven a comer lo que vomitaron y a las
marranas que se revuelcan en él cierro. “Estos
tales son fuentes sin agua y tinieblas agitadas por torbellinos que se mueven a
todas partes, para los cuales está reservado el abismo de las tinieblas” (Ibíd.; cap. 2, verso 17). Asombra ver que en este santo enfurecido no
asoma ni un ápice de mansedumbre cristiana, más bien parece un cosaco rabioso
de las hordas guerreras de Taras Bulba. Otro que no se queda atrás es San
Judas, manifestaciones análogas a las de Pedro dirigidas contra los que “murmuran” y “blasfeman”, figuran en su breve prontuario. Se atribuye a San
Judas una de las epístolas canónicas, que tiene muchos rasgos comunes con la
segunda epístola de San Pedro. No está dirigida a ninguna persona ni iglesia
particular y exhorta a los cristianos a “luchar
valientemente por la fe que ha sido dada a los santos. Porque algunos en el
secreto de su corazón ron… hombres impíos, que convierten la gracia de nuestro
Señor Dios en ocasión de riña y niegan al único soberano regulador, nuestro
Señor Jesucristo” (Vidas de los
Santos de Butler, 1964). Después
de recodar como Dios aniquiló a sangre y fuego a los desobedientes en el Antiguo Testamento, San Judas amenaza
que lo mismo ocurrirá a quienes manchan también su carne, menosprecian la
dominación y blasfeman contra la majestad: “Porque
algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido
destinados para esta condenación… Mas quiero recordaros, ya que una vez lo
habéis sabido, que el Señor habiendo salvado al pueblo sacándolo de Egipto,
después destruyó a los que no creyeron ya los ángeles que no guardaron su
dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los ha guardado bajo
oscuridad, en prisiones eternas, para el juicio del gran día; como Sodoma y
Gomorra y las ciudades vecinas, las cuales de la misma manera que aquellos
habiendo fornicado e ido en pos de vicios contra naturaleza, fueron puestas por
ejemplo, sufriendo el castigo del fuego eterno. No obstante, de la misma manera
también estos soñadores mancillan la carne, rechazan la autoridad y blasfeman
de las potestades superiores… Pero estos blasfeman de cuantas cosas no conocen
se corrompen como animales irracionales. ¡Ay de ellos! porque han seguido el
camino de Caín, y se lanzaron por lucro en el error de Balaam, y perecieron en
la contradicción de Coré. Estos son manchas en vuestros ágapes, que comiendo
impúdicamente con vosotros se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas
de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces
muertos y desarraigados; fieras ondas del mar, que espuman su propia vergüenza;
estrellas errantes, para las cuales está reservado eternamente la oscuridad de
las tinieblas. De estos también profetizó Enoc, sétimo desde Adán, diciendo: He
aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio
contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías
que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos
han hablado contra él” (Epístola
Católica de San Judas, versos 4 al 15)
No menos severo para con
los heterodoxos se muestra el apóstol Pablo, quien luego de saludar a todos los
hermanos de las iglesias de Galacia, dice a los gálatas: “Estoy maravillado de que tan pronto os hagáis alejado del que os llamó
por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro,
sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de
Cristo. Más si aún nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio
diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho,
también ahora lo repito: si alguno os predica diferente evangelio del que
habéis recibido, sea anatema. Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el
de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los
hombres, no sería siervo de Cristo” (Epístola
de San Pablo a los Gálatas, cap. 1,
versos 6 al 10). Dirigiéndose a Timoteo, verdadero hijo en la fe y a quien
rogó que se quedase en Éfeso cuando él se fue a Macedonia, Pablo se pone a
vituperar a los “diabólicos”: “Pero el espíritu dice claramente que en los
postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores
y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de mentirosos que, teniendo
cauterizada la conciencia, prohibirán casarse y mandaran abstenerse de
alimentos que Dios creo para que con acción de gracias participasen de ellos
los creyentes y los que han conocido la verdad. Porque todo lo que Dios creó es
bueno, y nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias; porque la
palabra de Dios y por la oración es santificado” (Epístola Primera de San Pablo Timoteo, cap. 4, versos 1 al 5). Los mismos motivos de intolerancia resuenan
con mayor vigor aún, con más malignidad en la segunda carta de Pablo a Timoteo.
Pablo pide a Timoteo que predique con entereza la palabra de Dios porque aún
él, Pablo, se ha sentido en algunos momentos víctima de los falsos maestros: “También debes saber esto: que en los
postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque había hombres amadores de sí
mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres
ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores,
intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores impetuosos,
infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de
piedad, pero negaran la eficacia de ella; a éstos evita. Porque de éstos son
los que se meten en las caras y llevan cautivas a las mujercillas cargadas de
pecados, arrastradas por diversas concupiscencias. Estas siempre están
aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad (…) te
encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a
los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que
instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda
paciencia y doctrina porque vendrá tiempo, cuando no sufrirán la sana doctrina,
sino que teniendo comezón de oír, se amontonaran maestros conforme a sus
propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú
se sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu
ministerio. Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida
está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado
la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el
Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que
aman su venida.” (Nuevo Testamento.
Epístola Segunda de San Pablo a Timoteo,
cap. 3, versos 1 al 7 y cap. 4, versos 1
al 8).
Miguel Servet, abatido por la Santa Inquisición. |
“Los inquisidores se sentían igualmente exacerbado cuando un acusado hacía bajo tortura declaraciones exigidas,
pero se negaba luego a confirmarlas “voluntariamente”. Se consideraba que ese
recalcitrante había “reincidido
en el error”, y por esta razón se le daban nuevos tormentos
crueles con el fin de conseguir que “abjurara de su abjuración”.
(“Historia de la Inquisición”,
I. Grigulevich)
“Muchos, pero no todos: por regla general, en auto más seria en la
acusación, tanto mayor trabajo costaba a los inquisidores obtener la confesión.
Además, los inquisidores exigían la entrega de los cómplices, la abjuración de
los “errores
pecaminosos” y la reconciliación con la Iglesia. Para lograrlo,
se requerían esfuerzos aún mayores. Al concluir que las persuasiones, amenazas
y astucias no podían quebrantar a un acusado, recurrían a la violencia, a las
torturas, pariendo de que el dolor físico ilustra la razón mucho mejor que los
sufrimientos morales”.
(Ibíd., I. Grigulevich)
“El Santo Oficio pretendía ser el tribunal más clemente de todos porque
sus fines eran la administración de una justicia rígida y automática, sino la
reconciliación del delincuente. Confesarse culpable con el Santo Oficio era
obtener perdón; ¿De qué otro tribunal se podía decir eso? El Inquisidor era
tanto padre confesor como juez, que pretendía no una condenación, sino acabar
con un extravío y devolver al rebaño la oveja descarriada. Por esto se instaba
constantemente al acusado a que recordase la diferencia fundamental entre la
Inquisición y los tribunales ordinarios, y que su finalidad no era el castigo
del cuerpo, sino la salvación del alma y por lo mismo se le imprecaba a que
tratara de salvarse por medio de la confesión”.
(“Inquisición y ciencia en la España
moderna”, Guillermo Folch)
“Que tales artes son heréticas y prohibidas por toda ley divina y humana
(supersticiones), resulta de su simple enumeración. Invocar al demonio con uno
y otro fin, en una u otra manera, constituye un verdadero acto de apostasía,
aunque el demonio no conteste, como suele suceder. El error astrológico, por lo
que cita el libre albedrío a los influjos planetarios, es fatalismo puro, y del
mismo o semejante yerro adolecen todos los medios divinatorios. Finalmente, las
supersticiones de cualquier linaje se oponen tanto a la verdadera creencia como
las tinieblas a la luz. Por eso cuantos autores han tratado de magos y
nigromantes, los consideran ipso facto herejía, y fray Alfonso de Castro, en el
tratado “De justa haereticorum
punitione” (lib. I, caps. XIII, XIV, XV y XVI), decláralos
sujetos a las mismas penas espirituales y temporales, haciendo sólo alguna
excepción en favor de los Sortilegios y augures que no mezclan en sus prácticas
invocaciones al demonio. Realmente, superstición no es herejía formal, pero
sapit haeresim, y entra, por tanto, en los lindes de la heterodoxia.
(“Historia
de las heteroxos españoles”, Marcelino
Menéndez y Pelayo)
[¿A la verdadera
creencia, don Marcelino? ¿A la suya porque usted así lo quiere? Huelgan los
comentarios.] G.D.
“Sin embargo, un médico examinaba regularmente a los detenidos. Estaba
previsto un presupuesto suficiente que garantizara una nutrición decente a los
prisioneros: pan, vino, leche y carne. Podía obtenerse que algunos prisioneros
gozaran de determinados regímenes alimenticios, y los parientes podían hacer
llegar al inculpado una comida más refinada y abundante. El detenido tenía con
qué escribir para preparar su defensa y entretener sus ocios.
(“La Inquisición”, Guy Testas
y Jean Testas)
[Los “momentos” de ocio en muchos casos eran
interminables meses o hasta años de reclusión, donde el confinado perdía a
veces la noción del tiempo] G.D.
“Respondiendo a un curaca por lo Ídolos que adoraban en su pueblo, me
respondió con gran disimulo y sosiego: no te admires Padre, ni te enojes, que
mi cura también es idolatría. Qué dices Indio (le pregunté) ¿Tu cura es
idólatra? Si Padre (me respondió) Ídolos tiene que está adorando de día, y de
noche, que son sus patacones [antigua
moneda de plata de una onza], en los cuales está Idolatrando”.
[De una carta del P.
Francisco Patiño, de la Compañía de Jesús, al arzobispo Pedro de Villagómez. 14
de octubre de 1648; citado por Juan Carlos García Cabrera en su libro “Ofensas a Dios, pleitos e injurias”,
causas de idolatrías y hechicerías, Cajatambo, siglos XVII-XIX]
Juana de Arco, quemada en la hoguera por la Inquisición. |
“La Inquisición procuró echar un velo de misterio sobre todos sus
crímenes. Los servidores del Santo Oficio se comprometían rigurosamente a guardar
los secretos del mismo, e imponían silencio a sus víctimas. Si un pecador
reconciliado con la Iglesia, que estaba en libertad después de cumplir su pena,
empezaba a decir que lo habían hecho arrepentirse por la violencia, las
torturas y otros medios similares, se le podía declarar hereje reincidente y
por esta razón excomulgado y llevarlo a la hoguera.”
(Ibíd.; I. Grigulevich)
[Qué cristiana manera de
silenciar sus crímenes] G.D.
“Para que se acabe la mala costa de los maestros y ministros de la idolatría,
o por lo menos no haya tantos, el único remedio es la reclusión de Santa Cruz,
que la temen grandemente, más de 14,000 pesos están gastados hasta hoy en ella,
porque el Señor Virrey, príncipe de Esquilache, me cometió el hacer la planta
de ella y dar calor a la obra. Y habrá de ser necesarios en cada obispado hace
otra, pues con buena traza no será dificultoso el sustentarlos, y donde no
hubiese casa donde estén reclusos, se podían repartir en los conventos de
religiosos y hospitales y en otras casas de gente pía, donde les guarden,
enseñen y sustenten. El quedar estos viejos en sus pueblos es el mayor daño y
la principal causa de sus errores. Y ya que no es posible sacarlos todos,
porque son muchos, con que vengan los principales de cada pueblo los demás
quedan escarmentados. Y es bien que queden señalados para ser conocidos y que
los hagan acudir siempre a la doctrina con los muchachos y que se asienten con
ellos en las iglesias, porque así los vengan a tener en poco común del pueblo.
Y sobre todo importa que los que reincidieron sean muy bien castigados.”
(Pablo
José de Arriaga (1564-1622), Los medios para desarraigar la idolatría (1621),
citado en “La utopía posible”, Volumen I; Manuel M. Marzal)
[El látigo en ristre
siempre, golpe, azote, para martirizar, para devolver al rebaño a la oveja
descarriada, así sea un “indio bruto, borracho y supersticioso”. Conventos y
obispados, asilos donde los curas holgazanes y parásito vivían, por lo que se
ve, en holgados alojamientos, de tal manera que había mucho espacio para
encarcelar “idólatras”. ¿Idólatras?
La DRAE define así la palabra: IDÓLATRA… que adora ídolos. ÍDOLO. Imagen de una deidad, adorada
como si fuera la divinidad misma. IDALATRÍA.-
Adoración que se da a los ídolos. Nos cabe la pregunta: ¿Rezar a un crucifijo o
a un santo de yeso no e también idolatría?] G.D.
“Antes de pasar a su víctima a manos del verdugo, el inquisidor le leía
la “advertencia”
siguiente: “Nosotros, fulano de tal, inquisidor por la gracia de Dios, habiendo
estudiado atentamente los expedientes de la causa seguida a vosotros y viendo
que os contradecís en vuestras respuestas y que existen pruebas suficientes de
vuestra culpa, deseando oír la verdad por vuestra propia boca y para que dejen
de cansarse los oídos de vuestros jueces, disponemos, declaramos y decidimos
someteros a tortura en tal día y a tal hora.”
(“El manual del inquisidor”)
[Un hombre hecho
prisionero de improviso, sacado de su apacible vida cotidiana y encerrado
injustamente por sus creencias, opiniones o criterios – mal dormido y mal
alimentado la mayoría de las veces - , aterrorizado por saber a qué tipo de
organismo criminal se enfrentaba, sometido a largos interrogatorios por mi
inquisidor en presencia de dos religiosos y de un notario, atemorizado por no saber
si con sus respuestas lograba complacer a sus captores, ¿podía no caer, dadas
las circunstancias, en contradicciones?
“Sin consultar con nadie [los
inquisidores españoles] encarcelaron injustamente a muchos, los sometieron a
duros tormentos, los declararon herejes sin suficiente fundamento y despojaron
de sus bienes a los que habían sido condenados a la última pena, hasta tal
punto que muchísimos de entre ellos aterrorizados por tal rigor lograsen
escaparse y andan dispersos por todas partes y no pocos acudieron a la Santa
Sede con el fin de escapar de tamaña opresión haciendo propuesta de que son
verdaderos cristianos.”
(fragmento de una carta del papa Sixto
IV a los Reyes Católicos de España, fechada el 29 de enero de 1482)
[Sexto IV se quejó ante
los Reyes Católicos en reiteradas oportunidades por las continuas denuncias que
recibía de los cristianos nuevos por los distingos que se establecían en España
entre ellos y los denominados cristianos viejos, en perjuicio de los primeros]
G.D.
“En el nombre de Torquemada está vinculada la leyenda del fanatismo y de
la intransigencia española, que son no precisamente virtudes de abolengo civil.
La intolerancia y la crueldad inquisitoriales, vista a través del clisé del
siglo XIX, están personificadas en el prior de Santa Cruz de Segovia
(Torquemada). Durante cuatro siglos, la propaganda antiespañola, la extrajera y
los liberales españoles, encarnan en Tomás de Torquemada la solera de todo lo
antihumano. Un complejo de dureza pétrea y de inhumanidad. Una mentalidad de
fraile astuto, con todos los instintos de la represión cruel y de los métodos
repulsivos y criminales. Se servía, así, a una política de escándalos y de
maledicencias; a unos intereses europeos, donde se conjugaban todos los odios
contra la Iglesia y contra España. Los resentimientos aldeanos de cierta casta
de españoles crean esa mitología, que tiene por base una erudición y una
literatura panfletarias. Entre esos mitos figura Torquemada, un monumento
semoviente de crueldad y de rapacidad. Sin embargo, la verdad es todo lo
contrario. No existe un documento fidedigno donde puedan sustentarse
interpretaciones de esa índole. El colaborador de los Reyes Católicos es un
observante fraile dominico, prior del convento de Santa Cruz de Segovia. No era
un fanático ni un intransigente. Era un hombre recio y sano, exponente de una
edad eminentemente cristiana, donde todo el mundo creía y, por consiguiente, donde
no tenía vigencia la heterodoxia, condenada por todas las leyes civiles de la
sociedad, que buscaba su equilibrio en la unidad dogmática. Cuando se le nombra
inquisidor España se encuentra en pleno periodo de reconstitución. El
desacuerdo entre la aljama, la sinagoga y la Iglesia romana hacía imposible la
convivencia y dificultaba la obra orgánica de los Reyes Católicos.”
(“La Inquisición española”, Miguel De la
Pinta Llorente)
Torquemada, ideólogo de la Inquisición en España. |
La Inquisición como
amenaza permanente hizo que muchos creyentes en el Perú donaran cuantiosas
fortunas a la Iglesia, asegurándose así una “fidelidad
absoluta” a su religión y evitar caer en manos de aquellos consumados
técnicos del exterminio. La caza del hombre y la tortura reinaba en el ambiente
limeño; y el poder diabólico de los inquisidores perseguía a los “herejes” hasta en sus tumbas. Sabían
que esa maquiavélica institución, ahíta de sangre y de muerte, no permitía
apelación alguna ante cualquier cobarde acusación anónima. Un riguroso estudio
del historiador J. M. Valega nos habla de estas “santas y voluntarias donaciones” y de la acumulación de riquezas en
propiedades y otros ingresos que tuvo la Iglesia Católica experta en ratear a
gran escala.
“Luego, el dolor de creer fue la limitación al impulso de vivir. De ahí
la soberana función de la iglesia, en la sociología.
Por eso, la devoción se exteriorizó, en forma sorprendente, con las
donaciones valiosas a las iglesias y conventos. Los más poderosos, los que más
tenían que perder, con una posible denuncia malvada, fueron los que
enriquecieron los templos coloniales. El lujo y la pompa, que éstos ostentaban,
ante los ojos maravillosos de los fieles, eran las ofrendas de fe devoción de
los creyentes. De aquellos creyentes que, o aseguraban su y tranquilidad, con
el salvoconducto de la limosna, o conquistaban un voto favorable para el
ascenso en la eternidad, con la sinceridad de su óbolo.
Los que de palabra, se decían cristianos, en sus obras no lo eran. Los
curas, vueltos mercaderes, labriegos, industriales, oficios con que se
enriquecían. Menester era recordarles lo que los Pontífices y los Concilios
disponían acerca de la honestidad de los eclesiásticos». –Montalvo - “El
Sol del Nuevo Mundo”. –Roma, 1683.
Los testamentos de la época acusan palmariamente, la preponderancia
religiosa durante el coloniaje, preponderancia que perdura por largo tiempo.
Por eso, también, la conquista de prosélitos por la iglesia, hubo de ser
valiosa en el Perú. Los conventos de frailes y monjas, que se fundaban en crecido
número, bien dotados de rentas por los fieles; y los trenticuatro templos
erigidos sólo en Lima, con el concurso de particulares, acreditan el fervor
religioso de la colonia. Y era también natural, que el espíritu místico
encontrara devotos notables, que llegaron a ocupar sitio preferente en el
santoral cristiano. Entre ellos, los principales, fueron: Santo Toribio de
Mogrovejo, célebre arzobispo de Lima; Francisco Solano, guardián del convento
de los Descalzos; Fray Martín de Porres, el primer negro canonizado, y el
espíritu inmaculado de Rosa, la Santa de Lima.
Recuérdese el caso de Lucía de la Guerra de la Daga, que trae la obra
“La mujer a través de los siglos” de Elvira García y García, quien para fundar
el monasterio de Santa Catalina, donó 140,421 pesos por el año 1620.
La renta producida por los diezmos y primicias, que pagaban los
agricultores y ganaderos de la colonia, para el servicio de los conventos y
parroquias del Perú, acrecentada con las bulas, licencias de oratorios,
derechos parroquiales, etc., recibe muy pronto gran incremento, con las
donaciones, legados y limosnas que la piedad social dobla a las comunidades
religiosas. Así lo comprueba la renta de quinientos sesenta mil pesos a que
ascienden los ingresos de los 143 monasterios y conventos que existían en el
virreinato del Perú.
Hemos de comprobar en los días republicanos, la gran riqueza rustica y
urbana que adquirió el Perú, con la expulsión de los jesuitas, al
confiscárseles sus bienes. Riqueza que se pierde, en gran parte, como lo
veremos, por incuria oficial y por ventas premiosas en horas de revoluciones
políticas.
Un inventario practicado en 1815, en Lima, de la riqueza de la Iglesia
arrojó estas cifras elocuentes, con referencias solamente, a la Iglesia de Sto.
Domingo. Custodia: 1,300 diamantes; 1,029 esmeraldas; 522 rubíes; 121 perlas
grandes; 45 amatistas y 2 topacios.”
En Lima, solamente, existían “66 templos – dice Patrón – entre
parroquias, conventos de religiosos, monasterios de monjas, beaterios, casas de
ejercicios, capillas, etc. Lima, la ciudad piadosa por excelencia, tenía más
templos que paseos, que escuelas, en una palabra, eran más aquellos que todos
los edificios públicos reunidos”.
Los monasterios de monjas, con su población habitual de madres,
novicias, donadas, mandaderas, criadas seglares y personas de piso, que gozaban
de puerta franca, eran, en realidad, unos pequeños pueblos; tanto aumentaron
las enclaustradas, que llegó su número a: 287 en la Encarnación, fundada en
1558, por la Portocarrero y la viuda de Girón.
2,000 en la Concepción, establecido en 1573, por la Rivera. 630 en Santa
Clara, creada en 1604 por Saldaña y Sto. Toribio; 400 en Sta. Catalina,
instituido por Juan Robles, hacia 1620, a más 400 y 140 en la Descalzas y
Trinitarias, y así, por este estilo, en las Nazarenas, Capuchinas, de Jesús
María y Sta. Rosa, etc.”.
Por tanto, en cifras redondas, el quince por ciento de la población de
Lima, pertenecía al campo religioso.
“Los jesuitas poseían en 1747 – dice Torres Soldamando – el Colegio
máximo de San Pablo, el Noviciado, la casa de probación del Cercado, la profesa
de Los Desamparados, el Colegio Real de San Martín y el de Caciques, todos
estos en Lima, en el Cuzco, el de la Transformación, el Real de San Bernardo y
el de San Francisco de Borja para caciques, en Chuquisaca; el de San Francisco
de Javier, y el Real de San Juan Bautista, y además los colegios de Arequipa,
Bellavista, Cochabamba, Huamanga, Huancavelica, Ica, las misiones de Mojos y
Chiquitos, la residencia de Sta. Cruz de la Sierra y los cinco curatos de Juli,
y el del Cercado. Las aplicaciones que se dieron a cada uno de esos colegios y
residencias se refieren en los artículos correspondientes a sus respectivos
fundadores”.
Las haciendas y fincas de la Compañía se calcularon en 650,000 pesos.
Eran 203 entre grandes y pequeñas y en tiempo de Amat se remataron 90 en
782,157 pesos, los censos que la gravaban eran de 71,173. No todo el valor del
remate se exhibió de contado, quedó recocida una tercera parte sobre las mismas
fincas, por lo que se estipuló el 3% de interés anual y 1% de amortización.
En los colegios y haciendas tenían 5,224 esclavos; se encontró a los
jesuitas, 173,045 pesos en moneda, 52,268 marcos de plata y 6,793 castellanos
de oro, que contenían los paramentos y alhajas de sus templos. El haberse
encontrado todo esto prueba que los jesuitas no tenían aquellos fabulosos
tesoros que hasta hoy se creen ocultos, como si pudiera guardar dinero quien
tenía que sostener y fomentar los grandes gastos que ocasionaban sus
propiedades, sus misiones y sus colegios.
Los créditos activos liquidados ascendían a 817,561 pesos; los censos
del mismo género 48,436; los créditos pasivos a 539,466 pesos, las capellanías
legas, colativas, aniversarios y otras funciones de patronato o
administraciones de los jesuitas eran 337, los capitales 40,440 y sus
gravámenes montaban 20,413.
En la subsistencia, transporte y otras atenciones de los expulsados se
gastó cerca de medio millón de pesos, y al Rey se mandó en numerario 800,000. Los
vasos sagrados, ornamentos, reliquias, alhajas y otros objetos del culto que
tenían en los templos de Lima, se destinaron a treinta y ocho templos de
parroquias, cárceles, colegios, beaterios, etc., de dentro y fuera de Lima, a
las librerías se adjudicaron a la Universidad para que en ella se estableciese
una biblioteca pública, de la que se nombró primer director al Dr. D. Cristóbal
Montaño. –Torres Soldamanda. –“El primero y el último provincial en el Perú”.
Revista Histórica, pág. 462.
Hizo pagar (Guirior – dice Mendiburu) los réditos correspondientes a los
capitales que por censos gravaban a la real hacienda, después de haberse
rebajado del 5 al 3%; resolución que se verificó sin violencia devolviendo los
principales y subrogándolos con el caudal de obras pías pertenecientes a las
temporalidades de los jesuitas, o continuando las imposiciones con aquella
rebaja, cuando los interesados voluntariamente se sometían a ella. Esos
gravámenes pasaban de 900,000 pesos y los réditos de 48,377 quedaron reducidas
a 29,000 ahorrándose 19,300 pesos…
Continuáronse en el período de este Virrey enajenándose los bienes de la
extinguida compañía y la dirección de temporalidades desde julio de 1776 hasta
el mismo mes del año 1780, tuvo ingresos que ascendieron a 965,745 pesos y
gastos que montaron casi a la mitad.
Con respecto a la renta que producían los bienes de temporalidades de la
extinguida Compañía de Jesús hubo en el gobierno de Jáuregui el movimiento que
diremos en seguida. Las enajenaciones hechas en Lima, Cuzco y Pisco apreciadas
en 23,339 pesos se verificaron con el aumento de 12,118 pesos. Los ingresos en
tesorería desde el 22 de julio de 1780 hasta, el 2 de abril de 184 sumaron de
827,997. De esta cantidad se pusieron a censo en la renta de tabacos 414,870 y
en las cajas reales 55,955, remitiéndose a España en el navío “San Pedro”
900,000 pesos.
Se debían por los censos indicados 108,250. Se redimieron por los que
gravaban sobre los fundos ocupados 37,900. La administración de temporalidades
de Chile adeudaba a la general de Lima por suplementos 41,050 pesos; de La Paz
17,250 y la de Chuquisaca 14,497, cuya recaudación por más diligencias
practicadas estaba todavía por realizarse.
Al fin del gobierno de Croix (1790) no se había conseguido, después de
pasados tantos años, que la dirección de temporalidades de jesuitas presentase
un manifiesto general de los capitales, rentas y administración de esos bienes,
ni que se rindieron cumplidas cuentas por las diferentes dependencias que
entendían en el manejo de ellas. Creada la oficina central a cargo de D.
Cristóbal Francisco Rodríguez que había sido oficial real de estas cajas,
avanzó poco en su objeto aún llegó a formar un reglamento que normase las
operaciones de la dirección, su contaduría y tesorería, ni tuvo oficiales de bastante inteligencia y bien
dotados. Las labores eran muchas y llegaron a existir más de cuatro mil expedientes
en giro. Las sumas de ingresos
procedentes de capitales se trasladaban a las cajas reales redimiéndose con
ellas los censos que reconocía la real hacienda, y subrogándose en su lugar las
temporalidades y obras pías. Las cantidades dimanados de los productos, se
reservaban en tesorería para pago de deudas, pensiones y sueldos, remitiéndose
a España lo sobrante”.
Hemos visto un estado que es parte de los que acabamos de indicar y se
halla en la Biblioteca pública de esta capital. Según lo que en él está
demostrado los capitales que reconocían a interés las haciendas de la Compañía
en favor del fomento de colegios y dependencias de ella misma ascendía a 2,
663,299 pesos. Los capitales que se trasladaron a la Real Caja con motivo de la
venta de haciendas y otros bienes importaron hasta el 30 de junio de 1785 –
532,355 pesos, y los que se posaron al estanco de tabacos por igual causa
406,870. Los capitales que muchos particulares reconocían sobre sus fincas en
favor de establecimientos de la Compañía y de crecido número de obras pías que
ella manejaba subían a la cantidad de 338,785. Estas cinco partidas suman 3,
941,310 pesos. Diversas dependencias y personas debían por arrendamiento de
fincas, deudas secuestradas y otras causas hasta el año cifrado de 1785, la
cantidad de 496,392 pesos. Lo que se debía a la Compañía por réditos devengados
era 336, 814 pesos. Estas dos últimas partidas y 29,291 pesos de existencia
metálica, entregados por la extinguida dirección a la nueva administración de
temporalidades importaron 862,097 pesos. En dicho estado constan todos los
pormenores que pueden desearse a cerca de la procedencia de esas cifras que
arroja el resumen, y en gran parte correspondían a capellanías, dotes, misiones
y muchas obras pías. Tiene fecha de 30 de junio de 1790 y está firmado por el
tesorero Dn. Rafael Francisco Menéndez. En marzo de dicho año había entregado
el mando el Caballero de Croix, que fue quien dispuso la formación de estados
en cumplimiento de la real orden ya citada de 16 de setiembre de 1785.
Gil hizo en las oficinas de temporalidades de jesuitas, reformas
económicas mediante las cuales se ahorraron 8,050 pesos anuales en sueldos. Por
efecto del mejoramiento que hubo en las labores, se vio que se habían dejado de
comprender en anteriores cuentas, fondos importantes 1, 066, 807 pesos, con que
se aumentaron los capitales conocidos ya ascendentes a 4, 408,678 pesos. En el
gobierno de este (1790-1796) los productos del ramo de temporalidades, mandados
a España, subieron a 922,042 pesos, después de hacerse los gastos del ramo,
valor de 234,604 pesos.
El rendimiento de temporalidades de jesuitas se explicó en 17798 a la
existencia de vales reales, incorporándose para ello en la hacienda fiscal. En
1806 estaba reducido a 3, 200,000 pesos de capital; las entradas eran 95,645
los gastos por los objetos piadosos a que se entendían 19,800 y los sueldos
14,502 pesos, quedaba un residuo de 61,000. Las deudas contraídas desde que se
expulsaron los jesuitas subían a 680,000 pesos. El año de 1802 se enviaron a
España 798,968 pesos para su aplicación a redimir vales reales”. Mendiburu
–Diccionario.
Lo expuesto manifiesta la poca rectitud y honorabilidad que hubo en el
manejo de los bines y los caudales de los jesuitas, pues cuando las doscientas
tres fincas y haciendas que poseían se tasaron solo en 650,000, hemos visto que
noventa de ellas se remataran en más de 700,000 y que los gravámenes por que
respondía todos aquellos bienes importaban 2, 663,299. Después, cuando en 1816
se tasaron los que existían, fueron valorizados en cinco millones.
Esas ingentes cantidades han desaparecido sin que hayan servido jamás
para lo fines piadosos o que las tenían destinados los jesuitas. La falta que
éstos han hecho en el país para la conquista y reducción de los salvajes de
nuestras ricas y feroces montañas, y para la educación de la juventud, no es
necesaria manifestarla, porque está en la conciencia de todo el que recuerde a
la Compañía, sin el odioso encono de las pasiones. –Enrique Torres Soldamando.
“Para que se conciba –dicen los autores de las Noticias Secretas – el
estado, en que están aquellos reinos por lo mucho que va entrando en las
religiones continuamente, no es menester más que hacer juicio de las sumas
cuantiosas que con el motivo de los curatos entran en los religiosos. Supóngase
que la mitad de ellas o las dos terceras partes las expenden en la manutención
de las concubinas e hijos; que la otra mitad o por lo menos una tercera parte
queda a beneficio del convento. Esta se ha de suponer empleada en fincas y por
precisión han de ser tantas que con el transcurso del tiempo no ha de haber
ninguna que no recaiga en los conventos. Esto es lo que ya se experimenta, pues
a excepción de los mayorazgos o vínculos que no son en crecido número, todas
las demás fincas son feudos de los comunidades.”
(Ibíd.; págs.: 223-230)
Una pregunta surge
inexorablemente ¿Por qué los judíos eran un poder económico tentador para
cualquier rapiñero? Y la Iglesia católica iba a la vanguardia en esas malas
artes. Respondamos la pregunta. A finales del siglo XI y, hasta mediados del
siglo siguiente los almorávides (tribus guerreras del Atlas, que fundó un vasto
imperio en el occidente de África y llegó a dominar toda la España árabe desde
1093 a 1148), procedentes de África, luego de su victoria en Zalaca (1086),
invadieron y dominaron las zonas de España controladas por los árabes. Ellos
predicaban la imprecisión del islamismo por medio de las armas. Entonces el
fanatismo y la intolerancia de los musulmanes ejercidos por igual contra
cristianos y judíos, tuvo uno de sus puntos más álgidos. La conversión obligada
al islam, bajo pena de muerte, fue la norma que aplicaron. Ante estos hechos
muchos judíos y cristianos huyeron a los territorios católicos de la península,
tanto a los castellanos como a los leoneses. Los que se quedaron se vieron obligados
a aceptar, al menos en apariencia, el credo musulmán. Posteriormente, las tres
comunidades de cristianos, musulmanes y judíos, articularon su convivencia en
una unidad complementaria de funciones sociales y económicas étnicamente
distribuidas. Los cristianos, que constituían la mayoría de la población, se
dedicaban a las faenas agrícolas, a las actividades intelectuales y a las
funciones del sector dirigente; los musulmanes ejercían las labores agrarias y
diferentes oficios en las ciudades, los judíos, por su parte, centraron sus
actividades en las tareas de préstamos, comercio y arrendamiento de tributos – lo
cual fue un factor determinante en el surgimiento del antisemitismo – cuando no
ejercían ocupaciones intelectuales. ¿Cómo no iban a ser esos prósperos y
hábiles comerciantes judíos víctima de los atracadores inquisidores? La obra orgánica de los Reyes Católicos
tuvo en Torquemada un gran aliado. Algo que no menciona, desconoce u obvia por parcialismo católico es que Torquemada,
sus inquisidores y sus colegas del tribunal se sustentaron la cuenta de los
penitenciados. Su salario provenía de fondo de los bienes confiscados a los
herejes, que se dividía en tres partes: la primera ingresaba directamente al
erario del rey, otra se destinaba a la Iglesia y la tercera era apropiada por
la Inquisición, es decir, los socios de
la conquista se repartían el botín del saqueo. Y ojo, estas no son la peras
que robó San Agustín con sus amigos como declara en sus “Confesiones”, estos sinvergüenzas se levantaban en peso el huerto
entero. S. G. Lozinski en su “Historia
de la Inquisición en España” nos brinda datos muy interesantes y
esclarecedores. Según los informes disponibles, el saqueo a los “cristianos nuevos” reportó a Fernando
de Aragón e Isabel de Castilla una suma fabulosa para aquellos tiempos:
10’000,000 de ducados de oro (un equivalente a 200,000 millones de dólares
actuales). En 1629 Torquemada percibió 3870 ducados y cada miembro de la
Suprema la mitad de esta suma. En 1743 cobró 7,000 ducados, y a los 40 miembros
de la Suprema les correspondieron 64,100. En 1636, la Inquisición acusó de
herejía al banquero Manuel Fernández Pinto. El rey le debía 100,000 ducados. La
Inquisición arrancó al banquero detenido 300,000 más. La oleada de detenciones
de herejes mallorqueses acusados de conspiración en 1648 permitió a la
Inquisición adueñarse de sus bienes por un monto de 2’500,000 ducados. Estos
datos sueltos evidencian cuan ventajosa era la Santa Iglesia Católica como para
los bolsillos de los Reyes Católicos. Esta información hace ver a los nazis
como unos tristes bolsiqueadores. Los adeptos de la Inquisición, para
justificar en cierto modo sus crímenes afirman que todas las capas de la
población española apoyaron unánimemente (¿el robo?) la actividad de los
tribunales inquisitoriales. Para refutar esto hay que tener presente que cuando
se habla del pescado, no hay que mencionar sólo la carne, también hay que tener
en cuenta la cabeza, la cola y las espinas. Vayamos entonces a lo que obvian
los apologistas. Las manifestaciones de testigos oculares refutan esa leyenda.
La Inquisición fue impuesta al pueblo español. En la “Historia general de España”, escrita por el jesuita Juan de
Mariana (1536-1624), se señala que al principio, la Inquisición les parecía
deprimente en extremo a los españoles. Les extrañaba sobre todo el que los
niños crímenes perpetrados por sus padres (parece que los Inquisidores no
conocían el Evangelio de Lucas: “también le llevaban niños pequeños a Jesús para
que los tocara. Al ver esto, los discípulos reprendían a quienes los llevaban.
Pero Jesús llamó a los niños y dijo: “Dejen que los niños vengan a mí, y no se
lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos. Les aseguró
que el que no reciba el reino de Dios como un niño, de ninguna manera entrará
en él” Lucas 18; (15-17) también les llamaba la atención que se ocultasen a
los acusados los nombres de los acusadores y de los testigos: todo ello
contradecía el procedimiento empleado de antiguo por los tribunales. Otra cosa,
al parecer nueva, era la imposición de la pena de muerte por pecados que no
comprendían. Y más grave aún era el haberse privado a los españoles, a causa de
las pesquisas secretas, de la posibilidad de oir y hablar libremente, ya que en
cada ciudad, pueblo, villorrio o aldea había soplones que informaban a la
Inquisición de todo. Entre los mismos inquisidores hubo quienes se oponían a
los métodos terroristas de persecución de los disidentes. Un inquisidor anónimo confesaba al rey:
“Algunos hay entre nosotros que lo sentimos y lloramos en nuestras
cámaras, y no lo osamos decir, porque al que lo dijere le quitarían el cargo, y
le tendrían por sospechoso en los negocios de la Inquisición, y los que lo
sienten y son de buena conciencia, si tienen de comer, dejan el cargo, y otros
se están en el oficio porque no pueden más, aunque tienen escrúpulos de hacer
el oficio como ahora se hace, otros dicen que no se les da nada que así lo han
hecho los antepasados, aunque sea contra derecho divino y humano; otros hay que
tienen tanta enemistad a los conversos, que piensan que harían un gran servicio
a Dios si los quemasen a todos y les confiscasen los bienes sin más prueba; y
los que tienen esta opinión, no tienen otra intención sino hacerles confesar la
acusación por todas las maneras que
puedan.”
(citado
por J. A. Llorente en su “Historia crítica de la Inquisición de España”, volumen
IV)
Por lo visto, los hijos
de Dios y del Diablo debían convivir, sin saberlo, en el seno de la
Inquisición. También J. A. Llorente nos recuerda la “ternura” de Torquemada que
vuelve a obviar De la Pinta en su libro. Durante los 18 años que duró su
trabajo, Torquemada, según datos de Llorente:
“… hizo diez mil doscientas veinte víctimas que perecieron en las
llamas, seis mil ochocientas que fueron quemadas en efigie, después de su
muerte o en su ausencia, y noventa y siete mil trescientas veintiuna castigadas
con la pena de la infancia, la confiscación de los bienes y la expulsión de los
empleos públicos y honoríficos. El cuadro general de esas bárbaras ejecuciones
presenta un total de ciento catorce mil cuatrocientos familias definitivamente
perdidas. Esto sin contar a las personas que en virtud de sus relaciones con
los condenados compartían más o menos su desgracia, lamentando como amigos o
parientes los rigores sufridos por aquellos”
(“Historia crítica de la Inquisición de España”, J. A.
Llorente).
Torquemada y la Inquisición. |
Sigamos extrayendo
algunos brezos que aún arden en el asador; pero antes digamos que los autos de
fe eran de lo más humillante e indignos, y que servía también a los
inquisidores para ganarse algo de dinero. Los autos de fe eran ceremonias en
las que se producía la lectura pública y solemne de las sentencias dispuestas
por el Tribunal de la Fe. Para hacer aún más terrible el poder de la
Inquisición, Torquemada resucitó el uso del sambenito.
Este era una especie de camisón amarillo que se obligaba a vestir a los
penitentes en las procesiones religiosas. Como no se les permitía que llevase
otro vestido, el efecto era extremadamente humillante. No se les obligaba a
ponérselo una sola vez, sino que lo tenían que llevar todos los días de fiesta
y todos los domingos, así como en la iglesia. En los casos más serios el
penitente era azotado en la puerta de la iglesia en esas ocasiones solemnes.
Los herejes condenados llevaban sambenito
decorados con toscas representaciones de llamas y demonios con horquillas de
tostar cuando se dirigían al lugar de la ejecución. Hasta las efigies de los
que habían sido condenados en ausencia eran quemadas con esos odiosos vestidos.
Escuchemos algunos juicios con respecto a estos actos repugnantes:
“Entre las pruebas que avalan el éxito histórico alcanzado en su
cometido por el Tribunal del Santo Oficio de España se halla la de su
definitiva identificación universal con la ceremonia a través de la que eran
hechas públicas sus sentencias. En prueba de la eficacia de tales métodos
publicitarios, la imprenta de su huella social ha quedado grabada de modo
indeleble, hasta el punto de que mucho más que el tal denostado secreto
procesal y a un paso del supuesto monopolio de la Inquisición en el empleo del
tormento como procedimiento judicial, el auto de fe con harta frecuencia
confundido con la ejecución en la hoguera de las penas capitales impuestas a
los delincuentes relapsos, se ha convertido para muchos extranjeros y en
bastantes casos también para ciertos hispanos poco versados en las cosas de
nuestro pasado, en confuso sinónimo de actuación inquisitorial. Y decimos que
ello es prueba de la fortuna del método por cuanto fue precisamente el auto de
lugar y circunstancia que mejor contribuyó, a lo largo del tiempo, a introducir
en la conciencia de los súbditos de la Monarquía Católica y de sus vecinos lo
incuestionable de la eterna victoria sobre el error de la verdad religiosa en
que se sustentaba su programa político, en cuya prueba tenían lugar aquellas
ceremonias. El éxito del procedimiento inquisitorial se hacía finalmente
patente en forma de invencible miedo frente a su autoridad, tutora de
conciencias, bienes y famas. Sentimiento de miedo que soliviantaría primero
sesgadamente las sensibilidades de nuestros visitantes europeos, excesivamente
olvidadizos para con los espectáculos que rodeaban a las ejecuciones públicas
en sus propios países, y que más tarde se transformaría en el denuesto
caracterizado con que los políticos liberales dieron forma la leña que de la
Cruz verde caído hicieron en folletos, discursos y controversias.”
(“Modalidades
y sentido histórico del auto de fe”, Miguel Jiménez
Monteserín).
También el historiador
J. M. Valega nos ha dejado un testimonio de estas exhibiciones satánicas que
sólo buscaban sembrar el temor entre la población.
“La historia cumple función educadora, cuando exhibe, en su más amplia
verdad, los sucesos de ayer. Aunque revivirlos traiga una reacción inicial
dolorosa. Porque, en el curso de la vida de un pueblo, los errores y tanteos
del pasado, que enfurecieron las almas, hay que considerarlas como limitaciones
ineludibles, como fenómenos de dolor, como experiencia, que enseñan, porque se
prenden muy honda, para practicar el avance evolutivo de las sociedades.
Si hoy se nos anunciara la realización solemne de un auto de fe, con un
mes de anticipación, como ocurría en el virreinato, nuestra reacción no sería
de satisfacción, porque se eliminaba a un tipo peligroso social. Sería, más
bien, de estupor de tremenda indignación y de pasmo anímico. Y haríamos
esfuerzos ilimitados por evitar el espectáculo.
Pues bien esta reacción nuestra de hoy, no afloraría en nuestro
espíritu, sin la cruel experiencia del pasado, sin el tremendo dolor, ya
incorporado definitivamente en la conciencia social.
Sepamos, pues, cómo reaccionaban nuestros antepasados frente a un auto
de fe. Señalaremos el proceso sintéticamente:
a) –La
invitación, al Virrey, Audiencia, Cabildos, Universidad y pueblos, se hacía por
pregones, trompetas y atabales, hasta con 30 días de antelación.
b) –Se
levantaban tablados en la Plaza Principal (la de Armas en Lima). Unas veces era
el Cabildo quien pagaba los gastos. Otras, el Tribunal.
c) –En
la puerta de Iglesia de Desamparados, se hacia la entrega de los reos.
d) –El
crematorio, o quemador, cerca de la Plaza de Acho.
e) –En
algunas ocasiones los autos se celebraban en la Iglesia de Santo Domingo, o en
el salón de la Audiencia.
f)
–A las seis de la mañana la masa presidida por el
Virrey a las autoridades, se dirigía a casa de los miembros del Tribunal para
escoltarlos.
g) –Previa
misa de los inquisidores partía el enorme concurso en procesión llevando a los
condenados. La cruz de la Catedral con negra vela –por la excomunión de los
reos –portada por cuatro curas, entre cánticos del “miserere mei”, de la
clerecía.
h) –Los
condenados marchaban con las velas verdes apagadas.
i)
–Los reconciliados, los llevaban encendidas.
j)
–Un cucurucho de papel, cónico de casi un metro de
alto, sobre la cabeza de los reos, aludía, con pinturas siniestras, al delito
de los infelices.
k) –En
la catedral, o en otros templos, se colocaba el sambenito –capotillo de color
amarillo, con aspas sobre las cuales se dibujaban figuras horrendas, para
escarmiento de la masa y oprobio del hereje y su familia.
l)
–Para los blasfemos, el distintivo era la mordaza.
Para los demás, la soga al cuello.
m)
–La procesión llegaba a la Plaza. Ahí, el virrey,
autoridades y pueblo juraban solemnemente la defensa del Tribunal. Uno de los
más famosos oradores, decía el sermón de la fe, y los reos avanzaban a escuchar
sus sentencias.
n) –Se
producía, entonces, una especie de calificación los impenitentes que no
abjuraban, marchaban al quemadoro; los que se arrepentían a la horca; los
reconciliados, absueltos, por el primer inquisidor.
o) –A
los once de la noche, muchas veces, concluía la horrenda ceremonia, con el
acompañamiento a su morada, de los miembros del Santo Tribunal (1).
Empero, como ya lo hicimos notar, el espíritu de defensa social influyó
sobre los sostenedores del dogma católico hasta el punto de responder, como lo
hicieron los discípulos de Mahoma, con la muerte a los violadores de sagrados
preceptos.
Si el mayor porcentaje de autos de fe, correspondió a delincuentes
comunes (bígamos), era una máxima rebeldía, que los hombres virreinales, en una
proporción apreciable, gastaban contra las costumbres férreas del matrimonio
impuesto por los padres.”
(Ibíd., págs...: 222-223)
Analicemos estos
discursos. Imaginamos por un momento al hijo o los hijos de un acusado de
herejía, viendo cómo su padre es azotado, humillado con el sambenito por no
estar de acuerdo o cuestionar esa “verdad
religiosa” que un “hombre infalible”
(Papa) y su cohorte de sacerdotes han decidido que tiene que ser la única “verdad religiosa” y que debe ser
impuesta a la fuerza, aun a riesgo de terminar en la hoguera. ¿Quién les ha
dado ese poder para imponerse a los que no están de acuerdo con ellos? Su Dios,
ese Dios sádico que permitió tantas atrocidades contra mucha gente inocente.
Tormento también es congoja y aflicción, y así se deben haber sentido muchos
hombres y mujeres que sufrieron el tormento psicológico de la humillación al
mostrárseles en público como espectáculo de diversión. La Inquisición actuó en
nombre y por encargo de la Iglesia. Los condenados (muchos de ellos con cargos
inventados para expoliarles sus bienes) en contumacia y detenidos después eran
excomulgados y “puestos en libertad” por los inquisidores. Este “puestos en libertad” implicaba la
sentencia de muerte el acusado. La libertad adquirida de este modo traía
consigo no sólo la muerte atroz en la hoguera, sino también, según la doctrina
eclesiástica, el suplicio eterno en el mundo de ultratumba. Los teólogos opinan
que era un castigo sumamente duro, pero bien merecido por los que habían
repudiado la tutela “materna” de la
Iglesia, prefiriendo servir al diablo.
Una y otra vez, estos
inquisidores machacan ese pensamiento borreguil, ese masificar de mentes con
olor a ovino que ellos, con apoyo de la fuerza (los Reyes Católicos), se
propusieron imponer a como diera lugar. No solo mancharon sus manos con sangre
inocente, sino que se llenaron los bolsillos con dinero mal habido, como hacer
hasta ahora desde el vaticano los Sumos Pontífices que siguen prometiendo
caridad, fe y esperanza y un pasaje al paraíso para todos sus feligreses. Un
hereje recalcitrante no podía contar con la compasión, la misericordia y el
amor cristianos, estaba destinado a ser presa del orco ígneo en sentido
figurado y material. Los inquisidores no querían la privacidad y la discreción
para cometer sus atrocidades; al mismo estilo de los gánsteres de Chicago de
los años treinta o de los verdugos de la S.S. nazi antes y en el apogeo de la
segunda gran guerra, buscaron hacer de sus crímenes un espectáculo de terror
grotesco para atemorizar a la población. Los inquisidores preferían recargar el
trabajo infame de las ejecuciones al poder civil. Pero esos escrúpulos no era
más que una manera vil de esconder sus manos asesinas, por cuanto la Iglesia de
ese entonces como la de ahora, se ha adjudicado el derecho de imponer a los
apostatas toda clase de castigos, incluyendo la pena capital. Sería
probablemente infundado y contrario a la lógica estimar que los inquisidores
tenían escrúpulos en ejecutar ellos mismos a los herejes, si se tiene en cuenta
que sometían a sus víctimas a los tormentos más refinados, les hacían padecer
hambre y frío, las flagelaban públicamente e incluso las acompañaban, cuando
eran llevadas a la hoguera, incitando a los creyentes a meter más brazadas de
ramaje seco en las llamas para que ardieran más “vivamente”. La Iglesia recargaba la responsabilidad a las
autoridades seculares para hacer creer a la gente que ella no mataba a nadie,
que no vertía sangre, que no atormentaba en sus mazmorras. Así se manifestó la
mojigatería hipócrita propia de los verdugos. La Iglesia trató de encargar a
las autoridades laicas de la persecución de los herejes ya antes de que se
instituyera la Inquisición, pero no pudo conseguirlo enteramente y por eso creó
su propio organismo represivo, tanto o más sádico que el laico, el Santo
Oficio, dejando al poder civil el siniestro privilegio de pronunciar
oficialmente las sentencias de muerte, de ejecutar, de pagar al verdugo. Así
pues, en el caso de que un hereje no abjurase de sus convicciones “falsas y erróneas”, la Iglesia lo
excomulgaba y lo ponía “en libertad”,
entregándolo a las autoridades civiles para que fuera castigado debidamente. En
tiempos posteriores iban adjuntas a esa prescripción las peticiones de tener “piedad” con el condenado. La “piedad” se manifestaba en estos casos
en que al reo se le asfixiaba antes de la ejecución o se le ponía un cuello
rellenado de pólvora que hacían explotar para que sus sufrimientos duraran
menos.
No puede sorprender el
que la Iglesia defensora del Dogma tuviese que adoptar una postura contra los
hombres que se dedicaban al estudio de la ciencia, ya que tal estudio podrá
crear la duda sobre lo que los libros sagrados indican sobre la historia de la
creación; allí está el caso de Galileo y tantos otros que sintieron sobre sus
cuellos el filo de la espada celestial y divina que blandían los Papas con
actitud amenazadora. A la vez que se estableció la Inquisición y progresaron
sus sangrientas acciones, los teólogos trataron de fundamentar la necesidad y
legitimidad de la misma en el plano teórico. En realidad, la Inquisición no se creó
para lograr “grandes efectos”, ni son
enigmáticas las causas de su aparición, ya que radican en la propia esencia
social de la religión cristiana y de la Iglesia, que presume de encontrarse por
encima de las clases y apela a las masas desheredadas – que constituyen la
mayoría de los creyentes –, pero en la práctica, como hasta el día de hoy,
sirve a los intereses de las clases dominantes. Inocencio III, Honorio III y
Gregorio IX, propugnaron los métodos violentos de lucha contra la herejía. Es
más, la Inquisición se institucionalizó después de la derrota de los cátaros,
cuando estos ya habían dejado de ser peligrosos para la Iglesia. En 1252, el
Papa Inocencio IV editó la bula Ad
extirpanda que institucionalizaba los tribunales inquisitorios y les
autorizaba para aplicar la tortura. Arduo trabajo para los teólogos fundamentar
esta maquinaria de tormento y crimen. Tomas de Aquino (1225-1274)- “doctor angélico”, corifeo teológico
medieval que la Iglesia venera hasta ahora y que fue canonizado en 1323 – dedicó
no poca atención a ese problema en su obra fundamental “Summa de Veritate Catholicae Fidei contra gentiles”. Afirmaba en
ese tratado que es lícito hacer observar a los herejes sus compromisos
contraídos con la Iglesia antes de abandonarla. Porque si uno abraza la fe por
un acto de libre albedrío, seguir fiel a ella es una obligación. La herejía es
un pecado; los culpables de él merecen no sólo la excomunión, sino también la
privación de la vida, la muerte. Según la doctrina de Tomás, tergiversar la
religión de la que depende la vida eterna, es un crimen mucho más grave que
falsificar monedas, las cuales sólo sirven para satisfacer las necesidades de
la vida terrenal efímera. Por consiguiente, si los monederos falsos, como otros
malhechores, son castigados justamente con la muerte por soberanos laicos, es
más justo todavía ejecutar a los herejes convictos. Este razonamiento del “doctor angélico” parece contradecir la
oración que le dedica el Diurnal (Liturgia
de las horas: laudes, hora intermedia, vísperas y completas):
“oh Dios, que hiciste de Santo Tomás de Aquino un varón preclaro por su
anhelo de santidad y por su dedicación a las ciencias sagradas, concédenos
entender lo que él enseñó e imitar el ejemplo que nos dejó en su vida. Por
nuestro Señor Jesucristo.”
(coeditores litúrgicos, 1990; quinta
edición, comisión Episcopal Española de Liturgia)
“Este varón preclaro de anhelo de santidad”, dice que la Iglesia, llena de misericordia cristiana, empieza por
exhortar a un hereje a que se arrepienta.
“Si el hereje persevera, la Iglesia, no confiando en que sea convertido
y preocupándose por la salvación de otros, lo elimina mediante la excomunión, y
lo entrega luego a la justicia laica, para que lo elimine del mundo por medio
de la muerte.”
(“Summa contra gentiles”)
Santo Tomás de Auino, creador de la Teoría del bien y el mal. |
¿Un Dios Omnipotente
incapaz de crear un hombre sin pecado? ¿Pero no es el retintín que nos han
repetido hasta el cansancio de que para Dios el Todopoderoso no hay nada
imposible? Bueno, a la larga, este es el razonamiento de un hombre de carne y
hueso cuyas “visiones celestiales”
son aceptadas y proclamadas por la Iglesia Católica como señales de futura
santidad. ¿Pero Juana de Arco no tuvo también visiones y por ellas fue llevada
a la hoguera? Esto parece ser la ley del embudo. Ya veremos un poco más adelante
el caso de la doncella de Orleans, pero antes revisemos un poco la vida del
“doctor angélico”. Los datos que nos han llegado de Tomás de Aquino provienen
de su discípulo y biógrafo Guillermo de Tocco. Por su físico, Tomás era más
nórdico que meridional: estatura imponente, anchas espaldas y tez clara. Tomás
era el más joven de los cuatro hijos. Tenía también algunas hermanas, la más
joven de las cuales murió fulminada por un rayo en la misma habitación que
ocupaba el santo, este escapó ileso. Se dice que tuvo durante toda su vida
mucho miedo a las tempestades y que acostumbraba refugiarse en alguna Iglesia,
cuando caían rayos. De ahí nació la costumbre popular de venerar a Santo Tomás
como abogado contra las tempestades y la muerte repentina. Un sacerdote exclamó
en cierta ocasión: “El Señor te tiene
reservado para nuestra orden”. El tiempo no hizo más que confirmar su
vocación religiosa, por ello tomó el hábito de Santo Domingo, cuando tenía 19
años de edad. La noticia causó grave indignación en su pueblo natal, Rocca
Secca. Su madre no se hubiera opuesto a que entrase en la Orden de San Benito,
pero no podía aceptar que hubiese abrazado una orden de mendicantes. La madre
aviso a sus hijos mayores que servían en el ejército del emperador en Toscana
para que rescataran al hermano. En vano los hermanos trataron de arrancarle el
hábito, pero sí lo llevaron prisionero a Rocca Secca y después al castillo de
Monte San Giovanni, donde lo encerraron. Santo Tomás aprovechó el cautiverio
para estudiar las “Sentencias” de
Pedro Lombardo y aprender de memoria gran parte de la Sagrada Escritura. Por
esa época escribió un tratado sobre los sofismas de Aristóteles. Al ver
fracasados todos sus intentos, los hermanos de Tomás concibieron el infame
proyecto de introducir en su habitación a una prostituta. Pero el santo tomó
una tea ardiente para echarla fuera. Se dice que inmediatamente después, se
durmió y tuvo un sueño en el que vio a dos ángeles que le ciñeron el pecho con
una cuerda que simbolizaba la castidad. (De aquí parece venirle al santo el
amor por el fuego). Sigamos, siempre atentos a las notas biográficas de
Guillermo Tocco. Su silencio en las discusiones y su gigantesca estatura, le
valieron el apodo de “el buey silencioso”:
su cautiverio de dos años parece haber mellado su locuacidad. San Alberto diría
más tarde al leer uno de sus escritos: “Hasta
ahora hemos llamado al hermano Tomás “El buey silencioso; pues bien, yo os
aseguro que sus mugidos se oirán en todo el mundo”. Nada refinado San
Alberto por lo que se ve, en lo que sí no se equivocó, fue en el hecho de que
esos “mugidos” si escucharon a
grandes distancias, predicando la exterminación de los herejes con la misma
naturalidad de quien está matando pulgas o piojos. Según Tocco, “todavía más grande que su ciencia es su
piedad”. La ordenación sacerdotal no hizo sino aumentar su unión con Dios. Se
pasaba horas enteras en oración, de día y de noche. “Al llegar en la misa al momento de la consagración, observó [Guillermo
Tocco] que Tomás, absorto en los divinos
misterios y alimentado con sus frutos, se deshacía en lágrimas”. A mi
parecer, una actitud simbiótica que raya entre lo patético y lo patológico.
Hacia 1266, empezó a escribir la más conocida de sus obras: la “Suma teológica”. A partir de 1270
empiezan sus “comunicaciones” con
Dios. Una cuestión muy debatida en ese entonces era: si en el Santísimo
Sacramento los accidentes permanecían realmente o sólo en apariencia. Santo
Tomás, tras una ferviente oración, escribió su respuesta en forma de tratado.
La universidad de París, donde laboraba Tomás, aceptó su texto, y el contenido
lo adoptó la Iglesia después según la Vida
de los santos de Butler, ésta fue la primera ocasión en que el Señor
manifestó sensiblemente a Santo Tomás su aprobación por lo que había escrito,
diciéndole en una aparición: “Has hablado
bien del Sacramento de mi Cuerpo”. Al oír esto, el santo entró en un éxtasis
tan largo, que los frailes tuvieron tiempo de reunirse para verlo elevado sobre
el suelo. Entonces se oyó una voz que venía del crucifijo y repetía: “Has hablado bien de mí, Tomás. ¿Qué quieres
en premio de ello?” El santo respondió: “No
quiero ningún otro premio fuera de Ti, Señor”. Cuando Juana de Arco
manifestó a sus captores del Tribunal Eclesiástico que había oído las voces de
San Miguel cuando se le aparecía y que también había percibido a Santa
Margarita y Santa Catalina, se situó en el más grave de los peligros que
terminó en la hoguera. Fue acusada de hechicera y hereje. Sus visiones y
“voces” fueron las causas principales de que el primer artículo del acta de
acusación estableciera claramente los poderes de los alarmados y resueltos
teólogos. Va precedido de una formidable acusación. Los juristas de la
Inquisición y de la Universidad de Paris usaron ciertamente de sus poderes de
justicia invectiva en este caso:
“Que la mujer comúnmente llamada Jehanne la Pucelle… debe ser denunciada
y declarada hechicera, adivinadora, seudoprofetisa, invocadora de espíritus
malignos, conspiradora, supersticiosa, implicada en la práctica de la magia,
infiel a nuestra fe católica, cismática contra el artículo Unam Sanctum, etc…,
y en otros artículos de nuestra fe, escéptica y descarriada, sacrílega,
idólatra, apostata, dánica y maldita, blasfema contra Dios y sus santos,
escandalosa, sediciosa, perturbadora de la paz, incitadora a la guerra, cruel y
ávida de sangre humana, incitadora a la matanza, habiendo completa y
vergonzosamente abandonado la decencia de su propio sexo e inmodestamente
adoptado las vestiduras y costumbres de un hombre de armas; por esto y por
otras cosas abominadas de Dios y de los hombres, traidoras a las leyes humana y
divina y a la disciplina de la Iglesia seductora de príncipes y plebeyos,
habiendo permitido con menosprecio y desdén de Dios, ser adorada personalmente
dando sus manos y ropas a besar, herética, o en cierto modo fuertemente
sospechosa de herejía, por lo cual debe ser castigada y corregida de acuerdo
con las leyes divinas y canónicas”.
(citada en “Juana de Arco”, V. Sackville - West)
Según este luciferino
documento redactado con la típica ponzoña del fanático, parece que se está
juzgando a un monstruo, a un íncubo o a un súcubo y no a una muchachita virgen,
iletrada que sintió el llamado de los santos para defender al Rey de su país
amenazado por los ingleses. Hay que tener en cuenta que en el siglo XV el tipo
de credulidad religiosa era más simple que ahora; por otro lado, las cuestiones
de santos y milagros eran entonces tenidas como cosa natural por todo el mundo,
tanto por los ignorantes como por las personas de educación. Las visiones, las
voces y las profecías eran cosa corriente. Las visionarias como Juana de Arco
abundaban, habiendo entre ellas más diferencia de grado que de variedad; y las
profecías habían muchas veces sido cumplidas. Surge una pregunta inevitable:
¿Cómo hubiera sido juzgado Tomás de Aquino si no hubiera sido un religioso y
sólo hubiera sido visto como un aldeano de Rocca Secca que decía tener
comunicación con Dios? Seguramente como un loco, un imbécil o un hereje
incorregible. Pero no es así, parece que los canales de comunicación que van al
cielo sólo le están permitidos a los religiosos católicos, para todos los demás
les está vedado. Y Juana pagó por interferir en esa excesiva línea de contacto
tierra-cielo. Una breve síntesis de lo que significó su vida podría resumirse
en breves líneas.
Muchacha de una aldea de
los Vosgos nacida hacia 1412; fue quemada por herejía, brujería y magia en
1431; rehabilitada en cierto modo en 1456; declarada venerable en 1904;
beatificada en 1908, y, finalmente canonizada en 1920. Se negó a someterse a la
condición natural de la mujer y peleó, se vistió y vivió como un hombre. A la
edad de dieciocho años, Juana tenía pretensiones que dejaban atrás las del Papa
más orgulloso o del emperador más altivo. Se consideró embajadora y
plenipotencia de Dios y verdadero miembro de la Iglesia triunfante, aunque
todavía residente en este mundo en carne y hueso. Condescendía a proteger a su
propio rey quería llamar al rey de Inglaterra al arrepentimiento y a la
obediencia. Abrigaba y ostentaba un profundo desprecio por las opiniones,
disposiciones, y autoridades oficiales, así como por la estrategia y táctica
del Estado Mayor. Aunque hubiese sido una sabia, y una reina, revestida con
todo el prestigio de la jerarquía y el nacimiento, sus pretensiones y
procedimientos hubiesen suscitado un abierto conflicto con las entidades
oficiadas, lo mismo que las ambiciones de César provocaron la oposición de
Casio; sólo hubo en sus contemporáneos dos opiniones sobre ella; una, que Juana
era un ser milagroso; la otra, que era insoportable. A los ingleses que
combatió con heroísmo y ahínco les sobraba una antipatía fervorosa por ella. De
no haber sido demasiado joven, rústica e inexperta quizá hubiera respondido
como Napoleón cuando le preguntaron cómo acogería el mundo su muerte, dijo que
el mundo daría un suspiro de consuelo. Esta es la imagen de la Doncella de
Orleans sintetizada del prólogo que Georges Bernard Shaw hizo para su “Santa Juana”. Luego de este paréntesis
regreso a Santo Tomás de Aquino quien, como he dicho antes, decía que uno
abrazaba la fe por un acto de libre albedrío, y que seguir fiel a ella era una
obligación. ¿Por qué debe seguir siendo fiel alguien que percibe que el camino
que eligió se haya contaminado de mezquindades, contubernios, rapiñas y actos
criminales de la peor especie? En su “Suma
Teológica”, escrita y publicada 12 años después de su recalcitrante “Summa contra gentiles” parece aflojar
un poco la cuerda de sus intolerantes ideas:
“El hombre posee el libre albedrio, porque sin él serían vanos los
consejos, exhortaciones, preceptos, prohibiciones recompensas y castigos. Para
demostrarlo hasta la evidencia, es de notar que hay seres que obran sin juicio,
como la piedra que se precipita hacia abajo, y lo mismo sucede en todos los
seres desprovistos de conocimiento; otros que obran con juicio, pero no con
juicio libre, cuales son los animales brutos; pues la oveja, al ver al lobo,
juzga que debe huir, mas este juicio es puramente natural y no libre, por
cuanto no juzga por la comparación, sino por natural instinto, igual que todos
y cualquiera de los demás brutos. El hombre, empero, obra con juicio, puesto
que por su facultad cognoscitiva juzga que debe huir de esto o procurar
aquello; y porque este juicio no es naturalmente instintivo respecto de
acciones particulares, sino racionalmente discursivo, obra con libertad de
juicio, pudiendo decidirse entre cosas opuestas, porque, respecto de las cosas
contingentes, la razón puede escoger entre los contrarios, como se ve de los silogismos
dialécticos y en la persuasión oratoria, y como las acciones particulares son
cosas contingentes, el juicio de la razón puede optar entre resoluciones
opuestas, y no está en la precisión de adoptar una con exclusión de su
contraria. Luego, necesariamente, siendo el hombre un ser racional, es, por lo
mismo, libre en su albedrio.”
(“Suma Teológica”, Tomás de Aquino)
[Opiniones
contradictorias a sus tesis sobre la muerte de los herejes en su “Summa contra gentiles”, “todos los seres desprovistos de
conocimientos”, dice el santo; pero acaso no fue de interés de la Iglesia
la ignorancia del pueblo para poder manipularlos mejor, para prometerles
paraísos en la “otra vida”, para que
se entregaran ovejas a los “lobos doctos”
que ellos representaban. “El hombre,
empero, obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva juzga que debe
huir de esto o procurar aquello…”, dice Aquino; si esto es así, porque no
se respetó el derecho a discrepar y cuestionar lo que no andaba bien en el seno
de la Iglesia Católica y, por el contrario, se reprimió toda disidencia
contraria a los intereses inquisitoriales. “El
juicio de la razón puede optar entre resoluciones opuestas (…) siendo el hombre
un ser racional, es, por lo mismo, libre en su albedrío”, concluye el
santo. Y de que le servía a un hombre con juicio sus razones cuando se
enfrentaba a la infalible voz divina de los salteadores inquisidores. Santo
Tomás miente con un empaque propio de los fanáticos religiosos de su especie.
Su desvergüenza para enredar las cosas y acomodarlas a su gusto nos hace
recordar R.P. Ruyssen, el teólogo francés que reprocha a los “historiadores no creyentes” el no poder
comprender la “naturaleza divina” de
Juana de Arco, pues explican – ignorantes –, todos sus actos por causas
naturales, mientras que fueron dictados por la voluntad del Altísimo. Cabe
preguntar a este teólogo distorsionador de la razón, ¿por qué, entonces, el
Altísimo dejó que su elegido fuera quemada por Cauchon (se pronuncia como la
palabra francesa cochon, que
significa cerdo en español), obispo
de Beauvais y miembro del consejo real inglés. Basta con leer unos cientos de
páginas de las miles que escribió Tomás de Aquino para darnos cuenta que no
pasa de ser un diablo predicador.] G.D.
He interrumpido mi
relato sobre Juan Hus bastantes páginas atrás y voy a seguir haciéndolo un poco
más, porque es necesario tener una visión completa de lo que significó la
Inquisición, sea la portuguesa, la española, etc., todas las cabezas nacidas del
mismo Cérbero. Esa institución, que como la española, lucía orgullosa su
perdón, con su tosca cruz al centro flanqueada por una espada a la siniestra y
un ramo de olivo a la derecha; un verso en latín, inspirado en el Salmo 73 (+ Exurge Domine et Judica causam tuam. Psalm.
73), rodea las figuras.
"Suma Teológica", obra escrita por Tomás de Aquino en el siglo XIII. |
“No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que no quiero, estoy de
acuerdo en que la ley es buena, pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva
a cabo sino el pecado que habita en mí.”
Afirmando que el pecado
habita, sí, en nosotros, pro “como un
huésped, como algo extraño”, ya que la naturaleza humana “podría no pecar, si quisiera”, y la
predestinación de Dios es sólo presciencia. Otra
secta hereje fue el Arrianismo que
se destacó a comienzos del siglo IV. El arrianismo nació en Egipto y debe su
nombre al sacerdote alejandrino Arrio, que vivió en la segunda mitad del siglo
III y a principios del IV, y que fue seguidor de Filón de Alejandría. El
arrianismo negaba la divinidad de Jesucristo y sostenía que las sustancias de
las Tres personas de la Trinidad son distintas y sin relación entre sí la eternidad
sólo correspondería al Padre y cada una de ellas tendría un grado distinto de
divinidad – [Favoreció la difusión del arrianismo entre los godos la versión de
la Biblia realizada por el obispo de los visigodos Ulfilas (h. 311-383).
Apresado y trasladado a Constantinopla (332), se convirtió al arrianismo y fue
consagrado obispo en 341. Regresó junto a su pueblo, a cuya evangelización
contribuyó decisivamente. Tradujo la Biblia
a la lengua visigoda. Se le considera uno de los creadores de la lengua alemana].
El arrianismo fue condenado en los Concilios de Nicea (325) y Sárdica (355)
fueron desfavorables a los defensores de la ortodoxia, que hubieron de sufrir
un largo periodo de persecuciones, entremezclado con épocas de calma. San
Atanasio, muy especialmente, y los santos Basilio, Gregorio Nacianceno y
Gregorio de Nisa prepararon el triunfo ideológico del cristianismo ortodoxo. La
subida al trono de Teodosio puso fin a esta situación al imponer la fe de
Nicea, actitud confirmada por el Concilio de Constantinopla (381). A partir de
éste se inicia la agonía del arrianismo, cuya práctica quedó reducida a algunos
pueblos godos hasta el siglo VII, en que desapareció totalmente.
Mani, fundador del Maniqueísmo |
En el Concilio de Éfeso
(431) fue depuesto y desterrado a un convento cerca de Antioquía y más tarde al
interior de Arabia, en el gran Oasis. Después de la condenación de Nestorio en
431, sus doctrinas encontraron terreno favorable en la escuela de Edesa, que el
emperador Zenón disolvió en 489. Perseguidos en el Imperio, sus partidarios se
refugiaron hacia 553 en Persia. Poco después se independizaron de Iglesia
antioquena. Bajo la dominación árabe, los nestorianos se propagaron por el
Norte de Arabia, Egipto y la India, donde se llamaron cristianos de Santo Tomás. Según la Tala Nestoriana, existieron en
China hacia el año. 631 comunidades nestorianas en situación de privilegio, que
se mantuvieron hasta la primera invasión mongol del siglo XIII. He mencionado
sólo algunas de las herejías que desgarraron el cristianismo desde su fase
inicial. Bajo la envoltura religiosa se libró la lucha por intereses
enteramente materiales de individuos y clases sociales diferentes. Antes de
esbozar una biografía de Agustín, sería bueno echarle una ojeada a un texto
extraído de Enquiridión (Enchiridión ad Laurentium), escrito a
los 67 años, es decir, 35 después de su conversión. Es interesante el texto
porque en él el Santo Hipona postula que Dios no puede insuflar el “mal” en su
creación (el hombre). ¿Y los Inquisidores y su Inquisición no estuvieron
insuflados de una malignidad aterradora? Este Agustín del Enquiridión no parece ser el “doctor
de la Iglesia” que a voz en cuello postulaba la tortura y la ejecución de
los herejes. Escuchémoslo:
“Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y colocado en su lugar,
hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo que agrada más y es más
digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas. Pues Dios omnipotente,
como confiesan los mismos infieles, “Universal Señor de todas las cosas”,
siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existe algún mal en
sus criaturas si no fuera de tal modo bueno poderoso que pudiese sacar bien del
mismo mal. Pues ¿qué otra cosa es el mal, sino la privación del bien? Del mismo
modo que, en los cuerpos de los animales, el estar enfermos o heridos no es
otra cosa que estar privados de la salud – y por esto, al aplicarles un
remedio, no se intenta que los males existentes en aquellos cuerpos, es decir,
las enfermedades y heridas se trasladen a otra parte, sino destruirlas, ya que
ellas no son substancia y, por tanto, algo bueno, recibe estos males, este es,
privaciones del bien que llamamos salud –, así también todos los defectos de
las almas son privaciones de bienes naturales, y estos defectos cuando son
curados, no se trasladan a otros lugares sino que, no pudiendo subsistir con
aquella salud, desaparecen en absoluto”.
(“Enquiridión”)
Después de leer este
fragmento cabría preguntarnos: ¿Existe realmente el mal? Me gustaría contrastar
este texto de San Agustín con uno de Freud, muy adecuado para la temática
expuesta por Agustín:
“La verdad oculta tras todo esto,
que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna
y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el
contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse
una buena porción de agresividad. Por consiguiente el prójimo no le representa
únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de
tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de
trabajo, sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento,
para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo
y matarlo. Homo
homini lupus. ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después
de todas las experiencias de la vida y de la historia?”
(“El malestar en la Cultura”, Sigmund
Freud)
"Enquiridión" |
“Quiero traer a la memoria mis falsedades pasadas, y las torpezas
carnales que causaron la corrupción de mi alma; no porque las ame ya, Dios mío,
sino para excitarme más a vuestro amor. Correspondiendo a vuestro amor hago
esto, recorriendo mis perversos caminos con, pena y amargura de mi alma; para
que vos, Señor, seáis dulce para mí, dulzura verdadera, dulzura felicísima y
segura: y me reunáis y saquéis de la disipación y distraimiento que ha dividido
mi corazón en tantos trozos como objetos ha amado diferentes, mientras he
estado separado de vos, que sois eterna y soberana Unidad. En algún tiempo de mi adolescencia deseaba
ardientemente saciarme de estas cosas de acá abajo, y al modo que un árbol
nuevo brota por todas partes espesas y frondosas ramas, yo también me entregué
osadamente a varios y sombríos afectos y pasiones, con lo cual se afeó la
hermosura de mi alma; y agradándome a mí mismo, y deseando agradar y parecer
bien a los de los hombres, vine a ser hediondez y corrupción en los vuestros.”
(“Confesiones”, Libro II, cap. I.)
San Agustín condenó más
tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar
después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con
que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son
una verdadera profanación de ese sacramento. Agustín daba gracias a Dios
porque, si bien las personas que lo obligaban a aprender [padres y maestros],
sólo pensaban en las “riquezas que pasan”
y en la “gloria perecedera”, la
Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le
serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba por haber
estudiado frecuentemente sólo por temor del castigo y por no haber escrito,
leído y aprendido las lecciones como debía hacerla, desobedeciendo así a sus
padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que lo librase
del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo:
“En consecuencia de esto me pusieron a la escuela para que aprendiese a
leer y escribir: en lo que yo no advertía qué utilidad pudiese haber; y no
obstante, me azotaban cuando era negligente en aprender. Este rigor era alabado
de mis padres y mayores; pero ello es cierto que muchos que nos han precedido en
esta vida nos han dejado abiertos unos caminos trabajosos, por los cuales nos
hacen ir por fuerza, multiplicando así los dolores y penalidades a los hijos de
Adán (…) ¿hay, pues, algún hombre, vuelvo a decir, que en fuerza del amor y
caridad fervorosa con que os ama, esté tan grandemente apasionado de vos, que
se burle de los potros, garfios de hierro, y de otros tormentos semejantes?
(para librarse de los cuales, y compelidos del gran temor que les tienen los
hombres, en todo el universo acuden a vos con fervorosas súplicas); ¿hay, pues,
alguno que los juzgue todos tan leves y de tan poca consideración, que se burle
tanto de los que temen aquellas penas y martirios como nuestros padres se reían
y burlaban de los tormentos con que los muchachos éramos afligidos de nuestros
maestros? Pues a la verdad, ni yo los temía menos que aquellos otros puedan
temer los tormentos inusitados, ni os suplicaba con menos fervor que ellos, que
me libraseis de semejantes castigos, no obstante que yo los mereciese por mi
negligencia en aprender, haciendo menos de lo que me pedían y mandaban en
cuanto a leer y escribir. Porque a mí no me faltaba memoria ni ingenio, pues
vos, Señor, me lo disteis muy suficiente para aquella edad, pero gustaba del juego, y por él me
castigaban los que tenían el mismo gusto y ejecutaban lo propio.”
(“Confesiones”, Libro I, cap. IX)
Agustín de Hipona, nació en Tagaste en el 354 d. C. |
“Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no
por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El enemigo
se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me
impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la
lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había
resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos
unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa de
dilatar mi entrega a ti alegando que aún no había descubierto plenamente tu
verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado… Nada
podía responderte cuando me decías: “Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo
te iluminará”… Nada podía responderte, repito, a pesar de que
estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas.
Así pues, te decía: “Lo
haré pronto, poco a poco; dame más tiempo”. Pero ese “pronto” no
llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el “poco tiempo” se convertía
en mucho tiempo”.
(“Confesiones”, Libro VIII, cap. V)
Agustín era de un
violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a
la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Sentado bajo un árbol, en
la paz de una mañana, escucha el cuento de un niño que decía: “Tolle lege, tolle lege” (Toma y lee,
toma y lee). Fue ahí cuando sintió el momento de su conversión, que lo lleva a
decir: “Ahora que he gustado de tu
suavidad estoy hambriento de ti. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente
tus abrazos”. Agustín, después de haber profanado el maniqueísmo, se dedicó
a combatirlo; también midió fuerzas con el donatismo insipiente y consiguió
extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. San
Posidio, su biógrafo, cuenta que sus vestidos y muebles eran modestos, pero
decentes y limpios. Durante los 35 años de su episcopado, el santo de Hipona
tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. San Agustín conservó
todas sus facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba
escapando lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló
apaciblemente el último suspiro, a los 72 años de edad, de los cuales había
pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. Hasta aquí la vida del
llamado “doctor de la Iglesia” y
parte de lo que escribió. Pero vayamos a su posición frente la herejía.
Habiendo renunciado después a sus creencias heréticas, luchó enérgicamente
contra los donatistas, los arrianos, los maniqueos, los pelagianos y los
adeptos de otras herejías, que sacudían el mundo cristiano. La visión de San
Agustín sobre la manera de combatir a los herejes varió de principio a fin.
Primero, trató de convertir a los donatistas y otros apostatas por medio de la
propaganda, de las disputas teológicas. De un momento a otro llegó a la
convicción de que debían ser tratados con una severidad moderada, esto es,
aplicarles todo género de represiones, excepto las torturas y la pena capital.
Por último, llegó a exigir el empleo de todos los medios coercitivos a la mano,
incluyendo la tortura y la ejecución, ganando bien merecidamente la “gloria” de haber sido el primer “ideólogo” de la Inquisición. ¿En qué
argumentos se sostuvo Agustín para aplicar necesariamente medidas drásticas
contra los herejes? Pues, sus argumentos son seglares y eclesiásticos. Aferrado
a pasajes del Antiguo y Nuevo Testamentos, relativos a las
represiones contra los apostatas, San Agustín concluye que el amor cristiano al
prójimo obliga no sólo a ayudar al renegado a salvarse a sí mismo, sino también
a imponérselo, si no accede voluntariamente a abjurar de sus concepciones
perniciosas. Según Agustín, los herejes se asemejan a las ovejas perdidas, y
los eclesiásticos y los pastores, que tienen la obligación de retornarlas al
rebaño, aunque sea necesario usar del rebenque y el cayado. No hace falta
ejecutar a una oveja perdida, basta con fustigarla para que se corrija. Esto no
es un castigo extraordinario. Pues así castigan los padres a sus hijos
indóciles, y los maestros a los alumnos desobedientes; incluso los obispos que
presiden tribunales seglares lo aplican a los delincuentes ordinarios. Es
legítimo emplear con este fin las torturas que sólo causan daño a la carne
pecaminosa, “calabozo del alma”, si
con ello se logra retornar a un hereje al camino de la verdad. Si la doctrina
bíblica obliga a la esposa infiel, con tanto mayor razón debe ser castigado el
que reniega de los dogmas eclesiásticos. Según Agustín, no tiene importancia
que un hereje abandone su creencia falsa por miedo al castigo, ya que “el amor perfecto acabará por imponerse al
miedo”. La doctrina católica y su machismo recalcitrante no sólo tiene en
Agustín a uno de sus más viles representantes, no olvidemos el trato de
concubina con que sometió a la mujer que le dio un hijo a quien después la
confina a su suerte, pues, él, muy ocupado en lograr su comprensión y perdón
ante su Dios, la envía a Milán, en 385. No le dio a la madre de su hijo el mismo
trato que le dio a Mónica, su madre. Su amado San Pablo debe haberle servido
como modelo de machismo:
“Esposas, sométanse a sus propios esposos como al Señor. Porque el
esposo es cabeza de su esposa, así como Cristo es cabeza y salvador de la
iglesia, la cual es su cuerpo. Así como la iglesia se somete a Cristo, también
las esposas deben someterse a sus esposos en todo”.
(“Carta a los Efesios” 5, 22-24)
Confesiones de San Agustín. |
“Esclavos, obedezcan a sus amos terrenales con respeto y temor, y con
integridad de corazón, como a Cristo. No lo hagan sólo cuando lo estén mirando,
como los que quieren ganarse el favor humano, sino como los esclavos de Cristo,
haciendo de todo corazón la voluntad de Dios. Sirvan de buena gana, como quien
sirve al Señor y no a los hombres, sabiendo que el Señor recompensará a cada
uno por el bien que haya hecho, sea esclavo o libre”.
(“Carta a los efesios”, 6; 5-8)
Esclavo en la Tierra y
esclavo en el Cielo; vaya espíritu negrero que dominaba la mente de este otro
santo católico. Prosigue el “santo”
diciéndonos que la Acción de Dios en la nuestra no merma en absoluto la
libertad humana. Por el contrario, la incita, la alimenta y la fortifica. “Donde está el Espíritu del Señor está la
libertad”. Nuestra libertad no se realiza en una separación solitaria, en
un rechazo de Dios, sino, por el contrario, en una cooperación con Dios, en la
obra de su gloria. La libertad no consiste en el poder de elección de un sí o
de un no frente a Dios. La libertad es el sí. La esclavitud es el pecado. Si
hemos sido liberados por el Espíritu del Hijo, verdaderamente somos hijos y
libres. Dando fruto es como realizamos y manifestamos nuestra libertad, y no
encerrándonos en la soledad de la nada. Toda esta verborrea, contradictoria e
incoherente, extraída de sus cartas, nos da la sensación de un cerebro tocado
por alguna fuerza, más que divina, terrenal. Conocido es el “Camino de Damasco” en la vida de este Pablo de Tarso. De la
conversión a la doctrina de Cristo existen tres narraciones que nos interesa
conocer y comparar para extraer de ellas un núcleo común. Veamos la primera
versión:
“Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas cerca de Damasco, de
repente le rodeo una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le
decía “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?” Él respondió: “¿Quién eres Señor?” y
él: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y
se te dirá lo que debes hacer”. Los hombres que iban con él se habían detenido
muchos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del
suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo llevaron de la mano y
lo hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin ver, ni comer, ni beber.
Había en Damasco un discípulo llamado “Ananías”. Él respondió: “Aquí estoy,
Señor”. Y el Señor: “Levántate y vete a la calle Recta y pregunta en casa de
Judas por uno de Tarso llamado Saulo; mira, está en oración y ha visto que un
hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para devolverle la vista.
Respondió Ananías: “Señor, he oído hablar de muchos de ese hombre y de los
muchos males que ha causado a tus santos de Jerusalén y que está aquí con poderes
de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre.” El
Señor le contestó: “Vete, pues éste me es un instrumento de elección que lleve
mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré
todo lo que tendrá que padecer por mi nombre.” Fue Ananías, entró en la casa,
le impuso las manos y le dijo: “Saúl, hermano, me ha enviado a ti el Señor
Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres
la vista y seas lleno del Espíritu Santo”. Al instante cayeron de sus ojos unas
como escamas, y recobró la vista; se levantó y fue bautizado. Tomo aliento, y
recobró las fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco, y en
seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de
Dios. Todos los que le oían quedaban atónitos y decían: ¿No es éste el que en
Jerusalén perseguía encarnizadamente a los que invocaban ese nombre, y no ha
venido aquí con el objeto de llevárselos atados a los sumos sacerdotes? Pero
Saulo se crecía y confundía a los judíos que vivían en Damasco demostrándoles
que aquél era Cristo.”
(Hechos, 9; 1-22)
La alusión a la actitud criminal de Pablo de Tarso es clara. Sus padres lo enviaron muy joven a Jerusalén, donde Gemaliel, un noble fariseo, lo instruyó en la Ley de Moisés. Pablo se convirtió pronto en un observante de la ley tan celoso, que podía apelar aun el testimonio de sus enemigos para probar hasta qué punto su vida se había conformado a las prescripciones legales. El joven discípulo de Gemaliel ingresó también a la secta de los fariseos, que era la más severa. Algunos de sus miembros habían caído en el orgullo, opuesto a la humildad evangélica. Más tarde, sobrepasando a sus compañeros en celo por la ley y las tradiciones judías, que él identificaba entonces con la causa de Dios. Saulo, como un Inquisidor de la antigüedad, se convirtió en perseguidor y enemigo de Cristo. Fue uno de los que tomaron parte en la lapidación de San Esteban, y San Agustín comenta que al guardar las ropas de quienes apedreaban al mártir, Saulo lo había apedreado por manos de todos los demás. El segundo relato nos lo cuenta el mismo Pablo cuando se dirige al pueblo de Jerusalén, en el momento, de ser apresado (en el año 58 ó 59):
«Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad,
instruido a los pies de Gamaliel en la exacta observancia de la Ley de nuestros
padres; estaba lleno de celo por Dios, como lo estáis todos vosotros el día de
hoy. Yo perseguí a muerte a este Camino (el cristianismo), encadenado y
arrojando a la cárcel a hombres y mujeres, como puede atestiguármelo el Sumo
Sacerdote y todo el Consejo de ancianos. De ellos recibí también cartas para
los hermanos de Damasco y me puse en camino con intención de traer también
encadenados a Jerusalén a todos los que allí había, para que fueran castigados.
»Pero yendo de camino, estando ya cerca de Damasco, hacia el mediodía,
me envolvió de repente una gran luz venida del cielo; caí al suelo y oí una voz
que me decía: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?” Yo respondí: “¿Quién eres,
Señor?” Y él a mí: “Yo soy Jesús Nazoreo, a quien tú persigues. “Los que
estaban conmigo vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo
dije: “¿Qué he de hacer, Señor?” Y el Señor me respondió: “Levántate y vete a
Damasco; allí se te dirá todo lo que está establecido que hagas.” Como yo no
veía, a causa del resplandor de aquella luz, conducido de la mano por mis
compañeros llegué a Damasco.
»Un tal Ananías, hombre piadoso según la Ley, bien acreditado por todos
los judíos que habitaban allí, vino a verme, y presentándose ante mí me dijo:
“Saúl, hermano recobra la vista.” Y en aquel momento le pude ver. Él me dijo: “El
Dios de nuestros padres te ha destinado para que conozcas su voluntad, veas al
Justo y escuches la voz de sus labios, pues le has de ser testigo ante todos
los hombres de lo que has visto y oído. Y ahora, ¿qué esperas? Levántate,
recibe el bautismo y lava tus pecados invocando su nombre.”
»Habiendo vuelto a Jerusalén y estando en oración en el Templo, caí en
éxtasis y le vi a él que me decía: “Date prisa y marcha inmediatamente de
Jerusalén, pues no recibirán tu testimonio acerca de mí” Yo respondí: “Señor,
ellos saben que yo andaba por las sinagogas encarcelando y azotando a los que
creían en ti; y cuando se derramó la sangre de tu testigo Esteban, yo también
me hallaba presente, y estaba de acuerdo con los que le mataban y guardaba sus
vestidos.” Y me dijo: “Marcha, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles.”»
(Hechos, 22; (3-21))
San Pablo. |
«Todos los judíos conocen mi vida desde mi juventud, desde cuando estuve
en el seno de mi nación, en Jerusalén. Ellos me conocen de mucho tiempo atrás y
si quieren pueden testificar que yo he vivido como fariseo conforme a la secta
más estricta de nuestra religión. Y si ahora estoy aquí procesado es por la
esperanza que tengo en la Promesa hecha por Dios a nuestros padres, cuyo
cumplimiento están esperando nuestras doce tribus en el culto que asiduamente,
noche y día, rinden a Dios. Por esta esperanza, oh rey, soy acusado por los
judíos. ¿Por qué tenéis vosotros por increíble que Dios resucite a los muertos?
»Yo, pues, me había creído obligado a combatir con todos los medios el
nombre de Jesús, el Nazoreo. Así lo hice en Jerusalén y, con poderes recibidos
de los sumos sacerdotes, yo mismo encerré a muchos santos en las cárceles; y
cuando se les condenaba a muerte, yo contribuía con mi voto. Frecuentemente
recorría todas las sinagogas y a fuerza de castigos les obligaba a blasfemar y,
rebosando furor contra ellos, los perseguía hasta en las ciudades extranjeras.
»En este empeño iba hacia Damasco con plenos poderes y comisión de los
sumos sacerdotes y al medio día, yendo de camino, vi, oh rey, una luz venida
del cielo, más resplandeciente que el sol, que me envolvió a mí y a mis
compañeros en su resplandor. Caímos todos a tierra y yo oí una voz que me decía
en lengua hebrea: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Te es duro dar coces
contra el aguijón.”
»Yo respondí: “¿Quién eres, Señor?” Y me dijo el Señor: “Yo soy Jesús a
quien tú persigues. Pero levántate, y ponte en pie; pues me he aparecido a ti
para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto
como de las que te manifestaré. Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a
los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se conviertan de
las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y para que reciban el
perdón de los pecados y una parte en la herencia de los santificados, mediante
la fe en mí.”
Así pues, rey Agripa, no fui desobediente a la visión celestial…»
Conque facilidad expía
el “santo” sus crímenes. ¿Ananías y
Pablo hablando con Jesucristo? En la época de la Inquisición los hubieran
tomado, antes que de herejes, por un par de trastornados. Esa famosa luz y esa
visión en su camino a Damasco no de haber sido otra cosa que un rayo. Los
paleontoloclimatógos han sostenido que en esa época, eran comunes las tormentas
con truenos, relámpagos y rayos. Por otro lado, declaraciones de muchas
personas impactadas por rayos sufrieron los mismos síntomas que el elegido de
Jesucristo presentó a la hora de su “visión”. Que cada uno juzgue de acuerdo a
su criterio. Sea cual sea el juicio sobre este hecho, nada lo libera de sus
crímenes cometidos contra inocentes. Terminemos con Pablo explicando su
posición frente a la castidad y la ascesis.
Pablo era soltero.
Permaneció solo durante toda su vida misionera. El mismo dijo a los corintios: “¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol?
¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el
Señor? (…) ¿Por ventura no tenemos derecho a comer y beber? ¿No tenemos derecho
a llevar con nosotros una mujer cristiana como los demás apóstoles y los
hermanos del Señor y Cefas? ¿Acaso únicamente Bernabé y yo estamos privados del
derecho de no trabajar? (1 Co.
9, 1-6.)
“Bien le está al hombre abstenerse de mujer” (1 Co. 7, 1.), escribió San
Pablo a los corintios, y a los romanos: “Bien
está no comer carne ni beber vino”. (Rm.
14, 21.) Añade además en su Epístola a los Corintios: “Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo, mas cada cual
tiene de Dios su gracia particular, unos de una manera y otros de otra”. (1
Co. 7, 7.)
“Acerca de la virginidad, no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante,
un consejo, como quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. Por
tanto, pienso que es cosa buena, a causa de la necesidad presente, quedarse el
hombre así. ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿No estás unido
a una mujer? No la busques. Más, si te casas, no pecas. Y si la joven se casa,
no peca. Pero todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera
evitaros.
“Os digo, pues, hermanos: el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen
mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los
que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no
poseyesen. Lo que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la
apariencia de este mundo pasa. Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no
casado se preocupa de las cosas del
Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del
mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido (…)” (1 Co. 7, 25-34.)
La ascesis tiene un significado
profético. Profetiza, en la propia existencia del santo, la condición humana
futura, en la “duración o el mundo que viene”. “Los hombres serán como los ángeles de Dios, y no se casarán…” La
ascesis cristiana anticipa la vida futura y, en cierta medida, la empieza a
realizar desde aquí abajo.
El apego a las
condiciones de vida humana actual no es malo en sí, sino anacrónico, puesto que
“la figura de este mundo pasa”. El realista íntegro es el asceta. La fijación
en el tiempo presente es una inversión. Aquí es donde interviene la dialéctica
paulina del hombre antiguo y del hombre nuevo, del hombre renovado por la vida
del Espíritu Santo. El hombre espiritual ya está inmerso en la economía de una
existencia nueva y eterna, la economía de los hombres que han nacido otra vez
en Cristo. La ascesis adquiere sentido por la perspectiva de la historia de la
creación que tenía Pablo. La duración y el mundo presentes ya son caducos. La
ascesis cristiana denuncia la caducidad de la duración actual, testimonia la
presencia –en el seno de esta duración – de la duración o del mundo que vendrá.
La ascesis cristiana está orientada hacia la Venida del Señor. El hombre viejo,
“el hombre carnal”, no comprende esta
perspectiva, esta innovación en la Obra de Dios. El hombre espiritual es en
esencia el hombre profético que percibe la venida del mundo nuevo en la
duración actual: “Porque las cosas
visibles son temporales, mientras que las invisibles son eternas.”
Ahora bien, no hay que
olvidar que la excelencia de la ascesis, precisamente por la libertad que
proporciona, no implica en ningún modo que el pensamiento de Pablo contenga una
actitud manierista frente al matrimonio. Sus epístolas pastorales se alzan, de
forma profética, contra el catarismo y el maniqueísmo bajo cualquiera de sus
formas:
“El Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos
apostataran de la fe entregándose a espíritus engañadores y a doctrinas
diabólicas, por la hipocresía de embaucadores que tienen marcada a fuego su
propia conciencia; éstos prohíben el matrimonio y el uso de alimentos que Dios
creó para que fueran comidos con acción de gracias por los creyentes y por los
que han conocido la verdad. Porque todo lo que Dios ha creado es bueno y no se
ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias; pues queda
santificado por la Palabra de Dios y por la oración.” (1 Tm. 4,1.)
Para los limpios, todo es limpio, más para los contaminados e incrédulos
nada hay limpio, pues su mente y su conciencia están contaminadas.” (Tt. 1,15.)
Nada más extraño a toda
la tradición bíblica que la actitud maniqueísta frente al mundo sensible, a la
existencia corporal, a la fecundidad. La totalidad del mundo es un misterio, y
Pablo poseyó el entendimiento del misterio del matrimonio, como puede verse en
el pasaje de la epístola a los efesios que ya hemos citado “Este misterio es grande…” (Ef.
5,32)
Pero, precisamente
porque el mundo es misterio, es bueno que algunos se abstengan de usar el
mundo, para que el mundo pueda ser conocido en tanto que misterio profético. Es
bueno usar el mundo como si no se lo usara, porque la figura de este mundo
imperfecto pasa, y dejará su lugar al mundo que vendrá, profetizado por este
mundo presente. Por ello, tanto las personas solteras como las casadas
contribuyen a manifestar el misterio del matrimonio. El matrimonio no podría
vivirse como misterio si la castidad no anunciara su sentido escatológico, y el
misterio ya no sería consagrado en sus especies sensibles si el hombre no
conociera a la mujer.
Por lo demás, nadie es
más humano que Pablo, el asceta, que se preocupó de escribir a Timoteo: “No bebas ya agua sola. Toma un poco de vino
a causa de tu estómago y de tus frecuentes indisposiciones.” (1 Tm. 5, 23)
Pablo es un luchador.
Las imágenes del combate reaparecen incesantemente en sus cartas. Denotan un
fondo incontestable de agresividad fecundada y trasformada por la santidad.
Pablo es un atleta de Cristo. “¿No sabéis
que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio?
¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por
una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues,
yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en
el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que habiendo
proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado.” (1 Co. 9, 24.)
La ascesis paulista es
una ascesis atlética. No tiene nada de ascesis morbosa ni de maniqueísmo
estéril. Está esencialmente orientada hacia el fruto que producirá. Se poda el
árbol que dé más fruto.
San Pablo es lo
contrario de la “búsqueda del tiempo perdido”. “No que tenga ya el premio conseguido o que sea ya perfecto, sino que
continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado
por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una
cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo hacia lo que está por delante,
corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo
alto en Cristo Jesús.” (Flp.
3,12)
En su libro “Los orígenes del Cristianismo”, Renan,
en un tono poéticamente imaginativo y novelesco, nos habla de Pablo de Tarso:
“Una de las mayores alegrías que Pablo experimentó en esta época fue la
llegada de un mensaje de su querida Iglesia de Filipos, la primera que se fundó
en Europa, y en la que dejó tantos fieles cariños. La rica Lydia, la que él
llamaba “su
esposa verdadera”, no le olvidada. Epafrodita, enviado por la
Iglesia, llevaba algún dinero útil para el apóstol, dados los gastos que le
ocasionaba su nuevo estado. Pablo, que había siempre hecho una excepción en
favor de la iglesia de Filipos, recibiendo de ella lo que no quería deber a
ninguna otra, mostró la mayor alegría. Las noticias de la Iglesia eran
excelentes. Apenas si unas disputas entre las dos fiaconisas Evodía y
Sintiquea, habían turbado la paz. Algunas triquiñuelas suscitadas por los
malévolos, y de las que resultaron algunas prisiones, sólo sirvieron para
demostrar la paciencia de los fieles. La herejía de los judío-cristianos y la
pretendida necesidad de la circulación, vagaban en torno de ellos sin
desanimarles. Algunos malos ejemplos de cristianos mundanos y sensuales de los
que el apóstol habla con lágrimas, no procedían, según parece, de su Iglesia.
Epafrodita estuvo algún tiempo con Pablo y pasó a su lado una enfermedad,
debida a su abnegación, que por poco no le condujo a la muerte. Un vivo deseo
de volver a ver Filipos apoderóse de este hombre excelente: deseo calmar por sí
mismo las inquietudes que concebían sus amigas. Pablo, por su parte, queriendo
hacer cesar lo antes posible los temores de las piadosas damas, despidióle
prontamente, dándole para Filipos una carta llena de ternura, escrita de puño y
letra de Timoteo. Nunca había encontrado tan dulces expresiones para explicar
el amor que profesaba a aquellas Iglesias tan buenas y tan puras, que encerraba
en su corazón. Las felicito, no sólo por creer en Cristo, sino también por
haber sufrido por él. Los comparaba con un pequeño grupo escogido de hijos de
Dios en medio de una raza corrompida y perversa, como antorcha en medio de un
mundo obscuro. Les fortificó contra el ejemplo de los cristianos menos
perfectos, es decir, de los que no se hallaban exentos de todo prejuicio judío.
Los apóstoles de la circuncisión son tratados con la mayor dureza. “Cuidado con los perros, con los malos
obreros, con todos esos mutilados. Nosotros somos los verdaderos circuncisos,
nosotros los que adoramos con arreglo al espíritu de Dios, que ponemos nuestra
gloria y nuestra confianza en Jesucristo, no en la carne. Si yo quisiera
elevarme por esas distinciones casuales, mejor que nadie podía hacerlo; yo,
circuncidado al octavo día de mi nacimiento de la pura raza de Israel, de la
tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos, antiguo fariseo, antiguo
perseguidor, antiguo observador celoso de las justicias legales. Y por el
contrario, imitando al Cristo, tengo tales ventajas por inferioridades, por
inmundicias, desde que sé lo que encierra de trascendental el conocimiento del
Cristo Jesús. Por ser agradable al Cristo, he perdido todo lo demás, he
cambiado mi propia justicia, procedente de la observación de la ley, por la verdadera justicia según
Dios, que procede de la fe en Cristo, a fin de participar de su resurrección y
de resucitar, a mi vez, entre los muertos, como he participado de sus
sufrimientos y como llevo encima la imagen de su muerte. Estoy lejos de haber
llegado a este fin, pero le persigo. Olvidando lo que atrás queda, siempre
caminando hacia lo que hay delante, aspiro como el corredor al premio de la
victoria colocado al final de la carrera. Tal es el sentimiento de los
perfectos.” Y agrega: “Nuestra patria está en el cielo, del que esperamos, para
salvar al Señor Jesucristo, que transforme nuestro cuerpo glorioso, por la
extensión de su poder y gracias al decreto divino que todo se lo somete. He
ahí, hermanos, a los que amo y siento no daros mi alegría y mi corona, he ahí
la doctrina a que habéis de atenernos, amados míos.”
Exhórtales, sobre todo, a la concordia y la obediencia. La forma de la
vida que les ha dado, la manera como le han visto practicar el cristianismo es
la buena; pero, después de todo, cada fiel tiene su revelación personal, que
viene también de Dios. Ruega a su “verdadera esposa” (Lydia), que reconcilie
a Evodia y Sintiquea, que las secunde, que las ayude en su oficio de siervas de
los pobres. Quiere que haya regocijo: “el Señor está próximo”. Las líneas en que da
las gracias por el envío del dinero que le hacen las damas ricas de Filipos, es
un modelo de afabilidad y de viva piedad. “He experimentado una gran alegría en
el Señor a propósito de este reflorecimiento tardío de vuestra amistad, que os
ha hecho por fin pensar en mí: ya sé que pensabais, pero no tenías ocasión de
demostrarlo. No digo esto para insistir acerca de mi pobreza; he aprendido a
contentarme con lo tengo. Sé pasar en la penuria y sé gozar lo superfluo. Me
hallo habituado a todo, a estar harto y a tener hambre, a nadar en la
abundancia y a carecer de lo necesario. Puedo hacer todo lo que me sirva para
fortificarme. Pero, por vuestra parte, habéis hecho bien en contribuir a
aliviar mi situación. No hablo así porque me alegra el donativo, sino por el
provecho que de él resultará para vosotros. Tengo lo que necesito, estoy hasta
sobrado de ello, desde que recibí por Epafrodita vuestra ofrenda, sacrificio de
buen perfume, hostia bien acogida, agradable a Dios.”
Recomienda la humildad, que nos hace mirar a los demás como superiores a
nosotros, la caridad, que nos hace pensar en los demás antes que en nosotros; a
ejemplo de Jesús. Jesús tenía en sí todo el poder de la divinidad mientras duró
su vida terrestre; pudo mostrarse en su esplendor divino; pero de hacer tal
cosa la marcha de la redención hubiera sido trastornada. Por esto se había
despojado de su brillo natural para tomar la apariencia de su esclavo. El mundo
le vio semejante a un hombre. No mirando más que el exterior, por un hombre
habría sido tomado. “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la
muerte, y a la muerte en la cruz.
He ahí por qué Dios le exaltó y le dio un nombre superior a todos,
queriendo que al oír decir Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la
tierra y en el infierno, y que toda lengua proclame al Señor Jesucristo, la
gloria de Dios Padre.”
Como se ve, Jesús va creciendo de hora en hora en la conciencia de
Pablo. Si éste no admite aún su completa igualdad con Dios Padre, cree en su
divinidad y presenta su vida terrestre como la ejecución de un plan divino,
realizado por una encarnación. La cárcel hacía en él, el efecto que ordinariamente
produce en las lamas fuertes. Le exaltaba y provocaba en sus ideas vivas y
profundas revoluciones. Poco después de expedir la carta a Filipos, envió a
esta Iglesia a Timoteo, para informarse de su estado y dar nuevas
instrucciones. Timoteo debió regresar muy pronto. Lucas parece haber hecho
también por entonces un viaje de corta duración.”
(“Los
orígenes del cristianismo”, Ernest Renan; El Anticristo – Editorial Argonauta –
Buenos Aires, 1946, volumen II; págs.: 15-18)
Giovanni Papini, escritor italiano. |
“Los ladrones que habían sido crucificados en compañía de Jesús habían
empezado a hacerse malos con él en el camino, cuando fue aliviado del peso de
la cruz. Nadie se preocupaba de ellos; que tuvieran que morir también ellos, de
la misma manera no impresionaba a nadie; a él lo maltrataban, en verdad, pero
al menos advertían que estaba y todos se preocupaban de él, corrían por él,
como si estuviera solo. Por él seguía detrás toda aquella gente – gente
importante, gente instruida y adinerada – por él lloraban las mujeres y hasta el
Centurión se conmovía. Era él el Rey de la fiesta, este embaucador de provincia
y llamaba la atención de todos como si hubiera sido un Rey de veras. Quién sabe
si, por haberse hecho éste el melindroso ni aun les darán a ellos el vino
mirrado.
Pero uno de ellos, cuando oyó las grandes palabras del compañero
envidiado – perdónales, porque no saben lo que hacen – repentinamente calló.
Esa plegaria era tan nueva para él, lo llamaba a sentimientos tan extraños a su
espíritu y a su vida toda que, de golpe, lo trasladó de nuevo a la edad
olvidada, a la primera, cuando él también era inocente y sabía que existía un
Dios a quien se podía pedir la paz como los pobres piden el pan a la puerta de
los señores. Pero en ningún rincón, por más esfuerzo de memoria que hiciese,
había una petición como esa, tan fuera de lo ordinario, tan absurda en boca de
uno que está por ser asesinado. Y sin embargo, esas palabras inverosímiles
encontraban en el corazón reseco del ladrón una conexión con algo en que
hubiera querido creer, particularmente en ese momento en que estaba por
comparecer ante un juez más terrible que el de los tribunales. Aquella plegaria
de Jesús encontraba su incrustación imprevista entre pensamientos que no
hubiera sabido expresar con razonamientos hablados, pero que le parecían por
momentos, iluminaciones en lo oscuro de su destino. ¿Había sabido
verdaderamente lo que hacía? ¿Y los otros habían pensado en él, habían hecho
por él lo que hubiera sido menester para apartarlo del mal? ¿Había habido
alguien que lo hubiera amado de veras? ¿Quién le hubiera dado de comer cuando
tenía hambre y una capa cuando tenía frío y una palabra amiga cuando surgían en
el alma exacerbada y solitaria las tentaciones? ¿Si hubiera tenido un poco de
pan y un poco de amor de más, habría, acaso, cometido lo que lo había llevado
hasta el Calvario? ¿No se hallaba también él entre aquéllos que no saben lo que
hacen, cegados por la necesidad, dejados solos entre las tentaciones externas?
¿Acaso no eran ladrones como él los Levitas que traficaban con las ofrendas,
los Fariseos que estafaban a las viudas, los Ricos que, a fuerza de usura,
ordeñaban hasta la sangre a los necesitados? Eran ellos los que lo habían
condenado a muerte; pero, en resumidas cuentas, ¿qué derecho tenían de matarlo,
si no habían hecho nunca nada para salvarlo y si se habían manchado de su
propio delito?
Esto pensaba en su corazón convulsionado, mientras esperaba que la
enclavaran también a él. La proximidad de la muerte – ¡y de que muerte! – aquella
plegaria inaudita de los ladrones, el odio que deformaba las caras de aquellos
mismos que lo habían condenado también a él, agitaban su pobre alma herida y la
inclinaban a sentimientos que no había experimentado más después de la
puericia, a sentimiento de los cuales ni sabía el nombre, pero que podían
asemejarse al arrepentimiento y a la ternura.
Cuando los tres estuvieron en la cruz, el otro ladrón, aunque torturado
por la enclavadura, empezó de nuevo a insultar a Jesús. También él tentaba
vomitar por la boca rodeada de pelos babosos, los desafíos de los Judíos:
-¿No eres tú el
Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros! (L. 23, 39)
¿Si hubiera sido en realidad Hijo de Dios, no hubiera pensado en
librarse y en librar también a sus compañeros de desgracia? ¿Por qué no se
compadecía? Entonces tenían razón los que estaban allá abajo; era un embustero,
un hijo de nadie, un abandonado, un maldito. Y el escarnio del rabioso ladrón
era reforzado por el despecho de una esperanza fallida. Una esperanza que
apenas había asomado, como un sueño imposible de salvación milagrosa. Pero un
desesperado espera hasta en lo imposible y aquella desilusión parecíale casi
una traición.
Mas el Buen Ladrón, que hacía ya rato lo escuchaba y escuchaba lo que
vociferaban los otros rabiosos allá abajo, se dirigió al compañero:
¿Tampoco tú temes a
Dios, estando como estás aquí sufriendo el mismo suplicio? En cuanto a nosotros
con toda justicia, porque recibimos la pena digna de nuestras acciones, pero
éste no ha hecho mal alguno. (23, 40, 41).
El ladrón ha llegado, a través de la duda de su culpa, a la certidumbre
de la inocencia del misterio perdonador que está a su lado. “Nosotros hemos cometido acciones – no
quiere llamarlos delitos – que los hombres castigan, pero éste no ha hecho mal
alguno y sin embargo es castigado como nosotros; ¿por qué, pues, lo insultas?
¿No temes de que Dios te castigue por haber deprimido a un inocente?
Y volvió a recordar lo que había oído contar a Jesús: pocas cosas por
cierto, y para él no muy claras. Pero sabía que había hablado de un Reino de
paz y que él mismo volvería a presidirlo. Entonces, en un arranque de fe, como
si invocara la comunidad de aquella sangre que chorreaba en el mismo momento de
sus manos de criminal y de aquellas manos de inocente, prorrumpió en estas
palabras:
-¡Señor, acuérdate
de mí cuando llegues a tu reino! (L. 23, 42).
Hemos sufrido juntos; ¿no reconocerás a quien estuvo a tu lado en la
cruz: al único que te haya defendido cuando todos te insultaban?
Y Jesús, que había contestado a nadie, volvió cuanto pudo la cabeza
hacia el ladrón compasivo y le respondió:
-En
verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. (L.
23, 43).
No puede prometer nada terreno. ¿De qué le valdría ser desenclavado de
la cruz y arrastrarse algún año más, llagado y menesteroso, por los senderos
del mundo? Y de hecho, no ha podido, como el otro, ser salvado de la muerte. Se
contenta con que lo recuerde después de la muerte, si vuelve a la gloria,
Jesús, en vez de la vida carnal y perecedera, le promete la eterna, el Paraíso
y sin demoras: “hoy mismo”.
Ha pecado; a los ojos de los hombres, ha pecado gravemente. Ha quitado a
los ricos un poco de su riqueza; tal vez robado también a los pobres. Pero
Jesús ha tenido siempre por los pecadores enfermos de una enfermedad que nunca
ha ostentado pero que tampoco ha querido ocultar. ¿No ha venido, por ventura, a
devolver al calor del establo la oveja perdida entre los zarzales de la
campaña? ¿No están ya bastante castigados, los malos, por su propia maldad? ¿Y
los que se creen justos y los condenan, no son, acaso y con frecuencia, más
corrompidos que ellos? No perdona a todos. Sería otra injusticia, más santa que
la otra pero injusta. Pero una sola palabra de arrepentimiento, una sola
palabra de dolor le bastan. La oración del ladrón era suficiente para
absolverlo.
El Buen Ladrón es el último a quien Jesús haya convertido en el tiempo
en que aún tenía su cuerpo de carne.
De él no sabemos nada más; solamente su nombre conservado por un
apócrifo. La Iglesia, basándose en aquella promesa de Cristo, lo ha recibido
entre sus santos, con el nombre de Dimas.”
(“Historia de
Cristo”, Giovanni Papini; Editorial “El Ombu”- Buenos Aires,
1933, págs. 312-315)
La Inquisición en Lima. |
“Otros
ámbitos en los que el tribunal ejercía jurisdicción eran la magia, hechicería y
los pecados de sodomía. Caro Baroja nos da la lista de los delitos a ser
considerados como materia del Santo Oficio en el siglo XVI:
1.0.
Herejía.
1.1.
Proposiciones heréticas.
1.2.
Proposiciones erróneas.
1.3.
Proposiciones temerarias.
1.4.
Proposiciones escandalosas.
2.0. Resabios de herejía.
2.1.
Apostasía de la fe.
2.2. Apostasía de las
religiones (órdenes religiosas) en determinadas circunstancias.
2.3. Blasfemias heréticas en
varias formas.
2.4. Cismas.
2.5. Adivinanzas (ver el
futuro o pasado) y hechicerías.
2.6. Invocación de demonios,
hechicerías y ensalmos.
2.7. Astrología judiciaria y
quiromancia.
2.8. Delito de los no
sacerdotes que celebran misa o confiesan.
2.9. Confesores solicitantes
(los que abusan del sacramento de la confesión para tener tratos sexuales con
os fieles).
3.0. Clérigos que contraen
matrimonio.
3.1.
Bígamos.
3.2. Menospreciadores de
campanas y quebrantadores de cédulas de excomunión.
3.3. Los que quedan en
excomunión por un año.
3.4. Quebrantadores de ayunos
y los que no cumplen con la Pascua.
3.5. Los que toman en la
comunión muchas hostias o partículas.
3.6. Los que disputan casos
prohibidos (por ejemplo, una sentencia de la Inquisición).
3.7. Benefactores, defensores
y recibidores (que acogen) de herejes.
3.8. Magistrados que decretan
algo que impide la jurisdicción inquisitorial.
La lista de
intereses de la Inquisición no fue fija. Varió con las premuras de la corona
española. Sin pretender que los cambios fuesen radicales, se puede decir que
luego de su preocupación por los conversos en el siglo XVI pasó a interesarse
por los luteranos y “alumbrados” en el XVII, para terminar censurando los
libros y condenando las ideas liberales desatadas por los filósofos franceses
en el siglo XVIII.
La
Inquisición llegó al Perú en 1569, siendo los primeros inquisidores Serván de
Cerezuela y Andrés de Bustamante, aunque este último no logró ejercer su cargo
porque murió en Panamá. Cerezuela ingresó a Lima el 28 de noviembre del mismo
año y se alojó en el convento de los agustinos hasta que se le proporcionó
local para sus tareas. El Santo Oficio permaneció activo en Perú hasta el 23 de
setiembre de 1813, cuando el virrey Abascal promulgó el decreto expedido por
las cortes de Cadiz que abolía la Inquisición. No obstante, cuando se reinstaló
en España el rey Fernando VII, el Deseado, la volvió a poner en funciones en
Lima, por cédula de 1814, pero su existencia fue desde entonces fantasmal hasta
su desaparición en 1820.
La
Inquisición no tuvo jurisdicción sobre la población aborigen, lo que guardaba
coherencia con respecto al tipo de población sobre la que ejercía sus poderes:
quienes conociendo la verdadera fe faltaban a ella. Esta disposición tenía un ángulo
pragmático: al ser súbditos del rey y sujetos de evangelización, la corona los
apartaba de los poderes del Santo Oficio y su control se reservaba a los
funcionarios reales. Los errores de comprensión o ejercicio de la fe eran
materia a ser corregida por las parroquias, doctrinas y visitadores
eclesiásticos. En cambio, las poblaciones europeas o de origen europeo,
mestizos, negros y demás castas, vivieron bajo el ojo avizor del Santo Oficio.
Su dominio se extendía sobre las zonas urbanas y sus poderes en América sólo
tuvieron el límite de las jerarquías mayores de la iglesia y el poder civil. Aunque
no fueron pocas las disputas por razones de rango a lo largo de la Colonia.
Siguiendo el
patrón establecido en España, la Inquisición limeña inició sus procesos a
partir de la delación. Esto no era necesariamente producto de un intriga, en
principio todos tenían la obligación de delatar a cualquier sospechoso de
herejía, quien no lo hacía estaba en falta y podía ser condenado por ello. La
Inquisición acogía todas las delaciones por descabelladas que fueran y en
adelante el acusado quedaba marcado de tal manera que incluso quienes salían
absueltos no eran declarados inocentes. Su expediente no se cerraba hasta que
se revocasen los testimonios en contra y los jueces sentenciaran
específicamente que era inocente. Una vez delatada, la persona tenía que aportar
las pruebas de su propia falta, si no las tenía ya era indicio de su voluntad
de no cooperar, o de ser negativo, como era la expresión de la época.
No existían
límites para calificar a quienes estaban en capacidad de delatar, se admitía
como válidos los testimonios de delincuentes comunes, excomulgados, infieles,
judíos, etc. Si el acusador cambiaba el tenor de su declaración los jueces se
atenían a la versión que mencionaba a un posible hereje y procedía su
detención. No se hacía caso de las retractaciones; el delatado, además, no
podía saber quién era su acusador.
Al
prisionero se le incautaban sus bienes, que incrementaban los fondos de la
Inquisición. Durante el proceso que se avecinaba tenía un abogado de oficio,
pero éste no actuaba como los defensores modernos, generalmente se limitaba a
aconsejar al reo que confesase sus faltas, reales o ficticias, para disminuir
su pena. Y aquí debemos mencionar uno de los rasgos principales del
procedimiento: la tortura. La Inquisición la usaba como un instrumento legal
para obtener declaraciones que se admitían como testimonios válidos. Los daños
e incluso la muerte del torturado se consideraban como decisión del propio
acusado, que pudo evitar el castigo confesando su culpa.
Uno de los
documentos más desgarradores de esa situación ha sido recogido en las mazmorras
de la Inquisición. Se trata de doña Mencía de Luna (26 años), presa en 1635,
acusada de practicar en secreto la ley de Moisés. Ante el cuestionamiento:
“Dijo que no debe nada (contra la fe) y que
no sabe qué responder… fue (entonces) mandada llevar a la cámara de tormento,
donde fueron los dichos señores inquisidores y ordinarios, excepto el señor
inquisidor Gaytán que se quedó y no fue, sería a las nueve dadas de la mañana y
estando en la dicha cámara, amonestada que diga la verdad y no se quiera ver en
tanto trabajo.
Dijo que no debía nada.
Amonestada, y fue mandada desnudar, dijo que
no debía nada.
Fue vuelta a amonestar que diga la verdad,
(si lo hace) no se mandará poner en la cincha. Dijo que no debía nada contra la
fe. Fue desnuda y puesta en la cincha, atados los dedos de los pies, y por lo
pies y espinillos un cordel, y los brazos, y por los molledos para la
mancuerda.
Estando desnudándola decía que no debía nada
y que si en el tormento por no poderlo llevar dijere algo, que no valga nada ni
sea válido porque lo dirá de miedo de dicho tormento.
Estando ya atada en la forma dicha y puesta
en la cincha, fue amonestada que dijese la verdad, donde no, se le mandaría dar
y apretar.
La primera mancuerda.
Dijo que no debía nada contra la fe. Y fue
mandada dar y apretar la primera vuelta y estándosela apretando decía, judía
soy, judía soy, yo lo diré, y no cesó de decirlo. Preguntada cómo es judía,
quién la enseñó y de qué tiempo a esta parte. Dijo que Jorge de Silba la enseñó
a ser judía, y le mandó que ayunase el martes y que no comiese, y que su madre
y su hermana son judías. Dijo que su madre se llama doña Isabel, y su hermana
se llama doña Mayor.
Preguntada cómo son judías, su madre y su
hermana.
Dijo que lo que quisieran poner ahí pongan, y
decía Jesús que me muero, miren que me sale mucha sangre, porque tengo sangre
de judía: amonestada que diga la verdad, donde no se mandará cerrar la vuelta,
y dar la segunda. Dijo que ha de decir que no debe nada. Fuéle mandado dar y
apretar la segunda vuelta y estándosela apretando se quejaba diciendo: ay, ay y
se estaba callando, y en este estado, que serían cerca de las diez de la
mañana, se quedó desmayada”.
(“Historia
del Tribunal de la Inquisición de Lima” José Toribio Medina)
Se
equivocaban los inquisidores, Mencía había fallecido, como comprobaron tras
varios intentos de continuar la tortura. Su hermana y Jorge de Silva fueron
azotados, perdieron sus bienes y se les exilió perpetuamente de las Indias.
La señora
Luna murió en una de las cuatro maneras más comunes de forzar la confesión de
los reos: su cuerpo fue paulatinamente apretado por cuerdas que se ceñían sobre
las zonas más sensibles. Otras formas de tortura fueron la de la polea o
garrucha, que consistía en colgar a las víctimas de las manos a cierta altura
del piso, con un peso de hierro o piedra pendiente del cuello a los pies. La
polea levantaba el cuerpo y luego lo dejaba caer de golpe, pero de modo que ni
los pies ni las pesas tocasen el suelo, de tal forma que fuese en el cuerpo
donde se sintiese la conmoción. El tormento del potro consistía en colocar al
reo desnudo sobre un caballete de madera y atarlo de manera que no pudiera
moverse; luego se le introducía varios litros de agua por la boca sin cesar,
para producirle sensación de ahogo. Finalmente, para el tormento de fuego se
sentaba al cautivo y se introducían sus pies en un cepo que los inmovilizaba a
cierta altura del suelo. A continuación se untaba éstos con sebo o manteca de
cerdo y se arrimaba un brasero encendido. Si la víctima cedía, se interponía una
madera entre las llamas y sus pies hasta que la confesión fuese completa, o se
retiraba si los inquisidores la consideraban insatisfactoria.
Como hemos
visto en este caso, uno de los inquisidores no quiso presenciar la tortura.
Generalmente la oficina de Lima tenía dos inquisidores, un fiscal, un alguacil
mayor, un secretario de secreto, un secretario de secuestros, un receptor
general, un abogado del fisco, un procurador, un contador, siete consultores
del clero, tres consultores seculares, treintisiete calificadores, dos abogados
de presos y un médico. Había otros veinte o veinticinco empleados que se
encargaban de los prisioneros, dirigidos por un alcaide.
En unas
estadísticas elaboradas por Palma, en base a la documentación entonces
contenida en la Biblioteca Nacional (y que fuera perdida en la guerra del
Pacífico), se puede ver que la Inquisición limeña condenó a la última pena (ser
quemados vivos) a cuarenticuatro personas, catorce de las cuales habían
fallecido en prisión o habían conseguido escapar a ellos se les incineraba en “estatua” o se quemaban sus huesos. Sin
llegar a ese extremo, la Inquisición podía arruinar la vida de los acusados con
suma facilidad, véase el caso de Jorge de Silba y de la hermana de Mencía por
ejemplo.
El juicio
más notorio de la historia del Santo Oficio en Perú fue el que llevó a sus
cárceles a los comerciantes portugueses residentes en Lima (1639) del que forma
parte el testimonio de doña Mencía de Luna. El análisis de esta persecución
tiene que integrar la percepción de los judíos en la metrópoli, donde una
alianza entre la nobleza terrateniente y la población empobrecida de las
ciudades había contribuido a su persecución.
Fue así como
uno de los sectores más dinámicos de la economía española abandonó el país o
asumió la difícil condición de converso. Uno de los lugares de refugio fue
Portugal, cuya expansión hacia África y leyes antisemitas menos duras, hicieron
posible que los perseguidos y sus descendientes se concentrasen cerca de su
tierra natal.
Esta
vecindad siempre incomodó a las autoridades españolas, aunque la corona no
vaciló en pedir ayuda a la banca portuguesa cuando perdió el favor de los
empresarios genoveses. Hay que recordar, además, que por un largo período el
reino de Portugal fue incorporado a España (1580-1640) y durante ese tiempo fue
lícito que ciudadanos portugueses, con limitaciones mínimas, pudiesen vivir y
ejercer sus profesiones en los territorios americanos.
La prisión
de los comerciantes de Lima se puede explicar también por el resentimiento que
generó su éxito. Medina nos transcribe fragmentos de una carta (5 de mayo de
1636) que comenta esta situación:
“de seis a ocho años a esta parte, decían, es
muy grande la cantidad de portugueses, que han entrado en este reino del Perú
(donde antes había muchos), por Buenos Aires, el Brasil, Nueva España, Nuevo
Reino y Portobelo. Estaba esta ciudad cuajada de ellos, muchos casados y los
más solteros, habíanse hecho señores del comercio, la calle que llaman de
Mercaderes era casi suya, el callejón todo, y los cajones (puestos de venta.
LM.) los más, hervían por las calles vendiendo con petacas a la manera que los
lenceros de esa Corte: todos los más corrillos de la plaza eran suyos; y de tal
suerte se habían señoreado del trato de la mercancía que desde el brocado al
sayal y desde el diamante al comino todo corría por sus manos. El castellano
que no tenía por compañero de tienda a portugués, le parecía que no había de
tener suceso bueno.”
(Ibíd. José
Toribio Medina)
Uno de los
notables de esta floreciente comunidad era Manuel Bautista Peres, natural de
Ansar (Coimbra, Portugal) de 46 años. Había venido de Sevilla y desde entonces,
usando a Lima como centro, mantenía relaciones comerciales con Lisboa y Sevilla
en Europa, Luanda en África, y Veracruz, Guatemala, Panamá, Cartagena, Potosí y
Santiago de Chile en América. En el Perú sus negocios cubrían Cañete, Huamanga,
Moquegua, Ica, Pisco, Arequipa y Arica. Comerciaba con esclavos negros, perlas,
joyas, añil, ropas de Castilla y China. Cuando lo capturaron tenía una inmensa
fortuna y su casa, además de ser lujosa, albergaba una pinacoteca vasta y una
biblioteca de 135 títulos y 155 volúmenes que prueban una cultura refinada.
Curiosamente,
no figuraba en ella ningún texto hebreo o que pudiese ser considerado como
sospechoso de herejía.
El proceso
de Peres fue llevado a cabo con lentitud, tanto que en los que duró su trámite
se acabaron los juicios de los otros acusados. Sometido a la misma tortura que
Mencía, no cedió en su negativa y trató de suicidarse dándose puñaladas con un
arma que hizo introducir desde fuera de la prisión. El intento no prosperó, por
lo que siguieron los interrogatorios.
Finalmente
se convocó el auto de fe “para exaltación de nuestra santa fe católica”, el 23
de enero de 1639.
Junto con
Manuel Bautista marcharon al cadalso Sebastian Duarte y García Váez, todos
ellos cuñados entre sí. Duarte y Peres fueron quemados sin aceptar su culpa, y
Váez que había confesado fue “admitido a reconciliación”, tuvo que desfilar con
las vestiduras infamantes de un condenado (sambenito) y una vela verde en las
manos. Haber cedido a las exigencias de los inquisidores no le libró de la
cárcel, ni de la confiscación de sus bienes y el destierro perpetuo de las
Indias. Más aún, a la hora en que se encontraron los tres parientes, Váez fue
visiblemente despreciado por los otros dos.
La condena
de los considerados culpables se cumplía fuera de la plaza de armas, en un
lugar que ahora se ubica en los alrededores de la plaza de toros. Durante los
procesos, la Inquisición se había apropiado de los bienes de los acusados, que
en este caso eran verdaderas fortunas, lo que en sí podría haber sido causa de
la redada.
Como en
España, la existencia de la Inquisición en el Perú no pareció despertar
opiniones en contra durante el ejercicio de su poder, pero las demostraciones
de júbilo y el asalto a sus instalaciones cuando se abolió, prueban un odio
contenido. Esta explosión popular llegaba tarde, la oficina que funcionaba en
los inicios del siglo XIX era una vacilante sombra de la que inspirara terror
en los primeros siglos de la Colonia.”
(“Nuestra
Historia” – Perú Colonial, Luis Millones; Fondo Editorial Cofide. Primera
edición: Abril de 1995; págs.: 183-191)
Tormento de Mencia Luna. |
“Fuera de la Península pirenaica se había formado una importante
diáspora de marranos. Pero mientras que afuera empezaban una nueva vida,
esparcidos por toda la Tierra en numerosas comunidades y animados por vigorosos
impulsos, en España y Portugal la Inquisición exigía todavía nuevas víctimas.
Aún no habían cesado los horripilantes procesos en los que los inculpados eran
quemados vivos.
En 1680, doscientos años después de haberse implantado la Inquisición.
Madrid es nuevamente el escenario de un auto de fe gigantesco, celebrado con
toda pompa y organizado en honor del joven rey Carlos II con motivo de su boda
con la princesa francesa María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV. Diego de
Sarmiento el vigésimo quinto Gran Inquisidor de España, a través de circulares,
que todos los herejes condenados fueran enviados puntualmente a Madrid para la
gran fiesta. Fueron llevadas allí ochenta y seis víctimas, entre ellas
cincuenta marranos judaizantes. Heraldos anunciaron al pueblo el gran
acontecimiento. En una de las grandes plazas de la capital se erigieron las
enormes tribunas de madera para el pueblo, la corte y los invitados del rey.
Las calles y callejuelas están todavía envueltas en la oscuridad cuando
en la madrugada del día 30 de junio la lúgubre procesión se pone en marcha
desde el palacio de la Inquisición. Carboneros con alabardas inician la marcha.
Detrás de ellos va el grupo de las víctimas, descalzos, vestidos tan sólo con
el “sambenito”, la “camisa de penitencia”
hecha de tela basta sobre la que brilla una cruz de color rojo, cubiertas sus
cabezas con gorros de papel pintados con caras de demonios, y cada uno llevando
una vela encendida en la mano. Siguen luego los cuadros de herejes condenados
que han muerto o se han fugado, con sus nombres escritos encima, para quemarlos
“in effigie”, y
ataúdes con esqueletos desenterrados de “pecadores” muertos sin absolución,
para quemarlos en las hogueras, llevados por los verdugos de la Inquisición. La
comitiva termina con una larga fila de sacerdotes y monjes de todas las
órdenes, caballeros y “familiares” de
la Inquisición con banderas y crucifijos.
“¡Viva la fe!”,
grita el pueblo cuando la procesión entra en el lugar del suplicio. Alrededor
de la pareja real se encuentra la corte entera, todos los caballeros y damas,
entre ellos los altos dignatarios y los Grandes y la pequeña nobleza. No falta
nadie. Las víctimas son llevadas a la hoguera. De repente se oye el grito de
una joven: “¡Reina,
tened misericordia! ¿Cómo podría abjurar de la fe que bebí con la leche de mi
madre?” Francisca Negueyra, una marrana de diecisiete
años, condenada a muerte, fija la vista, desesperadamente, en el palco de la
real novia. Pero ésta se calla. La ceremonia sigue su curso. El Gran
Inquisidor, con un crucifijo y los Evangelios, se acerca al rey y le hace jurar
que, como soberano verdaderamente cristiano, destruirá sin piedad a todos los
enemigos de la Iglesia, apoyando siempre a la Santa Inquisición. Carlos II jura
y después de él los dignatarios, los caballeros y los representantes de la
ciudad. “Amén”,
murmura la muchedumbre. Son leídas las sentencias y comienza la
ejecución. Ponen una antorcha en la mano del rey y éste prende fuego a la pira.
Las llamas ardieron hasta la noche y con el humo se esparció sobre la
ciudad el olor de carne humada quemada. El rey, la reina y su séquito
asistieron a las ejecuciones hasta el final, hasta que se hubo carbonizado la
última víctima. Dieciocho marranos murieron en la hoguera. Entre ellos una
viuda de sesenta años con sus dos hijas, su yerno y dos mujeres más, una de tan
sólo treinta años. Los hombres, entre los veintisiete y los treinta y ocho
años, eran gente sencilla, obreros de fábricas de tabaco, orfebres y
comerciantes. La dama de honor francesa D’Aulnay escribió: “Los judíos murieron con tanta
valentía que todos quedaron asombrados: los unos se echaron ellos mismos a las
llamas, los otros se hicieron quemar primero las manos y después los pies y los
soportaron todo con tal firmeza que el rey mismo quedó estupefacto y declaró
que era una pena que estas almas tan valientes no se pudieran ganar para la
verdadera fe.” La marquesa de Villars escribió a su marido en
Francia: “Fue
un cuadro espantoso. No se pueden describir las atrocidades que cometieron en
la ejecución de esos infelices. Sólo un certificado médico confirmando
encontrarse seriamente enfermo podía dispensar de la asistencia al auto de fe;
sin éste se corría el peligro de ser mirado como hereje. Incluso les desagradó
que yo no mostrara ningún entusiasmo por todo lo que sucedía… ”
En Portugal sucedió lo mismo que en España. Mientras en el resto del
mundo comenzaba una nueva época, los reinos católicos de la Península Ibérica
permanecían en la más oscura Edad Media. Las consecuencias se notaron pronto: a
la furia de la Inquisición siguió la decadencia. Medio siglo después del gran
auto de fe en Madrid, un estadista dijo al heredero del trono de Portugal: “Cuando Vuestra Alteza suba al trono
encontrará muchos pueblos y lugares muy bellos deshabitados, incluso Lamego y
Guarda. Sipreguntáis cómo han sido destruidos esos lugares y sus fábricas,
nadie se atreverá a deciros que ha sido la Inquisición, que encarcelaba a mucha
gente por ser judaizante, y obligaba a otros a huir del país a causa del miedo
a la confiscación y a la prisión, la que ha destruido las ciudades y pueblos
junto con sus factorías.”
Los tribunales de fe trajeron la ruina económica. España y Portugal, las
naciones que habían dado el primer salto para descubrir y conquistar nuevos
mundos, se hundieron hasta la insignificancia. Robos y guerras no podían servir
como fundamento para un imperialismo perenne. Las flotas cargadas con oro y
plata robados al Nuevo Mundo trajeron ciertamente tesoros enormes al país: de
1503 a 1663 los galeones españoles transportaron barras de oro y plata de las
colonias americanas por un valor de casi mil millones de dólares. Y a pesar de
esto el país decayó. Las fuerzas que hubieran sido capaces de desarrollar y
animar la economía, la industria, la artesanía y el comercio, faltaban por
completo: muchos miles de judíos y marranos fueron metidos en la cárcel o
quemados miserablemente, y a otros la huida les hizo abandonar estos países
trágicos que durante muchos siglos habían sido la patria en la que en otro
tiempo vivieron su Edad de Oro. España perdió su potencia universal. La nueva
vida, tan importante para el futuro, se abrió camino en otros países: allí
donde se habían refugiado los marranos…
El historiador Cecil Roth dice: “La importancia de estas colonias que
emigraron a lejanos países – hasta la India y América – fue extraordinariamente
grande. Económicamente desempeñaron un papel decisivo. Desde el principio del
siglo XVII formaron una red de relaciones comerciales que, en toda la Historia,
quizás sólo pueda compararse con la Hansa de la Edad Media. Dominaron una gran
parte del comercio de Europa Occidental. Tuvieron casi el monopolio de la
importación de piedras preciosas de la India Oriental y Occidental. La
industria del coral fue una creación de los judíos, o mejor dicho, de los
marranos. El comercio del azúcar, del tabaco y de otros artículos de las
colonias estaba en sus manos.
Desde la mitad del
siglo XVII los judíos de ascendencia española o portuguesa ocuparon puestos
importantes en el tráfico comercial mundial.
En parte se debe a
ellos la creación de los grandes Bancos nacionales. El desplazamiento del
centro del comercio mundial del sur de Europa hacia el Norte fue uno de los acontecimientos
de gran importancia provocados por la inquisición.”
¿Era pues exagerado que un economista de Berlín hiciera constar en 1911,
en un estudio científico sobre “Los judíos y la economía”: “Como el sol, así pasa Israel por
encima de Europa: donde llega, brota nueva vida, y de donde se va, todo lo que
hasta entonces florecía, se marchita”?
(“Historia del pueblo judío”, Werner
Keller, Volumen II; Sarpe, 1985, Madrid págs.: 187-190)
Luego de una extensa
suspensión, retornamos al heresiarca checo Juan Hus, a quien dejamos recluido y
sometido a interrogatorios que duraron varios meses. Al detener a Juan Hus, el
Concilio de Constanza, se adjudicó las funciones del tribunal inquisitorial.
Nombró jueces de instrucción y fiscales, los cuales bosquejaron un acta de
acusación de 42 puntos contra el teólogo checo, encargando a los comisarios
especiales de interrogar al recluso, interrogatorios que duraron varios meses,
en esa sutil manera de “confundir” al reo a través del agotamiento físico y
mental, buscando que cayera en contradicciones o ambigüedades. De un monasterio
dominico, Hus fue trasladado al castillo de Tobleben, donde estuvo aherrojado
con grillos, y por la noche se le sujetaba además a una cadena fija en la
pared. Hus insistía en su inocencia en cada interrogatorio, por lo que, en
opinión de los eclesiásticos, su comportamiento era el de un hereje
incorregible. Hus denunció la venalidad, el libertinaje, el afán de lucro y la
avidez del clero. No por ello era hereje, ya que muchos padres conciliares
censuraban los vicios de los clérigos, y el Concilio mismo había sido convocado
para encontrarles un antídoto. Para Hus, los jerarcas eclesiásticos no podían
ser herederos de los apóstoles de Cristo, porque no observaban estrictamente
las virtudes cristianas, eran, por lo tanto, unos embusteros y unos mentirosos
a quienes el poder secular debía privarlos de títulos y beneficios
eclesiásticos. No tardaron, los verbosos verdugos de Hus, en darse cuenta que
se encontraban ante un avezado maestro de teología y un gran conocedor de los
Evangelios, a quien no podían vencer así nomás con triquiñuelas propia de los
embusteros inquisidores. Aun cuando estaba recluido en Constanza, Hus siguió
escribiendo con la aquiescencia de los carceleros, sobre diversos aspectos de
la doctrina eclesiástica, y cada página nueva proveía a sus enemigos de nuevos
argumentos para acusarlo de herejía. Paul de Vooght, en su «Las herejías de Juan Hus» (1960), cita a un jactancioso inquisidor
medieval que dice: “Denme dos líneas de
un autor y lo haré condenar”. En efecto, como los buenos abogados o
políticos corruptos que interpretan la Constitución según sus intereses, así de
contradictorio es ese mamotreto de fantasías y mentiras llamada Sagrada Biblia; de ahí que el valeroso
Hus hubo de enfrentarse a numerosas disposiciones de los concilios y encíclicas
y bulas de los papas, así como a los ambiguos, ilusorios y quiméricos
evangelios qué hacían posible interpretar cualquier texto de él en su
perjuicio. La furia energúmena de los jueces religiosos ante la osadía de un
condenado que se atrevía a cuestionar o poner en tela de juicio textos
canónicos o manifestaciones y declaraciones oficiales del sumo pontífice no
tenía límites: los inquisidores lanzaban al audaz a la hoguera, o bien lo
encarcelaban hasta el fin de sus días, salvo que al condenado se le quebraran
los nervios y abjurara en el último momento de sus “yerros aborrecibles” .Los textos de Hus, como era costumbre en los
padres conciliares, fueran tergiversados y amañados para armar un acta
acusatoria contra él. Todas las tentativas del teólogo checo por probar la
inconsistencia de las acusaciones se estrellaban contra un muro brutal de
intolerancia. Los padres conciliares lo acusaban de ser peor que un sodomita,
lo tildaban de Caín, de Judas, turco, tártaro, y judío; ningún adjetivo
denigrante resultaba exagerado para calificar a ese monstruo, a esa “serpiente rastrera” y “víbora lúbrica”. Las sesiones eran
interrumpidas por las vocingleras, silbidos, pataleos y gritos para acallar los
discursos de defensa de Hus. “¡A la hoguera!”, era la frase que más
frecuentemente se escuchaba. Hus negó la acusación de haber negado la transustanciación,
pero no pudo rebatir que había apoyado las doctrinas de Wyclef y defendido la
rebeldía contra la Iglesia, excitando tumultos y al despojo de bienes. El
emperador Segismundo le exhortó públicamente a que se sometiera al concilio,
pues, si así lo hacía se procedería contra él blandamente, por los privilegios
de bohemia. Pero Hus se obstinó en la misma fórmula que más tarde veremos
emplear a Lutero. Dijo que sólo estaba dispuesto a someterse si se le convencía
en discusión pública, lo cual era muy difícil, pues, sus argumentos hubieran
prolongado indefinidamente la vista de la causa, aparte que el concilio, parte
de una Iglesia arbitraria y falaz, estaba allí para acallarlo, no para discutir
con él. No se le había dado autoridad para ello. “Prueben que mis concepciones son heréticas, y las abdicaré”, era
su consigna. De conseguir que su víctima se arrepintiera en público, los jueces
habrían asestado un golpe a los husitas de Bohemia. El teólogo checo rechazó
todo acuerdo de transacción con sus enemigos. Prefería soportar el suplicio del
quemadero, antes que renegar cobardemente de sus convicciones. Agotados todos
los caminos, el Concilio lo declaró hereje impenitente; fue destituido de su
dignidad sacerdotal, excomulgado y condenado a la hoguera. La fecha de la
ejecución fue acordada para el 6 de julio de 1415. En aquel día tuvo lugar el
auto de fe más solemne de cuantos registra la historia de la Inquisición. Hus,
como Sócrates, estuvo dispuesto a morir por una idea. Sócrates era apolítico,
pero Hus no; estaba orgulloso de figurar a la cabeza de un partido que declaró
que prefería morir a retractarse. Abjurar hubiera sido darle la razón a los
irracionales, a esa institución religiosa que no es más que un inmenso asilo de
zánganos y parásitos que no cesan de ofrecer un paraíso celestial que no existe
y seguir vendiendo sus ostias de caridad, fe y esperanza. Hus se comportó como
se comporta un hombre de bien, no quería sufrir el desprestigio moral de abandonar
a los suyos. Prefería pasar por un rebelde, por un hereje, que abandonar la
causa de sus queridos checos. En el libro “Juan
Hus en el Concilio de Constanza” (1965), se leen fragmentos de lo más
degradante a que puede descender un ser humano. Cuando a Hus le entregaron el
llamado cáliz de redención uno de los obispos pronuncia la maldición siguiente:
“¡Oh, Judas maldito! Puesto que has abandonado este concilio de paz y te
has conciliado con los judíos, te quitamos este cáliz de redención”.
A lo que Hus replicó
soberbiamente:
“Creo en Dios Todopoderoso, en cuyo nombre soporto con paciencia este
vilipendio, creo que no me quitará el cáliz de su redención y espero firmemente
beber de él hoy en su reino.”
Le dijeron que se
callara, y como se negó, los guardias le taparon la boca con las manos. Siete
obispos le quitaron el traje sacerdotal y lo exhortaron de nuevo a abjurar. Hus
declaró, volviéndose hacia los presentes, que no podía confesar los errores que
no había compartido nunca. Entonces le impusieron silencio a gritos. Antes de
entregar a un condenado a las llamas había que prepararlo pertinentemente para
ese “auto de fe”. A John Huss se le
cortaron las uñas y el pelo en la cabeza. Luego, como era usual mofarse del
acusado para desacreditarlo, lo coronaron con una tiara de payaso hecha de
papel y cubierta de demonios dibujados, en la que estaba escrito: “Es heresiarca”. El obispo que dirigía
esas operaciones mágicas dijo a Huss “Encomendamos
tu alma al diablo”. El teólogo checo, como un experto esgrimista, no dejó
de parar dignamente cada golpe, con una fuerza y tenacidad que infundían
respeto incluso a sus enemigos. “Y yo la
encomiendo al Señor Jesucristo que perdona todo”. Se produjo un ajetreo, y
cayó de la cabeza de Huss el gorro de payaso. Entonces uno de los guardias
ordenó a un sacristán: “Ponle de nuevo
ese gorro, para que se le pueda quemar con los demonios, sus dueños, a los que
sirvió aquí en la Tierra”. El emperador Segismundo entregó a Hus al conde
palatino Luis, y éste mandó al preboste de Constanza: “Tome a ese hombre, que hemos condenado los dos, y quémelo como hereje”.
Esto, después de la ejecución de Jerónimo de Praga también en la hoguera, encendió
una espantosa guerra, la de los husitas, que iba a tener en jaque y humillar a los
ejércitos imperiales durante dieciocho años. El emperador Segismundo no pudo
volver a poner pie en Praga hasta veintiún años después. Pedro de Mladenovice
(1390-1451), testigo ocular de la ejecución, dejó como ejemplo instructivo para
los descendientes una descripción detallada de la misma:
“El lugar de su suplicio fue una especie de pasado en medio de los
huertos de las afueras de Constanza. Así pues, le quitaron la ropa negra
superior y quedó en camisa, luego lo ataron firmemente con cuerdas, en sus
puntos, a un rollo grueso, atando las manos a la espalda. Después de aguzar el
rollo por un extremo lo clavaron en la tierra, y como Hus estaba de cara al
Este alguien de los que allí se encontraban dijo: “No dejen que esté de cara al
Este, porque es un hereje; vuélvanlo hacia el Oeste”.
John Hus en el Concilio de Constanza. |
“Cuando lo ataron por el cuello con una cadena cubierta de hollín, la
miró y dijo, sonriendo a los verdugos: “El Señor Jesucristo, mi Redentor y
Salvador, estaba atado con una cadena más dura y pesada. Y yo, miserable, no me
avergüenzo de llevar por su santo nombre esta”. Se puso bajo sus pies dos haces
de leña (aún tenía los zapatos y un cepo en sus pies). Se amontañó leña
mezclada con paja alrededor de su cuerpo, hasta la garganta. Antes de que fuera
encendida se le aproximó el mariscal imperial Hoppe von Poppenheim en compañía
del hijo del finado Clem [conde palatino Luis, hijo del emperador Ruperto II
Clem], y exhortó al magistro a que abjurara de su doctrina y sus predicas para
salvar su vida. Pero el magistro Hus replicó, levantando los ojos al cielo.
“Dios es testigo de que no he enseñado ni predicado nunca lo que se me atribuye
y se me imputa por el falso testimonio. La intención principal de mi prédica y
de todos los demás actos y escritos míos fue únicamente salvar a hombres del
pecado. Y por esa verdad del Evangelio, sobre la que escribí y que prediqué en
consonancia con las palabras y exposiciones de los santos doctores, quiero
gustosamente morir hoy”. Después de oírlos, el mariscal y el hijo de Clem
dieron unas palmadas y se retiraron. Los verdugos prendieron fuego y el maestro
empezó a cantar en voz alta: “Cristo, hijo del Dios vivo perdónanos”. Se levantó viento, el fuego y el humo
envolvieron su rostro y se calló. Los verdugos hurgaron durante mucho tiempo la
hoguera en vías de extinción. Según la narración del mismo Pedro de
Mladenovice, destrozaron con estacas la cabeza del mártir y cubrieron de
tizones los pedazos. Encontraron el corazón en las entrañas, lo atravesaron con
un palo agudo y lo quemaron con esmero. Desgarraron por medio de tenazas el
cuerpo carbonizado, para facilitar el trabajo del fuego. Se arrojaron a la
hoguera también los efectos personales del magistro de Praga. Cuando las llamas
se habían apagado los verdugos recogieron minuciosamente las cenizas e incluso
la tierra del lugar de ejecución y las echaron al Rin, para que nada quedara
del hereje quemado. Al otro día de la ejecución, los padres conciliares rezaron
un tedeum, con la participación de Segismundo y la reina, los príncipes y otros
altos dignatarios, 19 cardenales, 2 patriarcas, 70 obispos y todos los demás clérigos
asistentes al Concilio.”
(“Historia
de la Inquisición”, I.
Grigulevich)
La Iglesia no se ha
quedado quieta. Así como ha tenido a sus acusadores y ejecutores para quemar
disidentes, también tiene sus esbirros dispuestos a defender a sangre y fuego
sus errores y sus iniquidades. El historiador de la Inquisición F. Hayward, en
su libro “La Inquisición”, califica
a John Huss de rebelde peligroso, cuyas prédicas amenazaban el orden social
consagrado por la Iglesia e, ipso facto, por el propio Dios. F. Hayward razona
como cualquier déspota tiranuelo que somete a un pueblo. Lo cierto es que la
Iglesia no pudo tolerarlo, y la Inquisición tenía sobradas razones para
aniquilar a Huss y a otros heresiarcas y sus continuadores:
“Por cierto que uno se estremece de horror al pensar que un ser humano
es quemado por sus ideas, aunque sean erróneas, pero de otro lado, es imposible
negar el mal y los desórdenes que origina la propagación de esas ideas, sobre
todo entre las masas fácilmente inflamables”.
Las palabras de este
defensor de la Inquisición provocan náuseas; su cinismo e hipocresía sólo
pueden provenir de su alma malévola y espíritu perverso. Según su discurso, el
fin justifica los medios. Por el mismo camino transita el jesuita francés
Joseph Gill quien, con una picardía típica de los frailes de la Compañía de
Jesús, afirma lo siguiente sobre John Huss:
“Sus apelaciones a la Escritura contra la Iglesia, sus intentos de
limitar prácticamente la Iglesia al cuerpo invisible de los selectos, su falta
de respeto para la jurisdicción y la autoridad eclesiásticas, su defensa
obstinada de Wyclif, tantas veces condenado: todas estas consideraciones y
otras más hacían necesario poner coto a su prédica en Bohemia, y posibles su
condenación y su entrega al brazo secular. Dadas su sinceridad y piedad, esa
condenación es aún más punzante y altamente lamentable, pero no por ello es
intrínsecamente injusta con respecto a los criterios de la época.”
(“Constanza y
Bale – Florence”, Joseph Gill, págs. 87-88)
En las palabras de este
réprobo jesuita se percibe la harto conocida tesis de la Inquisición medieval
que imputaba a sus víctimas la responsabilidad de los crímenes que ella misma
cometía, de todo lo que sufrieron en sus trenas; en conclusión, para el jesuita
Gill, el culpable de la ejecución de John Huss fue el propio Huss. No olvidemos
que estos jesuitas pertenecen a la orden fundada por Ignacio de Loyola, quien
en su autobiografía relató a la posteridad una serie de peripecias, y no le
disgustaba, como en el caso de San Agustín, hablar con sus amigos de sus
propias debilidades y de los pecados que en la juventud había cometido. Total,
pecaditos de santos que pueden ser obviados, gracias a esa impunidad con que la
Iglesia Católica los ha proveído.
Hus se preparó para ir a
la hoguera; no se le escuchó un grito de dolor. Cuando subieron las llamas
entonó un himno y apenas podía la vehemencia del fuego acallar sus cantos.
Cuando el cuerpo de Hus fue consumido por completo, recogieron sus cenizas, las
mezclaron con la tierra donde yacían y las arrojaron al Rin, que las llevó
hasta el océano. La voz que había hablado en la sala del concilio de Constanza
no se podía acallar con una hoguera. Hus ya no existía físicamente, pero las
verdades por las cuales había muerto no podían perecer. Su ejemplo de fe y
perseverancia iba a animar a las muchedumbres a mantenerse firmes por la verdad
frente al tormento y a la muerte. Su ejecución puso de manifiesto ante el mundo
entero la pérfida crueldad de Roma. Los enemigos de la verdad con su
intolerante actitud no hacían más que fomentar la causa que en vano procuraban
aniquilar. La muerte de Hus generó una oleada de ira en Bohemia. Fue una
victoria pírrica para el Concilio. Pero una hoguera más iba a arder en
Constanza. La sangre de otro mártir iba a testificar por la misma verdad.
Jerónimo de Praga, al decir adiós a Hus cuando éste partió para el concilio, lo
exhortó a ser valiente y firme, declarándole que si caía en algún peligro, él
mismo acudiría en su auxilio. El teólogo checo había sido la mano derecha de
Hus y compañero de muchas batallas; los padres conciliares lo sabían y
decidieron que había que dar caza a ese otro hereje, a ese perturbador de
conciencias. Jerónimo fue un convencido partidario de Wyclif; propagó, expuso y
defendió con brillantez sus ideas en las universidades de Inglaterra, Alemania,
Checoslovaquia, Francia y Polonia. A su regreso a Praga, tras largas
peregrinaciones por Europa, Jerónimo se adhirió a Hus como su entusiasta
admirador. Gracias a su oratoria apasionada, a su polémica insuperable y a su
magnífico conocimiento de los textos teológicos, se convirtió en el terror de
los papistas que terminaron despreciándolo más que a Hus. Al saber que el
reformador se hallaba encarcelado, el fiel discípulo se dispuso inmediatamente
a cumplir su promesa. Salió para Constanza con un solo compañero y sin
proveerse de salvoconducto. Al llegar a la ciudad, se convenció de que sólo se
había expuesto al peligro, sin que le fuera posible hacer nada para libertar a
Hus. Decidió volver a Bohemia, pero fue apresado camino a Praga, encadenado y
llevado al Concilio donde se le presentaron las mismas acusaciones que a Hus.
Puesto que se mostró impenitente fue recluido en una torre del cementerio de
San Pablo, donde permaneció aherrojado de pies y manos y encorvado, sin tener
otro sustento que pan y agua. En su primera comparecencia ante el Concilio, sus
esfuerzos para responder a los cargos que se le imputaban se apagaban entre los
gritos: “A la hoguera con él”. ¡A las
llamas!” Después de algunos meses, las crueldades de su prisión causaron a
Jerónimo una enfermedad que puso en peligro su vida, y sus enemigos, temiendo
que se les escapase, lo trataron con menos severidad aunque dejándolo en la
cárcel por un año. La muerte de Hus no tuvo el resultado que esperaban los
católicos. La violación del salvoconducto que le habían dado al reformador,
levantó una tormenta de indignación, y como medio más seguro, el Concilio
resolvió que en vez de quemar a Jerónimo se lo obligaría, si era posible, a
retractarse. Haberle dado muerte al principio de su encarcelamiento hubiera
sido un acto de misericordia en comparación con los terribles sufrimientos a
que lo sometieron. Las amenazas e intimidaciones, la ejecución del compañero de
lucha y amigo y las horribles condiciones de reclusión en que se encontraba,
fueron quebrantando su voluntad. Fue así que, debilitado por su enfermedad y
por los rigores de su prisión, detenido en aquellas mazmorras y sufriendo
torturas y angustias, separado de sus amigos, el ánimo de Jerónimo decayó y
consintió en someterse al Concilio. El 11 de setiembre de 1415 declaró a los
padres conciliares que estaba dispuesto a reprobar la doctrina de Wyclif y Hus,
así como sus propios extravíos heréticos abdicarlos y someterse a la voluntad
del Concilio. Se comprometió a adherirse a la fe católica y aceptó todo lo que
se le propuso; en una luz rebelde que parecía brotar de las cenizas de Hus,
dijo Jerónimo: “exceptuando las santas
verdades”. El 23 de setiembre confirmó en éste su abjuración. Por acuerdo
de los padres conciliares debió ser desterrado a un monasterio de Suabia y,
además, escribir a sus correligionario de Bohemia una carta condenando la
doctrina de Hus y sus propios errores heréticos. Jerónimo obedeció de nuevo y
escribió la carta requerida. No obstante, seguía siendo preso delos padres
conciliares. Esto dio pretexto a los amigos del continuador de Hus asistentes
al Concilio exigir su liberación, mientras que sus enemigos, que constituían la
mayoría, clamaron por un castigo más severo. Estos últimos lograron el
nombramiento de una nueva comisión inquisitorial, lo que equivalía a la
anulación del veredicto ya aprobado por el Concilio en el caso de Jerónimo. El
nuevo interrogatorio dejó pasmados a los comisarios de la Inquisición: se les
presentó el Jerónimo de días pretéritos, denunciador implacable de las lacras y
vicios de la jerarquía eclesiástica, antipapista, amigo y continuador de Wyclef
y Hus. Habiendo superado la debilidad momentánea, Jerónimo volvió a ser el
bizarro y rebelde de antes. Al retractarse Jerónimo había declarado justa la
sentencia condenatoria que el Concilio lanzara contra Hus, pero esta vez
declaró que se arrepentía de ello y dio un valiente testimonio de la inocencia
y santidad del mártir:
“Conocí a Juan Hus desde su niñez. En el hombre más excelente, justo y
santo; pero no por eso dejó de ser condenado. Y ahora yo también estoy listo
para morir. No retrocederé ante los tormentos que hayan preparado para mí mis
enemigos, los testigos falsos, los cuales tendrán que ser llamados un día a
cunetas por sus imposturas, ante el gran Dios a quien nadie puede engañar.”
(“Los
Reformadores antes de la Reforma”, E. de Bonnechose, lib. 3, págs. 167)
Muerte de J. Hus, por la Inquisición. |
“De todos los pecados que he cometido desde mi juventud, ninguno pesa
tanto sobre mí ni me causan tan acerbos remordimientos como el que cometí en
este funesto lugar, cuando aprobé la inicia sentencia pronunciada contra Wyclef
y contra el santo mártir, Juan Hus, maestro y amigo mío. Sí, los confieso de
todo corazón y declaro con verdadero horror que desgraciadamente me turbé
cuando, por temor a la muerte, condené las doctrinas de ellos. Por tanto ruego
al Dios Todopoderoso se digne perdonarme mis pecados y éste en particular, que
es el más monstruoso de todos.”
(E. de Bonnechose, ibid.)
Señalando a los jueces
dijo con entereza:
“Vosotros condenasteis a Wiclef y a Juan Hus no porque hubieran
invalidado las doctrinas de la iglesia, sino sencillamente por haber denunciado
los escándalos provenientes del clero – su pompa, su orgullo y todos los vicios
de los prelados y sacerdotes. Las cosas que aquellos afirmaron y que son
irrefutables. Yo también las creo y las proclamo”
(E. de Bonnechose, ibid)
“En cuanto a la abjuración leída públicamente en voz alta y firmada con
la mano del propio Jerónimo, dijo éste que, en efecto, había suscrito
inequívocamente la abjuración, pero lo había hecho por miedo al castigo de
brasero. Dijo, sin embargo, que se había engañado como demente al firmar la
susodicha abjuración y que le dolía en extremo haberlo hecho. Y en primer
lugar, el haber abjurado de la doctrina de John Hus y John Wyclef y aceptado la
condenación del primero, al que creía ser un hombre justo y santo. Cometio lo
más abyecto…”
(Citado B. M. Rukol. La carta de Poggio Bracciolini a Leonardo Aretino y el relato de Pedro
de Mladenovice como fuentes sobre Jerónimo de Praga. En: Memorias
científicas del Instituto de Eslavística,
T. I. M., 1948, pág. 3357)
La muy impresionante declaración de Jerónimo dejó atónitos a los padres conciliares. Poggio Bracciolini (1380-1459), secretario de la curia papal y delegado al Concilio, escribió a su amigo Leonardo Aretino:
“Nunca he visto a un hombre tan elocuente, tan afín a los oradores de la
antigüedad como ese Jerónimo. Sus enemigos le presentaron toda una serie de
acusaciones para demostrar que era hereje, pero se defendió con tanta gracia,
discreción e inteligencia, que me faltan palabras para expresártelo. Su nombre
es digno de la gloria inmortal.”
(Documento
Mag. Joannis Hus. Vitam, doctrinam, causam in constantiensi Concilio Actam et
controversias de religione in Bohemia annis 1403 – 1418 motas. Edidit Franciscus Palacky Pragal, 1869, p. 629)
Sambenito, escapulario que se ponía a las personas condenadas por la Inquisición, para distinguirlas. |
“¡Qué! ¿imagináis que tengo miedo de morir? Por un año me habéis tenido
encadenado, encerrado en un calabozo horrible, más espantoso que la misma
muerte. Me habéis tratado con más crueldad que a un turco, judío o pagano, y
mis carnes se han resecado hasta dejar los huesos descubiertos; pero no me
quejo, porque las lamentaciones sientan mal en un hombre de corazón y de
carácter; pero no puedo menos que expresar mi asombro ante tamaña barbarie con
que habéis tratado a un cristiano.”
(E. de Bonnechose, ibid)
Volvió con esto a
estallar la tempestad de ira y odio contra Jerónimo quien fue devuelto a los
calabozos. A pesar de todo, hubo en la asamblea algunos que quedaron
impresionados por sus palabras y que desearon salvarle la vida. Algunos
dignatarios de la iglesia lo visitaron y lo instaron a que se sometiera al
Concilio. Se le hicieron las más brillantes promesas si renunciaba a su
oposición contra Roma. Pero a semejanza de su Maestro, cuando le ofrecieron la
gloria del mundo, Jerónimo se mantuvo firme.
“Probadme con las Santas Escrituras que estoy en error –dijo él – y abjuraré
de él”.
“¡Las Santas Escrituras! Exclamó uno de sus tentadores - ¿todo debe ser
juzgado por ellas? ¿Quién puede comprenderlas si la iglesia no las interpreta?”
“¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el Evangelio
de nuestro Salvador? –replicó Jerónimo-. Pablo no exhortó a aquellos a quienes
escribía a que escucharen las tradiciones de los hombres, sino que les dijo:
“Escudriñad las Escrituras”
“Hereje – fue la respuesta – me arrepiento de haber estado alegando
contigo tanto tiempo. Veo que es el diablo el que te impulsa”
(“La historia del protestantismo”, J. A. Wylie,
libro 3, cap. 10)
En la madrugada del 30
de mayo, el Concilio escuchó, después de la misa, el informe fiscal del obispo
de Lodi contra Jerónimo, ese herético reincidente, que había pagado con la “negra ingratitud” la “condescendencia” del Concilio. “No fuiste torturado – exclamó en un
arrebato de indignación el obispo, dirigiéndose al preso-. Quisiera que hubieras experimentado el tormento, porque te habría hecho
vomitar todos tus errores; ese tratamiento te habría abierto los ojos, cerrados
por el crimen”. Este no es Robespierre ni Atila el que habla, es un
representante de la caritativa y amorosa Iglesia Católica. El lenguaje de estos
hampones no se diferencia del de los miembros de la S. A. hitleriana que ponían
orden en la Alemania nazi a punta de patadas y bastonazos. El obispo de Lodi
exigió a Jerónimo que confirmara su abjuración anterior, pero éste se negó
diciendo que se la habían arrancado bajo la amenaza de hoguera. Entonces el
primer comisario Juan, patriarca de Constantinopla, dio lectura al veredicto de
la Inquisición que declaraba hereje reincidente a Jerónimo, lo excomulgaba y lo
anatematizaba. El Concilio confirmó unánimemente la sentencia. Jerónimo se puso
con sus propias manos una tiara de payaso, ornada de demonios. Como o era
sacerdote, estaba fuera de lugar la ceremonia de la destitución. Lo único que
restaba era entregar al hereje “separado”
de la Iglesia a las autoridades seculares para que lo tratasen con el “sentimiento de misericordia cristiana”,
es decir, que lo mandaran a la muerte sin mutilaciones y sin efusión de sangre.
Los preparativos de la ejecución habían concluido ya el día anterior. Los
inquisidores sabían que, esta vez, Jerónimo no se dejaría intimidar por la
hoguera. Terminada la lectura de la sentencia, lo condujeron en seguida al
mismo lugar donde Juan Hus había dado su vida. Fue al suplicio cantando,
iluminado su rostro de gozo y vida. Fijó en Cristo su mirada y la muerte ya no
le infundía miedo alguno. Cuando el verdugo, a punto de prender la hoguera, se
puso detrás de él, Jerónimo rechazó esa diferencia: “Ven por delante, sin vacilar. Prende la hoguera en mi presencia. Si yo
hubiera tenido miedo, nunca me hubiera presentado aquí”. Las últimas
palabras que pronunció cuando las llamas lo envolvían fueron una oración: “Señor, Padre todopoderoso, ten piedad de mí
y perdóname mis pecados, porque tú sabes que siempre he amado tu verdad”
(Bonnechose, libro 3, págs. 185-186). Los inquisidores quemaron sus efectos
personales y su lecho de cárcel; las cenizas, al igual que las cenizas del
mártir fueron arrojadas al Rin. El Concilio no se contentó con la ejecución de
Hus y Jerónimo, ya que la herejía husita seguía extendiéndose a pesar de la
muerte de sus adalides. La Inquisición conciliar decidió aniquilar también a
Juan Chlumski, otro husita prestigioso, que había acompañado a su maestro en
Constanza. Fue detenido, encerrado en un calabozo e interrogado con torturas.
Las pruebas que le cupieron en suerte fueron superiores a sus fuerzas. Abjuró,
y a este precio quedó con vida. Pero después de la heroica muerte de los jefes
husitas, ese arrepentimiento arrancado por la fuerza no pudo influir en modo
alguno sobre la marcha de los sucesos. Los husitas se mantuvieron firmemente en
Bohemia y la lucha contra ellos aún estaba en sus albores. Durante el periodo
comprendido entre 1420 y 1431, el Papa Martín V y el emperador Segismundo
emprendieron cinco cruzadas contra los husitas indómitos, pero no lograron
imponérseles. El Papado y el emperador tuvieron que hacer concesiones a los calistinos,
a la derecha del movimiento husita integrado por ciudadanos y nobles. La
alianza con los elementos acomodados del movimiento permitió derrotar a los taboritas
(a la radical de los husitas), que representaban el campo campesino – plebeyo.
Habiendo acabado con Hus
y sus compañeros, el Concilio de Constanza se dedicó a la actividad “reformadora”, cuyos resultados fueron
bastante pobres. Restringió en cierta medida las prerrogativas del Papa, amplió
las atribuciones del colegio de cardenales. El Papa no podía ya gravar con
nuevos impuestos los ingresos de la Iglesia, ni destituir o trasladar a
prelados, ni tampoco apropiarse los bienes de los eclesiásticos muertos.
Además, se decidió que el Concilio
estaba por encima del Papa, y sus disposiciones eran obligatorias para éste
(decisión herética desde el punto de vista de la doctrina católica ortodoxa).
Para someter al Papa a un control más severo por parte del clero superior, el
Concilio de Constanza impuso a la sede apostólica la convocatoria periódica de
concilios (se acordó que el próximo se convocaría al cabo de cinco años, el
siguiente tendría lugar siete años después y los ulteriores se celebrarían cada
10 años). Sin embargo, Martín V y sus sucesores hicieron todo lo posible para
resguardar su derecho al poder ilimitado, eludiendo el cumplimiento de los
acuerdos y disposiciones del Concilio de Constanza susceptibles de limitar en
cierto grado las prerrogativas de su cargo. La Inquisición continuó
desempeñando un papel considerable en el reforzamiento del absolutismo papista.
Con el asesinato de Hus y Jerónimo, el Concilio de Constanza confirmó y
extendió virtualmente los poderes del Santo Oficio, reduciendo a la nada las
tentativas de restringir la omnipotencia de los “Vicarios de Jesucristo” en la
tierra.
La Iglesia Católica ha querido esconder sus crímenes y vejaciones, pero siempre han surgido voces que han denunciado estos atropellos a la vida humana, estas acciones criminales sin parangón en la Historia Universal de la humanidad. Jean Crespin es una de esas voces bizarras que, provisto de la verdad, denunció ante el mundo civilizado los abusos cometidos por el fanatismo religioso. La Europa del siglo XVI era, lo hemos recalcado muchas veces a través de esta monografía, un lugar peligroso para los disidentes religiosos. Muchas personas que pusieron en tela de juicio los dogmas oficiales de la Iglesia padecieron horrores a manos de sus adversarios. Una de las fuentes donde se recogen tales padecimientos es “El libro de los mártires” de Jean Crespin, publicado en Ginebra (Suiza) en 1554, también conocido como “Historia de los mártires”. El título completo es “El libro de los mártires, que es una colección de relatos de mártires que soportaron la muerte por nuestro Señor Jesucristo desde Juan Hus hasta el presente año, 1554”; el libro apareció en ediciones corregidas y aumentadas con diversos títulos y contenidos tanto en vida de su autor como después de su muerte. Jean Crespin nació alrededor del año 1520 en Arrás, en el actual norte de Francia, y estudió Derecho en la ciudad belga de Lovaina. Es posible que fuera allí donde tuvo su primer contacto con las ideas de la Reforma. En 1541 se trasladó a París para trabajar como secretario de un célebre Jurista. Por aquellas mismas fechas presenció en la Place Maubert de París la quema de Claude Le Painctre, quien había sido condenado por herejía. La fe de este joven orfebre – ejecutado por “anunciar la verdad a sus padres y amigos”, según palabras del propio Crespin – causó en su ánimo una impresión muy honda. Por entonces empezó a ejercer de abogado en Arrás; sin embargo, poco tiempo después fue acusado de herejía debido a su nueva fe. Consiguió escapar a Estrasburgo (Francia) y después se estableció en Ginebra (Suiza), donde trabó amistad con varios simpatizantes de la Reforma. Entonces abandonó la abogacía y montó una imprenta. Los abusos cometidos por la intolerancia de la Iglesia Católica no podían quedar soterrados, estos actos de crueldad e iniquidad debían ser registrados. En 1546, catorce hombres de la ciudad de Meaux (Francia) fueron declarados culpables de herejía y condenados a ser quemados vivos. ¿Cuáles fueron sus delitos? Congregarse en casas particulares, orar, cantar salmos, celebrar la Última Cena y afirmar que jamás aceptarían las “idolatrías papistas”. El día del suplicio, el teólogo católico Francois Picard cuestionó las creencias de los condenados sobre la Última Cena. Ellos replicaron con una pregunta acerca del dogma católico de la transustanciación, según el cual el pan y el vino utilizados en dicha celebración se convierten milagrosamente en la carne y la sangre de Jesús. “¿Sabe el pan a carne, o el vino en sangre?”, preguntaron. Aunque el teólogo fue incapaz de responder, los catorce hombres fueron amarrados a estacas y quemados vivos. Aquellos a quienes no les habían cortado la lengua se pusieron a cantar salmos. Los sacerdotes presentes en la ejecución intentaron ahogar sus voces cantando más fuerte. Al día siguiente, en el mismo lugar, Picard declaró que los catorce estaban condenados a la pena eterna del infierno. Jean Crespin publicó las obras de reformadores religiosos como Juan Calvino, Martín Lutero, John Knox y Teodoro de Beza. También imprimió el Nuevo Testamento en griego y la Biblia completa – o en parte – en español, francés, inglés, italiano y latín. Su fama, sin embargo, se la debe a “El libro de los mártires”, donde da una lista de los nombres de muchas personas ejecutadas como herejes entre los años 1415 y 1554. ¿Por qué escribió Crespin un martirologio? Crespin percibió que la mayor parte de los escritos reformistas denunciaban la brutalidad de las jerarquías católicas e infundían ánimo en la gente, pues, presentaban el “heroísmo” de los mártires protestantes como una continuación de los sufrimientos que padecieron los siervos de Dios del pasado, en especial los cristianos del siglo I. con objeto de proporcionar a sus hermanos protestantes ejemplos que imitar, Crespin confeccionó un catálogo de las personas que dieron su vida por la fe (otros dos martirologios aparecieron en 1554, el mismo año en que Crespin publicó “El libro de los mártires”; uno en alemán, por Ludwig Rabus, y otro en latín, por John Foxe). El libro de Crespin es una compilación de actas de juicios, procesos inquisitoriales, relatos de testigos oculares y testimonios escritos por los acusados mientras se hallaban en la cárcel. Incluye asimismo cartas de aliento dirigidas a los que estaban en prisión, algunas de las cuales están llenas de citas bíblicas. Crespin creía que la fe de estos acusados “era digna de memoria perpetua”. Gran parte de la información doctrinal que trata en su libro se concentra en las conocidas disputas entre católicos y protestantes.
La Iglesia Católica ha querido esconder sus crímenes y vejaciones, pero siempre han surgido voces que han denunciado estos atropellos a la vida humana, estas acciones criminales sin parangón en la Historia Universal de la humanidad. Jean Crespin es una de esas voces bizarras que, provisto de la verdad, denunció ante el mundo civilizado los abusos cometidos por el fanatismo religioso. La Europa del siglo XVI era, lo hemos recalcado muchas veces a través de esta monografía, un lugar peligroso para los disidentes religiosos. Muchas personas que pusieron en tela de juicio los dogmas oficiales de la Iglesia padecieron horrores a manos de sus adversarios. Una de las fuentes donde se recogen tales padecimientos es “El libro de los mártires” de Jean Crespin, publicado en Ginebra (Suiza) en 1554, también conocido como “Historia de los mártires”. El título completo es “El libro de los mártires, que es una colección de relatos de mártires que soportaron la muerte por nuestro Señor Jesucristo desde Juan Hus hasta el presente año, 1554”; el libro apareció en ediciones corregidas y aumentadas con diversos títulos y contenidos tanto en vida de su autor como después de su muerte. Jean Crespin nació alrededor del año 1520 en Arrás, en el actual norte de Francia, y estudió Derecho en la ciudad belga de Lovaina. Es posible que fuera allí donde tuvo su primer contacto con las ideas de la Reforma. En 1541 se trasladó a París para trabajar como secretario de un célebre Jurista. Por aquellas mismas fechas presenció en la Place Maubert de París la quema de Claude Le Painctre, quien había sido condenado por herejía. La fe de este joven orfebre – ejecutado por “anunciar la verdad a sus padres y amigos”, según palabras del propio Crespin – causó en su ánimo una impresión muy honda. Por entonces empezó a ejercer de abogado en Arrás; sin embargo, poco tiempo después fue acusado de herejía debido a su nueva fe. Consiguió escapar a Estrasburgo (Francia) y después se estableció en Ginebra (Suiza), donde trabó amistad con varios simpatizantes de la Reforma. Entonces abandonó la abogacía y montó una imprenta. Los abusos cometidos por la intolerancia de la Iglesia Católica no podían quedar soterrados, estos actos de crueldad e iniquidad debían ser registrados. En 1546, catorce hombres de la ciudad de Meaux (Francia) fueron declarados culpables de herejía y condenados a ser quemados vivos. ¿Cuáles fueron sus delitos? Congregarse en casas particulares, orar, cantar salmos, celebrar la Última Cena y afirmar que jamás aceptarían las “idolatrías papistas”. El día del suplicio, el teólogo católico Francois Picard cuestionó las creencias de los condenados sobre la Última Cena. Ellos replicaron con una pregunta acerca del dogma católico de la transustanciación, según el cual el pan y el vino utilizados en dicha celebración se convierten milagrosamente en la carne y la sangre de Jesús. “¿Sabe el pan a carne, o el vino en sangre?”, preguntaron. Aunque el teólogo fue incapaz de responder, los catorce hombres fueron amarrados a estacas y quemados vivos. Aquellos a quienes no les habían cortado la lengua se pusieron a cantar salmos. Los sacerdotes presentes en la ejecución intentaron ahogar sus voces cantando más fuerte. Al día siguiente, en el mismo lugar, Picard declaró que los catorce estaban condenados a la pena eterna del infierno. Jean Crespin publicó las obras de reformadores religiosos como Juan Calvino, Martín Lutero, John Knox y Teodoro de Beza. También imprimió el Nuevo Testamento en griego y la Biblia completa – o en parte – en español, francés, inglés, italiano y latín. Su fama, sin embargo, se la debe a “El libro de los mártires”, donde da una lista de los nombres de muchas personas ejecutadas como herejes entre los años 1415 y 1554. ¿Por qué escribió Crespin un martirologio? Crespin percibió que la mayor parte de los escritos reformistas denunciaban la brutalidad de las jerarquías católicas e infundían ánimo en la gente, pues, presentaban el “heroísmo” de los mártires protestantes como una continuación de los sufrimientos que padecieron los siervos de Dios del pasado, en especial los cristianos del siglo I. con objeto de proporcionar a sus hermanos protestantes ejemplos que imitar, Crespin confeccionó un catálogo de las personas que dieron su vida por la fe (otros dos martirologios aparecieron en 1554, el mismo año en que Crespin publicó “El libro de los mártires”; uno en alemán, por Ludwig Rabus, y otro en latín, por John Foxe). El libro de Crespin es una compilación de actas de juicios, procesos inquisitoriales, relatos de testigos oculares y testimonios escritos por los acusados mientras se hallaban en la cárcel. Incluye asimismo cartas de aliento dirigidas a los que estaban en prisión, algunas de las cuales están llenas de citas bíblicas. Crespin creía que la fe de estos acusados “era digna de memoria perpetua”. Gran parte de la información doctrinal que trata en su libro se concentra en las conocidas disputas entre católicos y protestantes.
Tormento aplicado en la Santa Inquisición. |
En España, a pesar de
tan extraordinarios esfuerzos para despojar a los hombres de sus libertades
civiles y religiosas, y hasta de la del pensamiento, el ardor del entusiasmo
religioso, venido al instinto profundo de la libertad civil, indujo a muchos
hombres y mujeres piadosos a aferrarse tenazmente a las enseñanzas de la Biblia y a sostener el derecho que
tenían de adorar a Dios según los dictados de su conciencia. Muchas personas
relacionadas con la iglesia se asemejaban muy poco a Jesús y a sus apóstoles.
Los católicos sinceros, que amaban y honraban la antigua religión, se horrorizaban
ante el espectáculo que se les ofrecía por todas partes. Entre todas las clases
sociales se notaba una viva percepción de las corrupciones que se habían
introducido en la iglesia, y un profundo y general anhelo por la reforma.
Deseosos de respirar un ambiente más sano, surgieron por todas partes
evangelistas inspirados por una doctrina más pura. Muchos católicos cristianos
nobles y serios, entre los que se contaban no pocos del clero español e
italiano, uniéronse a dicho movimiento, que rápidamente iba extendiéndose por
Alemania y Francia. Como lo declaró el sabio arzobispo de Toledo, Bartolomé de
Carranza, en sus “Comentarios del
Catecismo”, aquellos piadosos prelados querían ver “revivir en su sencillez y pureza el antiguo espíritu de nuestros
antepasados y de la iglesia primitiva”. Siempre amante de la libertad, el
pueblo español durante los primeros siglos de la era cristiana se había negado
resueltamente a reconocer la supremacía de los obispos de Roma, y sólo después
de transcurridos ocho siglos le reconocieron al fin a Roma el derecho de
intervenir con autoridad en sus asuntos internos. Fue precisamente con el fin
de aniquilar en espíritu de libertad, característico del pueblo español hasta
en los siglos posteriores en que había reconocido ya la supremacía papal, con
el que, en 1483, Fernando e Isabel, en hora fatal para España, permitieron el
establecimiento de la Inquisición como tribunal permanente en Castilla y su
restablecimiento en Aragón, con Tomás de Torquemada como inquisidor general. A
pesar del peligro que la Inquisición significó, por España se propagó un
movimiento análogo al de la revolución religiosa que se desarrollaba en otros
países. Las enseñanzas de las Sagradas
Escrituras estaban abriéndose paso silenciosamente en los corazones de
hombres como el erudito Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V; su hermano,
Juan de Valdés, secretario del Virrey de Nápoles; y el elocuente Constantino
Ponce de la Fuente, capellán y confesor de Carlos V, de quien Felipe II dijo
que era “muy gran filósofo y profundo
teólogo y de los más señalados hombres en el púlpito y elocuencia que ha habido
de tiempos acá”. Más allá aún fue la influencia de las Sagradas Escrituras al penetrar en el rico monasterio de San Isidro
del Campo, donde casi todos los monjes recibieron gozosos la Palabra de Dios
cual antorcha para sus pies y luz sobre su camino. Hasta el arzobispo Carranza,
después de haber sido elevado a la primacía, se vio obligado durante cerca de
veinte años a batallar en defensa de su vida entre los muros de la Inquisición,
porque abogaba por las doctrinas de la Biblia.
[Por
mandato de Felipe II, el arzobispo Carranza pasó “muchos años leyendo libros
heréticos” con el objetivo de refutarlos. A esta influencia atribuyen los
historiadores el que, de implacable enemigo del protestantismo, se convirtiera
en secreto sostenedor de él. Acusado de herejía fue encarcelado por la
Inquisición en España; mas, como primado, hizo “recusación” de todos los
arzobispos y obispos de España “para sus jueces”. Como apelara al Papa, fue
transferido a Roma, donde, después de haber sido encarcelado durante muchos
años, se lo sentenció finalmente a un nuevo término de encarcelamiento en un
convento de los dominicos, por haber “bebido prava doctrina de muchos herejes
condenados, como de Martín Lutero, Juan Ecolampadio, Felipe Melanchton y otros”.
Nota del autor]
A partir de 1519
aparecen, en forma de pequeños folletos en latín, los escritos de los
reformadores de otros países, a los que siguieron, meses después, obras de
mayor aliento, escritas casi todas en castellano. En ellas se ponderaba la
Biblia como elemento que debía servir para probar cualquier doctrina y se
sustentaba la necesidad que había de reformar la iglesia romana:
“La primera, la más noble, la más sublime de todas las obras – enseñaban los reformadores – es la fe en Jesucristo. De
esta obra deben proceder todas las obras. Un cristiano que tiene fe en Dios lo
hace todo con libertad y con gozo; mientras que el hombre que no está con Dios
vive lleno de cuidados y sujeto siempre a servidumbre. Este se pregunta a sí
mismo angustia cuántas obras buenas tendrá que hacer; corre acá y acullá;
pregunta a éste y aquél; no encuentra la paz en parte alguna, y todo lo ejecuta
con disgusto y con temor. La fe viene únicamente de Jesucristo y nos es
prometida y dada gratuitamente. ¡Oh hombre! preséntate a Cristo y considera
cómo Dios te muestra en él su misericordia, sin ningún mérito de tu parte. Saca
de esta imagen de su gracia la fe y la certidumbre de que todos tus pecados te
están perdonados: esto no lo pueden producir las obras. De la sangre de las
llagas, de la misma muerte de Cristo es de donde mana esa fe que brota en el
corazón”.
(“Historia de la Reforma del siglo XVI”,
Théodore D’Aubigné; libro 6, cap.
2)
Arzobispo Bartolomé Carranza, muy influyente en La Reforma Católica, fue apresado por la Inquisición. |
En uno de los folletos
se explicaba la diferencia que mediaba entre la excelencia de la fe y las obras
humanas del siguiente modo:
“Dios dijo: “Quien
creyere y fuere bautizado, será salvo”. Esta promesa de Dios
debe ser preferida a toda la ostentación de las obras, a todos los votos, a
todas las satisfacciones, a todas las indulgencias, y a cuanto ha inventado el
hombre; porque de esta promesa, si la recibimos con fe, depende toda nuestra felicidad.
Si creemos, nuestro corazón se fortalece con la promesa divina; y aunque el
fiel quedase despojado de todo, esta promesa en que cree, lo sostendría. Con
ella resistiría al adversario que se lanzara contra su alma; con ella podrá
responder a la despiadada muerte, y ante el mismo juicio de Dios. Su consuelo
en todas sus adversidades consistirá en decir: yo recibí ya las primicias de
ella en el bautismo; si Dios es conmigo, ¿quién será contra mí? ¡Oh! ¡Qué rico
es el cristiano y el bautizado! Nada puede perderlo a no ser que se niegue a
creer… Si el cristiano encuentra su salud eterna en la renovación de su
bautismo por la fe – preguntaba el autor de este folleto – ¿qué necesidad tiene
de las prescripciones de Roma? Declaro pues – añadía – que ni el papa, ni el
obispo, ni cualquier hombre que sea, tiene derecho de imponer lo más mínimo a
un cristiano sin su consentimiento. Todo lo que no se hace así, se hace
tiránicamente. Somos libres con respecto a todos… Dios aprecia todas las cosas
según la fe, y acontece a menudo que el simple trabajo de un criado o de una
criada es más grato a Dios que los ayunos y obras de un fraile, por faltarle a
éste la fe. El pueblo cristiano es el verdadero pueblo de Dios”
(Ibidem, D’Aubigne; libro 6, cap. 6)
En otro folleto se
enseñaba que el verdadero cristiano, al ejercer la libertad de la fe, tiene
buen cuidado también en respetar los poderes establecidos. Estas exposiciones
de la libertad del Evangelio no
podían dejar de llamar la atención en un país donde el amor a la libertad era
tan arraigado. Los tratados y folletos pasaron de mano en mano. Los amigos del
movimiento evangélico en Suiza, Alemania y los Países Bajos seguían mandando a
España gran número de publicaciones. No era tarea fácil para los comerciantes
burlar la vigilancia de los agentes de la Inquisición, que hacían cuanto podían
para acabar con las doctrinas reformadas, contrarrestando la ola de
publicaciones que iba inundando el país.
El doctor Ed Bolhme, de
la Universidad de Estrasburgo, y miembro correspondiente de la Real Academia
Española, hace un curioso relato de este comercio en libros protestantes entre
Alemania y España, en su libro “La reforma en España en dos siglos desde 1520”
(tomo 2, págs. 64-65). Dicho relato, basado en documentos de la época, denota
un comercio muy activo llevado a cabo secretamente con amigos de la causa
protestante en España. A pesar de las persecuciones y el acecho soterrado, los
amigos de la causa perseveraron hasta que muchos miles de folletos y de libretos
fueron introducidos de contrabando, burlando la vigilancia de los agentes
apostados en los principales puertos del Mediterráneo y a lo largo de los pasos
de los Pirineos. A veces se metían estas publicaciones dentro de fardos de heno
o de yute (cáñamo de las Indias), o en barriles de vino de Borgoña o de Champaña.
A veces iban empaquetadas en un barril interior impermeable dentro de otro
barril más grande lleno de vino. Año tras año, durante la mayor del siglo
décimo sexto, hiciéronse esfuerzos constantes para abastecer al pueblo con
Testamentos y Biblias en castellano y con los escritos de los reformadores. Era
una época en que, como dice D’Aubigne, “la
Palabra impresa había tomado un vuelo que la llevaba, como el viento lleva las
semillas, hasta los países más remotos”. La Inquisición hacía hasta lo
inimaginable por impedir que dichos libros y folletos heréticos llegasen a
manos del pueblo. Los dueños de librerías tuvieron que entregarles tantos
libros, que muchos terminaron arruinados. Ediciones enteras fueron confiscadas
y, a pesar de la redoblada vigilancia, ejemplares de obras importantes,
inclusive muchos Nuevos Testamentos y
porciones del Antiguo llegaban a los
hogares del pueblo, merced a los esfuerzos de los comerciantes y colportores. [En
la Edad Media existía una especie de vendedores ambulantes que portaban en sus
cuellos una tarjeta acompañada de un versículo bíblico, la cual era traspasada
a una persona interesada y gracias al comprador y su aporte mensajero ganaba
dinero. Así nació el colportaje, palabra que deriva del vocablo francés colporteur, que hermenéuticamente
significa propagador; se entiende también como “llevar en el cuello”. Nota
del autor].
Esto sucedía así
especialmente en las provincias del norte de Cataluña, Aragón y Castilla la
vieja, donde los valdenses habían sembrado pacientemente la semilla que
empezaba a brotar y que prometía abundante cosecha. [Según
un relato de las primitivas colonias de los cristianos valdenses en el norte de
España, éstos, huyendo de la persecución, se establecieron en Cataluña y en el
reino de Aragón. En el tiempo del papa Gregorio IX había gran número de
valdenses en España, y por el año 1214, en tiempo del papa Alejandro IV, el
cual se quejó en una de sus bulas, de que se los había dejado arraigar tanto, y
de que no se les hubiese molestado para multiplicarse como lo habían hecho.
Efectivamente, en tiempo de Gregorio IX crecieron tanto en número y crédito,
que establecieron obispos sobre sus rebaños para que les predicasen sus
doctrinas, lo cual, al sábado los otros obispos, fue causa de atroz
persecución. Nota del autor].
Uno de los colportores
más perseverantes y agraciados en la empresa fue Julián Hernández, un tocio
que, disfrazado a menudo de buhonero o de arriero, hizo muchos viajes a España,
ya cruzando los Pirineos, ya entrando por alguna de los puertos del sur de
España. Fray Santibáñez, escritor jesuita, ha dejado un valioso testimonio
sobre este enano colportor:
“Salió de Alemania con designio de infernar toda España y corrió gran
parte de ellas repartiendo muchos libros de perversa doctrina por varias partes
y sembrando las herejías de Lutero en hombres y mujeres; y especialmente en
Sevilla. Era sobremanera astuto y mañoso (condición propia de herejes). Hizo gran
daño en toda Castilla y Andalucía. Entraba y salía por todas partes con mucha
seguridad con sus trazas y embustes, pegando fuego en donde ponía los pies”.
(“Historia
de la Compañía de Jesús en esta provincia de Andalucía”, citada por Adolfo de Castro en “Historia de los Protestantes españoles”, pág. 250)
Emperador Carlos V, impulsó la difusión de las doctrinas protestantes. |
“Su influencia había contribuido a librar el ánimo del emperador de
falsas impresiones; y que en una entrevista posterior se le había encargado
dijera a Melanchton que su majestad deseaba que éste escribiera un compendio
claro de las opiniones de los luteranos, poniéndolas en oposición, artículo por
artículo, con las de sus adversarios. El reformador accedió gustoso al pedido,
y el resultado de su labor fue comunicado por Valdés a Campegio, legado del
papa. Luego que Valdés regresó a su país natal, se lo acusó ante el Santo
Oficio y fue condenado como sospechoso de luteranismo”.
(“La Iglesia reformada” Thomas
M’Crie; cap. 4)
El poder del Espíritu
Santo que asistió a los reformadores en la tarea de presentar las verdades de
la Palabra de Dios durante las grandes dietas convocadas de tanto en tanto por Carlos
V, hizo gran impresión en el ánimo de los nobles y los dignatarios de la
iglesia que de España acudieron a aquéllas. Por más que a algunos de éstos,
como el arzobispo Carranza, se los contase durante muchos años entre los más
decididos partidarios del catolicismo romano, con todo no pocos cedieron al fin
a la convicción de que era verdaderamente Dios quien dirigía y enseñaba a
aquellos intrépidos defensores de la verdad, que, con la Biblia, abogaban por el retorno al cristianismo primitivo y a la
libertad del Evangelio. Los esfuerzos para acabar con la Biblia para que esta
no llegara al pueblo fueron cuantiosos por parte de la iglesia romana. Solo los
curas se sentían con autoridad “celestial”
para interpretarla; una Biblia en manos de quien no fuera uno de ellos era
considerada una herejía. Un claro ejemplo de esta enfermiza persecución se dio
en Francia, especialmente con las versiones en lengua vulgar:
“Ya el decreto de Tolosa (de Francia), de 1229, sustituida el tribunal
espantoso de la Inquisición contra todos los lectores de la Biblia en lengua
vulgar. Era un decreto de juego de sangre y de asolamiento. En sus capítulos
III, IV, V y VI disponía que se destruyeran por completo hasta las casas y los
más humildes escondrijos y aun los retiros subterráneos de los que fueran
convictos de poseer las Escrituras, y
que ellos mismos fueran perseguidos hasta en sus montes y en los antros de
tierra, y que se castigara con severidad aun a sus encubridores. Como resultado
la Biblia fue pues prohibida en
todas partes; desapareció en cierto modo de sobre la tierra, bajó al sepulcro.
Estos decretos fueron seguidos durante 500 años de suplicios sin cuento en que
la sangre de los reyes corrió como agua”.
(“Los Cánones de las Santas Escrituras”, L. Gaussen; parte 2, libro 2; capítulo 7;
y capítulo 13)
Hitler, Mussolini y
Stalin parecen haber bebido de la leche ponzoñosa de la Iglesia Católica para
eliminar a sus oponentes políticos. Si la SA, primero, y la SS después,
conformaron las principales fuerzas de choque de los nazis, la Policía Secreta
del Estado, más conocida como Gestapo, constituyó una herramienta fundamental
para la consolidación de los nazis en el poder. El objetivo central de la
Gestapo, como el de la Inquisición, era perseguir a los oponentes del régimen
aplicando, como los inquisidores, la represión, la tortura y la muerte. Como
policía del régimen, la Gestapo, al igual que los inquisidores, contó con la
inestimable colaboración de la denuncia voluntaria como práctica habitual,
gracias a la cual llegaban a su poder informes acerca de individuos contrarios
al nazismo y sobre los que de inmediato, como en el caso de los herejes; caía
su terrorífico poder. En este sentido, muchos alemanes corrientes denunciaron a
sus conciudadanos, judíos o no, para demostrar su fervor político y patriótico,
convencidos de realizar un acto correcto para con la nación. Tampoco faltaron
las denuncias basadas en cuestiones puramente personales, para resolver
disputas, por ejemplo, y hasta para obtener ciertas recompensas que se
traducían en promociones laborales y remuneraciones económicas. La tendencia de
denuncia se extendió a todos los ámbitos sociales y culturales como una
autentica psicosis colectiva. Era común ver grupo de colegialas recorriendo los
barrios en busca de impuros,
actividad que también hizo propia la Organización
de Mujeres Nazis. Entre los primeros reformadores españoles que se valieron
de la imprenta para esparcir el conocimiento de la verdad bíblica, hay que
mencionar a Juan de Valdés, hermano de Alfonso, sabio jurisconsulto y
secretario del virrey español de Nápoles. En Sevilla y Valladolid los
protestantes llegaron a contar con el mayor número de adeptos. Francisco San
Román, natural de Burgos, e hijo del alcalde mayor de Bribiesca, en el curso de
sus viajes comerciales tuvo oportunidad de visitar a Bremen, donde oyó predicar
las doctrinas evangélicas. De regreso a Amberes fue encarcelado durante ocho
meses, pasados los cuales se le permitió proseguir su viaje a España, donde se
creía que guardaría silencio. Pero, como aconteció con los apóstoles de antaño,
no pudo dejar de mencionar las cosas que había visto y oído, debido a lo cual
no tardó en ser “entregado” a la
Inquisición de Valladolid. Su proceso fue breve, confesó sin tapujos su fe en
las principales doctrinas de la Reforma, es decir, que nadie puede salvarse por
sus propias obras, méritos o fuerzas, sino únicamente debido a la gracia de
Dios, mediante el sacrificio de un solo Mediador. De nada valieron las súplicas
ni las torturas para inducirlo a que se retractara; fue sentenciado y conducido
a la hoguera en un auto de fe en 1544. Hacía ya un cuarto de siglo que la
doctrina reformada había llegado por primera vez a Valladolid, sin embargo,
durante dicho periodo, al decir de M’crie:
“Sus discípulos se habían contentado con guardarla en sus corazones o hablar de ella con la mayor cautela a sus
amigos de confianza. El estudio y la meditación, avivados por el martirio de
San Román, pusieron fin a tal sufrimiento. Expresiones de simpatía por su
suerte, o de admiración por sus opiniones, dieron lugar a conversaciones, en
cuyo curso los que favorecían la nueva fe, como se la llamaba, pudieron
fácilmente reconocerse unos a otros. El cielo y la magnanimidad de que dio
prueba el mártir al arrostrar el odio general y al sufrir tan horrible muerte
por causa de la verdad, provocó la emulación hasta de los más tímidos de
aquellos; de suerte que, pocos años después de aquel auto, se organizaron
formando una iglesia que se reunía con regularidad, en privado, para la
instrucción y el culto religioso”.
(Ibídem, Thomas M’Crie; cap. 4)
El primer pastor de esta
iglesia clandestina fue Domingo de Rojas, hijo de nobles. Rojas propagó ciertos
escritos suyos, y particularmente un folleto con el título de “Explicación de los Artículos de Fe”, que
contenía una corta exposición y defensa de las nuevas opiniones. Después de
algunos años de servicio en la buena causa, Rojas sufrió el martirio de la
hoguera. Camino al lugar del suplicio, el condenado pasó frente al palco real y
preguntó al rey: “¿Cómo podéis, señor,
presenciar así los tormentos de vuestros inocentes súbditos? Salvadnos de
muerte tan cruel”. “No –replicó
Felipe –, yo mismo llevaría la leña para
quemar a mi propio hijo si fuese un miserable como tú”. Es decir,
obediencia absoluta a lo que la Iglesia Católica dice, en contubernio con el
poder, o a la hoguera. Esta obediencia ciega está plasmada en muchos escritos;
la razón está además en los cerebros, aquí se obedece lo que la iglesia romana
dice o se es un hereje. Así se los planteó a todos aquellos infelices que
optaron por entrar en la compañía de Jesús:
“… el que se ofrece espontáneamente a entrar en el noviciado debe al
momento renunciar su voluntad propia, su familia y todo cuanto el hombre
aprecia sobre la tierra”, y que las constituciones de la compañía hacen “de la
obediencia más absoluta una palanca cuya acción incesante y universal ha debido
preocupar a todos los políticos”.
(“Historia de la Compañía de Jesús”, Cretineangoli)
No sólo estos pobres
diablos sufrían una “emasculación”
física, sino también mental. Como ovejas, eran reclutados para, a la larga,
sufrir una psicosis física y cerebral. El mismo Ignacio de Loyola, fundador de
ese antro parasitario llamado “Compañía de Jesús”, machista convicto y confeso
quien, después de muchas vicisitudes y reflexiones, renunció a admitir en su
orden a las monjas. Las mujeres no van a la guerra, decía y si asisten a ella
es como enfermeras, no como estrategas en primera línea o en el estado mayor.
Vaya forma de pensar de este tipejo.
“Que cada cual se convenza de que cuantos viven bajo el voto de
obediencia deben dejarse llevar y dirigir por la divina Providencia y sus
instrumentos, los superiores, tal cual si fueran cadáveres que se dejan llevar
a cualquier parte y tratar de cualquier modo, o como el bastón que un anciano
tiene en la mano y maneja como le da la gana. (…) Esta sumisión absoluta es
ennoblecida por lo que la motiva y debería sea pronta, alegre y constante; (…)
el religioso obediente cumple gozoso con lo que le han encargado sus superiores
para el bien común, seguro de que así corresponde verdaderamente a la voluntad
divina”.
(“Sumario
regular de la Sociedad de Jesús”, párrafos 33-36; págs. 12 y 13)
Monasterio de Yuste, también Palacio del rey Carlos V |
Si se tiene en cuenta el
carácter y la alta categoría de los caudillos del protestantismo en Sevilla, no
resulta extraño que la luz del Evangelio brillase allí con claridad bastante
para iluminar no sólo muchos hogares del bajo pueblo, sino también los palacios
de príncipes, nobles y prelados. La luz brilló con tanta claridad que, como
sucedió en Valladolid, penetró hasta en algunos de los monasterios que a su vez
volviéronse de luz y bendición. El capellán del monasterio dominicano de San
Pablo propagaba con celo las doctrinas reformadas. Se contaban discípulos en el
convento de Santa Isabel y en otras instituciones religiosas de Sevilla y sus
alrededores. Uno de los monjes del convento Jeronimiano de San Isidro del
Campo, García de Arias preconizaba entre sus hermanos muchas de las doctrinas
protestantes, al punto que al poco tiempo del sistema antiguo no quedaba más
que el hábito monacal y la ceremonia exterior de la misa, que no podían
abandonar sin exponerse a inevitable e inminente peligro. Por medio de sus
pláticas y de la circulación de libros, aquellos diligentes monjes defendieron
el conocimiento de la verdad por las comarcas vecinas. No podían deshacerse del
todo de las formas monásticas sin exponerse al furor de sus enemigos; no podían
tampoco conservarlas sin incurrir en culpable inconsecuencia. Doce de esos
monjes abandonaron el monasterio y, por diferentes caminos, lograron ponerse a
salvo fuera de España, y a los doce meses se reunieron en Ginebra. Cuarenta
años hacía ya que las doctrinas protestantes habían penetrado en España. En
1556 Julián Hernández, un fiel colportor se ofreció a llevar versiones
castellanas del Nuevo Testamento de Juan Pérez, ejemplares de catecismo español
y una traducción de los salmos a España. Colocó los libros dentro de dos
grandes barriles y logró burlar a los agentes de la Inquisición; en Sevilla se
distribuyeron rápidamente los preciosos volúmenes. Durante su viaje, Hernández
había dado un ejemplar del Nuevo Testamento a un herrero en Flandes. El herrero
enseñó el libro a un cura que obtuvo del donante una descripción de la persona
que se lo había dado a él, y la transmitió inmediatamente a los inquisidores de
España. Hernández no tardó en ser detenido y, vuelto a Sevilla, lo encerraron
en las mazmorras de la Inquisición. De nada valieron los suplicios que sufrió,
pues, el colportor se negó a delatar a sus amigos. Como tantos otros mártires
terminó en la hoguera. Por aquel entonces, uno de los agentes secretos de la
Inquisición consiguió informes análogos a los de Hernández referentes a la
iglesia de Valladolid. Se despacharon mensajeros a los diferentes tribunales
inquisitoriales del reino, ordenándoles que hicieran investigaciones con el
mayor sigilo en sus respectivas jurisdicciones, y que estuvieran listos para
proceder en común tan pronto como recibieron nuevas instrucciones. Así,
silenciosamente y con presteza, se consiguieron los nombres de centenares de
creyentes, y al tiempo señalado y sin previo aviso, fueron éstos capturados
simultáneamente y encarcelados. Las personas convictas de luteranismo eran tan
numerosas que alcanzaron a abastecer con víctimas cuatro grandes y tétricos
autos de fe en el curso de dos años. Dos se celebraron en Valladolid, en 1559;
uno en Sevilla el mismo año, y otro el 22 de diciembre de 1560. Entre los
primeros que fueron apresados en Sevilla figuraba el doctor Constantino Ponce
de la Fuente, que había trabajado tanto tiempo sin despertar sospechas.
“Cuando se le dio la noticia a Carlos V, el cual se encontraba entonces
en el monasterio de Yuste, de que se había encarcelado a su capellán favorito,
exclamó: “¡Si
Constantino es hereje, gran herejes es!”. Y cuando más tarde un
inquisidor le aseguró que había sido declarado reo, replicó suspirando: “¡No podéis condenar a otro mayor!”.
(“Historia
del Emperador Carlos V”, Prudencio
Sandoval, tomo 2; pág.: 829)
No era posible probar la
culpabilidad de Constantino, los inquisidores parecían impotentes de probar los
cargos levantados contra él, cuando por casualidad se encontró entre sus
pertenencias un gran libro escrito todo de puño y letra por el acusado.
Constantino reconoció ser el autor de dicho libro:
“encontraron, entre otros muchos, un gran libro, escrito todo de puño y
letra del mismo Constantino, en el cual, abiertamente y como si escribiese para
sí mismo, trataba en particular de estos capítulos (según los mismos
inquisidores declararon en su sentencia, publicada después en el cadalso), a
saber: del estado de la iglesia; de la verdadera iglesia y de la iglesia del
papa, a quien llamaba anticristo; del sacramento de la eucaristía y del invento
de la misa, acerca de todo lo cual, afirmaba él, estaba el mundo fascinado a
causa de la ignorancia de las Sagradas Escrituras, de la justificación del
hombre; del purgatorio, al que llamaba cabeza de lobo e invento de los fusiles
en pro de su gula; de las bulas e indulgencias populares; de los méritos de los
hombres; de la confesión (…) Reconozco mi
letra, y así confieso haber escrito todo esto, y declaró ingenuamente ser todo
verdad. No tenéis ya que cansaros en buscar contra mí otros testimonios: tenéis
aquí ya una confesión clara y explícita de mi creencia: obrad pues, y haced de
mí lo que queráis”.
(“Artes de la
Inquisición española”, Reinaldo Gonzales de Montes, págs.: 320-322; 289,
290)
Constantino Ponce de la
Fuente murió antes de cumplir dos años de prisión; los rigores de la cárcel
(mala alimentación y condiciones insalubres de la celda) minaron sus fuerzas.
Hasta sus últimos momentos se mantuvo fiel a la fe protestante y conservó su
serena confianza en Dios. Un joven monje del monasterio de San Isidro del
campo, encerrado en el mismo calabozo de Constantino, lo atendió durante su
enfermedad. Pero Constantino no fue el único amigo y capellán del emperador caído
en desgracia. El doctor Agustín Cazalla cayó también en la redada de
Valladolid. Su hermana también había sido condenada. Los agentes de la
Inquisición, en su luciferina ferocidad, no estando contentos aún con haber
condenado a los vivos, entablaron juicio contra la madre de aquella, doña
Leonor de Vivero, que había muerto años antes, acusándola de que su casa había
servido de “templo a los luteranos”.
Se falló que había muerto en estado de herejía, que su memoria era digna de
difamación y que se confiscaba su hacienda, y se mandaron exhumar sus huesos y
quemarlos públicamente junto con su efigie; ítem más que se arrasara su casa,
que se esparramara sal sobre el solar y
que se erigiera allí mismo una columna con una inscripción que explicara el
motivo de la demolición. Todo se cumplió al pie de la letra y el monumento
permaneció en pie con el paso de los siglos. Durante una visita a Valladolid en
1826, el S. B. B. Wiffen sacó copia exacta de esta inscripción que reza como
sigue:
“Presidiendo la Iglesia. Roma. Paulo IV y Reinando en España, Felipe II.
El Santo Oficio de la Inquisición condenó a derrocar e asolar estas casas de
Pedro de Cazalla y doña Leonor de Vivero su mujer porque los herejes luteranos
se juntaban a acer conciliábulos contra nuestra Santa Iglesia. Roma. Año de
MDLIX, en XXI de mayo”.
[Una soleada mañana de
primavera de 1942 avanzaba por la carretera, en medio de los campos, al norte
de Praga, un gran “Mercedes”
descapotable con el guión negro de las SS restallando al viento. De pronto,
cuando el coche llegaba a los arrabales y reducía velocidad para tomar una
curva, una violenta explosión sacudió el aire en calma de la mañana. Con un
chirrido de neumáticos, el “Mercedes” patinó y fue a parar a mi lado de la
calzada. Instantáneamente, un hombre alto, que iba junto al chofer, saltó a la
carretera y, desenfundando su pistola, abrió fuego contra el individuo, vestido
de paisano, que había emprendido la huida en bicicleta. Mientras tanto, en la
guerrera de su uniforme negro y plata, cargado de insignias y condecoraciones,
un sangrante orificio se ensanchaba a la altura de la cadera izquierda, y al
cabo de unos instantes, el hombre se tambaleó y se desplomó en el bordillo de
la acera, en medio de un alarido de dolor. Eran exactamente las 10:30 del
miércoles 27 de mayo. El herido se llamaba Reinhard Heydrich y era uno de los
hombres más poderosos y temidos de la Europa ocupada, general de las SS y jefe
ciegamente obedecido por todas las fuerzas de represión y exterminio del Reich
nazi, viceprotector de Alemania en Bohemia y Moravia. Durante los cinco días
que siguieron al atentado del 27 de mayo se multiplicaron las transfusiones de
sangre y las inyecciones de sueros antigangrenosos y antitetánicos a dosis
masivas. Heydrich había empezado a alimentarse de nuevo, y la fiebre remitía.
Habían pasado los momentos de mayor peligro. Pero de pronto el miércoles 3 de
junio, empezó a agravarse el estado del herido. Su rostro adquirió un color
plomizo, adelgazó y se le debilitó el pulso. Se declaró una septicemia general.
Estaba perdido. Pasó la noche y llegó el alba. La sangre de Reinhard Heydrich
no arrastraba ya sino veneno. Murió a primeras horas del jueves 4 de junio de
1942. Entonces se puso en marcha la siniestra, la formidable máquina de
represión y exterminio. Luego todo se precipitó. A las redadas, a los registros
y a las detenciones en masa, sucedieron las expediciones punitivas, los
fusilamientos de rehenes, la tortura y la condena a muerte de miles de
sospechosos. Todo se registró en cada barrio de Praga. En total se practicaron
más de trece detenciones y, según un informe de la Gestapo, los tribunales
militares de Praga y de Brno pronunciaron 1,331 sentencias de muerte, de ellas,
201 contra mujeres, que se ejecutaron inmediatamente. La furia de Hitler era
incontenible, su sed de venganza podía compararse sólo a la de Torquemada en la
época de la Inquisición. Los sabuesos de la Gestapo y de las SS concluyeron que
el pueblo de Lídice había albergado a los asesinos de Heydrich. La orden de
Hitler fue determinante. Toda la población debía ser exterminada. La orden de
Hitler – lanzada después de su entrevista con Martin Bormann y tras la inhumación
del cadáver de Heydrich en el cementerio de los Inválidos de Berlín –
prescribía:
Constantitno Ponce de la Fuente, teólogo protestante; castigado por la Inquisición. Llegó a ser capellán de Carlos V. |
Como se ve, los nazis
aprendieron de sus maestros inquisidores el “arte”
de matar y arrasar tierras, aunque los primeros lo hicieron a gran escala; pero
los criminales nazis nunca blandieron el nombre de Dios, Jesús o de las Santas
Escrituras para justificar sus atrocidades. Estos lunáticos de la Iglesia
Católica no podían concebir en sus cerebros retorcidos que existiera una pluralidad
de pensamiento, una heterogeneidad de ciencias religiosas. El humanista,
filósofo e historiador español Juan de Mariana, quien profesó en la Compañía de
Jesús en 1554, fue un recalcitrante ortodoxo que, creyéndose dueño de la
“verdad divina”, no toleraba ni la libertad de pensamiento ni la libertad
religiosa. Niega rotundamente que pueda haber en una sola nación muchas
religiones, y claro es que tiene presentes para defender su tesis las guerras de
religión de la época. Aquí Mariana parte de un sofisma, pues, las guerras
religiosas tienen su origen en la intolerancia religiosa que él, a capa y
espada defiende sin tapujos. La “libertad
de cultos”, es para él fuente de mil males. Lo mismo la de la conciencia…
“Si así quisieran vivir en la república cristiana los sectarios de las
nuevas herejías sobrellevando esta pesada carga en gracia de la libertad de
conciencia que tanto desean, podríamos quizá consentir en darles una libertad
conquistada a costa de tan grandes sacrificios”.
(“Del rey y de la institución real”)
Estos pensamientos
reaccionarios de los “filósofos, teólogos
y santos” de la Iglesia Católica debe estar íntimamente conectada con la
testosterona acumulada por la abstención carnal, diría cualquier endocrinólogo
o sexólogo especializado. Mariana, como Agustín el Africano, San Pablo, Santo
Tomás, Torquemada, es otro de los que se hizo y se hace admirar por estúpidos
más fanáticos, más ignorantes y más desalmados que él. Retomemos la lucha del
protestantismo contra la iglesia romana en la España del siglo XVI. Después del
auto de fe que costó la vida al doctor Constantino Ponce de la Fuente, la fe
sublime y la constancia inquebrantable de los protestantes quedó realzada en el
comportamiento de Antonio Herrezuelo, Jurisconsulto sapientísimo, y de doña
Leonor de Cisneros, su esposa, dama de 24 años, discreta y virtuosa a maravilla
y de una hermosura tal que parecía fingida por el deseo. No tardó Herrezuelo en
caer en la telaraña persecutoria de la Inquisición. La casa donde se reunían
los protestantes de Sevilla tuvo el mismo fin que la de Pedro Cazalla: se roció
la tierra con sal y se erigió un pilar monumental parecido. Alfonso de Castro
nos ha dejado un importante testimonio del suplicio vivido por Antonio
Herrezuelo y por su esposa:
“Herrezuelo era hombre de una condición altiva y de una firmeza en sus
pareceres, superior a los tormentos del Santo Oficio. En todas las audiencias
que tuvo con sus jueces se manifestó desde luego protestante, y no sólo
protestante, sino dogmatizador de su secta en la ciudad de Toro, donde hasta
entonces había morado. Exigiéronle los jueces de la Inquisición que declarase
uno a uno los nombres de aquellas personas llevadas por él a las nuevas
doctrinas; pero ni las promesas ni los ruegos, ni las amenazas bastaron a
alterar el propósito de Herrezuelo en no descubrir a sus amigos y parciales. ¿Y
qué más? ni aun los tormentos pudieron quebrantar su constancia, más firme que
envejecido roble o que soberbia peña nacida en el seno de los mares. Su esposa,
presa también en los calabozos de la Inquisición, al fin débil como joven de
veinticuatro años, después de cerca de dos años de encarcelamiento, cediendo al
espanto de verse reducida a la estrechez de los negros paredones que formaban
su cárcel, tratada como delincuente, lejos de su marido a quien amaba aún más
que a su propia vida, y temiendo todas las iras de los inquisidores, declaró
haber dado franca entrada en su pecho a los errores de los herejes,
manifestando al propio tiempo con dulces lágrimas en los ojos su
arrepentimiento. Llegando el día en que se celebraba el auto de fe con la pompa
conveniente al orgullo de los inquisidores, salieron los reos al cadalso y
desde él escucharon la lectura de sus sentencias. Herrezuelo iba a ser reducido
a cenizas, en la voracidad de una hoguera, y su esposa doña Leonor a abjurar
las doctrinas luteranas, que hasta aquel punto había albergado en su alma, y a
vivir, a voluntad del Santo Oficio, en las casas de reclusión que para tales
delincuentes estaban preparadas. En ellas, con penitencias y sambenito
recibiría el castigo de sus errores y una enseñanza para en lo venidero desviarse
del camino de su perdición y ruina”.
(Ibídem, Alfonso de Castro, págs. 167-168)
Camino al cadalso, lo
único que conmovió a Herrezuelo fue el ver a su esposa en ropas de penitente,
amordazado como iba, sólo pudo echarle una mirada. Escuchó, sin inmutarse, a
los frailes que lo hostigaban con sus importunas exhortaciones para que se
retractase, mientras lo conducían a la hoguera:
“El bachiller Herrezuelo se dejó quemar vivo con valor sin igual. Estaba
yo tan cerca de él que podía verlo por
completo y observar todos sus movimientos y expresiones. No podía hablar, pues
estaba amordazado; pero todo su continente revelaba que era una persona de
extraordinaria resolución y fortaleza,
que antes que someterse a creer con sus compañeros lo que se les exigiera,
resolvió morir en las llamas. Por mucho que lo observara, no pude notar ni el
mínimo síntoma de temor o de dolor; eso sí, se reflejaba en su semblante una
tristeza cual nunca había yo visto”
(“Historia Pontifical”, Gonzalo de
Illescas)
Leonor de Cisneros, al
ver la atroz muerte de su marido, avivó en su corazón la religión reformada;
por este hecho fue encarcelada, reclusión en la cual, durante ocho años, tuvo
que resistir la insistencia de los inquisidores para que se retractara. Al ver
que todo intento sería inútil, fue llevada a la hoguera.
“¡Infelices esposos, iguales en
el amor, iguales en las doctrinas e iguales en la muerte! Quién negará una
lágrima a vuestra memoria y un sentimiento de horror y de desprecio a unos jueces
que, en vez de encadenar los entendimientos con la dulzura de la Palabra
Divina, usaron como armas del
raciocinio, los potros y las hogueras”.
(Ibídem, Alfonso de Castro; págs. 171)
Esta fue la suerte que
corrieron en España aquellos que pensaban diferente que esos delincuentes
vestidos con sotanas y adornados con crucifijos. Muchos mártires acabaron en la
hoguera por denunciar a una Iglesia donde la corrupción, la codicia, el abuso y
el parasitismo convivían como sabandijas en una cueva cenagosa. Esa es la
Iglesia Católica que aún sobrevive, tratando de captar nuevos ingenuos a medida
que es abandonada por aquellos que se han sacado la venda de los ojos, y han
visto las riquezas y la corrupción que impera en su seno. Se dirá que hay
muchos sacerdotes honestos y con vocación, pero, ¿acaso ignoran la podredumbre
que hiede desde el Vaticano? Que cada cual juzgue según su conciencia.
San Agustín, doctor de la Iglesia. |
Paul Claudel, en un
artículo por demás admirable, ha dicho que el espectáculo que nos espera
después de la muerte, no tiene nada que ver con lo que Dante imaginó en la “Divina Comedia”, es decir, que después
de nuestra muerte física, transitaremos por el Infierno, el Purgatorio y
el Paraíso. No creo que una mente tan
lúcida como la de Claudel haya pensado o interpretado la obra de Dante en
sentido literal. Un testimonio, atribuido a un hijo de Dante, nos dice que “mi padre quiso representar en su Comedia la vida de los pecadores a través del Infierno, la de los penitentes a través del
Purgatorio y la vida de los justos a través
de la imagen del Paraíso”. Es decir, no se lee la comedia sólo a través de un sentido literal,
sino alegórico. Otro testimonio proviene del mismo Dante, quien en una carta
dirigida al Can Grande de la Scala de Verona, en ocasión del envío de varios de
los del Paraíso, leemos:
“…el sentido de esta obra no es único, sino que puede llamársela
polisémica, es decir, de muchos sentidos; en efecto, el primer sentido es el
que procede de la letra, el otro es el que se obtiene del significado a través
de la letra. Y el primero es llamado literal, y el segundo alegórico o moral o
anagógico. Y puede examinarse esta manera de exponer, de modo que se vea mejor,
en estos versos: “Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob, de un pueblo
bárbaro, se convirtió Judea en su santificación e Israel en su poder” [Salmo
114 (115)]. Si miramos tan sólo a la letra, nos es significada la salida de los
hijos de Israel de Egipto en tiempos de Moisés, si a la alegoría, nos es
significada nuestra redención realizada por Cristo; si al sentido moral, nos es
significada la conversión del alma desde el luto y la miseria del pecado al
estado de gracia; si al anagógico, es significada la salida del alma de la
servidumbre de esta corrupción a la libertad de la gloria eterna. Y aunque se
haya dado varios nombres a estos místicos, se pueden llamar todos, en general,
alegóricos, en cuanto son distintos del literal o histórico. En efecto,
alegoría viene del griego “alleon” que en latín se dice “alienum” o
“diversum”.”
(Carta
XIII, “Obras
Completas”, Aguilar; 2004 – Volumen II; pág. 605-606)
[La última carta del epistolario de
Dante, dirigida al Can Grande de la Scala, era considerada hasta 1920 como
apócrifa. Pero, tras los estudios de E. Moore y de los mejores críticos
italianos y extranjeros, ha sido reconocida su autenticidad. Su importancia es
grande por constituir esta carta un comentario auténtico de La Divina Comedia. En esta carta explica
Dante los motivos fundamentales que le han sugerido la composición de la Comedia, y sobre todo la elaboración
del cántico del Paraíso. Dante se
sitúa en un punto de vista filosófico y teológico. Su autoridad preferida,
Aristóteles, interviene constantemente, contribuyendo a darnos la impresión de
que el genio poético de Dante – como en otra ocasión el de Lucrecio Caro – obró
impulsado siempre por físico – morales. El destino de las almas es el motivo
principal de la obra. Nota del autor].
Estas líneas de la carta
al Can Grande de la Scala nos indican con toda claridad que Dante deseaba una
lectura alegórica de su libro. Es lo que hicieron sus comentaristas medievales
con evidente abuso en ocasiones, pues quisieron ver alegorías, no sólo en el
sentido genial de la obra y de algunos de sus pasajes, sino, por así decirlo,
en cada una de sus palabras. Con el tiempo, se fue perdiendo el gusto por la
alegoría y los primeros dantistas modernos – a los que corresponde el indudable
mérito del renacimiento de los estudios dantescos – o bien prescindieron de
ella, o dieron a la interpretación simbólico – alegórica de los escritos de
Dante un sentido esotérico, a todas luces, ajeno a sus propósitos. No cabe duda
de que en la “Divina Comedia” hay
alegorías de la misma especie que las inventadas por Milton en su “Paraíso perdido”, por Guillaume de Lorris
en el “Roman de la Rose”, por Alano
de Lila en el “Anticlaudiano”, por
Aurelio Prudencio en su “Psicomomaquia”, y una de ellas es el cortejo que, en
el canto XXIX del Purgatorio, avanza
ante los ojos asombrados de Dante:
“Cuando, desde mi orilla,
el rumoroso
río, no más, me hacía estar distante,
por ver mejor, al paso di reposo,
y vi las llamas ir hacia delante
dejando al aire de colores tinto
con trazo al de pinceles semejante;
y allí lucían con matiz distinto,
en siete bellas listas, los colores
de que el sol hace el arco y Delia el cinto.
Los estandartes, hacia atrás, mayores
eran que mi mirada; y separados
diez pasos calculé los exteriores.
Bajo tan bello cielo vi alineados,
de dos en dos, a veinticuatro ancianos
que avanzaban de lirios coronados.
“Bendita tú”, cantando iban
ufanos,
“en las hijas de Adán, y sean benditas
Todas tus gracias por eternas manos”.
Cuando las flores y otras hierbecitas
que frente a mi mostraba la otra orilla
de aquella gente electa fueron quitas,
cual tras una, en el cielo, otra luz brilla,
se acercaron detrás cuatro animales;
la fronda coronaba a esta cuadrilla.
Seis alas cada cual mostraba iguales:
las plumas llenas de ojos; que si Argo
viviese aún, mostraría tales.
No gastaré más rimas, sin embargo,
en sus formas, lector; que otro dispendio
no me permite ser en éste largo;
mas lee a Ezequiel, que pinta su compendio
tal cual los vio, de la región del frío
venir con viento y nube y con incendio;
suplirá su papel al papel mío,
salvo en las plumas, que a éstas les convienen
el de Juan, y con él yo me desvío.
Encuadran un espacio que contiene
un carro, con sus dos ruedas, triunfal,
que un grifo a la cerviz atado
tiene.
Abre sus alas a distancia igual
de la de en medio y tres y otras tres listas,
y a ninguna, al hendirla le hace mal.
Tanto las vi subir, que no eran vistas;
las partes de ave de oro las tenía;
blancas las otras, de bermejo mixtas”.
(Purgatorio, Canto XXIX;
V.V. 69-114)
La Divina Comedia, obra de Dante Alighieri |
“Es necesario enfáticamente que la lectura profunda y minuciosa de la Comedia (la
única lectura real y gozosa) requiere internarse en todos sus aspectos, no sólo
psicológicos y estéticos, sino teológicos, místicos, religiosos, metafísicos,
éticos, mitológicos, históricos, políticos, geográficos, físicos, biológicos y
astronómicos. La Comedia de Dante es una unidad
arquitectónica cuya comprensión no puede eliminar ninguna de sus partes.”
(“Dante y la psicología del Infierno”, Compañía de
Seguros Atlas S.A., Lima, 1983 – pág. 6)
Visto todo esto, el
terrible Infierno que nos quiere vender el Catolicismo suena a Tren fantasma, a Noche de Brujas, a Viernes
Trece, a Halloween, a Cuco trasnochado. A estos traficantes de
reliquias, no queda más que decirles, Ad
maiorem Dei gloriam.
Wolfsschanze – Noviembre del 2014 / Abril del 2015.
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